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Los pescadores de trépang/XI

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XI.—UNA ISLA DE CORAL

U

no de los más espléndidos fenómenos que se admiran en los océanos es, sin duda, la fosforescencia marina, cuya intensidad depende de los climas y de la mayor o menor cantidad de zoófitos que haya en las aguas.

Como puede comprenderse, sólo es visible de noche, cuando las aguas se ponen tan negras que parecen de alquitrán, y su esplendidez es mayor en las noches sin luna y muy cubiertas de nubes.

Entonces se ven salir extraños resplandores de los abismos del mar: puntos luminosos, rayas de fuego y círculos resplandecientes. Van, vienen, se mueven, se agrupan formando raros dibujos; unas veces son resplandores de un rosa pálido, otras de un azul muy vivo, otras rojos o amarillentos. Poco a poco cubren el mar; las luces se funden, las aguas se impregnan de ellas, y entonces parece que en las profundidades del mar brilla esplendorosa una luna o una lámpara eléctrica de incalculable fuerza.

¿Cuáles son los agentes productores de esa luz? Moluscos gelatinosos, sin consistencia, de forma de extravagantes sombrillas, provistos de cierta cola más extraña aún y de tentáculos lisos o plumeados cubiertos de ventosas, como animales marinos que llevaran linternas encendidas.

Algunos de aquellos moluscos se llaman anémonas, otros pelagias, y los peces fosforescentes scopelus, ergysopeletas, chanliodas, etc., etc.

Una fosforescencia más maravillosa aún es la producida por los nottiluche, pequeñísimos moluscos, invisibles por lo común, y que tienen la forma de un círculo alargado por uno de sus polos, con un apéndice movible provisto de una membrana resistente. Suben a la superficie por millones de millones y saturan las aguas.

No se sabe todavía si estos pequeñísimos organismos son de naturaleza animal o vegetal; sólo se sabe que su fosforescencia es debida a una substancia particular que recubre su cuerpo y que parece resplandecer al contraerse.

Sea como quiera, es sorprendente el espectáculo que con tales organismos ofrece el océano. La superficie brilla como salpicada de partículas de plata o como si entre las aguas corrieran metales fundidos: hierro, oro o plata y azufre ardiendo.

Arrojado al mar un objeto cualquiera, se le ve como despedir brillantes chispas, y si un buque navega por esas aguas, a proa, a popa, a babor y a estribor se le ve relampaguear y como adornarse de espléndidas orlas de lucecillas azules, rojas y verdes, lanzando por la popa como un penacho de fuego que prolonga sus encendidas plumas hasta larga distancia.

El fenómeno es todavía más admirable cuando el mar está agitado.

Entonces son las olas las que parecen luminosas, como si no fuesen de agua, sino de fósforo líquido.

Esas luces parecen adquirir intensidad con el movimiento de las aguas: suben, bajan y se mezclan unas con otras, confusamente, formando movibles líneas de oro y plata, que se prolongan hasta las crestas de espuma, que también se hacen luminosas. Al chocar esas olas contra una costa o una escollera parece que la tierra o los escollos se incendian y de ellos se levanta una especie de niebla llameante que produce un efecto verdaderamente maravilloso.

Tal era el fenómeno que tanto había sorprendido a los náufragos del junco.

La distancia había impedido a Van-Stael darse cuenta desde el principio de lo que se trataba; pero al acercarse la chalupa a aquellos parajes lo comprendió perfectamente.

Las olas fosforescentes, rompiéndose con indecible furia contra la costa, lanzaban al aire sus espumas y salpicaduras, impregnadas de aquellos microscópicos organismos, y las cuales, mantenidas por el viento en suspenso en el aire durante algún tiempo, tomaban aspecto de niebla luminosa.

—¡Qué admirable fosforescencia!—dijo Cornelio—. ¡No he visto en mi vida cosa más hermosa!

—Y con esta tempestad resulta doblemente soberbia—dijo el Capitán—.

Demos gracias a este fenómeno, que nos ha hecho descubrir a tiempo la costa australiana. Lu-Hang, disponte a arriar la vela.

—¿Esperáis encontrar un refugio en la costa, señor Van-Stael?—le preguntó el piloto.

—Lo espero; pero no estoy seguro. No sé adónde nos ha traído el temporal.

—Fuera del golfo, de seguro que no.

—¡Dios no lo permita! Antes que encontrarme en el estrecho de Torres con este tiempo, preferiría verme delante de una escollera.

—Pues delante de una escollera creo que nos encontramos, señor Stael—dijo Van-Horn, que se había levantado de pronto.

—¿No es la costa australiana la que estamos viendo?

—No; es una larga línea de escollos.

—¿No te equivocas, Horn?—preguntó el Capitán con ansiedad.

—No; los he visto al resplandor de un relámpago, mientras hablabais con el señor Cornelio.

—¿Tendremos que virar en redondo y emprender otra vez la lucha con la tempestad?

—No, Capitán. Aquí encontraremos un refugio mejor que el que pudiera ofrecernos una bahía en la costa australiana. Si no me equivoco, he visto un atol, y hasta árboles.

—¿Está abierto el atol?

—Sí; he descubierto un canal abierto a través de los corales. Esperemos un relámpago, Capitán.

—¿Es un puerto eso que se llama atol?—preguntaron Hans y Cornelio.

—Y de los más seguros—respondió el Capitán—. Si es, en efecto, un atol, veréis qué construcciones son capaces de hacer los corales.

—¡Mirad!—gritó Van-Horn.

Un relámpago iluminó el tempestuoso golfo y la línea de escollos en que se estrellaban las olas.

—¿Habéis visto?—preguntó el piloto.

—Sí—dijo el Capitán, respirando satisfecho—. En medio de la escollera he visto el atol rodeado de árboles y he visto también el canal.

Gobierna tú siempre derecho con la proa al Este.

—¿Resistirá la chalupa la resaca?

—No habiéndose ido a pique entre estas tremendas olas, saldrá también victoriosa de la resaca. Cornelio, mira bien, no sea que haya escolleras delante del atol.

—Las ondas luminosas nos las harán ver, tío.

La chalupa, impulsada por el viento y las olas que corrían hacia los arrecifes, se acercaba con rapidez al atol, que se veía perfectamente a los resplandores de la niebla luminosa. Pronto se halló en medio de aquella prodigiosa fosforescencia. Brillaban las olas como si se compusieran de partículas de plata y azufre fundido, y salpicaban a los náufragos de aquellos microscópicos moluscos, que seguían reluciendo aun fuera del agua.

La chalupa dejaba marcada su ruta por una estela luminosa, que brillaba en las tinieblas de la noche como la cola de un espléndido cometa.

El Capitán y Cornelio, asomados al mar por la banda de proa, mientras que Hans y el chino atendían a la vela, examinaban con atención las aguas para no chocar contra cualquier escollera que subiese hasta la superficie y que indudablemente habría destrozado a la débil embarcación.

Tenían el atol como a un cable de distancia delante de ellos. Era como un islote redondo, de un cuarto de milla de bojeo, con un lago en medio, también redondo, formando así un como anillo de unos cien pies de ancho, cubierto de árboles, con una angosta abertura hacia el Sudoeste.

Nada más hermoso que el aspecto de aquel atol, con el lago central de aguas fosforescentes rodeado de un cinturón, que la vegetación de que estaba cubierto hacía parecer de esmeraldas.

Al Norte y al Sur se destacaban dos líneas de escolleras, prolongándose muchas millas en la misma dirección.

La mar estaba agitadísima en torno de aquel islote y de las escolleras.

Las olas se estrellaban furiosas en tales obstáculos con fragor tremendo, reventando en espumas, alejándose y volviendo furiosamente a la carga.

—¡Atención al paso, Van-Horn!—gritó el Capitán, que se había puesto pálido.

—¿Hay escolleras delante?—preguntó el piloto con la voz ligeramente alterada.

—No.

—Confiemos en que se podrá pasar.

La chalupa, levantada por una ola monstruosa, fué lanzada hacia el canal. Desapareció un momento entre las espumas, y poco después pudo vérsela levantada sobre la cresta de una ola, que la empujaba hacia adelante.

—¡Gobierna derecho, Horn!—gritó el Capitán.

Habían ya entrado en el canal del atol. Lo atravesaron con la rapidez de una bala y entraron en el pequeño mar interior del islote.

—¡Abajo la vela!—ordenó Van-Stael.

Hans y el chino la dejaron caer, mientras Van-Horn orzaba la barra, dirigiendo la chalupa hacia la orilla interior del atol. ¡Qué tranquilidad en aquel lago, abrigado de las olas por la corona de escollos, o, mejor dicho, por aquel círculo de rocas coralíferas en que se estrellaban las olas del mar exterior! Mientras fuera se revolvían furiosamente las aguas agitadas por la tempestad, en aquel lago reinaba la más absoluta calma. Su superficie estaba tranquila y era bruñida y lisa como la de un espejo metálico. Apenas la chalupa hizo moverse la superficie de sus aguas, despidieron éstas resplandores fosforescentes.

—Pero ¿dónde estamos?—preguntaron Hans y Cornelio.

—En un puerto seguro, desde el cual podemos desafiar a los más tremendos huracanes—respondió el Capitán.

—¿Y qué isla es ésta?

—¿Quién sabe? Yo mismo ignoro dónde nos encontramos, y por ahora no me preocupa el saberlo.

—¡Pero es maravillosa, tío!—exclamó Cornelio—. Jamás he visto una isla semejante.

—Pues en el océano Pacífico hay muchas parecidas, perfectamente circulares; pero no todas tienen un canal o paso al interior como ésta.

—¿Y tienen también su pequeño lago en medio?

—También, Cornelio.

—Son verdaderos anillos de rocas.

—De rocas, no, de coral; pues las islas de esta forma especial son obra de pólipos.

—Ya sé que los pólipos coralíferos del océano Pacífico levantan desde el fondo del mar escolleras e islotes; pero no comprendo cómo pueden dar a esos islotes esta forma redonda y formar un lago o mar interior en su centro.

—La explicación es fácil, Cornelio. En el océano Pacífico hay muchos volcanes apagados y sumergidos desde tiempos remotísimos, separados de los nuestros por millones de millones de años.

Algunos de estos volcanes llegan con sus cimas casi hasta la misma superficie del mar. Los pólipos coralíferos ocupan esa cima y comienzan su construcción, elevándola gradualmente.

Como tú sabes, los volcanes tienen un cráter más o menos circular y en su interior están huecos. Los pólipos, construyendo sólo en los bordes, conservan la forma circular y edifican estas preciosas islas, a las que se da el nombre de atoles.

Algunos cráteres suelen tener en sus bordes determinada cortadura, y no pudiendo los pólipos coralíferos soportar presiones demasiado grandes, construyen solamente allí donde pueden vivir, dejando libre la cortadura. Esta es la razón de que algunos atoles, como éste en que estamos, tengan un canal.

—¿Son resistentes las construcciones de los pólipos?

—Más que las rocas de pórfido, de granito o de cuarzo. ¡Es un fenómeno maravilloso, increíble, Cornelio!

Estos seres, infinitamente pequeños, débiles, gelatinosos, levantan barreras que las tempestades no pueden destruír. Se apoderan de los átomos de carbonato de cal que hay en las aguas y los transforman en materiales de construcción, con los cuales forman rocas indestructibles.

¡Qué labor tan admirable la de estas miríadas de arquitectos, trabajando constantemente, de día, de noche, por años, por siglos, por centenares de siglos, sin cansarse jamás!

—¿Son muchas las islas construídas por estos maravillosos zoófitos?

—Se calcula que la superficie de todas juntas asciende aproximadamente a dos mil quinientas leguas cuadradas.

—No son muchas, tío. Yo creía que casi todas las islas del océano Pacífico eran coralíferas.

—Hubo un tiempo en que así se creía; pero hoy se ha comprobado que los zoófitos constructores sólo pueden vivir a pequeñas profundidades. Antes se suponía que se reunían en lugares muy profundos y allí comenzaban sus construcciones, elevándolas gradualmente hasta la superficie del mar; pero hoy se sabe que los cimientos de sus obras no pueden estar a más de ocho o diez brazas debajo de la superficie del agua.

—¿No es, pues, cierto lo que afirman algunos?

—¿Qué afirman?

—Que los zoófitos, continuando sus construcciones, podrían reunir un día todas las islas diseminadas por el océano Pacífico.

—Eso es un desatino, Cornelio; pues, como te he dicho, los zoófitos comienzan a construír en la cima de los montes o volcanes submarinos.

—Debe de haber muchísimos montes y volcanes bajo las aguas del océano Pacífico.

—Es cierto, Cornelio, y por eso abundan tanto allí las construcciones coralíferas.

Y basta ya de preguntas, curioso. Aprovechemos la tranquilidad que reina en este atol y tratemos de dormir algunas horas. Tenemos necesidad de descanso.