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Liliana/VIII

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VIII

Dos semanas después de haber abandonado el campamento de verano entramos en las fronteras del Utah, y la marcha, aunque no desprovista de dificultades, fué al principio asaz expedita. Teníamos que atravesar aún la parte occidental de las Montañas Rocosas, que formaban una cadena de ramificaciones llamadas Wasath Mountains; sin embargo, dos ríos importantes, el Green y el Gran River—que, juntándose, forman el inmenso Colorado, así como numerosos afluentes suyos, abren por todas partes accesos bastante cómodos.

Por estos pasos llegamos, pues, al cabo de algún tiempo, al lago Utah, donde empiezan las tierras saladas.

Nos hallábamos en una región extraña, uniforme, sombría; dilatados valles, cerrados por anfiteatros de abruptos peñascos, se extendían unos tras otros, siempre iguales, fastidiosamente uniformes, y era tal la severidad, la desnudez y la desolación de aquellos parajes, que ante ellos venían a la memoria los desiertos bíblicos.

Las tierras limítrofes de los lagos salados son estériles y ásperas; no tienen arbolado. El terreno, completamente calvo en inmensas extensiones, trasuda sales y potasa, o bien está cubierto de unas hierbas cuyas gruesas hojuelas destilan, al romperlas, un jugo viscoso y salado. El tránsito por aquellos parajes es triste y penoso, porque pasan semanas enteras y el desierto sigue sin fin, no divisando la mirada mas que extensiones siempre uniformes, siempre roqueñas.

Nuestras fuerzas comenzaban a agotarse; en las estepas nos rodeaba una uniformidad de vida; aquí, una uniformidad de muerte. La apatía fué adueñándose poco a poco de todos.

Pasamos el Utah. ¡Siempre las mismas tierras muertas! Entramos en la Nevada. ¡Igual! El sol quemaba de tal modo que nuestros cráneos parecían abrirse; sus rayos, reflejados en la superficie cubierta de sal, herían nuestras pupilas, mientras un polvo que flotaba en el ambiente, y que no se sabe de dónde venía, nos resquemaba los párpados. A duras penas podían las bestias de tiro proseguir adelante, y de vez en cuando caía una de ellas por tierra como herida por un rayo. La mayor parte de nuestra gente se sostenía sólo animada por la esperanza de que dentro de una o dos semanas veríamos aparecer en el horizonte la Sierra Nevada, y detrás de ella la anhelada California.

Entretanto, transcurrían los días y las semanas en medio de penalidades cada vez mayores. En una semana nos vimos obligados a abandonar tres carros por carecer de tiro. ¡Era la tierra aquella, en verdad, una tierra de miseria y de infortunio!

En la Nevada el desierto era todavía más desolado y peores nuestra situación y nuestro estado de ánimo, pues nos vimos invadidos por diversas enfermedades. Una mañana me anunciaron que Smith se había puesto malo, y al acudir a su caITO, me encontré, horrorizado, con que el viejo tenía el tifus. No se puede impunemente cambiar tantas veces de clima. El continuo cansancio—jamás repuesto, a causa de los descansos demasiado breves y las penalidades de todo género desarrollan los gérmenes del mal.

Liliana se obstinó en querer cuidar a aquel viejo, a quien ella amaba como una hija, y que nos había echado las bendicienes el día de nuestras bodas; yo temblaba por mi esposa con toda mi alma; mas, por otra parte, no podía oponerme a que cumpliera sus deberes de buena cristiana.

Asistía al enfermo noche y día, ayudada por la Atkins y la Grossvenor, que imitaban su ejemplo.

Al segundo día perdió Smith el conocimiento, y al octavo exhaló su postrer suspiro en brazos de Liliana. Yo mismo le di sepultura, mojando con mis lágrimas los despojos mortales de aquel hombre, que no sólo había sido mi ayuda y mi brazo derecho en todo, sino además un verdadero padre para los dos.

Creíamos que después del sacrificio de aquella vida tendría Dios piedad de nosotros; pero no fué así. El mismo día cayó enfermo otro emigrante, y después, casi diariamente, se quedaba alguno en el carro para ya no salir de él sino conducido en nuestros brazos hacia la fosa.

Errábamos así por el desierto, perseguidos por el contagio, que iba tronchando nuevas víctimas.

También la señora Atkins se puso enferma; pero gracias a los solícitos cuidados de Liliana, fué su dolencia vencida, por fortuna. Yo me sentía cada vez más desanimado y entristecido, y a veces, cuando Liliana estaba asistiendo a los enfermos y yo de servicio en la vanguardia de la caravana, oprimiame, solo, en la obscuridad, las sienes con las manos y suplicaba al Señor, echado por tierra, como un humilde perro, que tuviera misericordia de mi adorada esposa, sin que osara, empero, murmurar las palabras «Cúmplase tu voluntad, y no la mía.

A veces, por la noche, cuando estábamos uno junto al otro, despertaba yo de improviso con la obsesión de que la peste sacudía el toldo de nuestro carro, y miraba de reojo buscando a Liliana.

Todos los ratos en que no me hallaba a su lado—y eran muy frecuentes—convertíanse para mí en una continua tortura, que me doblegaba como doblega un árbol la furia del vendaval. Y, sin embargo, Liliana sobrellevaba muy bien todas las fatigas y todas las penalidades. Los hombres más robustos iban cayendo enfermos, y ella, bien que enflaquecida, pálida y con las señales cada vez más visibles de la maternidad en el semblante, continuaba con buena salud y yendo de carro en carro. No me atrevía yo nunca a preguntarle por su salud; pero la abrazaba, teniéndola apretada contra mi pecho, largo, largo rato, y cuando quería decirle algo sentíame un tan fuerte nudo en la garganta, que no me era dado articular palabra.

Poco a poco la esperanza fué reanimando mi es píritu y cesaron de zumbar en mis oídos las terribles palabras de la Biblia: Who worshipped and served the creature more than the Creator?

Nos acercamos a la parte occidental de la Nevada, donde detrás de las lagunas muertas, de las tierras saladas y del desierto pedregoso, empieza una zona de estepa, llana, verde y fértil. Cuando, al cabo de dos días de viaje, nadie se puso enfermo, creí que nuestra miseria habría terminado, y ¡a fe que ya era hora!

Habían muerto nueve personas y seis continuaban todavía enfermas. Por temor al contagio, la disciplina había empezado a disminuir; los caballos habían muerto casi todos, y los mulos parecían esqueletos; de cincuenta carros de que constaba la caravana al salir del campo de verano, sólo treinta y dos se arrastraban ahora por el desierto. Para colmo de desdichas, nadie quería salir de caza, por miedo a caer enfermo de la peste en un lugar lejano del campamento y quedarse sin existencia. Las provisiones estaban a punto de agotarse, y a fin de economizarlas, nos estábamos alimentando desde una semana con ardillas negras de tierra, cuya carne fétida llevábamos con harta repugnancia a nuestros labios. Y aun de este ruin alimento no teníamos gran abundancia.

Otra vez tuvimos que habérnoslas con los indios, que, contra su costumbre, nos asaltaron en pleno día en la estepa llana, y, provistos como estaban de armas de fuego, mataron a cuatro personas de la caravana. En la refriega también yo fuí herido de un tan formidable hachazo en la cabeza, que en la noche de aquel día perdí el conocimiento, a causa de la abundante hemorragia. Pero aquella herida casi me llenó de contento, porque Liliana hubo de cuidarme a mí, en vez de asistir a los enfermos, que podían contagiarle el mal. Tres días estuve acostado en mi carro, y fueron tres días de felicidad, porque la tenía constantemente a mi lado, besándole las manos cuando me mudaba las vendas y contemplándola sin cesar. Al tercer día ya me encontraba en estado de poder montar a caballo; pero, debilitado de ánimo, hice como si estuviera todavía enfermo, sólo para poder estar más tiempo con mi Liliana.

Fué estando acostado cuando me di cuenta de lo rendido que me hallaba; el cansanció me tenía con todos los huesos rotos. No eran sólo los sufrimientos físicos los que me habían puesto en aquel estado, sino la continua angustia pensando en la salud de mi mujer. Tan enflaquecido estaba, que parecía un esqueleto; y así como antes era yo quien la miraba lleno de inquietud y de miedo, ahora era ella quien sufría tal tortura.

Pero no había remedio; cuando mi cabeza estuvo bien segura, menester fué montar el último rocín que quedaba con vida y guiar la caravana, tanto más, cuanto que empezaban a llegarnos por todas partes los más inquietantes presagios.

Empezó a achicharrarnos un calor casi sobrenatural, y en el aire se formó como una niebla sucia que parecía el humo de un incendio lejano. Obscurecióse el horizonte y púsose tan opaco, que no se veía el cielo; los rayos del Sol caían sobre la tierra rojizos y empañados. Las bestias daban señal de una singular inquietud; respiraban anhelosas rechinando los dientes, y también a nosotros nos parecía que estábamos tragando fuego. Suponía yo que todo aquello era efecto de los vientos que soplan del desierto del Gila, de los que había oído hablar en Oriente; pero reinaba en derredor nuestro una profunda calma, y ni una hierba se movía en la estepa. El Sol descendió al ocaso, rojo como la sangre, y la noche continuó con el mismo bochornoso calor; gritaban los enfermos; yo me adelanté unas millas a la caravana para cerciorarme de si efectivamente ardían las estepas; pero por ninguna parte divisé resplandor alguno de incendio.

Al fin me tranquilicé, persuadido de que el calor procedía, en realidad, de algún incendio ya extinguido. Durante el día había observado que las liebres, los antílopes, los búfalos y aun las ardillas corrían velozmente hacia Oriente, cual si huyeran de California; país hacia el cual tendíamos con todas nuestras fuerzas. Al sentir que el aire se purificaba y que el calor disminuía, acabé de convencerme de que el incendio había ya terminado, y que si las bestias corrían, era sólo en busca de nuevos pastos. Era menester, por consiguiente, internarse para saber si el camino incendiado podía ser atravesado o si, por el contrario, debíamos hacer un rodeo. Según mis cálculos, no debía hallarme de la Sierra Nevada a más de trescientas millas inglesas, o sea a veinte días de viaje; así es que decidí hacer el último esfuerzo para llegar hasta allí.

Viajábamos de noche, porque el calor del día debilitaba extraordinariamente a las bestias, y por el día siempre había entre los carros un poco de sombra, en la que podíamos descansar. Una de las noches aquellas, mientras estaba en el carro con Liliana, pues la herida y la debilidad no me permitían aún viajar a caballo, sentí de repente rechinar las ruedas de un modo singularísimo, y oí inmediatamente gritos repetidos de stop!, stop!, que iban corriendo a lo largo de la caravana.

Salté del carro al instante, y a la luz de la Luna vi a los carreteros observando el suelo con los ojos fijos, y of luego una voz que decía: —¡Capitán! ¡Estamos caminando sobre carbones!

Agachéme para tocar el suelo con las manos, y, efectivamente, nos hallábamos en la estepa carbonizada.

Inmediatamente hice detener la caravana y pasamos el resto de la noche en aquel sitio.

Al día siguiente, apenas despuntó el Sol, un singular espectáculo se ofreció a nuestras miradas.

Extendíase inmensa ante nosotros una llanura negra como el carbón; no sólo todos los arbustos, hierbas y matorrales estaban quemados, sino que todo el suelo era como vidriado, y de tal modo, que las patas de los mulos se reflejaban en él como en un espejo. No podíamos distinguir bien hasta dónde se extendía la llanura quemada, pues el horizonte estaba todavía envuelto en niebla; pero, sin embargo, sin titubear, mandé torcer hacia el Mediodía, a fin de volver al extremo de la región incendiada, en vez de aventurarnos por aquelloscarbones.

Sabía por experiencia lo que significaba un viaje por una estepa quemada en que no existe ni una hierba para las bestias; y como, según todos losindicios, el fuego se había propagado, a merced del viento, hacia el Norte, pensé que yendo hacia el Mediodía llegaríamos al lugar donde el incendio se había iniciado.

La gente obedeció mi mandato, pero de malagana, porque Dios sabía qué retraso iba todo aquello a producir en nuestro viaje.

Durante el descanso de la tarde la niebla fué desapareciendo poco a poco; pero el calor llegó a ser tan horrible, que todo el aire vibraba, cuando de pronto sucedió una cosa portentosa. La niebla y el humo se desvanecieron como por arte de encantamiento, y aparecieron ante nuestros ojos atónitos los montes de Sierra Nevada, verdes y risueños, maravillosos, cubiertas las cumbres de nieve centelleante, y tan cercanos, que a simple vista se distinguían sus crestas, sus verdes laderas y sus bosques. Parecíanos que su soplo fresco, impregnado del vivificante olor de los pinabetes, llegaba hasta nosotros por encima de aquella desolación y que dentro de algunas horas íbamos a llegar a sus floridas plantas. Ante aquel espectáculo, la gente, exhausta por las penalidades de aquel horrible desierto, casi enloqueció de alegría. Unos caían de hinojos, sollozando; otros alzaban los brazos abiertos al cielo, o estallaban en carcajadas; otros, en fin, palidecían sin acertar a decir palabra.

Liliana y yo llorábamos de alegría, mezclada con un sentimiento de estupefacción, calculando que todavía nos separaban de California, por lo menos, ciento cincuenta millas.

Entretanto, a través de aquella negra desolación nos sonreían los montes, y parecía, en verdad, como si un hechizo los hiciera acercarse a nosotros, inclinándose, invitándonos, lisonjeándonos...

Y por más que no habían todavía transcurrido las horas destinadas al descanso, la gente no quiso prolongar más la parada en aquel lugar; hasta los enfermos, sacando fuera de los toldos de sus carroslas amarillentas manos, suplicaban que se enganchara sin tardar y se continuara la marcha. Y así, llenos de alborozo, nos pusimos en seguida en ca mino, oyéndose, en medio de los chirridos de las ruedas al rodar sobre la tierra carbonizada, el chasquido de los látigos y los gritos y los cantos de la caravana.

Ya no se trataba de hacer un rodeo para salvar aquel territorio quemado. ¿Para qué, si unas cuantas millas más allá teníamos la California con sus maravillosos montes?

Proseguimos, pues, en recto camino por la ruta directa; pero muy pronto, y con singular rapidez, la niebla volvió a ocultarnos aquella espléndida perspectiva: púsose el horizonte cada vez más cerrado; descendió, por último, el Sol al ocaso; hízose de noche; las estrellas brillaron indistintamente en el firmamento, y fuimos nosotros caminando, caminando siempre adelante.

Eran los montes mucho más lejanos de lo que nos parecía.

A media noche los mulos empezaron a relinchar y a piafar, y al cabo de una hora la caravana tuvo que pararse, porque la mayor parte de las bestias se habían dejado caer en tierra. Probaron los hombres a hacerlas levantar, pero todo fué inútil. Nadie cerró los ojos en toda la noche, y a los primeros destellos de la aurora todas las miradas se dirigieron ávidamente hacia el lejano horizonte; pero..no se veía nada. El negro y el fúnebre desierto se extendía hasta donde podía la vista alcanzar, uniforme, mudo, limitando con una línea durísima el horizonte. De las montañas de la víspera, ni rastro.

Estaban los hombres aterrados y entontecidos, y en cuanto a mí, todo lo vi claro al pensar que la «fata Morgana» nos había jugado una de sus tretas.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. ¿Qué hacer?

¡Continuar adelante? ¿Y si la llanura quemada seguía en aquel estado millas y millas más allá?

Retroceder? ¿Y si por azar no faltan mas que algunas millas para salir de aquel infierno? ¿Serían los mulos todavía capaces de deshacer todo el camino recorrido? No me atrevía a mirar al fondo del abismo, a cuyo borde estábamos todos; pero, sin embargo, había que tomar forzosamente una resolución. Monté a caballo y, llegado que hube a una pequeña y cercana eminencia del terreno, abarqué con la mirada un más dilatado horizonte. Con la ayuda de mis gemelos divisé muy lejos algunas fajas verdes; pero cuando, al cabo de una hora, llegué a aquel lugar, me encontré con una dilatada charca, en torno a la cual ondulaban las hierbas que el incendio no había logrado arrasar. Y la llanura quemada se extendía más allá, fuera del alcance de la vista, fuera del alcance de los gemelos.

¡No había remedio! Era preciso retirarse y flanquear todo el terreno quemado. Hice dar la vuelta al caballo y rápidamente regresé al tabor, creyendo encontrarlo en el inismo sitio, pues había dejado dispuesto que allí esperasen mi regreso.

Pero mi orden no fué cumplida. Levantados los mulos, la caravana se había puesto en marcha.

A mis preguntas se me contestó con hosca voz: —Allí están las montañas; allí queremos ir.

Ni siquiera probé a oponerme, porque sabía muy bien que ninguna fuerza humana era capaz de detener a aquella gente. Ciertamente hubiera yo retrocedido con Liliana; pero mi carro no estaba ya allí, y mi mujer viajaba con la señora Atkins.

Proseguimos, pues, el camino, y llegada otra vez la noche, nos detuvimos para el obligado reposo. Por encima de la estepa carbonizada fué subiendo el rojizo disco de la Luna, iluminando las lejanías, siempre negras. Al amanecer del día siguiente sólo la mitad de los carros pudo ponerse en camino, porque todos los mulos que tiraban de la otra mitad habían muerto. El calor del nuevo día era horrible; los rayos del Sol, absorbidos por el suelo carbonizado, llenaban luego el aire de ardientes emanaciones. Uno de los enfermos murió en medio de convulsiones atroces, y nadie se cuidó de darle sepultura. Lo dejamos sobre la estepa y proseguimos nuestro camino.

El agua de la gran charca que yo había descubierto el día anterior reanimó por un instante a hombres y bestias, pero no pudo darles nuevas fuerzas. Desde hacía treinta y seis horas los mulos no habían comido ni una brizna de hierba, alimentándose tan sólo con la paja que sacábamos de los carros, y aun ésta empezaba a escasear ya. El camino estaba sembrado con sus cadáveres, y al tercer día sólo uno quedó, del cual me apoderé por la violencia para que en él cabalgara Liliana.

Los carros, y con ellos los instrumentos y las herramientas que debían servir para ganarnos el pan en California, quedaron perdidos en aquel desierto, eternamente maldito. Todos íbamos a pie, excepto Liliana. Pronto un nuevo enemigo se nos presentó: el hambre. Parte de los víveres habían quedado en los carros, y se estaba acabando ya lo que cada uno había podido llevar consigo. ¡Y a nuestro alrededor ni un ser viviente! Sólo yo en toda la caravana poseía aún algunos bizcochos y un trozo de carne salada, y habría despedazado a cualquiera que me hubiese reclamado aquel alimento, que reservaba para Liliana. Tampoco yo comía ni una migaja. ¡Y aquella horrenda llanura que se extendia hasta el infinito!

Para aumentar nuestra tortura, la «fata Morgana» volvía cada tarde a embaucarnos con sus espejismos, mostrándonos los montes, los bosques, los lagos..., y con ello las noches eran luego más horribles. Los carbones, que durante el día habían absorbido los rayos del Sol, los devolvían de noche, quemando nuestras plantas y llenando nuestras gargantas y nuestros pechos de un intolerable ardor. Una noche uno de la caravana se volvió loco: tendido en el suelo, empezó a reír espasmódicamente, y aquellas horrendas risotadas nos persiguieron largo, largo rato en las tinieblas. El mulo que llevaba a Liliana acabó por caer desfallecido, y en un abrir y cerrar de ojos lo descuartizaron los hambrientos; pero ¿qué era aquella comida paradoscientas personas? Pasó el cuarto día, pasó el quinto... Parecía que el hambre había cambiado a aquellas personas en aves de rapiña; mirábanse unos a otros con malos ojos; sabían que tenía yo todavía algunos víveres; pero sabían también que pedírmelos era pedir la muerte, y el instinto de conservación era en ellos todavía más poderoso que el hambre. A Liliana le daba de comer sólo de noche, a fin de que aquel espectáculo no encolerizara a los demás; pero ella me suplicaba enearecidamente que compartiese con ella aquella comida; pero habiéndole dicho yo que me suicidaría si volvía a insistir en ello, calló y siguió comiendo con los ojos arrasados en lágrimas. Y no obstante, a pesar de mi vigilancia, sabía llevar a hurtadillas algún trozo a la señora Atkins y a la señora Grossvenor.

Mientras tanto, el hambre me desgarraba con su mano de hierro las entrañas; desde cinco días atrás no había ingerido otra cosa que unos sorbos de agua de aquella charca; la herida me abrasaba la cabeza, y el saber que llevaba conmigo pan y carne de los que no podía comer aumentaba mi martirio, y, débil como estaba, sentía un miedo atroz de sufrir un desvarío y de echarme sobre aquellos víveres.

—¡Señor—exclamaba desde el fondo de mi alma—, no me abandones; no permitas que me embrutezca hasta el extremo de tocar lo que puede conservarle la vida a ella!

Pero la Providencia no tuvo entonces piedad de mí. En la mañana del sexto día observé en el rostro de Liliana unas manchas rojas; tenía las manos ardientes, y al andar respiraba con una enorme fatiga. De repente, mirándome con ojos extraviados, díjome apresuradamente, cual si temiese perder antes el conocimiento: —¡Ralf! ¡Déjame aquí, sálvate tú; para mí no hay salvación!

Apreté los dientes para no gritar ni blasfemar, y, mudo, la cogí en mis brazos. Unas eses de fuego empezaron a relampaguear ante mis ojos, formando las palabras Who worshipped and served the creature more than the Creator? Y luego, como un arco demasiado tendido, estallé, mirando al cielo despiadado, con el alma rebosando indignación: —¡Yo!

Mientras tanto, llevé hacia mi Gólgota aquel queridísimo peso, a aquella única, santa, adorada mártir. No sé de dónde sacaba las fuerzas. Insensible al hambre, al calor, al cansancio, ya no veía nada delante de mí: ni hombres ni estepa carbonizada; sólo a ella, sólo a ella veía. Al llegar la noche empeoró su estado; a menudo perdía el conocimiento; de vez en cuando gemía con voz muy débil: —¡Ralf, dame agua!

¡Y yo que sólo tenía bizcochos y carne salada!

En el colmo de la desesperación híceme un corte en la mano con el cuchillo, para humedecerle los labios con mi sangre. Recobró de pronto los sentidos, y gritando volvió a caer en un desmayo, del que no creía saliese ya. Vuelta de nuevo en sí, quiso decirme algo; pero el delirio de la fiebre le confundía las ideas, y sólo pudo susurrar muy quedamente: —¡No te enfades, Ralf! ¡No ves que soy tu mujer?

Sin articular palabra fuí llevándola adelante, adelante. El dolor me tenía consternado y entontecido.

Llegó el séptimo día, y por fin mostráronse en el horizonte las montañas de la Sierra Nevada; pero al ponerse el Sol, la luz de mi vida fué extinguiéndose como la del astro. Cuando entró en la agonía púsela sobre la tierra carbonizada y me arrodillé a su lado. Tenía los ojos abiertos, desencajados, brillantes, fijos en los míos, y por un segundo fueron cruzados aún por el pensamiento consciente. Todavía murmuró: —My dear! My husband!

Luego un estremecimiento la sacudió toda, el terror se dibujó en su semblante y exhaló su postrer suspiro.

Arranqué las vendas de mi cabeza y me desmayé, sin saber a ciencia cierta lo que sucedió después. Como en sueños recuerdo que unos hombres me rodearon, me quitaron las armas y cavaron luego una fosa. Después la locura y las tinieblas se apoderaron de mí, y en aquellas lobregueces brillaban siempre las palabras de fuego: Who worshipped and served the creature more than the Creator?

Al cabo de un mes encontréme en California en casa del colono Moszynski. Recobradas un poco las fuerzas, fuíme a la Nevada; pero la estepa estaba ya cubierta de una hierba tan alta y exuberante, que no me fué posible hallar el sepulcro de Liliana, y todavía hoy ignoro dónde yacen sus sagrados despojos. ¿Qué pecado cometí para que el Señor apartara de mí su mirada y me abandonara de aquel modo en el horrendo desierto? No lo sé.

Si hubiese podido llorar sobre la tumba de mi adorada, menos penosa y dura hubiera sido para mí la existencia. Cada año vuelvo a la Nevada, y cada año indago inútilmente. Mucho tiempo ha transcurrido ya desde aquellos momentos aciagos, y mis labios infelices murmuran ya con frecuencia: «¡Hágase tu voluntad!» Pero, huérfano de su cariño, me encuentro mal en este mundo. Vive el hombre y sigue su camino entre los hombres, y acaso también ríe...; pero el viejo corazón solitario llora, ama, recuerda y añora.

Soy viejo, y en breve debo empezar el postrer, eterno viaje, y pido a Dios fervientemente que me permita encontrar por fin en las estepas celestiales a mi adorada Liliana, para ya nunca más volverme a separar de ella...

FIN