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Mejicano

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MEJICANO


En un banco del jardín público, a la sombra de un corpulento tilo secular, estaba sentada una linda joven.

Su belleza me sorprendió agradablemente, y me detuve.

Fingiendo una súbita y terrible fatiga, me acerqué, arrastrando los pies, como si me faltasen las fuerzas, al banco, y me senté a su lado.

Había decidido ponerme a hablar con ella de lo primero que se me ocurriese y hacerme amigo suyo.

Sus hermosos ojos, de largas pestañas, parecían absortos en la contemplación de las puntas de sus botitas.

Después de respirar a pleno pulmón, como si me dispusiera a tirarme de cabeza al mar, dije:

—¡No comprendo a esos mejicanos! ¿Por qué andan siempre a la greña? ¿Por qué se pasan la vida derribando gobiernos, matando presidentes y substituyéndolos con otros? ¿Por qué vierten sin cesar torrentes de sangre? No acierto a explicármelo. Yo creo que todo ciudadano tiene derecho a una vida tranquila. Es un derecho elemental, ¿verdad, señora?

Los hermosos ojos de largas pestañas miraron un instante a la senda frontera y se entregaron de nuevo al concienzudo estudio de las botitas de la joven.

Tras una breve pausa, añadí:

—Casi todos los días se libran en Méjico sangrientas batallas. Yo creo que el pueblo no gana nada con eso. Es más, creo que pierde. ¿No es usted de mi opinión, señora?

Silencio.

—Esta mujer—me dije—es de piedra. No hay modo de hacerla salir de su mutismo.

Levanté los ojos al cielo y murmuré, soñadóramente:

—¿Dónde estará ahora mi abuelita? ¿Qué hará? ¿Se acordará de mí?

Silencio. Los labios de la joven parecían sellados.

Entonces inquirí:

—¿Le molesta a usted el humo?

La joven despegó, por fin, los adorables labios, de los que brotó, breve y seca, la sílaba:

—¡No!

—A mí tampoco me hubiera molestado el humo de un buen cigarro; pero se me ha olvidado comprarlo. ¡Qué memoria, Dios mío! Es para desesperarse... ¿Este árbol es un tilo?

—Sí.

Estaba visto: sólo contestaba a las preguntas no retóricas.

—Gracias. La botánica es mi pasión. También me gusta la zoología..., y la química.... y la obstetricia... La Ciencia es el sol que ilumina las tinieblas de la vida...

Mi interlocutora—llamémosla mida.así—parecía dormida.

—Hace mucho tiempo—proseguí—que no recibo carta de Moscú y estoy muy inquieto. No crea usted que hace una semana ni dos que no me escriben. ¡Hace tres meses!... ¿A qué lo achaca usted?

La joven debía de achacarlo a algo muy grave, porque no me contestó.

—Perdón, señora. ¿No es usted de Moscú?—le pregunté.

Volvió lentamente la cabeza hacia mí. Sus ojos lanzaban rayos.

—¡Oiga usted, caballero! Lo que me subleva no es la insolencia con que aborda usted a una mujer sola; desgraciadamente, eso es ya una costumbre casi consagrada por la tradición. Lo que me indigna es que se entregue usted tan de lleno a ese deporte, que olvide, en poco tiempo, los rasgos fisonómicos de las mujeres a quienes aborda. Esa mala memoria es imperdonable.

—Señora...

—Hará unos tres meses, caballero, yendo yo a su lado de usted en un tranvía, empezó usted a hablarme del próximo eclipse de luna...

—¡Oh, la astronomía es mi debilidad! Flammarión...

—Yo fuí tan tonta, que le contesté, y... me acompañó usted a casa. Y ahora, en su frívolo, en su desmemoriado, en su estúpido donjuanismo, me toma usted por una mujer desconocida...

—¡Cuán feliz soy—exclamé, quitándome el sombrero—al ver que usted tampoco ha olvidado aquel memorable encuentro!

—¡Ah! Usted lo recordaba, ¿eh?

—¿Cómo no había de recordarlo? Su recuerdo quedó grabado para siempre en mi corazón. El fingir ahora que no la conocía a usted ha sido un ardid.

—¿Un ardid?

—Sí. He querido ver si se acordaba usted de mí... ¿Cómo ha podido usted pensar que la había olvidado? ¡Los momentos de felicidad, de dicha suprema, no se olvidan!... Penetré en el coche, a pesar de mi costumbre inveterada de viajar en la plataforma, atraído por su belleza de usted. Iba usted a la izquierda...

—No, señor; a la derecha.

—A la derecha de la plataforma anterior; pero a la izquierda de la posterior. Llevaba usted sombrero, ¿verdad?

—Creo que sí.

—¡Vaya que lo llevaba usted! Lo recuerdo muy bien. También recuerdo que un viajero le dió al cobrador un billete de cinco rublos para pagar el del tranvía, y el cobrador le devolvió, en monedas chicas y grandes, los cinco rublos, menos algunos copecks.

—¡Qué observador es usted!

—Recuerdo también que salimos por la portezuela anterior.

Mis recuerdos se agotaron. Callé.

La joven se levantó y me dijo:

—Si la tontería es un don del cielo, hay que convenir en que los dioses se han mostrado muy generosos con usted.

—¡Es usted muy amable!

—No le conozco a usted. No le he visto en mi vida. Lo del tranvía y lo del eclipse de luna ha sido un ardid.

—Un ardid, ¿para qué?

—Para convencerme de que las mujeres a quienes usted aborda y a veces conquista, porque algunas conquistará usted, no dejan rastro alguno en su corazón ni en su memoria. Para convencerme de que es usted un ridículo Don Juan callejero. ¡Adiós, señor mejicano! Siga usted entregado a sus meditaciones sobre los destinos de Méjico. ¡Y que su tontería le sea leve!

***

La joven se fué.

Yo permanecí un rato sentado; luego. me levanté y me encaminé a la salida del jardín. Pero, a los veinte o treinta pasos, vi, sentada en un banco, debajo de otro tilo, a una joven con sombrero negro.

Fingiendo de nuevo un gran cansancio, tomé asiento, o, por mejor decir, casi me desplomé junto a ella. Y hablé de esta manera:

—Hay gentes que no creen en las ciencias ocultas. En mi sentir, tienen razón. Usted me dirá que es innegable la existencia en la Naturaleza de fuerzas misteriosas; pero yo me permitiré objetarle...