Liliana/VI
VI
Al amanecer del día siguiente dejé a mi mujer, que aun dormía, y fuí yo mismo a buscarle flores.
Mientras recorría las cercanías del campamento iba pensando: «Ahora estás ya casado», y esta idea me llenaba el alma de tanta alegría, que alzaba los ojos hacia el Dios de Misericordia para darle gracias por haberme dejado vivir hasta el momento en que el hombre pasa a ser un hombre verdadero, infundiendo su existencia en la de otra criatura amada entre todas las demás. Ya poseía yo algo mío en el mundo; y si bien mi casa y mi hogar no eran todavía otra cosa que un carro con su toldo de lona, me sentía, sin embargo, muy rico, y pensaba con tristeza en mi vida errabunda de antes, asombrado de haber podido vivir hasta entonces de aquel modo.
Ni siquiera había pensado nunca en la felicidad que lleva consigo la palabra esposa, cuando con tal nombre se llama a la sangre del propio corazón, a la mejor parte del alma propia. Desde mucho tiempo antes amaba yo tanto a mi Liliana, que todo el universo resplandecía para mí con su luz, y todo en ella lo concentraba y sólo me interesaba cuanto a ella se refería. Y ahora, al llamarla esposa es decir, mía, mía para siempre—, creía enloquecer de contento, pareciéndome imposible que un pobre hombre como yo pudiera poseer tal tesoro. ¿Qué me faltaba? Nada. Si aquellas estepas, con ser un poco más calientes, no hubieran ofrecido tantos peligros para Liliana; si no hubiese tenido yo, además, el deber ineludible de llevar la caravana al punto de su destino, dispuesto me hubiera visto a renunciar a California y a establecerme con mi esposa en la Nebraska.
Iba yo a aquel país en busca de oro; pero ahora me reía de tales propósitos. ¿Qué riqueza podía yo encontrar allí, si ya poseía todas las riquezas?
¿Qué valor podía tener el oro para Liliana y para mí? Escogeré un rincón donde la primavera sea eterna—me decía—; construiré con troncos de árbol una cabaña, y el arado y el fusil nos darán de comer; no nos moriremos de hambre.
Así iba yo pensando mientras buscaba flores, y luego que las hube recogido en cantidad, regresé a la caravana. Por el camino encontré a la señora Atkins.
—¿Duerme aún la pequeñina?—me preguntó, quitándose la inseparable pipa de la boca.
—Duerme—contesté.
Y la señora Atkins, guiñando el ojo, añadió: —Ah you rascal! (1).
(1) Ah tunantel—(N. del T.) Pero la pequeñinas ya no dormía. Vimos que bajaba del carro en aquel momento y, con la mano puesta sobre los ojos para evitar la luz del sol, miraba hacia todas partes.
Al divisarme, corrió hacia mí con impetuosidad, toda sonrosada y fresca, como la mañana aquella, y echándose en los brazos, que yo la tendía abiertos, besándome en los labios, exclamó: —Dzien dobry! Dzien dobry!
Luego, alzándose sobre la punta de los dedos y mirándome a los ojos, me preguntó con una traviesa sonrisa: —Am I your wife? (1).
¿Qué podía yo hacer sino llenarla de besos y caricias?
Felices transcurrían, pues, los días en aquel delta interfluvial, sobre todo si se tiene en cuenta que mis funciones de gobierno las había asumido, hasta el día de la marcha, el viejo Smith. De nuevo fuimos con Liliana a visitar nuestros castores, y, aquella vez dejóse pasar sin resistencia a través de la corriente. Otro día, en una barquilla de madera roja, remontamos el curso del Blue River, donde en un meandro mostréle de cerca una piara de búfalos que topaban con los cuernos contra la ribera arcillosa, de suerte que parecían ostentar sobre sus cabezas un casco de gres petrificado.
Dos días antes de la partida cesaron, sin embargo, nuestras jiras; en primer lugar, porque los indios (1) ¿Soy tu mujer?—(N. del T.) habían hecho nuevamente su aparición en las cercanías, y luego porque mi querida esposa se ponía cada día más pálida y más débil. Cuando le preguntaba qué tenía, contestábame siempre con una sonrisa, y asegurábame que no tenía nada. Velaba yo su sueño; arropábala lo mejor que podía, impidiendo casi que el viento la soplara de cerca, y todos aquellos cuidados acabaron también por debilitarme a mí. Bien es verdad que, hablando de la supuesta enfermedad de Liliana, guiñaba la señora Atkins el ojo con cierto aire de misterio, mientras iba expidiendo por la boca densas espirales de humo que la tapaban la vista; pero yo me sentía, sin embargo, muy inquieto, y más desde que le cruzaban por la mente de vez en cuando a Liliana unos bien tristes pensamientos. Habíasele metido en la cabeza que no era cosa lícita el amarse con la vehemencia con que nosotros nos amábamos, y un día, puesto su índice maravilloso sobre la Biblia, que leía todos los días, díjome con tristeza: —¡Lee, Rail!
Miré, y un sentimiento extraño invadió mi corazón cuando leí: Who changed the truth of God into a lie, and worshipped and served the creature more than the Creator, who is blessed jor erer? (1).
Cuando hube terminado, añadió ella: —Pero si Dios se enoja por esto, estoy conven(1) Quién transformó la verdad de Dios en mentira y honró y sirvió a la criatura más que al Criador, que alabado sea por siempre jamás? (N. del T.) cida de que será tan bondadoso que sólo me castigará a mí.
La tranquilicé diciéndole que el amor es como un ángel, que nace de dos almas humanas y que se eleva hasta Dios para llevarle las alabanzas de la tierra, y ya no se habló más de aquellos escrúpulos suyos.
Por otra parte, los preparativos para la marcha, el abastecimiento de los carros y de las bestias y otras mil ocupaciones más me tenían constantemente separado de Liliana.
Llegado finalmente el momento de partir, con lágrimas en los ojos nos alejamos de aquel delicioso delta, donde tan felices días habíamos pasado. Pero al contemplar de nuevo la caravana, extendida a lo largo de la estepa, aquellos carros uno tras otro y las ringleras de mulos delante, sentí cierto consuelo pensando que el término del viaje se aproximaba cada día más, y que dentro de algunos meses habríamos visto ya California, hacia la cual tendían nuestros anhelos y nuestros afanes.
Los primeros días de marcha fueron, sin embargo, muy felices. Desde el Misurí hasta el pie de las Montañas Rocosas, la estepa, a grandes, a inmensos trechos, sube constantemente, por lo cual los animales de tiro avanzan con lentitud. Además de esto, no podíamos aproximarnos al gran río Platte, porque, aunque pasada ya la crecida, estábamos en el tiempo de las grandes cacerías de primavera, y un gran número de indios rondaba por las cercanías del río, acechando las piaras de búfalos, que se dirigían hacia el Norte.
La guardia nocturna era pesada y penosa; no pasaba noche sin alarmas, y otra vez tuvimos que habérnoslas con una numerosa cuadrilla de ladrones y pieles rojas, que intentaron otro stampead, es decir, un golpe de mano contra los mulos. El contratiempo más grave, empero, era el tener que pasar las noches sin fuego; pues en la imposibilidad de acercarnos al Platte, carecíamos a menudo de combustible, y como caía por las mañanas una ligera llovizna, el estiércol de búfalo con que substituíamos la leña se encendía con gran dificultad.
Lo que me tenía también muy inquieto eran las piaras de búfalos. De vez en cuando veíamos en el horizonte millones de estos animales, que avanzaban como el temporal, devastándolo todo a su paso. Si una de aquellas piaras se hubiera precipitado sobre la caravana la habría destrozado sin remisión. Para colmo de desdichas, la estepa entera hormigueaba ahora de bestias feroces: osos grises, jaguares, grandes lobos del Kansas y del territorio indio, que venían tras de los búfalos..y de los indígenas. Desde la orilla de los pequeños torrentes, junto a los cuales nos deteníamos para pernoctar, veíamos, al anochecer, rebaños enteros de aquellos animales que bajaban a beber tras el calor abrasador del día.
Una vez un oso se abalanzó sobre nuestro mestizo Wichita, y si no me hubiese yo precipitado a defenderlo, ayudado del viejo Smith y del guía Tom, indudablemente lo hubiera despedazado.
Asesté a la fiera un tan tremendo golpe en la cabeza con mi hacha, que el mango se rompió, y eso que era de recia madera de hickory; abalanzóse entonces la bestia sobre mí, y sólo lograron derribarla los tiros que en las orejas le descerrajaron Smith y Tom. Eran aquellas bestias feroces tan atrevidas, que llegaban de noche hasta internarse en el radio del campamento, y en el transcurso de una semana matamos dos a una distancia de cerca de cien pasos de los carros. Por este motivo, desde el anochecer hasta el amanecer hacían los perros un alboroto tal que nos era imposible cerrar los ojos siquiera.
En otro tiempo gustaba yo de una vida semejante, y no hacía mas que un año, en el Arkansas, en medio de mayores angustias, me parecía hallarme en el paraíso. Pero ahora pensaba que en el carro mi querida esposa, en vez de dormir, temblaba por mi vida, y su salud disminuía con la inquietud y la zozobra; y mandaba yo a los infiernos a indios, osos y jaguares, ardiendo en deseos de proporcionar lo antes posible la paz y el sosiego a aquella criatura, débil, delicada y tan adorada, que hubiera yo querido llevar siempre en brazos.
Un enorme peso se me quitó del corazón cuando, al cabo de tres semanas de tamañas angustias, divisé las ondas blanquecinas, como pintadas con yeso, de un río, que hoy llaman el Republican River, y que en aquel tiempo no tenía aún nombre inglés. Las larguísimas hileras de sauces negruzcos, que formaban como una orla funeraria flanqueando las blancas aguas, iban a darnos combustible en abundancia, y por más que aquella variedad de sauce silbe al ser encendido y chisporrotee endemoniadamente, siempre arde mejor que el húmedo estiércol de búfalo.
Dispuse que se hiciese en aquel lugar un alto de dos días, porque además los peñascos, diseminados acá y allá en las márgenes del río, anunciaban la proximidad de una región de difícil acceso, escarpada y recluída a espaldas de las Montañas Rocosas. Nos encontrábamos ya a una altura considerable sobre el nivel del mar; lo que era fácil de notar por el frío que se hacía sentir durante las noches.
Esta diferencia de temperatura entre el día y la noche nos molestaba mucho; algunos de nosotros, entre ellos el viejo Smith, nos vimos atacados de calenturas y obligados a permanecer en los carros.
Los gérmenes del mal los habían, indudablemente, cogido en las riberas malsanas del Misurí, y las privaciones y sufrimientos habían contribuído a desarrollarlos. Sin embargo, la proximidad de las montañas nos hacía concebir esperanzas de pronta curación, y entretanto mi esposa asistía a los enfermos con la innata abnegación propia de las almas angelicales.
Pero ella también iba perdiendo las fuerzas visiblemente. Cada mañana, al despertar, mi primera mirada era para aquella encantadora cabecita dormida junto a mí, y el corazón me latía inquieto al contemplar la palidez de su semblante y la lividez de sus ojeras. Y sucedía entonces, mientras lo estaba observando, que despertaba ella y me sonreía para volverse luego a dormir.
Y sentía entonces que hubiera dado la mitad de mi robustez de roble por hallarme ya en tierras de California.
¡Pero estaban todavía tan lejos, tan lejos!...
Transcurridos los dos días, proseguimos el camino, y en breve, dejando al mediodía el Republican River, nos encaminamos por las bifurcaciones del Hombre Blanco hacia los deltas meridionales del Platte. El país iba siendo a cada paso más agreste, y entramos en una garganta cerrada por ambos lados, en que unos peñascos graníticos se escalonaban cada vez más altos, ora solitarios, rectos y lisos cual murallas, ora estrechamente pegados unos a otros. El combustible ya no nos faltaba, porque en las grietas y hendeduras de las rocas crecían abundantes las encinas y los pinabetes; aquí y allá susurraban los manantiales por entre las graníticas paredes, en cuyos bordes saltaban atemorizadas las gamuzas. Era el ambiente frío, puro, sano, y al cabo de una semana desaparecieron las calenturas. Los mulos y los caballos, empero, obligados a alimentarse, en vez de con la hierba jugosa de la Nebraska, con un pasto en el que abundaba el brezo, habían enflaquecido mucho y, jadeantes y mohinos, a duras penas podían LILIANA arrastrar nuestros pesados carros por la cuesta, cubierta de hierba.
Finalmente, una tarde apercibimos en el lejano horizonte una cosa que parecía un espejismo: como unas nubes crestadas, medio diluídas en la lejanía, brumosas, cerúleas, blancas y doradas en las cumbres e inmensas de la tierra al cielo.
Ante aquel espectáculo alzóse un griterío por toda la caravana: los hombres se subieron al toldo de los carros para ver mejor, y por todas partes oíase que gritaban: — Rocky Mountains! Rocky Mountains! (1).
Y agitaban los sombreros, y en sus semblantes se pintaba un grandísimo entusiasmo.
Así saludaron los norteamericanos las Montañas Rocosas. Yo, por el contrario, corrí a mi carro, y abrazando tiernamente a mi esposa querida, juréle una vez más y con toda mi alma eterna felicidad ante aquellos altares de Dios, que hasta el cielo se elevaban, y desde cuyas cimas descendían un solemne misterio, el pavoroso respeto de lo inaccesible y el éxtasis de lo sublime.
El Sol se había hundido en el ocaso, y pronto el crepúsculo cubrió toda la región; pero aquellos gigantes, dorados por los postreros destellos, parecían inmensas pirámides de carbones encendidos y de lava fulgurante. Aquel rojo candente fué trocándose en un violáceo cada vez más obscuro, y por fin todo desapareció, fundiéndose en la uni—) Las Montañias Rocosas! ¡Las Montañas Rocosas!—(N. del T.) forme obscuridad, al través de la cual nos miraban desde lo alto las estrellas, esos ojos movedizos de la noche.
Sin embargo, nos hallábamos todavía distantes, por lo menos, ciento cincuenta millas inglesas, de la cordillera principal. Esta desapareció de nuestra vista al día siguiente, oculta detrás de los peñascos, y fué mostrándose de nuevo y desapareciendo según las vueltas y revueltas de nuestra ruta. Ibamos muy lentamente, porque los obstáculos nos salían al paso con exasperante frecuencia, por más que no nos separábamos en lo posible del cauce del río. Pero a menudo, cuando las orillas eran demasiado abruptas, debíamos dejarlas y buscar salida por las laderas próximas, cubiertas de brezo pardusco y de farolillo, que ni los mulos querían comer, y cuyos robustos y largos tallos, enredándose en las ruedas de los carros, dificultaban enormemente la marcha.
A veces hallábamos en el terreno hendeduras de algunos centenares de yardas de extensión, por las que era imposible pasar, y que nos obligaban a dar largos rodeos. Siempre regresaban los guías Wichita y Tom con el anuncio de nuevos peligros y dificultades.
Un día creíamos estar caminando por un valle cuando, de repente, en vez de hallarlo cerrado por un accidente natural, vimos abierta ante nosotros una sima tan profunda, que sentíamos vértigo cuando nos atrevíamos a hundir la mirada por aquellas enormes paredes cortadas a pico. Las gigantes encinas que crecían en su fondo parecían diminutos matorrales, y los búfalos, que pacían entre las encinas, simples escarabajos.
Penetrábamos en un país cada vez más hórrido, salpicado de rocas y peñascos en salvaje desorden, donde el eco de las graníticas cavernas repetía dos o tres veces las maldiciones de los carreteros y el relincho de los mulos. Nuestros carros, que en la estepa parecían inmensos y magníficos, allí, entre aquellas rocas colgantes, se habían achicado a nuestros ojos de un modo sorprendente y desaparecían en los desfiladeros, como si tragados fueran por una boca gigantesca. Las pequeñas cascadas—o, como las llaman los indios, las aguas risueñas»—nos cortaban el camino. El cansancio había agotado nuestras fuerzas y las de los animales, y la verdadera cordillera de las Montañas Rocosas, cuando se mostraba en el horizonte, parecía siempre lejana y envuelta en nieblas. Afortunadamente, la curiosidad vencía al cansancio, y contribuía a tenerla siempre despierta el continuo mudar de panorama. Ninguno de nuestros compañeros, sin excepción de los que eran oriundos de los Alleghany, había visto jamás unas comarcas tan salvajes, y yo mismo contemplaba con estupefacción aquellas gargantas y desfiladeros, en cuyos flancos había erigido la desenfrenada fantasía de la Naturaleza castillos, fortalezas y aun verdaderas ciudades de piedra.
De vez en cuando encontrábamos grupos de indios muy diferentes de los de las estepas y mucho más salvajes, en los cuales la gente blanca despertaba pavor, mezclado con un deseo de sangre. Parecían todavía más crueles que sus hermanos de la Nebraska; de estatura mayor, más obscuro el cutis, dilatadas las narices y errante la mirada, tenían un aspecto de animales feroces enjaulados.
Tenían sus movimientos la vivacidad y el recelo de las fieras, y cuando hablaban tocábanse con el pulgar las mejillas, pintadas con listas blancas y azules alternadas. Sus armas eran hachas y unos arcos hechos de dura madera de oxiacanta alpestre, tan recios, que no tendrían nuestros hombres fuerzas bastantes para tenderlos. Aquellos salvajes, que demostraban una ferocidad indomable, hubieran sido muy peligrosos en gran número; pero, afortunadamente, eran pocos, y el mayor grupo que encontramos no pasaba de quince hombres. Llamábanse ellos mismos con el nombre de Tabeguach, Weeminuch y Yampos. Nuestro mestizo Wichita, a pesar de su práctica de las lenguas indias, no acertaba a comprender su jerga, como tampoco lográbamos comprender por qué todos aquellos salvajes, señalando las Montañas Rocosas y luego a nosotros, cerraban y abrían la palma de las manos, cual si quisieran indicarnos con los dedos algún número.
El camino era ya tan difícil, que con los mayores esfuerzos lográbamos hacer apenas quince millas cada día. Empezaron los caballos a caer, pues eran menos resistentes que los mulos y más difíciles para el pasto; la gente estaba también extenuada, porque todo el día era menester tirar de los carros con sogas para ayudar a los mulos, o sostenerlos en los sitios peligrosos. Poco a poco, los más débiles se sintieron desanimados y sin el empuje necesario; muchos enfermaron, y uno, que de resultas de un esfuerzo había tenido una hemorragia bucal, en tres días falleció, maldiciendo la hora en que le había venido la idea de dejar el puerto de Nueva York.
Nos hallábamos entonces en la peor etapa del viaje, cerca del riachuelo que los indios llaman Kiowa. Allí no se erguían los peñascos tan altos como en el confín oriental del Colorado; pero, en cambio, todo el país, hasta donde la vista podía alcanzar, estaba cuajado de pedruscos y guijarros, puestos unos encima de otros sin orden ni concierto. Tenían aquellas piedras, unas en pie y otras extendidas por tierra, el aspecto de un colosal cementerio arruinado con las lápidas vueltas del revés.
Eran las verdaderas «tierras maléficas» del Colorado, correspondientes a las que se extienden al norte de la Nebraska. Merced a titánicos esfuerzos, pudimos salir de allí al cabo de una semana.