Liliana/VII

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VIII

VII

Después nos detuvimos al pie de las Montañas Rocosas. Sentíme sobrecogido de espanto al contemplar de cerca aquel monumento de granito, uyas laderas fajaban luengos desgarros de nubes:

y cuyas cumbres se confundian con las nieves eternas y el brumoso cielo. La mole y la silenciosa majestad de aquellas montañas anonadaron mi espíritu, y, humillado, alcé mis plegarias al Señor, para que me concediera la gracia de llevar, a través de aquellas gigantescas murallas, a mis carros, a toda mi gente y a mi adorada esposa.

Acabada mi oración, penetré más confiado y con mayor ardimiento en aquellas gargantas de piedra, en aquellas galerías, que cuando se cerraban tras de nosotros nos dejaban separados del resto del mundo. Por encima de nosotros extendíase el cielo, cruzado de vez en cuando por algún águila vocinglera; en derredor, granito y siempre granito: un verdadero laberinto de bóvedas, de barrancos, de hendeduras, de abismos, de torreones, de silenciosos edificios, de inmensas salas anegadas en el sueño. Tanta es la solemnidad que reina en aquella angostura pétrea, que el hombre, inconscientemente, en vez de hablar en alta voz, cuchichea bajo, bajito; parécele que el camino va a cerrarse a cada paso y que una voz le susurra: «¡No vayas más allá, porque no hay salida!»; parécele violar algún secreto sobre el cual el mismo Dios ha puesto el sello.

Durante las noches, cuando aquellas escarpadas eierras eran negras cual enlutados cortinajes y la Luna echaba sobre las crestas un funerario velo de plata; cuando se alzaban sombras misteriosas de las aguas risueñas», un estremecimiento sacudía el cuerpo de los más endurecidos aventureros, y pasábamos horas enteras airededor de los fuegos, contemplando con un pavor supersticioso aquellos negros desfiladeros iluminados por el sangriento resplandor, cual si esperáramos de un momento a otro la aparición de alguna cosa horripilante.

Una vez encontramos en una cueva un esqueleto humano, y aun cuando colegimos por los restos, de cabellos enganchados en el cráneo, que era el de un indio, no por eso dejó de oprimirnos el corazón un presentimiento fatídico, como si aquel cadáver, con las quijadas abiertas, nos advirtiera de que el que se pierde en aquellos parajes no puede salir de ellos con vida. Aquel mismo día murió el mestizo Tom, precipitado por un caballo desde el borde de una roca.

Una sombría tristeza invadió a toda la caravana.

Si al principio caminábamos todos gritando, felices y contentos, ahora hasta los carreteros habían cesado de echar maldiciones, y la caravana avanzaba en medio de un silencio interrumpido tan sólo por el chirriar de las ruedas. Sucedía cada vez con mayor frecuencia que los mulos se negaban a tirar, quedándose como clavados en la tierra, y entonces todos los carros que seguían debían detenerse también.

Lo que más me torturaba era que en los momentos más feos y peligrosos, cuando mayor necesidad tenía mi esposa de mi presencia y de mis cuidados, no podía yo estar a su lado, pues debía de multiplicarme para dar buen ejemplo, fortalecer los ánimos y reavivar la confianza. Nuestra gente soportaba las calamidades con la perseverancia ingénita en los norteamericanos; pero sus fuerzas estaban exhaustas, y yo solo, con mi salud de hierro, resistía las fatigas.

Muchas eran las noches en que apenas dormía dos horas; tiraba de los carros como los demás, colocaba las guardias en los apostaderos, rondaba constantemente el campamento; en una palabra, prestaba un servicio dos veces más pesado que el de los otros hombres; pero es evidente que la felicidad aumentaba, centuplicaba mis fuerzas.

En efecto; cuando, cansado y abatido, llegaba a mi carro, encontraba en él lo que de más queridc tenía yo en el mundo: un corazón fiel y una tierna mano que enjugaba el sudor de mi frente. Liliana, aunque algo doliente, no se dormía nunca antes de mi llegada, y cuando suavemente la reprendía, cerrábame la boca con sus besos, suplicándome que no me incomodase por ello; después de lo cual se entregaba al sueño, teniéndome cogido de la mano. Muchas veces, si se despertaba, cubríame con pieles de castor, a fin de que yo pudiese descansar mejor. Siempre suave, cariñosa, solícita y enamorada, adorábala yo, besaba sus vestidos cual si fueran las reliquias de una santa, y nuestro carro parecía casi un templo. Tan pequeñina como era, frente a aquellas gigantescas moles de granito, hacia las cuales alzaba tímidamente los ojos, superábalas, sin embargo, de tal modo, que, estando junto a ella, desaparecían aquellas montañas de mi presencia y no veía mas que a mi Liliana.

¡Cómo, pues, extrañar que mientras a los otros les faltasen las fuerzas, las sintiera yo centuplicadas y abrigase la convicción de que no me habían de faltar mientras ella las necesitara!

Al cabo de tres semanas llegamos a una inmensa torrentera, formada por el río Blanco. Al entrar en ella, los indios de la tribu de Uintah nos tendieron un lazo que nos despistó un poco; pero cuando sus flechas fueron a caer incluso sobre el toldo del carro de mi mujer, arrojéme, al frente de mis hombres, sobre los indios con tal empuje, que pronto los dispersamos. Tres cuartas partes de ellos murieron en la refriega. Un prisionero que cogimos vivo, muchacho de diez y seis años, vuelto de su pavor, comenzó, señalándonos a nosotros y al Occidente, a repetir los mismos gestos que nos hicieran la otra vez los Yampos. Nos pareció querer significarnos que no muy lejos íbamos a encontrar a hombres blancos; cosa poco probable.

Pero tal suposición era fundada, y fué una sorpresa, realmente extraordinaria, al par que una gran alegría, cuando al día siguiente, al bajar por la pendiente de una alta meseta, divisamos en el fondo del dilatado valle que se extendía a nuestros pies, no sólo muchos carros, sino también algunas casas, construídas con madera recién aserrada. Estaban dispuestas aquellas viviendas formando un círculo, en cuyo centro elevábase un vasto cobertizo sin ventanas, y a lo largo del torrente que por el valle serpenteaba pacían grupos de mulos guardados por hombres montados a caballo.

La presencia de seres de nuestra raza en aquellos parajes me colmó de maravilla, que muy pronto, empero, se trocó en temor, pues me vino la idea de que pudieran ser Outlaws, es decir, refugiados en el desierto para escapar a la pena capital por delitos cometidos. Sabía yo por experiencia que estos desechos de la sociedad huyen a países a veces muy lejanos y enteramente desiertos, donde se organizan en destacamentos sometidos a una dura disciplina militar. Con frecuencia han sido fundadores de nuevas sociedades, que vivieron al principio de saqueos y rapiñas, pero que luego, con el constante acrecimiento de población, convirtiéronse paulatinamente en Estados regulares.

Muchas veces había encontrado Outlaws por las riberas montuosas del Misisipí, cuando, en calidad de squatter, mandaba por la vía fluvial mis expediciones de maderamen a Nueva Orleáns.

A menudo había tenido sangrientos encuentros con aquellos bandidos, cuya crueldad y ánimo belicoso conocía perfectamente.

Ningún cuidado me hubieran dado, a no encontrarse Liliana entre nosotros; pero con sólo pensar en el peligro en que podía encontrarse en caso de una derrota y de mi muerte, se me erizaban los cabellos, y yo, por primera vez en mi vida, tuve miedo como el último de los cobardes. Estaba persuadido, además, de que si eran efectivamente Outlaws, era inevitable un encuentro con ellos, que había de ser mucho más encarnizado que con los indios.

Así, pues, comuniqué inmediatamente a mis compañeros la posibilidad de tal contingencia, y los dispuse en orden de batalla. Decidido estaba a extirpar radicalmente aquel nido de vagos o a morir, y con este objeto resolví atacarlos antes de que ellos nos atacaran.

Entretanto, desde el valle fuimos vistos, y dos hombres a caballo vinieron a nuestro encuentro a brida suelta, lo que me tranquilizó del todo, pues no eran los Outlaws hombres que malgastasen el tiempo con embajadas. Dijéronnos que eran cazadores al servicio de una compañía comercial americana traficante en pieles, y que tenían establecido allí su summer camp, es decir, su campamento de verano.

En vez de una batalla, nos esperaba, pues, una cordial acogida y toda suerte de socorros por parte de aquellos altivos, pero honrados, cazadores del desierto. Con los brazos abiertos nos recibieron todos ellos, y dimos gracias a Dios por habernos preparado, después de nuestra miseria, un tan dulce reposo. Dos meses y medio habían transcurrido desde que habíamos dejado las riberas del Big Blue River; se acababan nuestras fuerzas, los mulos estaban medio muertos, y he aquí que de pronto podíamos descansar por algunas semanas, completamente seguros y con alimentos abundantes para nosotros y para las bestias.

Fué, en realidad, nuestra salvación. Míster Thorston, jefe del campamento, hombre de esmerada educación, conociendo que no era yo uno de esos brutos que se encuentran de ordinario en las estepas, trabó en seguida amistad conmigo y puso su casita a mi disposición y a la de mi esposa, cuya salud iba empeorando de día en día.

Quise yo que se quedara en cama un par de días, y tan grande era su postración, que durante las primeras veinticuatro horas apenas si abrió los ojos, mientras yo, sentado junto a su lecho y contemplándola sin cesar, velaba para que nadie turbase su sueño. Pasados los dos días, recobró sus perdidas fuerzas y pudo salir; pero le prohibí que ejecutase el menor trabajo.

También mis compañeros durmieron en los primeros días como unos lirones; pero después nos aprestamos a componer y ajustar los carros, a remendar los vestidos y a lavar la ropa blanca.

Aquellos bondadosos cazadores nos ayudaron en todo con la mayor generosidad. La mayor parte de ellos eran del Canadá, y, contratados por una sociedad comercial, pasaban el invierno cazando castores y martas, reuniéndose durante el verano en los llamados summer camps, donde guardaban temporalmente en depósito las pieles, para expedirlas luego, más o menos curtidas, al Oriente con una escolta.

El servicio de aquella gente, contratada por algunos años, era indeciblemente penoso; debían internarse en países muy remotos y vírgenes, donde hallaban en abundancia toda suerte de animales, pero donde debían arrostrar continuamente grandes peligros y sostener cruentas luchas con los pieles rojas. Percibían pingües salarios, por más que la mayor parte de ellos no servían por la ganancia, sino por amor a la vida del desierto y a las aventuras de que tan pródiga es ésta. Eran hombres de fuerza hercúlea y salud a toda prueba, capaces de soportar las mayores fatigas y penalidades. Sus corpulentas siluetas, los sombrerones de pelo con que se tocaban y sus largas carabinas recordaban a mi mujer las novelas de Cooper, que había leído en Boston, y Liliana, con la mayor curiosidad, observaba su campamento todo e inspeccionaba su organización.

La disciplina, que de la mejor buena gana observaban todos, era severísima y rígida como en una orden de caballería, y Thorston, el agente principal de la compañía y jefe al propio tiempo del campamento, ejercía un poder esencialmente militar. Eran todos gente muy honrada, y entre ellos nos encontramos muy bien. También nuestra caravana les gustó a todos ellos mucho, afirmando que nunca habían visto otra tan disciplinada y ordenada. Thorston alabó en presencia de todo el mundo mi plan de viaje por la ruta septentrional, en vez de seguir la que pasa por Saint—Louis y el Kansas, y contó que una caravana compuesta de trescientas personas que había recorrido esta ruta a las órdenes de un tal Marcwood, tras inauditos sufrimientos, ocasionados por el frío y la langosta, había perdido las bestias de tiro y había sido finalmente asesinada por los indios Arapahoc.

Los cazadores canadienses lo habían sabido por boca de los mismos indios Arapahoc, a quienes vencieron en una gran refriega, apoderándose de más de cien cueros cabelludos, entre ellos el del propio Marcwood (1).

Aquel relato causó enorme impresión en mis compañeros, y el viejo Smith, el más consumado de los trashumantes, que al principio había hecho oposición al viaje por la Nebraska, dijo en presencia de todos que era yo más smart que él y que podía ser su maestro.

Durante nuestra permanencia en aquel hospitalario summer camp recobramos todas nuestras fuerzas. Allí conocí, además de a Thorston, con quien trabé estrecha amistad, a Mick, célebre en todos los Estados, que no pertenecía al campamento, pero que en compañía de dos famosos aventureros, Lincoln y Kid Carstone, erraba por los desiertos. Aquellos tres singulares personajes habían librado grandes batallas con tribus indias enteras y verdaderas, y siempre su destreza y su pericia y el sobrehumano valor de que estaban dotados les habían asegurado la victoria. El nombre de Mick, sobre quien tantos libros se han escrito, era tan temido de los indios, que, para ellos, más valía su palabra que todos los pactos con el Gobierno de los Estados. Muchas veces había el (1) Sabido es que ciertos salvajes tienen la costumbre de arranear el cuero cabelludo a los enemigos vencidos.—(N. del T.) Gobierno utilizado sus servicios como mediador, y acabó por nombrarlo gobernador del Oregón. Cuando le conocí tenía unos cincuenta años; pero sus cabellos eran negros como el ébano, y en su mirada brillaban al propio tiempo la bondad de corazón y un valor indomable. Pasaba también por el hombre más fuerte de todos los Estados Unidos, y cuando medí mis fuerzas con las suyas, con gran sorpresa de todos, fuí el primero a quien no logró vencer. Aquel hombre bondadosísimo puso en Liliana un gran cariño; bendecíala cada vez que nos visitaba, y antes de partir la regaló un par de zapatitos confeccionados por él con piel de gamo; regalo que fué muy oportuno, pues ya no poseía la pobrecilla ni un par de botinas en buen estado.

Por último, partimos para continuar nuestro viaje bajo los mejores auspicios, bien informados del país y provistos de carne salada. Además, el buen Thorston se había quedado con nuestros mulos peores, dándonos, en cambio, algunos de los suyos entre los más fuertes y ágiles; y por si esto fuese poco, Mick, que había estado en California, nos había contado verdaderos milagros, no sólo de la riqueza del país, sino también de la suavidad del clima, de la belleza de los bosques de encinas y de las regiones montañosas, sin rival en todos los Estados. Un consuelo y una gran esperanza habían entrado en nuestros corazones sin barruntar ni remotamente el calvario que nos aguardaba antes de entrar en aquella tierra de promisión.

Al partir agitamos repetidas, innumerables veces los sombreros a modo de remember y nos alejamos de los buenos canadienses. Por lo que a mí respecta, aquel día quedará eternamente grabado en mi memoria, porque por la tarde Liliana, la adorada estrella de mi vida, me echó los brazos al cuello y, sonrojada por el pudor y la emoción, cuchicheóme al oído una cosa que me hizo caer a sus plantas llorando de santo júbilo y besar las rodillas de aquella mujer, que además de mi esposa iba a ser la madre del hijo de mi sangre.