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Liliana/IV

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IV

Finalmente llegamos al Misurí. Los indios escogían de ordinario el momento de vadear este río para asaltar las caravanas, porque resultaba muy difícil en tal trance la defensa, ya que, hallándose una parte de los carros dentro del río y la otra en la ribera, y arreando a las bestias para entrar y salir del agua, se produce una enorme confusión.

Ya antes de llegar al río, hacía dos días, habíame dado cuenta de que unas bandas de indios nos seguían; pero había tomado mis medidas de prudencia, disponiendo que las caravanas acampasen en orden de batalla. Prohibí que los carros se desbandasen por la estepa, como hacían en las regiones orientales del Gowa, y mandé que todos los hombres se mantuvieran reunidos y dispuestos al combate. Llegado que hubimos al río y encontrado el vado, ordené a dos destacamentos de sesenta hombres cada uno que se atrincherasen en las dos orillas, de modo que pudieran defender eficazmente el paso con su fuego de fusilería. Los otros ciento diez emigrantes debían encargarse de pasar los carros, pocos de cada vez, a fin de evitar confusiones, y con semejante táctica todo se llevó a cabo con el orden más completo. El ataque era, en realidad, casi imposible, porque antes de echarse sobre los que vadeaban el río, habrían tenido los asaltantes que apoderarse de una de las dos trincheras.

No eran, por otra parte, excesivas tales precauciones; dos años después, cuatrocientos alemanes fueron asesinados, mientras vadeaban el Misuri, por la tribu Kiawatha, en el sitio donde hoy se eleva la ciudad de Omaha.

El éxito que coronó mi empresa me reportó otra ventaja, y fué que aquella gente, que en los países del Este habían oído contar los terribles peligros del tránsito por las amarillentas aguas del Misuri, al ver la seguridad y facilidades con que bajo mi dirección había salido de apuros, puso en mí una fe ciega y empezó a considerarme como el espíritu reinante de aquellos desiertos.

Las alabanzas y la entusiástica admiración de mis compañeros llegaba cada día a oídos de Liliana, a cuyos ojos enamorados aparecía yo como un héroe legendario. Decíale la señora Atkins: —Mientras tu polaco esté a tu lado, hasta bajo la lluvia puedes dormir, pues ya se las arreglará él para que no te mojes.

Y el corazón de mi niña se ensanchaba oyendo tales alabanzas.

Sin embargo, durante el vado del Misuri no pude consagrarle ni un momento, y sólo me fué dado decirle con los ojos lo que no podía con los labios; todo el día permanecí montado a caballo, ora en una orilla, ora en la otra, ora en medio de la corriente. Era de gran urgencia para mí abandonar lo antes posible aquellas densas aguas amarillentas, que continuamente arrastraban consigo troncos de árboles carcomidos, montones de ramas, follaje y hierbas, y, con esto, gran cantidad de fétida marga del Dacota, que produce calenturas.

Además, los hombres estaban rendidos de cansancio por la continua vigilia y enfermos los caballos a causa del agua malsana, que nosotros no podíamos beber sino después de tenerla algunas horas decantándose al través de un filtro improvisado con carbón reducido a polvo. Pero, por fin, después de ocho días, nos encontramos todos en la orilla derecha, con los carros intactos y habiendo perdido tan sólo siete cabezas entre mulos y caballos.

Aquel día, sin embargo, habíanse visto las primeras flechas, porque mis hombres habían matado y luego, siguiendo las bárbaras costumbres del desierto, descuartizado a tres indios cuando intentaban introducirse en el recinto de los mulos.

Como consecuencia de aquel suceso, al día siguiente por la noche llegó hasta nosotros una embajada de seis viejos guerreros de la tribu de las Huellas Sangrientas, pertenecientes a la familia de los Pawnis. Acercáronse con amenazadora gravedad a nuestras hogueras, pretendiendo, en compensación, algunos mulos y caballos, y asegurando que, en caso de negarnos a ello, quinientos guerreros se arrojarían inmediatamente sobre nosotros.

Escasa impresión hizo en mi ánimo tal amenaza, y más hallándose ya instalado todo el tabor en la otra orilla y bien dispuestas las trincheras; además, sabía yo bien que aquella embajada había sido enviada por los indígenas con el único fin de regatear algún botín, sin pensar en agresión de ninguna clase, en las que menguadas esperanzas podían fundar. Inmediatamente me hubiera quitado de delante a aquellos indios si no hubiera querido ofrecer a Liliana con ellos un interesante espectáculo. Mientras los viejos permanecían sentados, inmóviles alrededor de las hogueras del consejo, con los ojos fijos en las llamas, miraba Liliana, oculta detrás del carro, tímida y curiosa, sus vestidos con las costuras cosidas con cabellos humanos, las hachas con los mangos adornados de plumas y los rostros pintados de negro y rojo; colores que simbolizaban los propósitos belicosos de que estaban animados.

Neguéme en absoluto a acceder a sus exigencias, y, pasando de mi actitud defensiva a una actitud ya algo agresiva, declaré solemnemente que si faltaba en el tabor uno solo de nuestros mulos, yo mismo iría al encuentro de sus quinientos guerreros y esparciría sus huesos por todos los ámbitos de la estepa. Partieron reprimiendo a duras penas la rabia y haciendo volar las hachas por encima de sus cabezas, en señal de guerra. Grabadas profundamente en la memoria debían de quedarles aquellas palabras mías, sin embargo; y cuando, en el momento de partir, doscientos hombres de los nuestros, preparados de antemano, se alzaron de improviso en ademán amenazador, haciendo ruido con las armas y lanzando gritos de guerra, bien clara se vió la profunda impresión que todo ello causó en el ánimo de aquellos guerreros salvajes.

Unas horas después, Henry Simpson, que por propia iniciativa había ido siguiendo a la embajada para espiarla, regresó todo jadeante con la noticia de que un importante destacamento indio se acercaba a nosotros. En toda la caravana era yo el único que conocía a fondo las costumbres indias, y, por consiguiente, estaba convencidísimo de que era aquélla una amenaza vana, porque no eran los indios en número suficiente para exponerse con sus arcos de madera de hickory al fuego de nuestros fusiles de Kentucky, de largo alcance.

Así se lo decía a Liliana mil y mil veces para tranquilizarla; pero la pobrecilla temblaba como una hoja, temiendo por mí; en cuanto a mis hombres, creían todos que íbamos a tener necesariamente un encuentro con los indígenas; lo que los más jóvenes y con mayor espíritu guerrero ardientemente deseaban.

Al cabo de pocos instantes oímos los aullidos de los pieles rojas; pero se mantuvieron a una distancia de algunos tiros de fusil, como si aguardasen un momento oportuno.

Toda la noche ardieron en nuestro campamento grandes hogueras, alimentadas con troncos de algodonero y haces de sauces del Misurí. Los hombres custodiaban los carros; las mujeres, llenas de pavor, entonaban salmos; los mulos, no ya en el recinto de los vivaques nocturnos, sino enchiquerados en los carros, relinchaban y mordían; los perros, oliendo la proximidad de los indios, ladraban furiosos; todo el campamento, en una palabra, era un hervidero de ruidos y amenazas.

En los brevísimos instantes de silencio oíanse los fatídicos y plañideros gritos de los centinelas indios, que se llamaban con voz nasal, como si ladraran. Hacia media noche, los indígenas intentaron incendiar la estepa; pero las hierbas lozanas de primavera, húmedas, por más que muchos días antes no hubiese caído una gota de agua, no llegaron a arder.

Al amanecer, yendo a inspeccionar los apostaderos, hallé medio de acercarme por un instante a Liliana. Dormía, rendida de cansancio, con la cabeza apoyada sobre el regazo de la señora Atkins, que, armada con bows, juraba y perjuraba que exterminaría a toda la tribu de las Huellas Sangrientas antes de que uno de aquellos salvajes se atreviera a tocar un pelo de la ropa de su querida niña. Contemplaba yo a mi bella Liliana con amor, no sólo de hombre, sino casi de madre, y también sentía que hubiera hecho pedazos a quien se hubiera aventurado a amenazar a aquella prenda mía adorada. En ella residía mi alegría, mi felicidad; fuera de ella, vida errante y desventuras sin cuento. En efecto; en la estepa, en lontananza, esperábame el ruido de las armas, las noches a caballo, la lucha con los bandidos rapaces, y al lado de mi Liliana hallaba yo el plácido sueño de aquella dulce criatura, tan llena de confianza en mí, que había bastado una palabra mía para persuadirla de que no habría ningún combate y para que se durmiera resguardada de todo peligro, como bajo el techo paterno.

Cotejando esas dos imágenes, sentí por vez primera las fatigas de aquella vida aventurera sin tregua, y reconocí que sólo junto a Liliana habría de hallar paz y sosiego. ¡Con tal de que lleguemos a California!», pensaba entre mí. ¡Ay!, las penalidades del viaje, del que sólo hemos realizado la primera mitad y la más llevadera, aparecen bien visibles ya en este pálido semblante. Pero allí nos espera un país bello y exuberante, un cielo tibio, una eterna primavera.

Y embargado el ánimo por estos pensamientos, cubrí los pies de la durmiente con mi capote, para resguardarla del frío nocturno, y volví al extremo del campamento, porque empezaba a levantarse del río una niebla densísima, que los indios podían muy bien aprovechar para intentar un asalto. Los fuegos se iban velando cada vez más y se ponían pálidos, y una hora más tarde ya no nos podíamos ver uno a otro a una distancia de diez pasos. Ordené entonces a los centinelas que gritaran cada minuto, y ya no se oyó en el campamento otra cosa que un continuo All's well!, repetido como una letanía de boca en boca. En el campamento de los indios, en cambio, todo quedó en silencio, cual si aquella gente hubiese enmudecido de pronto; lo que me llenó de inquietud.

A los primeros albores del amanecer nos invadió un gran cansancio, porque la mayor parte habíamos pasado muchísimas noches sin dormir ni un momento, y además la niebla nos penetraba hasta los huesos, dándonos unos terribles escalofríos.

Entonces pensé que, en vez de estarnos parados, esperando a obrar cuando les viniera en gana a los indios, tal vez fuera mejor acometerlos, para dispersarlos por los cuatro vientos. No era ésta una valentonada de ulano, sino una medida de extrema necesidad, porque una afortunada acometida podría darnos gran renombre entre las numerosas tribus del país y asegurarnos así por largo tiempo un viaje tranquilo.

Después de dejar, pues, ciento treinta hombres en la trinchera, a las órdenes del experto lobo de la estepa, Smith, hice montar a caballo a otros ciento, y partimos casi a tientas, a causa de la niebla; pero con la mejor buena gana, porque el frío se hacía cada vez más molesto, y era aquél, al menos, un excelente medio para entrar en calor.

Al llegar a una distancia de dos tiros de fusil nos lanzamos gritando, al galope, y entre disparos nos arrojamos como un alud sobre el campamento de los indígenas. Una bala de uno de nuestros inexpertos tiradores silbó junto a mi oreja y se me llevó el sombrero. Pronto estuvimos a espaldas de los indios, que ni remotamente podían soñar en un ataque de nuestra parte, no habiéndose dado nunca el caso de que fueran los mismos viajeros en busca de los sitiadores. Un terror inmenso se apoderó de ellos, cegándolos de tal modo que se dispersaron por los cuatro costados, aullando espantados, cual bestias feroces, y sucumbiendo sin resistencia. Un pequeño destacamento, empero, apoyado en la orilla del río, viéndose acorralado, se defendió valerosamente y con tal tenacidad, que aquellos indómitos guerreros prefirieron arrojarse al agua antes que rendirse.

Sus picas, de agudos cuernos de ciervo, y sus tomahawks, de durísimo pedernal, no eran, ciertamente, armas muy temibles; pero aquellos salvajes se servían de ellas con singular destreza. Sin embargo, en un instante los redujimos también a la impotencia; y yo, por mi parte, hice prisionero a un corpulento gaznápiro, armado con una pequeña segur, y a quien, forcejeando por desarmarle, habíale cortado en redondo la mano.

Les cogimos muchos caballos; mas eran tan salvajes e indómitos, que no pudimos utilizarlos. Los prisioneros, comprendiendo a los heridos, fueron numerosos, y mandé que fueran asistidos con solícitos cuidados. Luego, a instancias de Liliana, después de regalarles mantas, armas y caballos para los heridos más graves, los dejé en libertad.

Aquellos míseros, que, persuadidos de ser llevados al suplicio sin tardar, habían empezado a murmurar sus monótonos cantos funerarios, sintiéronse de momento casi espantados al ver lo que hacíamos con ellos, creyendo que les dejábamos' marchar para darles caza en seguida, según la costumbre india. Pero al contestar que no los molestaríamos lo más mínimo, alejáronse satisfechos, celebrando nuestro valor y la bondad de la Pálida Flor»»; nombre con el cual habían bautizado a Liliana.

El día aquel terminó con un triste acontecimiento, que vino a empañar nuestra alegría por una tan señalada victoria y por los efectos que de ella conjeturábamos. Entre los nuestros no hubo ningún muerto; pero varios fueron los heridos de más o menos cuidado. El más grave de todos era Henry Simpson, a quien su ardor bélico había llevado demasiado lejos en la lucha. Por la noche empeoró de tal modo su estado, que entró en la agonía.

Veíase muy bien que deseaba hacerme una confidencia; pero el pobrecillo no podía hablar por tener destrozada la mandíbula de un hachazo.

Tan sólo pudo gañir: Pardon, my Captain, y entráronle en seguida unas convulsiones. Supuse lo que quería decirme, al acordarme de la bala que por la mañana me había rozado la cabeza, y le perdoné cual procedía a un cristiano. También pensé que bajaba con él al sepulcro su sentimiento profundo por Liliana, aunque no declarado, y que tal vez había buscado la muerte.

A media noche falleció, y le dimos sepultura bajo un gigantesco algodonero, en cuyo tronco grabé una cruz con mi cuchillo.