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Los pescadores de trépang/X

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X.—EL HURACÁN

U

n triste destino pesaba sobre los desgraciados pescadores de trépang.

Después de haber perdido la tripulación, asesinada por los antropófagos de la costa australiana; después de haber visto destruír los depósitos de olutarias, que representaban para ellos y para el armador de Timor una verdadera fortuna, y de escapar milagrosamente de las manos de aquellos feroces salvajes, se encontraban en inminente peligro de hundirse para siempre en el mar.

Si hubieran tenido buen tiempo, como en los días precedentes, habría sido mucho menor su inquietud, a pesar de hallarse en las cercanías de regiones peligrosísimas, tanto por los escollos y los bancos submarinos de que están sembrados sus mares, como por los pueblos salvajes y caníbales que moran en sus tierras.

Pero aventurarse por aquel revuelto golfo en una simple chalupa era cosa de espantar al más valiente. ¿Resistiría aquel barquichuelo, que sólo tenía catorce pies de eslora y que apenas desplazaba ocho toneladas, los tremendos embates del mar y la furia de los vientos? ¿Verían el sol del día siguiente?

Tales eran las inquietudes que atormentaban al Capitán y a Van-Horn, más prácticos que los otros en cosas de mar. Con todo, no perdían el ánimo, y para no asustar a sus jóvenes compañeros, trataban de parecer tranquilos y confiados.

El junco estaba perdido, y se hacía absolutamente preciso abandonarlo cuanto antes. El agua seguía entrando y ya casi llenaba la bodega, viéndose que el buque se hundía como si fuera de plomo. Las olas le pasaban ya por encima y entraban hasta en la cámara de popa, donde Van-Stael, Cornelio y Hans tenían sus literas, y en el departamento de proa, destinado antes a la tripulación china.

Los cuatro holandeses y Lu-Hang hacían a toda prisa los preparativos para el abandono del buque.

Tenían ya en la cubierta los fusiles, algunas hachas, municiones, víveres para una semana, un gran barril lleno de agua, remos, una vela, un palo para sostenerla y algunas mantas.

—¡A embarcar!—ordenó el Capitán.

En pocos minutos todos aquellos objetos fueron colocados en la chalupa, asegurados con cuerdas, y los víveres, las armas y las municiones envueltos en una gruesa tela impermeable.

—Ahora botémosla al mar con la grúa de popa—dijo el Capitán.

—¿No la estrellarán las olas contra la nave?—preguntó Van-Horn.

—Lu-Hang y Cornelio bajarán en ella y tratarán de mantenerla separada del buque. ¡Ayudadme, amigos!

Reunieron sus fuerzas y arrastraron la chalupa hasta la popa, atando después a las anillas las cadenas de la grúa.

—¡A la chalupa!—gritó Horn.

El joven chino y Cornelio embarcaron, y la chalupa fué botada al mar, dejando correr las cadenas por sus garruchas. Apenas tocó el agua, una ola la levantó; pero, afortunadamente, en vez de estrellarla contra el junco, se la llevó hacia afuera, hasta donde lo permitían las amarras.

—¿Resiste?—preguntó Van-Stael.

—Se mantiene a maravilla sobre las olas—respondió Cornelio.

—¿Hace agua?

—Hasta ahora, no.

—Baja, Hans.

El joven se agarró a una cuerda, y, manteniéndose perfectamente sujeto para no ser arrastrado por las olas, llegó hasta la chalupa, ayudándole su hermano a embarcarse. Van-Horn le siguió ágilmente, a pesar de su edad, y, por último, el Capitán entró también en la pequeña embarcación.

—¡Soltadla!—ordenó Van-Stael.

La chalupa, libre ya después de sueltas las amarras, fué arrastrada por una ola gigantesca.

Ya era tiempo. El junco, lleno de agua, casi hasta la segunda cubierta, se hundía con rapidez, arrastrado a los abismos del mar por el enorme peso que llevaba dentro.

Aún se levantaba con fatiga sobre las olas; pero aquéllas eran las últimas señales de vida que daba. Pronto el agua de la estiba llegó al puente, mientras que la del mar, que le entraba a torrentes por la parte de afuera, parecía impaciente por devorar su presa.

Por algunos instantes, y a la lívida luz de un relámpago, se dejó ver todavía la proa del junco sobre la superficie de las aguas; pero pronto desapareció la nave entera entre las olas, formando un remolino espantoso.

Sus palos oscilaron un momento entre las espumas, y luego desaparecieron también en la vorágine.

—¡Pobre nave!—exclamó conmovido el Capitán—. ¡Quién sabe si pronto te seguiremos!...

Entre tanto, la chalupa se alejaba con rapidez del lugar del naufragio, llevada por las olas, que se dirigían a la extremidad meridional de aquel inmenso golfo.

Van-Horn se había sentado en el puesto del timonel y Cornelio y Hans, ayudados por el muchacho pescador, habían izado el palo y desplegado la vela.

—¿Adónde nos dirigimos, señor?—preguntó el piloto al Capitán.

—Tratemos de llegar a la costa australiana, que es la más próxima. No me atrevo, en medio de este temporal, a intentar ahora la travesía del golfo ni a dirigirme hacia las islas de Eduard Pellew, Wellesley o Groote. Más tarde procuraremos ganar las playas septentrionales de la tierra de Arnheim. ¡Atención a la vela, muchachos; y tú, Horn, cuidado con los golpes de mar!

—Perded cuidado, señor Stael.

La situación de los náufragos de la Hai-Nam era peligrosísima. Podía decirse que su existencia pendía de un hilo, que podía romperse de un momento a otro.

El temporal se desencadenaba entonces con furor increíble. A la primera noche de tinieblas había sucedido otra de fuego. Los relámpagos se sucedían casi sin interrupción, iluminando las masas de nubes que se amontonaban confusamente y corrían hacia el estrecho de Torres.

Retumbaban sin cesar los truenos entre los silbidos del viento y los mugidos de las olas.

La chalupa, verdadera cáscara de nuez, perdida en aquel golfo, más vasto que algunos mares, sufría espantosas sacudidas. Ora llegaba hasta la espumante cresta de una ola gigantesca, donde se sostenía por un milagro de equilibrio, parecida a un pájaro marino; ora caía con rapidez vertiginosa en abismos insondables, verdaderas simas negras y sin fondo, que a cada momento amenazaban tragársela, pero de donde salía como una flecha para volver a montar en la cresta de otra ola.

Parecía un juguete en manos de gigantes; pero resistía maravillosamente.

Con su pequeña vela saltaba con agilidad de ola en ola, como si fuera un barco insumergible, y subía y bajaba por las montañas de agua, intrépida y ágil como una gaviota.

El Capitán, con la cuerda de la vela en las manos, la cabeza descubierta, los cabellos al viento, y pálido, pero resuelto, desafiaba con serenidad a la muerte, que le amenazaba por todas partes, y daba con voz segura las voces de mando. Van-Horn, con la caña del timón en la mano, la barba revuelta y los ojos muy abiertos, miraba sin pestañear las olas y trataba de evitarlas para que no los tomaran de través; Hans, Cornelio y el chino, pálidos y aterrados, se ocupaban en achicar el agua que entraba por las bordas de la chalupa.

Van-Stael de vez en cuando los animaba con una palabra o con un gesto, y les preguntaba: —¿Tenéis miedo?

—No—respondían invariablemente Hans y Cornelio; pero su voz era poco segura.

La chalupa, entre tanto, avanzaba con extraordinaria rapidez. Llevada por el viento y las olas, iba acercándose a la costa australiana, que ya no debía de estar muy lejos.

Si no ocurría alguna catástrofe antes de llegar a ella, y ya comenzaban a tener esperanzas de que no ocurriera, los náufragos del junco podían considerarse en salvo, pues en las costas de la tierra de Torres desembocan buen número de ríos, los cuales, a su vez, forman pequeñas bahías.

Por desgracia, Van-Horn no podía mantener la ruta hacia el Este a causa del oleaje, que, por venir del Sur, empujaba de costado a la chalupa.

Tenía que dirigir la proa al Nordeste y otras veces al Norte, alargando así el camino en muchas leguas. Además, el tiempo no tendía a calmarse, sino que más bien empeoraba, poniendo a dura prueba el valor de aquellos desgraciados. El viento seguía soplando con ímpetu irresistible, empujando ante sí verdaderas masas de agua. Debía de tener, por lo menos, una velocidad de veintidós metros por segundo, que es de las mayores que suele alcanzar. El mar, embravecido, rugía furiosamente con tonos imposibles de describir, y empujaba hacia el Norte verdaderas montañas de agua.

A las dos de la mañana estuvo a punto de zozobrar la chalupa. Cogida entre dos olas, fué lanzada al aire a bastante altura y cayó en un abismo, cuyas líquidas paredes se cerraron en seguida.

¡Fué un momento terrible! Todos, al verse caer en aquella profunda sima, se dieron por muertos, considerando imposible volver a salir de ella.

Cornelio y Hans lanzaron un grito de terror, dándose por muertos; pero una tercera ola empujó al barquichuelo, que pudo subir a flote y seguir adelante, aunque lleno de agua. A las tres, otra ola, que embistió de costado a la chalupa, estuvo a punto de volcarla; pero Van-Horn, que no abandonaba la caña del timón, la salvó con una brusca virada, mientras el Capitán, sin perder un momento la calma, aflojaba rápidamente la cuerda de la vela.

Casi en el mismo instante Cornelio, que estaba a proa, señalaba una costa.

La había visto a la luz de un relámpago; pero la obscuridad volvió a caer sobre aquel mar proceloso, ocultándola a las miradas del Capitán.

—¿Estás seguro de no haberte equivocado, Cornelio?

—No, tío; la he visto perfectamente.

—¿A proa?

—Hacia el Nordeste.

—¿Lejana?

—Unas tres millas.

—Es la costa de la tierra de Torres. Procuremos no chocar con alguna escollera, Horn.

—Pondré cuanto esté en mi mano por evitarlo.

—¿Podremos llegar a tierra, tío? Tengo miedo—dijo Cornelio.

—Has demostrado demasiado valor para tu edad, pobre muchacho; pero esta es la última prueba. Si estamos cerca de la costa, espero que podamos llegar a ella. ¿La ves, Cornelio?

—No; pero me parece sentir el ruido de la resaca.

—¿Habrá escollos por aquí? Navegamos por un golfo poco conocido y que abunda en escollos coralíferos.

Entregó la cuerda de la vela al joven pescador chino y, a pesar de las sacudidas furiosas que sufría la chalupa, se acercó a Cornelio. Miró ante sí; pero sólo vió olas monstruosas. Aguzando el oído, percibió distintamente ciertos ruidos bien diferentes a los que producen las olas en medio del mar.

—Sí—dijo—. Estamos cerca de tierra o de un escollo. Esperemos un relámpago.

No tuvo que esperar mucho. A poco un brillante relámpago rasgaba las nubes, iluminando el golfo hasta los extremos límites del horizonte.

Una orden precisa y terminante salió de los labios del Capitán: —¡Escollera ante nosotros! ¡Orza la barra, Van-Horn!

El viejo piloto, sin perder un instante, volvió la barra a babor, y la chalupa huyó hacia el Norte, mientras el chino dejaba correr toda la cuerda de la vela.

Al resplandor de aquel relámpago Van-Stael y Cornelio habían visto una escollera como a quinientos pasos de la chalupa. Un momento de retardo o una falsa maniobra y la embarcación se habría estrellado en aquellas peñas.

—Nos hemos salvado por milagro—dijo el Capitán—. ¿Tendremos que luchar hasta el alba entre estas olas, que parecen ansiosas por tragarnos? ¿Podremos resistir hasta entonces?

—¡Tío!—exclamó Hans—. ¡Mira hacia allá!

—¿Qué ves?

—Un resplandor muy vivo. ¿No lo percibes tú?

—¿Un resplandor? ¿Tal vez el fanal de algún buque?

—No; más bien parece un incendio.

Todos volvieron la vista en la dirección indicada por el joven, y descubrieron a gran distancia una luz extraña que se destacaba en las tinieblas.

No parecía que la produjera un incendio, como el joven había supuesto; pero tampoco era fácil adivinar su verdadera causa. Parecía como una niebla luminosa con reflejos dorados y plateados. Por debajo de ella se veían moverse unos cuerpos extraños, que parecían de plata fundida, veteados de un verde pálido y con estrías de púrpura.

—¿Qué ocurre allí?—preguntaron Hans y Cornelio.

—Se diría que el mar llamea—dijo Van-Horn, que se había levantado, aunque sin abandonar el timón.

—¿Ocurrirá algún fenómeno desconocido de nosotros?—preguntó el Capitán.

—O que esté ardiendo alguna selva cerca de la costa—opinó Cornelio.

—Se verían llamas—objetó el Capitán—. Además, con este viento impetuoso las chispas se elevarían a gran altura, y ahí no las hay.

—¿Será acaso alguna erupción volcánica?

—No hay ningún volcán en estas costas, Cornelio.

—Además—dijo Van-Horn—, se vería la luz a cierta altura, y esa que vemos está a flor de agua.

—Como que parece que se trata de ondas luminosas—dijo el Capitán, después de observar con mayor atención—. Mira, Horn, cómo se mueven, se levantan, bajan y corren.

—Son olas que se rompen, Capitán.

—¿Contra una costa?

—No estoy seguro.

—Pero ¿qué es lo que produce tan intenso resplandor?

—Pronto lo sabremos, Capitán. El mar nos lleva hacia allá.

La chalupa, en efecto, se dirigía hacia la luz misteriosa, que se extendía de Norte a Sur en un espacio amplísimo. Sufría esa luz grandes oscilaciones y movimientos: unas veces parecía alzarse, otras bajarse; destacábanse a veces de ella múltiples puntas o crestas, y se rodeaba de una niebla brillante que vibraba con violencia. Surcaban aquella luz ciertas líneas o vetas brillantísimas que parecían de oro o de fuego, las cuales tan pronto se encendían como se apagaban y que cambiaban de lugar corriéndose de un lado para otro.

De pronto exclamó el Capitán: —¡Costa allí!

—¿Detrás de aquel fuego?—preguntó Cornelio.

—No es un fuego; es una espléndida fosforescencia marina. Allá distingo las olas luminosas rompiéndose en las escolleras y lanzando al aire su espuma fosforescente. ¡Atención, Van-Horn! ¡Ten firme la caña del timón!