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Liliana/III

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III

Al amanecer del día siguiente atravesamos felizmente el río Cedar y penetramos en la landa que se extiende entre aquel río y Winnebago y, torciendo ligeramente hacia el Mediodía, va acercándose a la cadena de bosques que bordea las márgenes inferiores del Gowa.

Liliana no se atrevía a mirarme a los ojos; pero observé que estaba pensativa y como si se avergonzara o se afligiera por algo. Y, sin embargo, Dios mío, ¿qué pecado habíamos cometido? No quiso bajar del carro, y la señora Atkins y la señora Grossvenor, creyendo que se sentía enferma, prodigáronle sus mayores caricias y cuidados. Yo solo sabía el porqué de todo aquello; sabía que no se trataba de enfermedad ni de remordimiento, sino de la lucha de un ser inocente con el presentimiento de que una fuerza nueva e ignota iba a empujarla y a arrastrarla, como una hoja, lejos, lejos, quién sabe adónde. Era la clara visión de que todo esfuerzo habría de resultar inútil; de que tarde o temprano sería preciso ceder, rendirse al poder de aquella fuerza, y olvidarlo todo para no pensar mas que en amar.

Un alma pura teme y vacila en el umbral del amor; pero, sintiendo que es inevitable traspasarlo, desfallece y desmaya. Hallábase Liliana como en un estado de soñolencia, y al percatarme de ello, la alegría estuvo a punto de cortarme el aliento. No sé si era aquél un sentimiento honrado; pero cuando al día siguiente fuí corriendo a su carro, experimenté al verla así, tan abatida como una flor, algo parecido a lo que debe experimentar un ave de rapiña en presencia de la paloma condenada a morir en sus garras. Y, sin embargo, no hubiera sido capaz de hacer el menor daño a aquella paloma, que tanta lástima me inspiraba, ni por todos los tesoros del mundo. ¡Cosa singular!

Todo el día aquel, a pesar de mis tiernos sentimientos para con Liliana, transcurrió como si entre nosotros existiera algún enfado o estuviésemos dominados por enorme confusión. Hice lo indecible para poder hallarme un momento a solas con Liliana, pero no lo conseguí. Afortunadamente, vino en mi socorro la señora Atkins, diciéndome que la muchacha necesitaba hacer ejercicio, y que la molestaba mucho permanecer encajonada en la angostura del carro.

Pensé entonces que la haría mucho bien ir a caballo, y mandé a Simpson que ensillara uno para ella. En la caravana no teníamos sillas de amazona; pero, a falta de éstas, podíase utilizar perfectamente una de aquellas sillas mejicanas tan altas, que generalmente usan las mujeres en las lindes de los desiertos. Prohibí a Liliana que se alejase de la caravana, a fin de no perderla de vista, por más que era muy difícil extraviarse en la estepa, uniforme y lisa. En efecto; los hombres que mandaba yo a cazar rondaban a notables distancias por todos los lados de la caravana, de suerte que siempre habría podido encontrarse Liliana con algún cazador. Por parte de los indios no podía correr todavía ningún peligro, porque aquella parte de la estepa, hasta el Winnebago, sólo era recorrida por los Pawnis en tiempo de las grandes cacerías, que no habían empezado aún; pero el camino de la selva meridional estaba infestado de animales dañinos, y toda precaución era poca. Luego tenía la convicción de que Liliana permanecería prudentemente a mi lado, lo que nos permitiría estar solos con mucha frecuencia, pues de ordinario iba yo muy lejos durante la marcha, y sólo tenía delante de mí dos escoltas mestizas.

Mis esperanzas se vieron realizadas, y una alegría indecible sobrecogió mi espíritu al ver por vez primera a mi suavísima amazona cabalgar al galope ligero al lado de la caravana. El movimiento del caballo habíale desparramado los cabellos, y la lucha que sostenía con su falda, algo corta, que malamente la cubría, coloreaba su semblante de púdico rubor.

Al acercarse púsose como una amapola, y aun sabiendo que iba a caer en la red que le tendiera yo para estar solos, vino hacia mí con un aire confuso, pero que quería ser indiferente, como si realmente lo ignorase todo. Entonces el corazón se me puso a latir como el de un colegial, y al ponerse nuestros caballos aparejados, me irrité contra mí mismo, por no saber encontrar ni una palabra que decirle. Embargado mi ánimo por nuevos y suaves sentimientos, impelido por una fuerza invisible, me incliné hacia Liliana cual si fuera a alisar las crines de su caballo, y puse mis labios sobre su mano, apoyada en lo alto de la silla mejicana. Una desconocida e inefable felicidad, mayor y más intensa que todas las hasta entonces sentidas, se difundió por todo mi cuerpo, y, teniendo apretada contra mi pecho aquella grácil manita, hablé a Liliana apasionadamente. Díjele que si me hubiese dado Dios en aquel momento todos los tesoros de la tierra, con placer los hubiera trocado por un solo rizo de sus cabellos, porque se había hecho dueña absoluta de mi alma y de mi cuerpo por toda la eternidad.

—¡Liliana!, ¡Liliana!—añadí después—, jamás he de abandonarte; te seguiré por montes y desiertos, besaré las huellas de tus plantas y rezaré por ti. Sólo te pido que me quieras un poco; dime, dime tan sólo que ocupo un lugar en tu corazón.

Y así diciendo, me parecía que mi pecho iba a estallar, y ella, conturbada y confundida, no cesaba de decirme: —¡Ralf, bien lo sabes tú; tú lo sabes todo!

Lo que no sabía yo era si llorar o reír, si huir o permanecer a su lado. ¿Qué podría desear, qué podía apetecer, si me parecía que ya todo lo poseía en este mundo?

Desde aquel día estuvimos siempre juntos, cuanto lo permitían mis ocupaciones de capitán, que hasta llegar al Misuri fueron disminuyendo de día en día. Ninguna caravana ha viajado nunca tan felizmente como la nuestra en el transcurso del primer mes. La gente y las bestias se habían acostumbrado del todo a las órdenes y habían ido adquiriendo la experiencia de los viajes. Ya no era menester de mi parte tanta vigilancia, y la confianza que en mí tenían mantenía una excelente disposición en todo el campamento; además, la abundancia de víveres y el espléndido tiempo primaveral suscitaban la alegría y reforzaban la salud. Cada día estaba más persuadido de que mi atrevida resolución de conducir la caravana, no por la vía ordinaria de Saint—Louis y el Kansas, sino por la del Gowa y del Nebraska, era excelente.

Allí el calor era ya insoportable, y en el malsano territorio interpluvial que separa al Misisipí y al Misurí, las fiebres y otras enfermedades diezmaban las filas de los viajeros, mientras que aquí la templanza del clima disminuía la debilidad y mitigaba las molestias.

Realmente, la ruta de Saint—Louis era, en su primera etapa, más resguardada de los indios; pero mi caravana, compuesta de doscientos treinta hombres bien armados y dispuestos a la lucha, no debía inquietarse por los eventuales asaltos de los indios, sobre todo de las tribus establecidas en las riberas del Gowa, las cuales, habiendo ya medido varias veces sus fuerzas con los blancos, no era fácil que se atrevieran a echarse sobre una brigada tan numerosa. Sólo era menester precaverse contra los stampeads, es decir, contra las rapiñas nocturnas de mulos y caballos, que ponen a las caravanas, por la carencia subsiguiente de bestias de tiro, en situaciones desesperadas. Pero para ello contábamos con la diligencia y experiencia de los guardias, que conocían igual que yo los ardides de los indios.

Una vez organizada la marcha—lo que resultaba ya muy fácil, a causa de la práctica que en ello había adquirido mi gente—, tenía yo durante el día mucho menos trabajo que al principio, y podía dedicar más tiempo a los sentimientos que se habían adueñado de mi corazón. Por la noche me acostaba pensando: Mañana verás a Liliana», y al amanecer decíame a mí mismo: «Hoy verás a Liliana. Y cada día me sentía más feliz y más enamorado. La caravana empezó a percatarse de nuestras relaciones; pero nadie decía nada malo, porque tanto Liliana como yo éramos queridos de todo el mundo. Una vez, el viejo Smith, que cabalgaba a nuestro lado, exclamó: God bless you Captain and you Lilian! (1), y aquella unión de nuestros nombres nos tuvo todo el día llenos de contento. La señora Grossvenor y la señora Atkins cuchicheaban muy a menudo algo al oído de Liliana, logrando que la muchacha se pusiese encendida como la aurora; pero jamás quiso decirme lo que aquellas mujeres le susurraban. Sólo Henry Simpson nos miraba con un aire hosco y huraño; tal vez en su alma tramaba algo contra nosotros; pero yo no hacía gran caso de él.

Todas las mañanas, a las cuatro, me hallaba ya a la cabeza de la caravana; venían detrás de mí, a algunos centenares de pasos, las escoltas, que iban cantando las canciones que les habían enseñado las madres indias, y más atrás, a igual distancia, extendíase el tabor cual blanca cinta sobre la estepa. Era para mí un momento emocionante cuando, cerca de las seis, oía de repente detrás de mí las pisadas del caballo y veía acercarse a la niña de mis ojos, a mi adorada Liliana. El aire matutino le desplegaba los cabellos por detrás, destrenzados por el movimiento, pero expresa(1) Dios os bendiga, capitán, y a vos, Lilianal—(N. del T.) mente mal sujetos, pues muy bien sabía la muy coqueta que le estaban así divinamente, que a mí me gustaba mucho de aquel modo y que, cuando el viento esparcía alrededor de mi cabeza su dorada cabellera, cogía yo sus hebras y las apretaba contra mis labios. Así, tan dulcemente, empezaban nuestras mañanas.

Habíale enseñado a decir buenos días en polaco: Dzien dobry, y cuando la oía pronunciar aquellas palabras en el habla para mí tan querida, se me antojaba que todavía amaba más a Liliana, y los recuerdos de la patria, de la familia y de cuanto había pasado y sufrido atravesaban el desierto cual gaviotas el océano, y a duras penas podía contener los deseos de gritar, a duras penas podía retener bajo mis párpados las lágrimas, que a punto estaban de rodar por mis mejillas. Y ella, viendo que, a pesar de mis lágrimas, el corazón se me llenaba de alegría, repetía como un estornino enseñado: Dzien dobry!, dzien dobry!, dzien dobry! ¿Y cómo era posible no amar por encima de todas las cosas a aquel delicioso estornino?

Más adelante le enseñé otras expresiones; pero su boca inglesa difícilmente se adaptaba a nuestras voces dificultosas, y al reírme yo de su pronunciación incorrecta, juntaba ella, como una niña,los labios y los alargaba en forma de hociquillo, fingiendo que se enojaba y poniendo la cara mustia.

Nunca, sin embargo, tuvimos la más mínima discusión, y una sola vez se interpuso entre nosotros una ligera nubecilla.

Una mañana, con el pretexto de ajustarle losestribos, despertó en mí el díscolo ulano de otros tiempos y la besé el piececito, o, por mejor decir, el diminuto botín, ya deteriorado por las asperezas del desierto, pero que no hubiera yo trocado por un trono. Entonces Liliana, acercando el piececito a los ijares del caballo y repitiendo: «¡No, Ralf; no, no!», alejóse rápidamente, y a pesar de mis súplicas y de haberle pedido perdón, no quiso caminar emparejada conmigo. Sin embargo, para no afligirme demasiado, no se separó mucho de mí; pero yo púseme a fingir una pena cien veces mayor de la que realmente sentía, y, encerrado en un mutismo absoluto, cabalgaba cual si todo el mundo no existiese ya para mí. Bien sabía yo que la compasión acabaría por vencer su resistencia, y, en efecto, al poco rato, inquieta por mi silencio, se me acercó y púsose a mirarme en los ojos, como un chiquillo que quiere adivinar si mamá está disgustada todavía, y yo entonces, a pesar de mis esfuerzos para conservar mi seriedad, tuve que volver la cabeza para no estallar en sonoras carcajadas.

Esta fué nuestra única rencilla. De ordinario estábamos alegres cual ardillas de estepa, y muy a menudo yo, el capitán de toda aquella caravana — Dios me lo perdone—, me comportaba estando junto a ella como un verdadero niño. Muchas veces, mientras cabalgábamos tranquilamente uno junto al otro, volvíame de improviso hacia Liliana, significándole que algo muy importante y urgente tenía que comunicarle; y cuando ella, llena de curiosidad, abría los oídos, decíale yo sencillamente: «¡Te quiero!», a lo que contestaba ella, sonriente y ruborizada: Also, que quiere decir «también»... ¡Y así nos confiábamos nuestros secretos en la inmensidad del desierto. donde sólo el viento podía oírnos!

Tan rápidamente transcurrían de este modo los días, que la mañana y la noche me parecían como los eslabones de una cadena. Sólo de vez en cuando alguna peripecia de viaje venía a romper aquella venturosa uniformidad. Un domingo el mestizo Wichita cogió con el lazo un antílope hembra de gran tamaño, que en las estepas llaman dick, y con ella dejóse también coger su pequeñuelo. Regalé éste a Liliana, que le puso al cuello un collar de cascabeles. Al cabo de una semana, el joven antílope, al que pusimos por nombre Katty, se había vuelto tan manso, que venía a comer en la mano lo que le dábamos, y durante la marcha cabalgaba yo teniendo a un lado a Liliana y al otro a Katty, que corría alzando hacia mí sus grandes ojos negros, pidiendo con sus balidos una caricia.

Pasado ya Winnebago, entramos en una landa lisa como una mesa, cubierta de herbazales lozanos y vírgenes. Los guías exploradores desaparecían a veces de nuestros ojos, ocultos por las hierbas y los arbustos; nuestros caballos chapoteaban como en el agua. Mostrábale yo a Liliana aquel mundo completamente nuevo para ella, y al verla entusiasmarse con todas sus bellezas, me sentía orgulloso de que aquel mundo mío le gustase.

Reinaba por todas partes la primavera. Abril corría apenas hacia su término; era la época del lozano retoñar de la Naturaleza entera, y todo cuanto debía brotar en la estepa había brotado ya.

Durante la noche surgían de la estepa embriagadores perfumes como de millares y millares de incensarios, y de día, cuando soplaba el viento meciendo la florida alfombra, casi sufrían los ojos bajo el fulgor del rojo, del azul, del amarillo y de otros mil colores. De la llanura surgían hacia el cielo gráciles tallos de flores amarillas, parecidas a nuestro verbasco; en redor suyo se ceñían los hilos argentados de la plantita llamada tears (lágrimas), y cuyos racimos, formados de diáfanas esferitas, aseméjanse realmente a las lágrimas.

Mis ojos, acostumbrados a leer en la estepa, descubrían de vez en cuando plantas y flores conocidas: las grandes hojas de calumen, que curan las heridas; las sensitivas blancas y rojas, que cierran los cálices al acercarse un animal o un ser humano; las segures indias, cuyo olor hace caer de sueño y priva casi de todos los sentidos. Y enseñábale a Liliana a leer en aquel libro de Dios, diciéndole: — Como habrás de vivir, amada mía, entre bosques y estepas, bueno es que ya empieces a conocerlos.

En algunos sitios de la llanura erigíanse, a manera de oasis, grupos de algodoneros y pinabetes epíceas, tan ceñidos de vides silvestres y de enredaderas, que apenas si los podía reconocer bajo la espesura de las hebras y de las hojas. Por encima de las enredaderas retorcíanse las yedras, los alboholes y una especie de arbusto espinoso llamado wachtia, muy parecido a la rosa silvestre; por todos lados bajaban verdaderas cascadas de flores, y bajo aquellas bóvedas de verdor, y al través de aquel tupido velo de follaje, difundíase un misterioso clarobscuro. Debajo de los troncos dormitaban grandes charcas de agua primaveral que no acertaba el sol a beber, y desde lo alto de las copas, y por entre la espesura de las flores, llegaban voces extrañas y gorjeos de pájaros. Cuando le mostré por primera vez a Liliana aquellos árboles y aquellas cascadas de flores quedóse inmóvil, llena de asombro, y, juntando las manos, no cesaba de exclamar: —¡Ralf!, ¿pero es verdad todo eso?

No se atrevía ella a penetrar en el interior de aquellas bóvedas; pero una tarde, sin embargo, en que el calor era bochornoso y corría por la estepa el cálido soplo del viento de Texas, entramos los dos acompañados de Katty. Una frescura, una penumbra, algo solemne como en una catedral gótica, y al propio tiempo un misterioso pavor, reinaba allí dentro. La luz del día penetraba en aquel recinto tamizada por las hojas, de un verde diáfano; un pajarillo oculto bajo un haz de enredadera chilló: «¡No, no, no!, cual si nos prohibiera pasar adelante. Púsose Katty a temblar, arrimándose a los caballos, mientras Liliana y yo nos mirábamos uno a otro. Por vez primera se juntaron nuestros labios, sin poderlos desunir.

Bebía ella mi alma, yo la suya, y ya nos faltaba a ambos el aliento, y, sin embargo, no se separaban nuestras bocas. Cubriéronse sus pupilas de niebla, y las manos, que apoyaba sobre mis brazos, pusiéronse a temblar como en la fiebre; un olvido de todo su ser la venció de tal suerte que, desfallecida y exánime, dejó caer su cabeza sobre mi pecho. Nos embriagaban a ambos la felicidad que de uno a otro se transfundía y la emoción que enajenaba nuestros ánimos. Inmóvil, con el alma rebosante del éxtasis, y sintiendo un amor cien veces más grande que lo que es posible expresar o imaginar, alcé los ojos a lo alto, buscando entre el follaje por dónde poder contemplar el cielo.

Cuando despertamos de nuestro éxtasis salimos de la verde espesura a la landa despejada, donde nos vimos rodeados de vivísima luz, de aire caliente y del acostumbrado, amplio y risueño espectáculo de la estepa.

En unos montoncitos de tierra agujereados, formando como una red, veíase todo un ejército de ardillas de tierra que, apenas nos aproximamos, desaparecieron en sus escondrijos. Ante nosotros divisábase el tabor y los jinetes que corrían en torno a los carros.

Parecíame salir de una cámara obscura, a un mundo deslumbrante, y esa impresión debía sentirla también Liliana; pero a mí el resplandor del día me llenaba de júbilo, mientras que a ella la superabundancia de áurea luz y el recuerdo de los extáticos besos, cuyas huellas eran todavía visibles en su semblante, llenábanla de confusión y de tristeza.

—¿Lo has tomado a mal quizá, Ralf?—me preguntó de improviso.

—¿Cómo es posible que pienses eso, amada mía?

¡Que el Señor me abandone si, fuera de un honrado y profundo amor, guarda mi pecho otro sentimiento por ti!

—¡Todo ha sido porque te quiero tanto!—exclamó, temblándole los finísimos labios.

Y prorrumpió en un llanto silencioso. Vanos fueron mis esfuerzos para tranquilizarla, pues en todo el día estuvo triste y taciturna.