Los pescadores de trépang/XII
LA tempestad no cesó en toda aquella noche. Un viento terrible que soplaba del Sur, caliente como si saliera de un inmenso horno encendido o como si atravesara por un desierto de fuego, corrió constantemente sobre el golfo de Carpentaria, retorciendo, como si fueran débiles cañas, los árboles que crecían alrededor del islote coralífero.
El trueno no cesó un solo instante y las olas batieron toda la noche furiosamente las escolleras, rompiéndose en ellas con fragor tremendo.
Los náufragos del junco, que no tenían ya nada que temer del furor de los elementos, durmieron plácidamente en su chalupa, cubiertos por un gran encerado y por la vela, que los protegían de las salpicaduras de las olas.
No despertaron hasta después de las nueve de la mañana, precisamente cuando comenzaba a calmarse.
Las nubes huían hacia el Norte, en dirección del estrecho de Torres y de Nueva Guinea o Papuasia, impulsadas por las últimas ráfagas, y un sol espléndido brillaba hacia la costa australiana, dorando las olas del golfo de Carpentaria, que aún seguían agitadas.
Entre las palmas de coco que crecían en la isla, bandadas de papagayos verdes y rojos, de loros de plumas amarillentas y cuellos negros y de pequeños pardalotes grises y dorados revoloteaban, cantando alegremente, como saludando al sol, mientras algunos bernicla jubata, feos volátiles de cuello largo y delgado, plumaje blanco y negro y patas palmípedas, buscaban cangrejos y pececillos.
—Tío—exclamó Hans, que había desembarcado en la isla—; te invito a almorzar.
—¿Has descubierto algún cuadrúpedo? Creo que no, porque aquí no se ven más que pájaros.
—Y cocos que nos darán una bebida excelente.
—Que probaremos, Hans. Toma un hacha, viejo Horn, y vamos a proveernos de cocos.
—Hay pocos, señor Stael—dijo el piloto—. ¿Habrán venido los australianos a llevárselos?
—No; se los habrán comido los cangrejos ladrones. Aquí estoy viendo uno de esos cocos, que, por la manera de estar horadado, se comprende que lo ha sido por uno de esos crustáceos, que hacen sus madrigueras en la arena.
—¿Es que hay cangrejos que comen cocos?—preguntó Hans.
—Sí, hijo mío, y que se los comen con mucho gusto, porque son muy glotones. Son cangrejos enormes, armados de fortísimas presas. Trepan por los troncos de las palmas y hacen caer los cocos al suelo.
—Pero ¿cómo se las componen para romper la cáscara de los cocos, siendo tan dura que hace resistencia hasta al hacha?
—Introduciendo una de sus tenazas por uno de los tres ojos que hay en la cáscara y haciéndola voltear como un berbiquí.
—¿Se comen esos cangrejos?
—Son exquisitos, y sentiría no encontrar uno para que nos diéramos el gran festín. Mira bien por las ramas de los árboles, porque esos cangrejos tienen la costumbre, durante el día, de dormir entre las hojas suspendidos de sus bocas o tenazas.
—Abriré bien los ojos, tío.
Sus pesquisas no dieron resultado favorable, porque ningún cangrejo ladrón había en la isla. En cambio, recogieron diez o doce cocos y los partieron a hachazos.
Como no estaban todavía maduros, sólo pudieron sacar de ellos el jugo, que es un agua fresca y azucarada, y un poco de la pulpa blanquísima de que está la cámara revestida por la parte interior. Cornelio y Hans cazaron una docena de papagayos y una bernicla jubata del tamaño de un pavo, a la cual sorprendieron en la orilla interna del atol.
No sólo no les faltó, pues, qué comer, sino que hasta se regalaron con la carne asada de esas aves, que es un manjar sabroso y delicado.
Después de mediodía el Capitán dió la orden de marcha.
La tempestad había cesado y el mar se iba calmando poco a poco y no ofrecía ya peligro.
Quedarse en aquel islote desierto y sin agua dulce, situado en un golfo tan poco frecuentado por los barcos, no era prudente. Urgíales llegar al estrecho de Torres y a la Nueva Guinea para acercarse al mar de las Molucas antes de que se les agotaran los víveres o volviera el tiempo a estropearse.
Desplegada la vela, atravesaron el canal y salieron al mar, poniendo proa al Nornoroeste, para mantenerse alejados de aquellos grupos de islas que se extienden por el estrecho de Torres y que están pobladas de caníbales.
El viento que soplaba al Sudeste, favorecía la marcha de la chalupa, la cual se deslizaba por las aguas del golfo con una velocidad media de cinco a seis millas por hora.
En ninguna dirección se veía barco alguno, ni isla, ni islote. Sólo el atol y sus escolleras, extendiéndose unos tres cuartos de milla de Norte a Sur, sobresalían de las aguas. En cambio, abundaban los peces. Muchos veleros, llamados así por una aleta natatoria que llevan en el lomo y que sacan fuera del agua para que les sirva de vela, pasaban hacia el Nornoroeste, mostrando de cuando en cuando su cuerno óseo, arma formidable de que se sirven con bastante frecuencia. Se parecen al pez-espada, pero su cuerno no es aplanado, sino redondo. Son peces muy grandes, habiéndolos que pasan de doce pies. No vacilan en arremeter con la ballena y con el pez-perro, y a veces se atreven con los barcos.
Veíanse también muchas morenas, peces que en aquellas latitudes son de gran tamaño; medusas, extraños moluscos semejantes a bolsas vueltas hacia abajo y provistas de tentáculos. Algunas de esas medusas son enormes. Cornelio vió una que debía de pesar como cincuenta libras.
—Nunca he visto medusa tan grande: parece un gran paraguas—dijo.
—Pues aún las hay mayores—dijo el Capitán—, y que brillan por la noche como si llevaran en la bolsa una lámpara eléctrica.
—¿Son gelatinosas esas medusas?—preguntó Hans.
—Tan extremadamente gelatinosas son, que no pueden conservarse. En el agua parecen tener alguna consistencia; pero en la mano se reducen a una finísima membrana incolora. Una medusa que pese una arroba en el agua se reduce a unas dos onzas fuera de ese elemento.
—¿Y dices, tío, que las hay más grandes aún?—preguntó Cornelio.
—¡Colosales! Hace cuarenta años, en las presas de Bombay, el flujo arrojó a la playa una medusa que pesaba dos toneladas, y que era tan fosforescente, que en un principio se la creyó un trozo de algún cometa.
Se dice que su resplandor era tal que, aun después de muerta, iluminó durante muchas noches la playa hasta gran distancia.
—Si era tan gigantesca, sus tentáculos serían larguísimos.
—Cada uno de ellos tenía quince brazas de largo.
Mientras charlaban, la chalupa, dirigida por el viejo piloto, que no abandonaba la caña del timón, seguía avanzando por el golfo de Carpentaria, dirigiéndose constantemente al Nornoroeste. El viento la empujaba velozmente; pero los deseos de llegar a los primeros islotes del estrecho de Torres o de ver las playas australianas, que sentían vivamente los náufragos, habían hasta entonces resultado fallidos: no se veía sombra siquiera de tierra todo en redondo del horizonte.
No habiendo podido salvar los instrumentos náuticos, carecían de medios de determinar el lugar en que se encontraban; pero orientándose con una pequeña brújula que llevaban consigo, estaban seguros de que saldrían del golfo y alcanzarían, más tarde o más temprano, el mar de las Molucas.
El día transcurrió sin que sucediera nada extraordinario. Ningún barco habían visto en el horizonte, ni tampoco señales de tierra.
Al llegar la noche se iluminó el mar, como la precedente.
Una espléndida fosforescencia brillaba bajo las olas, producida entonces por las nottiluche miliari, en opinión del Capitán.
Estos infusorios son pequeñísimos; tienen forma de hojas algo redondeadas, con un pequeño apéndice, y despiden extraordinario brillo.
Una botella de agua saturada de estos animálculos brilla y da luz suficiente para poder leer un libro a un metro de distancia.
Aunque ya no les cogía de nuevas, Hans y Cornelio admiraban aquel espectáculo sorprendente y sumergían las manos en el agua para sacarlas cubiertas de puntos luminosos.
A media noche la fosforescencia desapareció y la mar quedó negra y obscura, como si fuera de alquitrán.
A las dos, mientras el Capitán y el chino relevaban a Van-Horn, a Hans y a Cornelio, descubrieron hacia el Oeste, pero a gran distancia, un punto luminoso que parecía brillar a flor de agua.
—¿Será el fanal de algún buque?—preguntó Hans.
—Me parece demasiado bajo—dijo el Capitán, que observaba atentamente.
—¿O alguna isla?
—¿Será la barca de un salvaje?
—No; parece que la luz está fija, viejo mío.
—¿Habremos pasado ya el golfo de Carpentaria?
—No me sorprendería. En estas treinta y seis horas hemos avanzado mucho, especialmente durante la borrasca.
—Entonces ese punto luminoso puede ser el fanal de algún buque. Ya sabéis que algunos, para no bojear la Australia, se aventuran a través de los escollos y arrecifes del estrecho de Torres.
—Lo sé, Horn; pero te repito que no es un fanal; de eso estoy seguro.
¡Calle! Veo otro punto luminoso más al Norte y que parece ir al encuentro del primero.
—Entonces son barcas de salvajes.
—Me lo temo.
—Mal encuentro, capitán. Si al alba nos descubren nos darán caza.
—¿Serán australianos?—preguntó Cornelio.
—Los australianos no son marinos ni tienen barcos—dijo el Capitán—.
Los isleños del estrecho de Torres, y en particular los papúes, tienen muchas embarcaciones y bien pertrechadas. Con ellas emprenden largos viajes.
—¿Sin brújula?
—Es un objeto desconocido para ellos; pero saben dirigirse sin ella y no se extravían. ¿Se guían por las estrellas o por el sol, o tienen un instinto maravilloso como las aves? Se ignora.
—¿Son malos los isleños del Estrecho?
—Pérfidos, Cornelio, y muy valientes.
—¿Hasta los papúes?
—Hay algunas tribus que ya no son salvajes, por su frecuente trato con nuestros compatriotas, que visitan el puerto de Deorj para adquirir conchas de tortuga, trépang, aves del paraíso, nidos de golondrinas, etcétera; pero los demás no tienen buena fama y algunos del interior son antropófagos.
—No ha mejorado, pues, nuestra situación.
—Tenemos nuestros fusiles y sabremos defendernos. Id a descansar, y no temáis. No perderé de vista esas dos luces.
El piloto y el joven se tendieron en el fondo de la chalupa, bajo una lona, y el capitán se sentó a popa, junto a la caña del timón, mientras el chino se apoyaba en el palo de la vela.
Las dos luces seguían brillando en el obscuro horizonte, siempre lejanas, por más que la chalupa adelantaba bastante. Parecía que ellas se dirigían también al Norte, siguiendo a los náufragos.
El capitán comenzaba a estar inquieto. Sentía por instinto que debían de ser barcas tripuladas por peligrosos isleños.
Seguíalas atentamente con la mirada, para ver si se acercaban, temiendo un inesperado abordaje, y había obligado al chino a preparar las armas para estar dispuesto a la defensa; pero la distancia no disminuía, sino que más bien parecía aumentar poco a poco, pues las luces iban siendo menos perceptibles.
Hacia las tres, una de ellas desapareció; pero la otra seguía brillando y parecía acercarse.
—¿Oyes algo?—dijo el Capitán al chino.
—No, señor; pero el fanal parece que quiere pasarnos por popa.
—Es cierto, muchacho. ¡Ah, si no estuviera tan obscuro!... Pero quizá sea mejor para nosotros, pues esa luz no debe ser la del fanal de un buque.
A las cuatro, el punto luminoso, que había cambiado de ruta, pasó, en efecto, a popa de la chalupa, pero a distancia de siete millas lo menos, y con dirección al Este.
Media hora después salió el Sol y por el Norte se descubrieron lejanas y altas montañas. Por el Este se veían muchas islas y grupos de escolleras.
El Capitán se levantó de un salto.
—¡El estrecho de Torres!—exclamó—. ¡Horn, Cornelio, Hans... todo el mundo en pie! ¡Hemos atravesado el golfo de Carpentaria!