Los ladrones
LOS LADRONES
Estando yo de visita en casa de Krasavin, y entregado a los goces de una amena charla, entró la criada y me dijo:
—Le llaman a usted por teléfono.
La miré asombrado.
—¿A mí? ¡No es posible! No le he dicho a nadie que venía aquí...
—Sin embargo, le llaman a usted.
Me encogí de hombros y seguí a la criada al recibidor, donde estaba instalado el teléfono.
Descolgué el auricular, y lleno de curiosidad apliqué el oído.
—¿Con quién hablo?
—Con Chebakov. Oye: estamos en el cabaret Alhambra. Sólo faltas tú. Ven en seguida.
Yo contesté:
—No puedo. Tengo que terminar un trabajo urgente. ¿Cómo es que, no habiendo nadie en mi casa, pues la criada se ha ido a pasar el día con sus padres, sabes que estoy en casa de Krasavin? ¿Quién te lo ha dicho?
—¡Vamos, no bromees! Acabo de telefonear a tu casa y me han contestado que estabas ahí.
—O yo me he vuelto loco, o quien bromea eres tú. Mi piso está cerrado con llave, y la llave la tengo yo en el bolsillo. ¿Quién puede haberte contestado?
—No sé. Una voz masculina desconocida me ha dicho: «Debe de estar en casa de Krasavin.» El que me ha hablado no parecía muy dispuesto a continuar la conversación, porque se ha apresurado a colgar el auricular. Yo he supuesto que sería algún pariente tuyo.
—¡Chico, me dejas turulato! Me voy en seguida a casa. Dentro de veinte minutos sabré de qué se trata.
—Pero ¿para qué esperar tanto?—replicó Chebakov, a quien aquel misterio, según se advertía en su acento, empezaba a interesarle—. Telefonea a tu casa, y saldrás de dudas en seguida.
—¡Tienes razón!
Colgué el auricular y volví a descolgarlo. Mis manos temblaban de impaciencia.
—¿Central?... 223-20.
—¿Otra vez? ¿Quién es?—preguntó, momentos después, una voz desapacible.
—¿Es el 223-20?
—¡Sí, sí, si! ¿Qué quiere usted?
—¿Y usted quién es?—grité furioso al par que intrigado.
Mi misterioso interlocutor pareció vacilar.
—El amo de la casa—contestó, al cabo, con voz insegura—ha salido.
—¡Vaya una noticia!—vociferé—. ¡Ya sé que he salido! ¡Porque el amo de la casa soy yo!... ¿Quién es usted y qué hace ahí?
—Espere un momento... No estoy yo solo. Voy a llamar a mi compañero... Gricha, ven; a ver si te entiendes con este señor.
Alguien respondió, cerca del aparato, con colérico acento:
—¡Qué pesadez, Dios mío! ¡No le dejan a uno trabajar!
Y añadió, por teléfono:
—¿Quién es? ¡No hacen mas que llamar! ¿Qué quiere usted?
—¿Qué hace usted en mi piso?—rugí.
—¡Ah! ¿Es usted el amo de la casa? ¡No sabe usted lo que me alegro!
—¿Cómo?
—Tendrá usted la bondad de decirnos dónde están las llaves de su escritorio, ¿verdad? Llevamos un gran rato buscándolas...
—¿Pero qué dice usted?
—¡Que estamos volviéndonos locos buscando las llaves de su escritorio!
—¿Para qué?
—Para no vermos obligados a descerrajar los once cajones; lo cual, además de ser muy molesto, sería una lástima, pues el escritorio es magnífico. Lo menos le habrá costado a usted doscientos rublos. ¿Qué necesidad hay de destrozar un mueble así?
A medida que hablaba, con voz a cada instante más firme y tranquila, mi nuevo interlocutor, yo iba arrebatándome, poniéndome fuera de mí.
—¡Ah, canallas! — grité —. ¿Han penetrado ustedes en mi piso para robarme? ¡Espérense! ¡Allá voy! ¡No tardará en caer sobre ustedes el peso de la ley!
—Sus amenazas, caballero, no nos asustan—respondió la misma voz, serena, persuasiva—. Antes de que llegase usted tendríamos tiempo de sobra para huir. No conseguiría usted nada viniendo. Lo mejor sería que nos dijese dónde están las llaves del escritorio.
—¡Ladrones! ¡Bandidos! ¡Bergantes! ¡Granujas! ¡Debían ustedes estar ahorcados hace tiempo! ¡Pero no tardarán en tener su merecido, canallas!
—¡Qué tontería, caballero! ¡No se ponga así! Sea razonable. Nosotros le hablamos tranquilamente, sin arrebatarnos. En vez de estropear el escritorio, descerrajando los cajones, le preguntamos a usted dónde están las llaves. Debía usted agradecérnoslo y no emplear esas expresiones groseras.
—No puedo hablar de otra manera con sinvergüenzas como ustedes...
—¡Mida usted sus palabras! No contestaremos a sus injurias; pero las castigaremos, si no se reporta, destrozando con un cortaplumas la tapicería de los sillones y del sofá, y dejaremos en un estado lamentable el escritorio y la biblioteca. ¡Figúrese usted qué bonito quedará su despacho! Nada de esto le sucederá si nos trata con cortesía.
—¡Tiene gracial—dije yo, en tono conciliador—. Póngase usted en mi lugar. ¡Penetran ustedes en mi piso, me arruinan, y aun pretenden que les trate como a unos hidalgos!
—¡Pero si nadie le arruina a usted! Aunque nos llevemos algo, ¿que importancia tiene eso para usted? A nosotros, en cambio, no nos sacará de pobres, pero nos ayudará a vivir.
—Me hago cargo—repuse con una voz alterada por la emoción, que yo estaba seguro de que había de conmoverles profundamente—. Lo que no acierto a comprender es el provecho que les reportará a ustedes el estropearme los muebles.
—Ninguno; pero no podemos tolerar sus insultos.
—Bueno; no les insultaré más. Veo que son ustedes hombres inteligentes, razonables. Incluso reconozco que tienen derecho a cierta indemnización por el trabajo que, sin duda, les habrá costado entrar en mi casa. Habrán ustedes invertido algunos días en los preparativos; habrán tenido que estudiar mis costumbres, vigilar mis salidas, etc., etc.
—¡Ya lo creo! No es tan sencillo como se figura la gente...
—Lo comprendo, amigos míos, lo comprendo. Lo que no me explico es para qué necesitan ustedes las Ilaves del escritorio.
—Podía usted suponerlo.
—Pues nada, confieso...
—¡Para buscar el dinero, caramba!
—¡Ah, ustedes se figuran que está en uno de los cajones!
—¡Claro!
—Pues están ustedes en el mayor de los errores.
—¿Se burla usted?
—No; les hablo con el corazón en la mano.
—Entonces, ¿dónde está el dinero?
—Debo advertirles que tengo muy poco y que, además, está muy bien escondido... Díganme francamente cuáles son sus aspiraciones.
—¿Cómo?
—¿Qué piensan ustedes llevarse consigo... de lo que me pertenece? No tendrán ustedes queja de mi lenguaje, ¿verdad?
—No, señor, no. En otros términos: quiere usted saber lo que pensamos robar, ¿no es eso?
—Ha formulado usted muy bien mi pensamiento.
—Pues bien, tranquilícese usted; no pensamos robarle gran cosa. Como comprenderá usted, no podemos llevarnos objetos muy voluminosos, pues nos expondríamos a despertar las sospechas del portero. He aquí lo que hemos elegido: un poco de plata labrada, un gabán, una gorra de pieles, un despertador, un pisapapeles de plata...
—No es de plata—adverti yo, amistosamente.
—Entonces lo dejáremos. En su lugar nos llevaremos la cigarrera. Es una verdadera obra de arte.
—Oigan, amigos míos: comprendo su situación y me pongo en su lugar. Han tenido ustedes la suerte de poder penetrar en mi casa. Supongamos que su empresa termina tan felizmente como ha comenzado. Supongamos que el portero no les ve, o, si les ve, no recela nada de ustedes. ¿Y después? Naturalmente, llevarán ustedes los efectos elegidos a casa de cualquier indecente comprador de objetos robados, que les dará por ellos una miseria. ¡Conozco a esa gentuza! Ustedes arriesgan su libertad y, no pocas veces, su vida, mientras que esos señores no arriesgan nada y participan del botín, siendo siempre su parte la parte del león.
—¡Es verdadl—suspiró mi interlocutor.
—¡Vaya que es verdad! Siempre ocurre así bajo el régimen capitalista: el capital explota al trabajo. En realidad, quienes roban no son ustedes, sino ellos. ¿Acaso son ustedes peligrosos para la sociedad? ¡Nada de eso! Quienes lo son son esos explotadores, esos vampiros, que constituyen el principal azote de la vida contemporánea. Compañero, querido amigo, le hablo con entera sinceridad: yo, por varias razones que no es del caso enumerar, aprecio mucho esos objetos, mientras que ustedes los venderán, y ¿qué sacarán de ellos? ¡Casi nada! No creo que les den ni cincuenta rublos...
—¿Cincuenta? Si nos dieran veinticinco podíamos decir que habíamos hecho una gran venta.
—¿Ve usted? Acabaremos por entendernos, queridos amigos. Tengo dinero en el despacho, no lo niego. Poca cosa, como les he dicho: ciento quince rublos. Sin mis indicaciones no los encontrarán ustedes. Si nos ponemos de acuerdo, les diré dónde están. Podrán ustedes llevarse cien; los quince restantes me los dejarán para los gastos urgentes. Una vez en su poder los cien rublos, se retirarán, sin llevarse los efectos. Les doy mi palabra de honor de no denunciarles a la Policía. Consideraré todo esto un negocio puramente privado, un negocio entre camaradas, que a nadie, fuera de nosotros, le interesa. ¿Aceptan ustedes?
—Si; pero...
Mi interlocutor pareció titubear.
—Pero ¿qué?
—La plata labrada la hemos empaquetado ya.
—No importa; déjenla empaquetada.
Nueva pausa.
—¿Y no teme usted que nos llevemos el dinero y los efectos? ¿Tanto confianza le inspiramos?
—¡Ah, queridos amigos! Estoy seguro de que no harán ustedes eso. No son ustedes unos bestias. Y tengo la convicción de que, en el fondo, hasta son unas buenas personas.
—Sí; pero... la maldita vida que llevamos, este pícaro oficio... ¿Comprende usted?
—¿No he de comprender? Y les compadezco a ustedes de todo corazón. Si yo pudiera hacer algo por ustedes... Pero volvamos a nuestro asunto. Tengo plena confianza en su honradez. Si me dan su palabra de honor de no llevarse los efectos, les diré dónde está el dinero; pero a condición, ya lo saben, de que me dejen quince rublos: los necesito. ¿De acuerdo?
El ladrón, esforzándose en contener la risa, contestó: De acuerdo. Le prometemos dejarle los quince rublos.
—¿Y no llevarse los efectos?
—También se lo prometemos.
—¿Palabra de honor?
—Palabra de honor.
—Muy bien. Gracias. Ahora, escuche usted: encima del escritorio hay una caja de sobres azul. En el fondo de esa caja, debajo de los sobres, está el dinero. Cuatro billetes de veinticinco rublos y tres de cinco. Confiese usted que nunca se les hubiera ocurrido buscar el dinero ahí.
—Lo confieso.
—Al irse, tengan la bondad de apagar la luz.
—Descuide, usted.
—¿Han entrado ustedes por la escalera de servicio?
—Sí, señor.
—Muy bien. Pues al salir hagan el favor de cerrar con llave, para que no puedan entrar ladrones.
—Descuide usted.
—¡Ah, otra cosa! Si se encuentran con el portero, díganle que han ido a llevarme unas pruebas de imprenta. Como me las llevan con frecuencia, el portero no se escamará. ¡Adiós, y buena suerte!
—Gracias. ¿Dónde dejamos el llavín?
—Debajo del felpudo. ¿El despertador no se ha parado?
—No, señor.
—Muy bien. ¡Buenas noches, amigos míos!
Cuando volví a casa, encontré sobre la mesa del comedor un envoltorio, tres billetes de cinco rublos y una cartita concebida en los siguientes términos:
«El despertador está en la alcoba. Dígale a la criada que cuide mejor la ropa: el cuello del gabán está apolillado. No olvide usted que nos ha prometido no denunciarnos.—Gricha y Sergio.»
Al oír esta historia, mis amigos declararon unánimemente que yo sé arreglármelas muy bien en las circunstancias más difíciles.
Quizá tengan razón.