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Los pescadores de trépang/XIII

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XIII.—LOS PIRATAS DE LA PAPUASIA

EL estrecho de Torres, que separa la gran isla de Nueva Guinea o Papuasia de la región extrema septentrional del continente australiano llamada Tierra de Torres o de Carpentaria, es uno de los pasos más peligrosos y difíciles que existen.

Fué descubierto en Agosto de 1606 por Luis de Torres, segundo comandante de la expedición de Pedro Fernández de Quirós; pero quedó casi olvidado muchos años por los graves obstáculos que presentaba y aún hoy mismo es muy poco frecuentado, a pesar de las magníficas cartas topográficas debidas a los cuidados del Gobierno inglés y de la colonia australiana.

Tiene treinta y cuatro leguas de extensión; pero ¡cuántas fatigas cuesta su travesía! Es una sucesión continua de bajíos, que cambian constantemente de posición a causa de las corrientes. Una selva de escolleras madrepóricas que los zoófitos extienden cada vez más y que van gradualmente subiendo hasta la superficie del agua, y un caos de islotes y de islas que hacen dificilísima la navegación, hasta a los barcos de más pequeño calado: tal es el Estrecho. Además, los habitantes de aquella tierra tienen pésima fama. Asaltan los barcos que se pierden en aquellos bajíos y escolleras y devoran a sus tripulantes.

Aún se recuerdan los casos de los barcos Chesterfield y Hormnzier, ocurridos en 1793.

Todas o casi todas aquellas islas son pequeñas, pero están muy pobladas.

Forman el archipiélago llamado del Príncipe de Gales, cuya isla mayor es la de Murray.

Los habitantes son belicosos y proceden, a lo que se cree, de cruzamientos de papúes y polinesios. Son, en general, negros, de estatura alta y bien conformados, con la frente despejada, la nariz regular y el cabello lanudo, que se tiñen de rojo. Se adornan el cuello con medias lunas de nácar y figurillas de hueso, y las orejas con conchas de tortuga.

Son buenos y audaces marinos, como los papúes de la costa y los polinesios, y usan piraguas de veinte pies de largo con velas de hojas entretejidas, con las cuales piratean por el Estrecho, asaltando a las tribus ribereñas de la costa australiana y de Nueva Guinea.

Al oir gritar al Capitán ¡el estrecho de Torres!, Cornelio y Hans se pusieron en pie.

—¿Ya?—exclamó Cornelio—; pero ¿dónde está la costa de Australia?

—Veo allí, a nuestra izquierda, una especie de niebla—dijo Van-Stael—: debe de ser la tierra de Carpentaria.

—¿Y esas montañas que tenemos ahí delante?

—Pertenecen a la Nueva Guinea.

—¿Tiene montes altos esa gran isla?

—Altísimos, Cornelio, y cubiertos de nieve la mayor parte del año. Se dice que tienen picos de 18.000 y más pies de altura.

—¿Estamos muy lejos de esa isla?

—Tal vez a cuarenta millas.

—¿Llegaremos a ella?

—Las costas meridionales son peligrosas, Cornelio, y sus habitantes, casi todos piratas. Trataremos más bien de llegar a las islas Arrú, que se encuentran a la entrada del mar de las Molucas, y donde espero encontrar pescadores holandeses de trépang.

—¡Eh! ¡Eh!—exclamó en aquel instante Van-Horn.—Mientras nosotros nos descuidamos charlando, un ave de rapiña, o mejor dicho dos, tratan de darnos caza.

—¿Qué quieres decir, viejo Horn?—preguntó el Capitán.

—Que dentro de poco nos veremos obligados a disparar los fusiles, si antes no hallamos un refugio. ¿No veis a popa dos piraguas que hacen una maniobra sospechosa, señor Van-Stael?

El Capitán miró hacia el Sur, e hizo un ademán de disgusto.

—¡Ya sé lo que eran los fanales que vimos anoche!—exclamó—. En efecto, se trata de aves de rapiña de las más peligrosas.

A siete u ocho millas al Sur se veían, no dos aves de rapiña, sino dos embarcaciones, que navegaban de conserva siguiendo la misma ruta que la chalupa.

No costaba mucho trabajo reconocerlas como dos piraguas de isleños, pues son bien distintas de las nuestras.

Consisten en troncos de árboles ahuecados de unos cuarenta pies de largo, con cubiertas provistas de barandas de bambú.

Las que veían nuestros náufragos llevaban grandes velas triangulares de filamentos vegetales entretejidos, e iban tripuladas por muchos hombres negros medio desnudos, que se distinguían sobre los puentes.

—Son papúes, si no me engaño—dijo el Capitán—. Mala vecindad, amigos míos.

—¿Se trata de piratas?—preguntó Van-Horn.

—Lo temo, viejo mío; y hasta parece que tratan de alcanzarnos.

—¿Son muchos?—preguntó Cornelio.

—Cuarenta, por lo menos—respondió el Capitán.

—¿Usan armas de fuego los papúes?

—Armas de fuego, no; pero sí flechas envenenadas con jugo del upas, y que lanzan muy diestramente con la cerbatana. También usan lanzas y ciertas hachas pesadas, que llaman parangs, con las cuales, de un solo golpe decapitan a una persona.

—No hay, pues, que jugar con esos salvajes.

—Al contrario; hay que temerles, Cornelio, y haremos bien en huir.

—Pero ¿adónde? Nos alcanzarán, señor Van-Stael—dijo el piloto—. Con esas grandes velas tienen que correr más que nosotros.

—Nos dirigiremos a la costa.

—¿A las islas del Estrecho?

—¿Estás loco, viejo lobo? Los habitantes de ellas son peores que los papúes, y nos matarían en seguida.

—¿Entonces a Nueva Guinea?

—Sí, Horn; y trataremos de no perder tiempo. Me parece que las piraguas nos ganan a andar, y si no nos apresuramos, dentro de dos horas las tendremos encima.

—¿Qué debemos hacer?—preguntaron Hans y Cornelio.

—Desplegar más la vela que tenemos, y añadir otras dos que arreglaremos con el encerado y que armaremos en sendos remos a popa y a proa: ¡Al trabajo, muchachos!

El chino, Hans y Cornelio ayudados por el viejo piloto, pusieron manos a la tarea. Como habían tenido la precaución de llevar cuerdas en la chalupa, les fué fácil sujetar firmemente a proa y a popa los dos remos, amarrándolos a las banquetas; partieron otro remo por la mitad para utilizar los trozos como vergas, y con la tela encerada y una manta hicieron las velas, atándolas por las puntas inferiores a las bordas de la chalupa.

Soplaba del Sur un viento fresco, que empujaba la chalupa. Los salvajes, que advirtieron la maniobra de sus tripulantes, lanzaron rabiosos gritos que se oyeron, aunque aún lejanos, y a poco desplegaron dos pequeñas velas triangulares más, ayudándose también con los remos.

—¡Ya lo decía yo! ¡Esa canalla quiere abordarnos!—exclamó Van-Horn al advertir esa maniobra.

—Tal vez lleguemos a la costa de Nueva Guinea antes de que nos alcancen—dijo el Capitán—. Si el viento no cede, dentro de cuatro horas llegaremos a tierra.

—Pero perderemos la chalupa—dijo Cornelio.

—Encontraremos quizá algún río, querido sobrino, y remontaremos la corriente.

—Harán lo mismo los piratas.

—Pero, escondidos nosotros en los bosques, nos será fácil ahuyentarlos.

—¿Y no encontraremos en tierra tribus hostiles?

—La Nueva Guinea es grande, Cornelio, y no está muy poblada. No es probable que tropecemos con enemigos. ¿Se nos acercan, Horn?

—Creo que no—respondió el piloto, que no perdía de vista las piraguas—. Corren mucho; pero no nos ganan terreno por ahora.

—¡Vosotros atended a las velas, y dejadme a mí el cuidado de dirigir la chalupa!

Los papúes, que ansiaban alcanzar a los fugitivos para hacerlos prisioneros o quizá para matarlos en el acto, hacían desesperados esfuerzos por adelantar camino. Remaban furiosamente para ayudar a las velas, levantando salpicaduras de espumas, pero no se acercaban sino muy lentamente, pues la chalupa corría a razón de ocho o quizá de nueve millas por hora.

De vez en cuando se oían sus gritos, que el viento llevaba hasta la chalupa, y que parecían intimaciones para que los náufragos se detuviesen; mas éstos no hacían caso de tales amenazas.

Las montañas de la gran isla iban haciéndose más perceptibles por momentos, y la costa empezaba a delinearse confusamente hacia el Norte, corriendo de Este a Oeste.

A las nueve de la mañana la chalupa sólo distaba veinticinco millas de tierra; pero el viento, que hasta entonces se había mantenido fresco, comenzaba a ceder.

El Capitán y Van-Horn se iban inquietando, porque si el viento faltaba no podrían regatear con las piraguas, que llevaban tripulaciones mucho más numerosas y acostumbradas a las maniobras del remo.

Una piragua se había adelantado, y sólo distaba ya cuatro millas. La otra, no tan buena velera, por lo visto, se quedó rezagada; pero sin abandonar la caza.

Sin duda aquellos astutos salvajes se habían dado cuenta de las intenciones de los náufragos, y querían a todo trance impedirles llegar a la playa de la gran isla.

—¡Ah!—exclamó el Capitán—. Si hubiéramos podido conservar la lantaca, no se acercarían seguramente esos pillos; pero ya que no la tenemos, nos defenderemos con los fusiles.

A las diez, la costa estaba aún a doce o trece millas y el viento seguía aflojando. Se veían ya los árboles de la ribera y hacia el Este se distinguía una bahía espaciosa, que podía ser muy bien la boca de algún río.

La primera piragua estaba ya muy cerca y seguía ganando terreno, impulsada por veinte remeros vigorosos. Se la distinguía ya muy bien a simple vista. Aunque construída por salvajes, era una excelente embarcación. Consistía en dos canoas apareadas, de unos treinta y cinco pies de eslora, construídas de sendos troncos de árbol ahuecados.

Iba armada a proa de una especie de espolón de madera pacientemente esculpido, y la popa era altísima, y de forma como de escala. Las dos canoas apareadas que constituían, como se ha dicho, la embarcación, estaban trabadas entre sí por una especie de pasarela cubierta de un colgadizo de hojas sostenido por una ligera armadura.

A proa y a popa se alzaban sendos palos, formado cada uno de ellos por tres bambúes unidos en lo alto y separados en la base; pero sin antenas, vergas ni cordaje, que no necesitaban, por lo demás; porque las velas de los barcos papúes no se despliegan de alto a bajo, sino al contrario; y para ejecutar esta maniobra basta una cuerda en la punta del palo.

Las velas consistían en nervios de hojas entretejidas con filamentos del árbol del sagú y eran cuadrilongas, de veinte pies de largo por siete de ancho, aunque también suele haberlas triangulares. Cuando no hay viento van arrolladas al pie de los palos; cuando lo hay, las izan hasta la mitad, o hasta lo alto, según sea más o menos recio.

Un largo remo que sirve de timón y un balancín, compuesto de una ancha tabla que pasa de babor a estribor y que, sobresaliendo mucho de los costados del barco, tiene sus extremos provistos de sendos flotadores que descansan en el agua, completan los menesteres de estos pequeños veleros.

En el puente de la piragua más cercana se distinguían varios hombres ocupados en las maniobras de las dos velas, y muchos otros aplicados a los remos.

De cuando en cuando se oía una voz que gritaba: ¡miro! ¡miro!; pero el Capitán se guardaba muy bien de darle crédito. Aquellas palabras que significaban ¡paz! ¡paz! sonaban mal en boca de aquellos salvajes, que parecían dispuestos a caer sobre la chalupa con las armas en la mano.

En vez de detenerse, el Capitán, Cornelio, Horn y el chino habían empuñado los remos y los manejaban furiosamente. Hans estaba en la barra del timón.

A las once estaban los náufragos a sólo tres millas de la costa de Nueva Guinea; pero tenían la primera piragua media milla detrás de ellos y la segunda poco más de una.

—¡Veo un río!—exclamó Hans.

—¿Cerca?—preguntó el Capitán, que no podía verlo por estar de espaldas a la costa.

—Sí, tío; ahí enfrente de nosotros.

—Lleva hacia él la chalupa. ¿Es ancho?

—Tendrá algo más de un cable.

—Lo remontaremos y desembarcaremos en los bosques.

—¡Duro con los remos, amigos!: los papúes han advertido nuestras intenciones.

—Tío—dijo Cornelio—; los tenemos ya encima, y podríamos disparar sobre ellos.

—Todavía no; espérate: ¡Avante!

La chalupa volaba, hendiendo impetuosamente las aguas; pero el velero de los papúes le ganaba ventaja.

Por fortuna, la costa estaba ya muy cercana. Se distinguían perfectamente las palmas de coco, las cañas de azúcar, las sensitivas gigantes y hasta los arbustos. La tierra toda hasta la misma orilla del mar estaba cubierta de espesísimos bosques.

La chalupa, pasando sobre un banco de arena, entró en la desembocadura del río, y fué a atracar a una isla o más bien un islote, cubierto de un espeso bosque de palúdicos, llamados así porque son plantas que producen las fiebres.

Los náufragos soltaron los remos y echaron mano de los fusiles, mientras la primera piragua daba una virada para evitar el banco de arena.