Noche penal

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Noche penal (1888)
de Ventura Aguilar
VENTURA AGUILAR


 

NOCHE PENAL

(EPISODIO DE CIRCUNSTANCIAS)

 
 

BUENOS AIRES


Imp. y Ester. Buffet y Bosch, Tucuman 307.


1888

 
NOCHE PENAL
(EPISODIO DE CIRCUNSTANCIAS)

 
CAPÍTULO I
Madre é Hija


I

Después de la muerte del padre, cuya herencia había consentido en unos cuantos palmos de terreno, había quedado la corta familia en la mayor orfandad y atenida á su propio trabajo.

Habitaban una humilde casa en un barrio de esta capital, en la que no aparecía nada de lujo; pero sí mucho de orden, regularidad, aseo y compostura; y después de enjugadas las lágrimas que tan sensible pérdida les produjera, madre y hija habían fijado sus apagados ojos, en las estrechas circunstancias que les rodeaban, y en lo oscuro y problemático del porvenir; y se contrajo principalmente su actividad y atención á proporcionarse los naturales e ineludibles medios de subsistencia.

El hogar, unas cuantas paredes desnudas, ese sencillo conjunto de muebles, todos esos detalles muchas veces insignificantes para la vista de un observador indiferente y frío, suelen ser, sin embargo, el más expresivo espejo de la familia, de su vida y costumbres.

Madre é hija vivían en la mayor honradez: todo era en ellas paz, laboriosidad y pureza. El vacío y sombra que dejara la irreparable pérdida, habíanse resuelto en la mayor estrechez y cariño de los dos seres sobrevivientes; el frío glacial que produjera la muerte del esposo y padre, habían tratado de alejarlo madre é hija avivando más la llama de su cariño, enlazándose en abrazos de la mayor estrechez é intensidad.

En 1871, Buenos Aires indicaba ya lo que había de ser, una gran ciudad de mucho movimiento y recursos; pero desde entonces á hoy, podría decirse mediaba un sueño de progreso.

Actualmente no hay en la capital de la República Argentina ningún desheredado; la más débil mujer encuentra trabajo suficiente para vivir con cierto desahogo, y hasta el niño se proporciona una subsistencia segura é independiente con solo vender diarios y combinaciones de tranvía.

La madre era aún joven, y la hija, casi una adolescente.

Sin ser la última un asombro de belleza, encerraba en tan florida edad los perfiles y característico tipo de la mujer argentina: cabellera abundante, faccionnes correctas, ojos grandes é inteligentes, talle esbelto, ricas y provocadoras formas, y pie pequeño y gracioso; formas que se pronuncian y desarrollo que aparece desde muy prematura edad, casi desde los 14 años, por lo cual puede observarse la prontitud de esa mujer para contraer matrimonio.

Parece que á la mujer dice aquí la naturaleza: vuestra nación es muy grande, y están en la mayor soledad inmensos territorios; tenéis, pues, un alto fin que cumplir para vuestra patria, el de casaros y poblar; queda confiada á vosotras, más que á cualquier otra mujer, el crescite et multiplicamini de la Biblia.

Rufina, ó sea la muchacha, hallábase ya en todo su desarrollo.

Sobresalían entre las correctas facciones de su cara (perfilada nariz, frente espaciosa, cabellera negra y ondulante y pequeñas orejas) u~a boca algo grande, pero graciosa, en que cierta voluptuosa sonrisa dejaba ver con frecuencia parejos y bien alineados dientes; y unos grandes y expresivos ojos abiertos á reflejos indefinibles, á cierta claridad misteriosa de sueños no realizados.

A los diez y seis años es fácil notar en toda mujer bonita tales atractivos: en el campo, en la flor, en el ave y en la mujer, la primavera se manifiesta del mismo modo, con brisas halagadoras, con espléndidos reflejos de nácar y púrpura, con cierto rocío y humedad de aurora, con encantos de voluptuosidad y sueño.

Después de los ojos y boca, la mirada resbala con avidez al seno, á la cintura, al talle, al pie, y la fantasía trata de encontrar entre los flotantes pliegues del traje, entre las cintas, tules y demás adornos, esa perfección de formas que producen líneas curvas y ondulaciones, en completa oposición á los ángulos, superficies planas y líneas rectas.

Rufina agregaba al atractivo de sus ojos y semblante, un talle esbelto y unas formas hechiceras. Era una linda y provocadora muchacha.

En la fecha referida, aumentaba considerablemente su hermosura cierto velo de tristeza, una melancolía indefinible originada por las tristes y pobres circunstancias en que madre é hija se encontraban.

Asistían los domingos al templo, paseaban por las afueras, trabajaban en costura durante la semana, y tenían pocas amistades y visitas.

Algunos jóvenes del vecindario trataron de enamorarla; pero la muchacha había mirado esos piropos y demostraciones con la mayor indiferencia.

Su madre, por otra parte, la vigilaba con el mayor celo hasta el punto de ir ella misma á los talleres para los encargos de costura, á fin de evitar en la chica las usuales persecuciones de sastres, dependientes y parroquianos.

Y tal conducta era de positivo provecho, pues por muy buenas inclinaciones que una hija muestre, la madre debe convertirse en especie de fanal, al menos durante el período de desarrollo, irreflexión y embate de las pasiones, para librar la flor del pesado enjambre de mariposas, moscas y abejorros.

Vivían en un barrio de las afueras, como se ha dicho; en una pequeña casa de la calle de...y tenían para los recados y demás menudencias del servicio domestico, una chica de diez años.

Era una casucha del tiempo de los españoles, con sala y dos ventanas de rejas enmohecidas á la calle, un dormitorio, algunas otras piezas y un pequeño patio con adelfas, jazmines del Cabo, violetas y tomillo, que Rufina se encargaba de cuidar en las horas de descanso.

El muro que separaba la casa de la limítrofe, presentaba en su borde numerosos fragmentos de botella y puntiagudos vidrios, por lo cual algunas mañanas salía Rufina al patio con entera confianza, á lavarse la cara, cuello y redondeados brazos.

Las losas de la acera estaban algún tanto resquebrajadas, la calle era bastante solitaria y triste, especialmente á las últimas luces de la tarde; y tampoco atraían ningún halago á la vista los edificios de enfrente, que venían á ser de parecidas apariencias.

En aquella fecha todavía, por más que sea muy reciente, no nos había invadido esa marea de construcciones, ensanches y reformas, que convierten actualmente á Buenos Aires en un prodigio de población.

Algunas tardes al oscurecer, y después de terminado su trabajo, Rufina se entretenía unos instantes en la puerta de la calle.

Entre sus pretendientes y admiradores había un gaucho, el cual se mostraba más pertinaz y enamorado que los otros. Se había valido hasta de la pequeña sirvienta, para transmitir sus fogosas impresiones á la indiferente y desentendida joven.

Habia también aprovechado aquellas propicias horas de la tarde para detenerse junto á ella unos momentos; había ideado los más prácticos y eficaces recursos; pero siempre tuvo que sufrir los repulsivos ademanes de Rufina, y esa abrumadora frase, tan usada por las mujeres del país, de «¡Salí, zonzo!» ó los duros calificativos de estúpido y guarango.

El gaucho no se retraía por esos visibles y repetidos desaires, y hasta parecía hubiera jurado la realizáción de sus deseos, costara lo que costase, y fuera por los medios que fuese.

Era un joven como de 24 años, de figura musculosa y continente bizarro; pero bastante feo, y con todas las señales de la raza india: un descendiente tal vez de aquellos querandíes que tanto molestaron á don Pedro de Mendoza y sus exploradores, y que al fin incendiaron y destruyeron la primera fundación de 1535; un vástago de esa raza de las pampas, indómita, tiera como el soplo de esas mismas llanuras, en que nació, astuta, solapada, impetuosa y enérgica; un resultado de la mezcla de dos ferocidades, de la indígena y de la del conquistador; un tipo, en fin, de la raza que

tanto se funde hoy y tiende á desaparecer en los numerosos y variados moldes de la emigración europea.

El referido mozo parecía de posición desahogada, á juzgar por lo esmerado de su traje, buen porte y poca necesidad de trabajar; esto le permitía dedicar bastantes horas á su impetuosa pasión.

Y exasperado por los desdenes de la hermosa Rufina, concibió un plan bastante atrevido y de deplorables consecuencias.

Cierta tarde en que la madre había salido para llevar ropa á los talleres, creyó él tarea muy fácil la de introducirse en la casa y obligar á la joven, por medio de la fuerza, á un amor en que se mostraba tan refractaria y repulsiva.

Pero no consiguió su objeto. La resistencia de la joven fue proporcionada á lo brusco de la visita, sus gritos atrajeron al vecindario y á algunos agentes de la autoridad; triunfó la virtud de la doncella, y el se vió, en cambio, enredado en un lío judicial.

Desde entonces, y por algún tiempo, desapareció de la escena el enamorado é impetuoso gaucho.

La pobre y tranquila casa continuó en su calma acostumbrada, y madre é hija entregadas á sus honradas tareas.

El gaucho había sido un loco, atrevido, zonzo y guarango.

Rufina había sufrido la primera prueba, el primer embate de las desenfrenadas pasiones humanas.

Aquel incidente produjo á su alrededor cierto respeto, y vióse libre de la impertinente turba de enamorados que sus diez y seis años, su hermosura y recogimiento atraían.

En los actuales momentos, su nombre es celebre.

Un terrible y sangriento suceso ha hecho estampar

su nombre en todos los diarios de esta capital y repúblicas vecinas, y que sea pronunciado por todos los labios con lástima.

Su retrato, que es todavía y á pesar de los años transcurridos, el de una mujer joven y hermosa, excita la curiosidad de todos.

Hacemos referencia á Rufina Padín.



CAPÍTULO II
L a e p i d e m i a


I

Pocos días después, una mañana entró en la casa la pequeña sirvienta, gritando:

—Señora... ¡está la fiebre amarilla en Buenos Aires! Muere mucha gente. Lo han dicho en el almacén.

La pobre señora palideció y suspendió la costura, y se le acercó Rufina también muy asustada, con la escoba en la mano, pues se ocupaba en aquel momento en barrer las habitaciones del interior.

—¡La fiebre amarilla!....

—Sí, señora, la fiebre... Muere mucha gente.

—Jesús, mamá; ¡que cosa más atroz!

—No te asustes, hija mía. Tal vez sean rumores falsos.

—No, señora; lo han dicho en el almacén, y han muerto dos en esta calle, no muy lejos de aquí. Y yo no puedo seguir sirviendo, porque me marcho ahora mismo con mis padres y familia.

Sin añadir más palabra, ni detenerse á tomar nada de lo suyo, la muchacha corrió á la calle con toda la ligereza de su diez años.

La madre y la hija se miraban con asombro y en silencio.

—Pero esto es terrible, mamá; una epidemia... y con tan pocos recursos....

—No te acongojes, querida hija mía: Dios no nos abandonará.

Rufina se sentó á llorar en un rincón, mientras que la pobre señora se fué á observar lo que pudiera haber, desde la puerta de la calle.

Algunos transeuntes confirmaron la noticia hablando en alta voz de casos de fiebre y caminando muy apresurados.

No había duda alguna. Estaba la fiebre amarilla en Buenos Aires.

Madre é hija se abrazaron con la mayor ternura, y cerraron la puerta y ventanas, como si de tal manera pudieran estar más seguras contra la entrada del terrible contagio.

Contaban con muy pocos recursos y se paralizaría todo trabajo para lo sucesivo.

La situación era tremenda. Y ¿qué hacer? ¿Á dónde ir?

—Ven, hija mia; no llores: nada sacaremos de disgustarnos. Nos convendrá más tener valor.

Rutina se sentó junto á su madre, y ambas se mantuvieron durante mucho tiempo. estrechamente abrazadas.

Parecían indicar en aquella tierna actitud su deseo de morir juntas, ó evitar que la epidemia arrancara á la una de los brazos de la otra.

La madre dijo al fin:

—Hay que esperarlo todo de Dios, hija mía.

Y la tomó de una mano, y ambas se arrodillaron al pie de una imagen de la Virgen, alumbrada de continuo por pequeña lámpara, y con un ramillete de flores dentro de roto florero, cuyas flores ronovaba Rufina todos los días.

Una araña tejía su blanca tela junto á una viga del techo, y debía su vid y tranquila residencia á la compasión de la joven.

La casa estaba en completa calma.

Algún transeunte que de cuando en cuando cruzaba la calle, interceptaba los rayos de sol que por las rendijas de las ventanas penetraban, y producía en la pared del fondo fugitivas sombras.


II

A la mañana siguiente, la pobre señora hizo esfuerzos para levantarse; pero sentía mucho dolor de cabeza, en las articulaciones, en la cintura, cierto hervor en la espalda y sienes, ardores en el cuerpo, frialdad en los pies, y gran decaimiento en todo su organismo.

Aquello no sería nada, y seguramente pasaría pronto.

Rutina estaba pálida y en extremo excitada; daba muchas vueltas inútiles de la alcoba á la cocina; recorría el patio y todos los aposentos, y ofrecía á su madre tazas de te, manzanilla, ó caldo:

La enferma le repetía á cada instante, para tranquilizarla:

—Esto no será nada, y hasta creo me encuentro mejor.

Rufina la contemplaba llena de incredulidad y amargura; le ponía las manos en la frente, donde el calor era cada vez más intenso, y la colmaba de caricias.

La madre pareció dormir por unos instantes, y la hija se sentó junto á la cama; cruzó sobre ésta los brazos para apoyar en ellos la frente, y lloró en silencio.

De repente alzó la cabeza, y sin objeto alguno fijó la vista en las tazas de cocimientos que estaban en una mesa próxima. Ligeras nubes de vapor se alzaban aun de los bordes de esas tazas.

Dirigió la vista á su madre, que aun dormía con agitada respiración; la alzó luego distraída á la telaraña del techo, y volvió á apoyar la cabeza en sus brazos cruzados sobre la cama.

III

Resonaron ciertos golpes en la puerta de calle.

Eran individuos de la ambulancia sanitaria, que iban recorriendo las casas para ejercer sus útiles y delicadas funciones.

Dos hombres aparecieron seguidamente, uno de ellos joven; de maneras cultas, vestido con decencia y no mal parecido; bajo cuyas cejas muy elevadas y espesas se abrían unos ojos que producían cierta suave claridad, ó que lanzaban chispas; reflejábase en la pupila una dulce claridad de luna, ó los rojizos resplandores de un incendio.

Para estudiar mejor á una persona, no hay nada tan provechoso como fijarse disimuladamente en ciertas miradas de distracción; parece que entonces los pensamientos se asoman á las pupilas con entera confianza. El perro y el gato, por instinto natural, tienen más penetración en esto que los mismos seres racionales; adivinan ó leen muy bien los sentimientos, y es lo primero que miran la vista de la persona. También el caballo se espanta casi siempre con la mirada del hombre.

En el individuo de referencia podían estudiarse dos aspectos en su fisonomía: mirado de frente ofrecía en el conjunto de sus facciones (ojos bien abiertos é inteligentes, nariz pronunciada de ventanas anchas y recogidas hacia lo alto, y surcos de la piel muy señalados á partir del exterior de las expresadas ventanas) una primera impresión de simpatía. Contemplado, en cambio, de perfil, la gran depresión hacia atrás, de su frente, verdadera cuesta para hacer resbalar la mirada del observador á su cráneo poblado de fuertes cabellos; la gran elevación del hueso frontal en la parte de las cejas, y la puntiaguda prolongación de su nariz, podrían atraer á la mente semejanzas de ave de rapiña.

En muchas fisonomías humanas pueden notarse fácilmente tales contradicciones: dibújase algunas, veces en ciertos semblantes la apacibilidad de la oveja, y otras, las siniestras contracciones y chispas del tigre.

Y cierta inclinación al mal, esa tendencia que inspiró á Hobbes su célebre frase de homo homini lupus, rompe al fin ese equilibrio de lo malo y de lo bueno, especialmente en ciertas circunstancias especiales de la borrascosa vida humana; y aquella suave luz interna se trueca en rojizo incendio, y el que pareció debió ser siempre hombre de bien, se resuelve en furibundo y repulsivo criminal.

De la misma Santa Teresa de Jesús, un ilustrado santo dijo, si mal no recordamos, que su gran fogosidad y fuerza de alma tenían que dar por resultado, ó una santa, como felizmente lo fué, ó una gran prostituta. Hay, pues, espíritus de tal impulso, que abren en la humanidad una brecha y siguen la corriente destructora; ó que se pulverizan, por decirlo así, y aplacan, resolviéndose en la más apetecible apacibilidad.

El individuo á que aludimos tenía aspecto extranjero, y revelaba en su correcta pronunciación prócedencia española.

Miró con profunda atención á la madre, que en aquellos momentos despertó; y con cierta oblicuidad disimulada contempló también con bastante interés y curiosidad á la hija. Las miradas de ésta y de él se encontraron repetidas veces.

—¿Están ustedes solas?

—Sí, señor; no hay en la casa más familia. Mamá ha caído enferma desde ayer. —¿Y qué siente usted, señora?

—Mucha fiebre... dolores en las articulaciones y en todo el cuerpo... gran decaimiento... cierto hervor en la espalda y sienes... Parece que el cerebro late dentro de mi cabeza.

El individuo pulsó á la enferma, examinó con gran atención su encendido semblante, bajó la cabeza como entregado á profundas cavilaciones; y volvió á mirar luego con marcado interés á la hija.

—¿No tiene usted padre, señorita?

—No, señor; hace algún tiempo dejó de existir, quedando atenidas á nuestro pobre trabajo. Vivimos solas.

—¿No tienen tampoco quién las sirva?

—Tampoco, señor; una muchacha que nos ayudaba en las faenas domésticas, marchó ayer á su casa.

—¿Y no han llamado ustedes á ningún médico?

—Vivimos muy pobremente, y carecemos de los recursos necesarios. Mi padre dejó al morir un pequeño terreno, que poco vale...y esta humilde casa...Para mantenernos, trabajamos en la costura durante muchas horas, y mamá traía piezas de los talleres. Con la epidemia y la enfermedad de mamá, se hará imposible seguir trabajando en lo sucesivo.

El extranjero dirigió la vista á las paredes, al techo y al moviliario, y todo le reveló pobreza; pero mucho orden, aseo y regularidad. Fijóse mucho en la imagen de la Virgen, en los débiles reflejos de la lámpara, y en el ramillete algún tanto marchito.

Volvió á mirar alternativamente á la enferma y á la

hija, y luego observó:

—La situación de ustedes es, á la verdad, penosa y triste; pero todo se remediará seguramente. Dentro de unos momentos vendrá una enfermera celosa y de toda confianza, y un médico. Vendré también á visitarlas con frecuencia, para todo lo más que puedan necesitar. Dios no separa nunca sus ojos con indiferencia, de la orfandad, de la honradez y de la virtud.

Rufina lloró, unió sus manos en ademán de súplica, y dirigiéndose al extranjero, dijo:

—Gracias, señor; no sabremos cómo pagar tanta generosidad y bondades.

El extranjero sacó entonces su cartera, de la que tomó una tarjeta con su dirección; y, unida ésta á un billete de banco, la colocó en la almohada de la enferma.

Apretó con cierta sonrisa amable la mano de la hija, y se despidieron, tanto él como el que le acompañaba.

En la tarjeta se leían secamente este nombre y apellidos: Pedro Castro Rodriguez.


IV

Cumplió el extranjero sus ofertas con la mayor exactitud.

Hubo enfermera, médico, remedios, y cuanto se pudo necesitar.

Las visitas del mismo fueron tambien frecuentes y cariñosas, hasta el punto de ayudar por sí en algunas funciones domesticas.

Rufina estaba encantada de tanta generosidad y solicitud.

Parecía que un ángel bueno había entrado en la casa.

Cuando llamaban á la puerta y entraba él, experimentaba cierto alivio.

Pero á pesar de tantos cuidados y desvelos, la pobre señora murió dejando en la más profunda desolación á Rufina.

Las visitas del extranjero se hicieron aún más frecuentes y prolongadas; y sin su consuelo y cariño tal vez hubiera la joven sucumbido al dolor.

La generosidad de él, sus modales distinguidos, su notable ilustración, su aspecto físico bastante atrayente, y una juventud de 26 años, habían impresionado vivamente á la huérfana.

Rutina sentía á la presencia de él, ante xus delicadas é interesantes conversaciones, y ante sus expresivas y ardientés miradas, cierto encanto y atracción inexplicables.

Habíase producido entre los dos el íntimo y luminoso lazo de los espíritus.



CAPÍTULO III
Llama


I

Pocos días después del triste acontecimiento referido en el anterior capítulo, Rufina fué á habitar una pieza en el seno de una honrada familia del vecindario, donde era consolada y atendida con el mayor cariño.

Pasó algún tiempo sin volver á ver al extranjero.

Y meses después, cuando ya la epidemia había desaparecido y todo volvió en Buenos Aires á su estado normal, se instaló nuevamente en la humilde casa, que se recompuso y encaló para tal efecto. Trabajaba en ella durante el día, casi siempre acompañada por alguna de las jóvenes ó por la criada de la familia que le diera hospitalidad; y cerraba por la noche é iba á dormir en la misma casa de la expresada familia.

Cierta tarde en que se disponía á efectuar tal operacion, llamaron á la puerta.

Era el extranjero.

Rufina le hizo pasar con marcadas muestras de simpatía.

Sentáronse en el pequeño gabinete cerca el uno del otro, y parecía el extranjero muy pensativo.

Miraba con mucha atención á la joven, y sólo interrumpía el silencio con frases insignificantes.

Mostrábase Rufina en extremo interesante y bella con el luto de su vestido. la palidez de su semblante, y la indefinible expresion y brillo de sus ojos.

Parecía que el extranjero quería decirle algo, pero que se contenía.

Pudieron al fin escucharse estas palabras, entre ciertos intervalos é interrupciones de agitación:

—Señorita..... es usted muy bella, y no sé lo que en mi alma pasa desde el momento que tuve el gusto de verla por primera vez. Perdóneme usted si soy indiscreto, manifestando unos sentimientos que debieran quedar ocultos en mi corazón. El amor es misterioso impulso de las criaturas, á que no podemos resistir; y toda energía desaparece ante su avasalladora influencia. Hubiera sido mejor continuara alejado de usted, sin procurar verla más, como lo había pensado. Pero usted es huérfana y hermosa, yo joven y soltero, y ya que también vivo de mi trabajo, porque estoy muy lejos de ser rico, creo sería conveniente.... nos pusiéramos de acuerdo.....

—Señor.... tengo para con usted una gran deuda de gratitud. Y tal sentimiento se asocia á un recuerdo sagrado, á la imagen de mi difunta madre.

—No hable usted, señorita, de gratitud. Cumplí simplemente con un deber humanitario. Desearía mejor que alejase usted en el instante tales recuerdos, para que reflexionara con más espontaneidad; y la respuesta que anhelo; estuviera libre de toda presión. La amo á usted. Esto es muy sencillo, porque es usted linda y virtuosa, reune todas las cualidades por mí apetecidas, y yo soy soltero y joven.

Rufina bajó la cabeza pensativa, y el extranjero la contemplaba con la mayor avidez.

—Deseo, pues, de usted, únicamente una respuesta: si considera usted que desde ahora, ó en cualquier otro momento sucesivo, será usted capaz de amarme: ¡nada de gratitud, nada de compromisos!


II

La joven se había puesto muy encendida, y bajaba la vista sin decir nada.

El extranjero continuó; había cruzado los brazos, y parecía que en sus labios se quemaban las palabras:

—Si usted me quisiera... entonces... yo depositaría en sus manos mi honor, mi felicidad y mi vida. El amor es lluvia misteriosa que cae en el alma desde el cielo, y es imposibld á todo sér huir de su influencia fecunda. Es usted aún casi una niña; pero el amor existe en el corazón de la mujer desde el príncipio, porque ha sido hecha por Dios, especialmente para amar. En el hombre, en cambio, aparece luego con el crecimiento y desarrollo. En la mujer, el amor despierta; en el hombre se siente únicamente la atracción. La amo á usted. ¿No es esto muy natural y sencillo? Los que crean que esa llama misteriosa es susceptible de ser ahogada y extinguida, son muy bárbaros, pues es el hombre sér muy débil para contrarrestar los más fuertes impulsos de la naturaleza. La natural llama de una hoguera, sofocada por piedras y guijarros, producirá chisporroteos repugnantes y rojizos resplandores de infierno.

El extranjero bajó la cabeza abismado al parecer en profundas cavilaciones, y Rufina le miró entonces con la mayor atención y fijeza.

Sus dos miradas se encontraron.

El extranjero leyó con gran beneplácito una protunda simpatía en los ojos de la joven.

Y añadió:

—Comprendo que por cierto recato, por su misma inocencia, por la natural timidez de la edad, se le hará á usted dificultoso contestarme...

En aquel momento llamaron á la puerta.

Rufina se levantó apresuradamente, abrió, y habló en muy baja voz y como en secreto con la persona ó personas de fuera.


III

Había ya cierta oscuridad en el pequeño gabinete, por lo cual encendió un quinqué y se sentó en seguida en el mismo sitio que ocupara antes.

El extranjero dijo entonces, haciendo ademán de irse:

—Sentiría ser importuno y contrariarla á usted en lo más mínimo.

—No, señor; era la criada de la familia vecina... que vino á darme un aviso...

—Pues bien, nada me ha dicho usted aún respecto de

mis pretensiones...

—Señor... mi gratitud hácia. usted es inmensa. Le he conocido en circunstancias inolvidables, cuando estaba al borde de la tumba el sér que más idolatraba en el mundo... y se ha portado usted con la mayor caballerosidad...

—Desearía olvidara usted eso...

—¡Ah, señor! hay cosas imposibles de olvidar. La imagen de usted se une en mi corazón á la de mi querida madre moribunda, á aquellos terribles momentos de agonía, á su último aliento...

—¡Oh, no llore usted, señorita! Conviene alejar del corazón ciertos recuerdos tristes. Dios me ha traído á su camino para servirla de consuelo y enjugar sus lágrimas. Perdió usted el irreparable cariño de una madre; pero tiene usted ahora el inmenso amor de un hombre que la idolatra, y tratará de hacerla feliz...

El extranjero apretó entre las suyas una de sus manos, y luego se la besó con ardor.

La joven no hizo movimiento alguno.

Después besó su frente... y su boca...

Rufina le contemplaba con cierto embeleso.

Pálido y tembloroso de emoción, el extranjero dijo entonces:

—Os juro amor por toda mi vida.

La joven extendió hacia él sus brazos, y replicó á su vez:

—Yo juro también amaros... á vos... á vos solo.



CAPÍTULO IV
E l E m i g r a d o


I

Allá por el año de 1870 llegó á Buenos Aires un joven español, natural de la Coruña; uno de esos muchos emigrados que se alejan de su patria por dos motivos bastante tristes: ó por la miseria y oscuridad de porvenir que la misma les presenta, ó por falta que cometieran y temor á la acción de la justicia.

Los primeros llegan á las playas americanas animados generalmente por las mejores tendencias; contraídos al trabajo, á la economía, á la formación del capital, á la vida honrada y sobria, á ocupar en la progresiva república un puesto de ciudadano: los segundos suelen regenerarse; nadie se ocupa de averiguarles sus antecedentes de vita et moribus, y son bien recibidos y hasta llegan á adquirirse posiciones brillantes.

Otras veces persisten en sus malas inclinaciones, y la trampa de que allá milagrosamente se libraron, se les abre aquí para retenerlos mucho tiempo.

A estos ultimos los hemos calificado en un artículo de periódico, como aves del mal agüero, hechas á sacudir sus alas entre las profundas tinieblas de la noche penal.

En cada hombre hay cualidades muy características de tal ó cual sér irracional de la dilatada escala zoológica. Uno tiene, fuera de la forma, condiciones de tigre por su fiereza; de otro, se dice que hace el oso en las esquinas; otro es muy semejante á la hormiga ó abeja por su laborisidad y económicas condiciones; otro tiene algo de pez por lo listo que anda en el océano social; otro es un burro ó carnero, por lo ignorante y torpe; otro es manso como un cordero; tal mujer se asemeja á una tórtola por lo inocente, cosa bien rara; y otro, en fin, lleva cuernos, por no sabemos que desgraciadas peripecias.

Esto nos mueve á creer, que entre la superior razón humana y el instinto del animal hay muchos puntos de contacto, ciertos eslabones de indefinida cadena, algo de común y solidario en una totalidad de vida zoólogica.

Separemos á un lado la razón, hagamos abstracción por completo de toda forma humana ó irracional, y levantemos al aire, por decirlo así, en unas pinzas, cualquiera de las condiciones ó cualidades antes indicadas: psicológica y metafísicamente ¿qué diferencia podrá haber entre una del hombre con su análoga del animal?

La cualidad del hombre-tigre coincidirá, pues, con la del tigre propiamente dicho.

Y no deberá decirse que tal persona se asemeja á un carnero, sino que lo es real y positivamente, hasta cierto grado de una escala intelectual invisible, y variadas las formas materiales.

Por consiguiente, la especie humana no viene á ser más que una mezcolanza bien disfrazada de perros, pavos, moscas, tigres, etc.

Y aventajamos algunas veces á los brutos, en esperar todavía daño hasta de los que dejaron de existir. De ahí ese misterioso temor á los cementerios y los cadáveres humanos. Creemos efectivamente que aun después de muertos nuestros semejantes, sean todavía capaces de jugarnos una mala pasada.

¡Pobre humanidad!
II

Volviendo al emigrado de referencia, diremos que era bastante joven, de buen aspecto, de reconocida ilustración, de modales no comunes, y todo lo que, en fin, pudiera llamarse una persona decente.

Era nada menos que sacerdote, y existían ideas vagas y sospechas de que hubiera hecho por allá algunas diabluras.

Según principios teológicos y de derecho canónico, el sacerdocio imprime carácter; es decir, que desde el momento en que se principia á ejercerlo, queda el alma como marcada por sello indeleble; de modo que con esa especie de lacre, se diferenciará de la de los demás hombres hasta en el mismo infierno.

Esto no impide que los sacerdotes hagan de cuando en cuando algunas picardías.

¿Y qué tiene eso de raro?

Son hombres enteramente iguales á los otros, exceptuando lo del sello.

El emigrado á que aludimos era sacerdote, como hemos dicho.

Tenía entonces la potestad de orden, inherente á su ordenación de prebítero; y carecía de la de jurisdicción, por falta de territorio ó señalamiento de súbditos.

Pertenecía, pues, al segundo grado de la jerarquía de derecho divino, y estaba, por consiguiente, habilitado para la celebración de las cosas sagradas, como tal sacerdote á sacris faciendis.

Podía así predicar, perdonar los pecados, celebrar el sacrificio de la misa, dar la eucaristía y extrema-unción, bautizar, bendecir las cosas no reservadas á los obispos, y presidir al pueblo en funciones religiosas.

Y como tal clérigo de orden mayor, estaba adscrito perpetuamente al servicio de la Iglesia, sin poder evadirse de la vida clerical; con la obligación del rezo en las horas canónicas, y la sujeción á la ley de la continencia, en virtud de voto solemne, cuya infracción le atraía el ser excomulgado, y que se declarase nulo cualquier matrimonio que efectuase.

Este último punto había sido esclarecido hasta la evidencia, y confirmado desde el siglo XII por disposiciones canónicas, por el papa Calixto II en el Concilio de Letrán, y últimamente por el mismo Concilio tridentino.

Con arreglo, pues, á las más puras fuentes del derecho canónico, el matrimonio que celebrase un clérigo de tal orden, era ipso facto declarado nulo.

Hasta en las Decretales aparece ese voto como impedimiento dirimente: Error, conditio, votum, etc.

El individuo á que hacemos referencia, ó sea el emigrado, desembarcó en Benos Aires vestido de particular; ocultó su sagrado carácter, y se mantuvo retraído de su verdadero centro.

Entregóse por completo á la vida seglar, sufdó muchas peripecias y estrecheces, y la suerte se le manifestó casi siempre adversa.

La epidemia de 1871 le proporcionó medios de colocarse, y de desahogar algún tanto su comprometida y penosa situación.


III

Rufina se había enamorado ciegamente del joven, simpático, ilustrado y generoso extranjero.

Los besos de aquella tarde, recibidos entre lágrimas, habían encendido en ella una pasión impetuosa.

En toda mujer ejerce una influencia especial é inextinguible el primer beso de amor. Pero esto sucedía hasta hace unos cuantos años, pues hoy, como que los reciben tan repetidos y numerosos desde muy temprana edad, por mucha memoria que tengan, se les hace dificil averiguar cuál, cuándo y dónde fué el primero, y qué otros podrán ser los últimos.

Desde la referida tarde, el extranjero visitó con más intimidad y frecuencia á la joven.

Ambos se entendían con más franqueza, y hasta podría decirse que el amor estába ya hecho. Todo marchaba muy bien.

El le había hecho á ella muchas promesas, al parecer con la mayor sinceridad, sin omitir la muy seria del matrimonio.

Pero un día en que Rufina estaba sola, entregada á su trabajo de costura, sintió como una ligera presión por la ventana, y vió caer por dentro un papel muy doblado.

¿Quién sería?

No consiguió ver á nadie, pero leyó en el papel las lacónicas palabras siguientes, de letra de hombre, y de no muy correcta ortografía:

«Rufina, no se deje engañar, pues su gallego es un pícaro cura».

La joven alejó de su vista el papel con cierta repulsión, y exclamó muy asombrada y pensativa:

—¡Un cura él!

Volvió á leer aquellos caracteres de letra desconocida, y al pie de los cuales no aparecía firma alguna.

—Pues!.... puede ser que así sea. He notado en él desde un principio algo extraño, algo diferente á los demás hombres. De ser esto cierto; me ha engañado villanamente en lo más grave, que es lo del matrimonio, pues en lo demás no me ha dicho nunca lo que es, ni lo que deja de ser. ¡Un cura!.... Pues me he lucido. Y lo peor del caso es.... que ya el daño está hecho.

Rufina se levantó muy agitada, y se asomó á la puerta del patio.

Miraba distraída las adelfas, sin verlas seguramente.

Después se puso á remover las hojas del tomillo, al parecer muy contenta y como si ya no pensase en nada que la disgustase.

Luego entró él.... ¡el cura!

Lo recibió con invencible frialdad.

El cura comprendió algo desde las primeras miradas; ladeó algún tanto el semblante, y mostró su perfil característico de ave de rapiña, ron cierto fruncimiento de sus prominentes y pobladas cejas.


IV

—Parecéis esta tarde algo seria....

—Noooo....

—Algo debe haberos ocurrido.

—Me habéis jurado amor eterno....

—Sííí....

—Y me habeis dado palabra de casamiento....

—Tambien.

—¿Y si no pudiera cumplirse?

—¿Por qué?

—Porque hubiera alguna circunstancia poderosa....

—Acabad de una vez. Alguien os habrá dicho que yo soy sacerdote.

Rufina hizo con la cabeza un movimiento de afirmación, y él lanzó una ligera carcajada. Luego añadió:

—Pero ese no será obstáculo para que yo os ame siempre con toda mi alma.

—Ah, sí; pero no podre ser vuestra esposa, sino una simple querida.

—¿Y que más da? ¡No será siempre mi amor el mismo? Rufina se había puesto bastante encendida, tenía la cabeza baja, y se entretenía en frotar entre sus dedos un pliegue del vestido.

El cura añadió:

—Os amaré siempre.

—Pero.... yo aspiraba á un amor de esposo, y vos estáis en la imposibilidad de casaros conmigo.

—De modo que... ¿ya no me amais?

—Francamente... un sacerdote... esto me produce cierto horror...

El cura se puso algún tanto pálido.

Ambos quedaron durante un rato en silencio y entregados á sus reflexiones.

Luego dijo él sin levantar la cabeza, y como hablando consigo mismo:

—¡Ridiculeces humanas! ¿Acaso no late dentro del pecho de un sacerdote un corazón igual al de los otros? ¿No es terrible barbaridad el oprimírselo dentro de un anillo de hierro? El amor es soplo de Dios, el que arrastra dulcemente á todos los seres; es la luz y calor de la vida. El manto y el vestido del sacerdote no son tan negros, como las profundas tinieblas en que se pretende envolver su corazón. Se le obliga á prestar un voto solemne, sin considerar que la ola de las pasiones se estrellará y hará sangrienta espuma dentro del pecho. ¡Oh, no, no!... ¡imposible vivir sin amar! Y luego... existir en la sociedad como ave de mal agüero, espantada de todos los nidos.... sin verdaderas y legítimas afecciones... sin una esposa... sin familia. El catolicismo es en esto bárbaro y despótico. Después... el mismo confesonario es el más agudo dardo lanzando á nuestras pasiones. Aunque el espíritu lograra apagarse, la carne se enciende. Con tan tiránicas y absurdas restricciones,­ se contraría la misma obra de Dios. Dios no ha ordenado nada de esto. Son leyes establecidas por un concilio, por una reunión de hombres. El protestantismo es en tal punto más moral y filosófico... porque el sacerdote protestante se casa... y tiene familia...

El extranjero se interrumpió, dirigió distraidamente su vista á las paredes, y sacó y preparó un cigarro, que no encendió.

Luego clavó su mirada en la joven, la cual bajó la cabeza, frotando siempre un pliegue de su traje entre los dedos.

El prosiguió:

—Yo os amo. Nadie podrá... ni será capaz de pisotear mis sentimientos. Vuestra juventud, vuestra hermosura, vuestras gracias, el atractivo imperioso de vuestras formas, todo vuestro sér ha penetrado en mi alma por medio de la luz de vuestros ojos, y á través de mis mísmos ojos. Os amare siempre, como os lo he prometido, y... sereis mi esposa.

—¿Vuestra esposa?... ¿Cómo?...

El sacerdote vaciló unos instantes.

Seguidamente dijo:

—Si, seréis mi esposa. Me haré protestante, y al sacerdote de la reforma no se le prohiben tan naturales y legítimas uniones. El protestantismo es el renuevo perfumado, exuberante, lleno de flores y dorados reflejos, sobre el viejo, pesado y negrusco tronco del catolicismo. El uno es la rama delicada y florida que se alza sobre las cercas, pará recibir las caricias del sol y del aire; el otro es la dura y resquebrajada corteza que se oculta entre sombras, humedades y ortigas. Yo seré un digno sacerdote con arreglo á los principios religiosos de la reforma del siglo XVI, y vos seréis mi idolatrada esposa. ¿Estáis ahcra conforme?

La joven cruzó sus manos, y lanzó un profundo suspiro.

El sacerdote se sentó entonces cariñosamente á su lado, rodeó con su brazo su cintura, y le dió un ardiente beso en la boca.

Alguien pasaba en el momento por la calle, y produjo un violento acceso de tos.





CAPÍTULO V
El Hogar


I

En el año de 1873 aparecen allanadas todas las dificultades.

El presbítero Castro Rodríguez ha realizado sus tendencias, se ha hecho protestante, y ha efectuado un enlace matrimonial con la joven Rufina Padín, con arreglo á las prácticas de la secta metodista.

Su suerte es muy varia.

Han alquilado otra casa más aparente, y han establecido un colegio.

No les ha resultado dé tal negocio las ventajas apetecibles.

Viven con bastante estrechez, y con esa amarga zozobra que atrae la inseguridad del día de mañana.

Desgraciadamente, la mayor parte de los lectores estarán en el caso de poder apreciar esas oscuras situaciones de la vida, porque son pocos los favorecidos, deresolver con muchas dificultades el complicado problema del pan necesario de hoy, y ver cada vez más agotados los recursos relativamente al de los días sucesivos.

Al fin, después de tantas penalidades, hemos logrado en horas bastante retrasadas subvenir á las más ineludibles necesidades del día de hoy: pero, ¿y mañana?

Cuando una situación se manifiesta así, la vida es amargo peso.

Rufina, que parece predestinada á toda clase de dolores y sufrimientos, llega á figurarse que su vida no ha de ser más que un tejido de contrariedades, estrecheces y sinsabores.

La misma amargura en que ha sido educada, y los severos principios de honradez y virtud que en su corazón arraigara su inolvidable madre, la hacen afrontar tan difíciles situaciones con la mayor energía y resignación.

Lejos de producir la más mínima queja, ó de hacer traslucir cualquiera sombra de disgusto, ella se muestra siempre satisfecha y hasta sonriente, y trata de aliviar las penalidades con el trabajo de sus débiles manos.

Se levanta al alba, y trabaja en la costura incansablemente, casi basta media noche.

El trabajo de la débil mujer remedia frecuentemente las más perentorias faltas.

Aquella conformidad con la aciaga suerte, y su belleza natural siempre en aumento, han servido con toda eficacia para convertirla en verdadero ángel del hogar.

¡Pobre Rufina!

Ella cree que hay bastante en esta prosaica vida, con amar y verse amada.

Y en efecto, sus días corren, fuera de esos naturales reveses de la fortuna, en la mayor paz y familiar armonía. ¿Qué importa algunas veces una pobre taza

de té y un humilde panecillo, si el cariño suple y completa lo demás?

No ha habido entre ellos el más mínimo motivo de disgusto.

Está, pues, tranquila, y hasta se considera feliz.

La prosperidad... ¿qué importa la prosperidad? Ella vendría al fin; y si no, sería insensatez el desesperarse.

Pero un acontecimiento vino á poco á alejar aquel pequeño resto de dicha, para que la amargura fuese completa, para que todo se volviese sombras y noche.

Llega de España un joven pariente del clérigo, y se aloja en la misma casa.

Este pariente no mira con indiferencia la atrayente belleza de la joven, y acaba por enamorarse de ella frenéticcmente.

Rufina comprende lo grave de su situación, por la circunstancia del parentesco que la obligaba á cierto disimulo, y por el continuo peligro que producía la misma intimidad y confianza de vida.

Procura resolver tan escabroso asunto con toda habilidad, mostrando al enamorado joven la mayor entereza; y trátando de evitar, por otra parte, con la mayor escrupulosidad, cualquier detalle que pudiera hacer traslucir al sacerdote lo violento de la situación.

Un día se hallaba en su gabinete entregada á su cotidiano trabajo.

Castro Rodríguez había salido después del almuerzo á sus perentorias diligencias y el pariente había quedado en su aposento acostado, con un aparente dolor de estómago.

Pero luego se había acercado á Rufina, y la había exasperado con todo género de atrevimientos y brutalidades.


II

Habíala declarado su amor de la manera más ostensible; y cegado por los encantos de la jovén, por sus grandes y expresivos ojos, por lo incitante de sus formas, y por la soledad tan favorable que les rodeaba, había llevado sus pretensiones hasta la violencia.

Rufina estaba cosiendo cerca de la ventana del gabinete.

Él la había contemplado durante unos instantes, con la mayor exaltación, á través de una rendija de la puerta.

Le pareció entonces Rufina más bella que nunca.

Pasaba la luz de fuera por las cortinas de la ventana, produciendo en el agraciado semblante de la joven ciertos .eflejos de paraíso.

¡Qué cabeza aquella más adorable, qué cintura, que formas más provocativas!

Agena á tal acecho, sus movimientos obedecían á la más completa espontaneidad.

Algunas veces suspendía el trabajo, Y se quedaba héchiceramente pensativa.

¿Qué ideas vagarían en tales momentos por su imaginación?

Reanudaba su tarea, y la volvía á interumpir seguidamente.

Una vez aplicó un dedo á su boca, como si tratara de imponer silencio á su lenguaje interior.

Vestía un peinador de deslumbrante blancura, de presillas y botones de nácar en la delantera; y sus gruesas y delicadas trenzas, negras como ondulantes sombras materializadas, se hallaban sujetas por un gran alfiler que terminaba en dorada cruz.

Cierta penumbra encantadora producía un severo tinte en sus facciones, por la parte opuesta á la ventana.

En uno de esos instantes se había picado con la aguja,

y sus frescos labios trataban de borrar en el dedo la diminuta, gota de sangre.

Muy claramente, estaba ella distraída.

¿Quién sabe si tal vez pensaría en él, en él que la observaba con tanto arrobamiento desde ia rendija de la puerta?

Propendemos siempre á interpretar en favor nuestro, todo aquello que nos favorece y que desearíamos ver realizado.

Pidió permiso para entrar.

Habló en un principio con gran embarazo de cosas insignificantes, y después abordó con demasiada claridad sus pretensiones.

Rufina se le mostró desde el primer momento muy seria.

El se hizó cargo de la situación, y calculó que debía jugarse el todo por el todo, puesto que la fortuna favorece á los atrevidos, principalmente en asuntos y escenas de tal carácter.

La joven"se le mostró en extremo severa; y como el primer paso estaba dado, convenía ya seguir la borrasca con todas sus consecuencias.

Trató nada menos que de besarla, cuyo imprudente acto le valió una bofetada furibunda.

—Es usted un canalla, un miserable; que abusa de la sagrada y sincera hospitalidad que se le prodiga.

—Perdon... pero yo no tengo culpa de que sea usted tan bella.

—Ya que yo no le mereciera á usted respeto, debería usted tener consideración con el hogar de su tío, de un sacerdote....

—Pues eso último es lo que me ha reanimado. ¿Deben acaso los curas tener queridas?

—Atrevido, canalla... soy su esposa.

—¿Su esposa? ¿Y de cuando acá se casan los curas?

—Sea como fuere, ¿á usted qué le importa?

—Su misma hermosura, señora, es el mayor peligro; y esto debía disculpar mi loco atrevimiento ante los mismos ojos de usted. Póngase usted en mi caso, y haría lo mismo, ó peor.

—¡Atrevido!...

—Tenga usted lástima de mí. Nadie sabrá nada.

—Retírese usted, infame; ó podrá salirle caro su atrevimiento.

—Me ordena usted lo imposible. Preferiría que me matara, antes que...

—Pero, ¡esto es atroz! ¡Qué infamia! ¡Váyase usted de aquí!

Las circunstancias eran por demás difíciles, y exigían arreglarlo todo con una enérgica resolución.

Ya el mal paso estaba dado, y en tan escabroso asunto, le perjudicaría más la tentativa que la misma consumación del hecho.

Pálido y en extremo excitado, dominado por una de esas violentas situaciones que no pueden compararse con otra cosa mejor qué con un volcán, se dirigió á ella con los brazos abiertos.

Trabóse entonces una desesperada lucha, en que él llevó la peor parte.

Las hermosas trenzas de la joven se soltaron y cayeron sobre sus hombros, y su semblante se puso vivamente encendido.

La resistencia era firme y proporcionada al brusco ataque.

Por su parte, no había él conseguido ni besarla, por más que á tal fin encaminara sus esfuerzos desde el principio.

Rufina se había apoderado de las tijeras, y, le había produciao un gran arañazo en el cuello.

Luego se sintió ruido en la puerta de la calle, los pasos de una persona que entraba, y no podía ser otro que él.

Entonces el fogoso y atrevido enamorado corrió sigilosamente á su aposento, v ella se sentó en su correspondiente sitio, tratando de arreglarse el pelo y el semblante lo mejor posible.


III

El cura dirigió, á Rufina una escudriñadora mirada.

Notó, como era consiguiente, lo encendido de su semblante y su gran agitaci6n.

—¿Qué es eso? ¿Qué te ha pasado?.

—Nada... He estado limpiando los múebles... y dedicada á las faenas de la cocina.

—Es extraño, en atención á que nunca has estado­ así.

—Puedes creerme. No hay motivo alguno para que pretenda engañarte. Te lo juro.

El clérigo bajó la cabeza pensativo.

Volvió á mirarla con mucha atenci6n y preguntó: —¿Y F.?

Rufina contestó con cieno desprecio é indiferencia:

—No sé; en su aposento estará.

El clérigo se levantó, y con las manos cruzadas á la espalda, comenzó á pasearse muy agitadamente por la habitación.

Deteniéndose frente á ella á poco, volvió á mirarla con mucha atención, y dijo:

—Todo esto me extraña bastante.

—¿El qué, querido mío?

El clérigo alzó la voz con cólera, y exclamó:

—¡Tu cara! ¡Esa cara de meretriz!

—!Jesú!... Virgén del Carmen... ¿Y qué has visto, qué motivos tienes para tratarme así? Te lo juro por la memoria de mi idolatrada madre, que no hay razón alguna

para que te incomodes, ni me dirijas tales insultos.

El clérigo pareció calmarse con tales palabras. En buena razón, ningún motivo había. Él, verdaderamente, no había visto nada malo. Y aquella agitación de Rufina, que pronto había desaparecido, podía provenir muy bien de trabajos caseros y calor del fogón.

Tranquilizóse, pues; pero quedó en el fondo de su alma la sospecha y la duda.

Como que estaba plenamente convencido de lo que son casi todas las mujeres, ¿qué de extraordinario tendría que el pícaro de su sobrino, aprovechando la soledad y ausencia suya, ae hubiera divertido muy honestamente con su mujer?

Y éste sería el principal motivo de su dolor de estómago; y el quedarse encerrado en su aposento, en vez de andar por las calles en solicitud de colocación.

Aquella misma tarde buscó un pretexto, le negó toda hospitalidad sucesiva por zángano y holgazán, y le prohibió volviera á pisar más su casa.


IV

Pasó felizmente para la honrada y simpática Rufina aquel nublado.

Pero otra tarde estaban sentados el clérigo y ella junto á la ventana; hablaban cariñosamente de sus estrechas circunstancias, de lo poco que les lucía el trabajo; de lo difícil que se hacía encontrar para él ocupaciones ventajosas; del alquiler de la casa cuya obligación llegaría pronto; de lo nublado del presente y lo muy oscuro del porvenir.

Penetraban á través de los cristales los últimos resplandores del sol. Las hojas y flores del tul de las cortinas, producían en el semblante de ambos caprichosas sombras ó dibujos. Pasaba de cuando en cuando alguna atronadora carreta cargada de fardos y cajones, y cortaba por momentos la apacible conversación. Estaba la calle poco concurrida. Oíase el toque de oraciones de la parroquia próxima.

Pasó casi rozando la ventana, y como tratando de mirar hacia adentro, un individuo joven, de facciones indias, una especie de tipo de gaucho, el cual expresó en su rostro cierta odiosidad y como una sonrisa de burla.

El clérigo miró á Rufina, que se puso vivamente colorada; y quedó seguidamente sumido en largas cavilaciones.

Y no fué aquella la única vez que viera al tal individuo.

Lo encontraba. en las calles repetidas veces, y hasta llegó á figurarse que le siguiera los pasos.

Sería tal vez casualidad, porque hay coincidencias bien extrañas.

De todas maneras, y fuera como fuese, producíale siempre tal tipo desagradable impresión.

También algunas noches en que estuviera hasta altas horas sin poder conciliar el sueño, en medio del profund ....silencio de la noche, le había parecido oir junto á las ventanas algunos golpes de exagerada tos.





CAPÍTULO VI
E l g a u c h o


I

Desde que se entra en la capital de la República Argentina por la parte del río ó de los muelles, se nota seguidamente el sello español en esos sobríos pórticos y galerías del Paseo de Julio.

Será muy difícil encontrar una ciudad española ó de origen español, en la que no se observe una plaza ó calle con tales arcos y bóvedas, de mucha comodidad, por otra parte, en la estación de lluvias.

Hasta en los más notables edificios y soberbios monumentos, se nota ese sistema de construcción: en la plaza de la Armería del Palacio real y en la p1aza Mayor de Madrid; en el palacio de Aranjuez, en la gran mole del Escorial, en cuyas galerías interminables se asemeja el hombre á una hormiga, y en muchos otros, puede observarse lo que decimos.

Después, hay ciudades como Bilbao, Cádiz, Santander, Lérida y muchas otras capitales de provincia; y pueblos como Portugalete, Agramunt, Tárrega, Cervera, Corvins, Bellpuig, etc., en los que tampoco faltan esas galerías y pórticos.

Verdad es que en las ciudades de otras naciones también las hay: en Lisboa, por ejemplo, y en París mismo, donde puede notarse la hermosa calle de Rivoli; pero no con tanta tendencia como en las ciudades españolas.

Tales pórticos, que van desapareciendo de las construcciones modernas tal vez por el severo aspecto que á las poblaciones comunican, producen la gran ventaja de sombra y fresco en verano, y el muy agradable abrigo en invierno.

En Buenos Aires, si no fuera por la clase de gente que á él concurre, su paseo de Julio sería de lo más agradable y atrayente.

Precisamente esas abrigadas galerías, los jardines próximos, y el movimiento del gran río de la Plata que muestra á la vista sus revueltas olas y sus lanchas y vapores numerosos, hacen del expresado paseo un sitio de los más alegres y agradables.

Pero tales encantos se nublan generalmente ante la multitud de fonduchos, tabernas y demás establecimientos de baja estofa, y ante la oscura concurrencia que por lo regular en tal punto se exhibe.

Ese paseo ha tenido hasta la fecha mala suerte.

Podría considerarse en la actualidad, relativamente á Buenos Aires, como el zaguán de su presidio.

Dentro de poco, y gracias al vertiginoso espíritu de reformas que anima á esta gran ciudad, es muy pro~ bable tenga ese paseo más lisongero porvenir.


II

En una tarde del expresado año de 1873, hallábanse sentados junto al velador de un rinc6n, en uno de esos fonduchos ó cafetines, dos individuos de no muy edificante aspecto.

Era uno de ellos de facciones indias, de lo que en el país se llama un tipo achinado; de apariencia y modales de gaucho, aunque vestido con cierta pulcritud; y el otro, de más edad que el anterior, era de parecida índole, una especie de fisonomía paralela, si la geometría entrara también en los trajes, maneras y facciones.

Tomaban con bastante prodigalidad cerveza de Biécker, de la famosa casa dundada en 1860, y fumaban cigarrillos negros, de ese tabaco que nos viene del Brasil preparado con miel de caña y cualquiera otra cosa más.

Los otros veladores estaban ocupados por muchos parroquianos, que fumando también, bebiendo y charlando en gerigonzas de acentuación extranjera, convertían el local en una feria ó mercado; ó más bien, en lo qué realmente era; en un cafetín del paseo de Julio.

La atmósfera estaba cargada de vapores alcohólicos, bocanadas de tabaco, olor de ropa burda y sudada; y se formaba en el techo y paredes cierto matiz amarillento como el de una pipa de fumar.

El salón respiraba por la puerta el aire de la calle, y las corrientes de su espeso aliento eran muy parecidas á las que salen de la boca de un borracho, mezcla de alcohol, de tabaco y como de hígado en descomposición, aliento que hace volver la cabeza y hasta produce náuseas.

Estaba á cargo del mostrador, siempre mojado y visitado por las moscas, y de las empolvadas y sospechosas botellas del armario, entre las que resaltaban algunos limones, un hombre de mediana edad, al parecer italiano; grueso, coloradote, y de alegre semblante, lo que revelaba no le fuera mal en su negocio; y servía los veladores haciendo al mostrador los pedidos con voces fuertes y atipladas, un mozo muy flaco y sin chaqueta; algo cargado de espaldas y con una tohalla en la mano, que le servía para dos cosas: para limpiar tanta porquería, y para espantar los insectos.


III

Los dos gauchos del velador del fondo, sostenían muy animada conversación.

—Ya verá él, decia el más joven, como me la va á paaagar. Y ella... está peeerdida. La que ella me hizo, me la habrá de paaagar. Esa hija de la gran... Por ella estuve tres meses arrestado. Y todo para vivir después con un pícaro cura.

—Tomá, dijo el otro llenándole al vaso y mostrándole un cigarro. Yo no arreglaría eso así. Yo le cortaría á ella el gaznate. Andá, y verás que pronto se hace todo.

El otro dijo entonces abismado en sus reflexiones:

—¡Qué esperanzas! Conviene más intrigar, y al fin la venganza será grande. Me la va á paaagar. ¿Quéne querés? Me parece poco lo otro.

—Pícaras mujeres.... ¡enamorarse de los curas! Ya les daría yo sotana en el cuello.

—Me la va á paaagar. Para eso los vigilo como sombra. Acordate de lo que te digo ahora: que me lava á paaagar. Para ella no ha sido zonzo y guarango el cura. ¡Hija de la gran siete!..

—Y es muy bonita la muchacha esa.

—¡Qué esperanzas! Ya me hiede á sacristía y á sotana y á cera. Yo le daré é ella un colchón bendito. Y á ese chancho.... le prometo no ha de comer más muchos choclos.

—No es mala chaucha un cura. Todo cura es una especie de poroto negro.

—Ya verás, que el lío que les voy á aaarmá, va á ser grande.

—Tal vez no haya, tenido ella la culpa, sin6 que el otro la engaaañó.

—¡Que esperanza! No la engaaañado, porque yo le avise con un papelito que le tiré por la ventana, de que era un cura.

—Está fresca. Enamorarse y hacer liga dos faldas, una de mujer y otra de cura.....

—Pero ya verás como con la mano en el bolsillo... le voy á pegar la gran bofetá.

—Duro... y dale duro.

—¿Te acordás de cuando estuve preso? Entonces juré vengarme y.... me la va á paaagar.

—Te va á excolmugar el cura. —¡Que esperanzal Ya le excomulgaré yo á él el gaznate con un buen choclo.

—Otra botella.

—Un año, dos años, cinco años.... veinte años he de estar al acecho.

—Entonces te pondrás viejo.

—Y la cosa va á seeer gorda.

—Tomá, bebé, que es muy güena esta serbesa.

—Me la va á paaaaagar, esa hija de la gran siete.

—¡Pucha, que la parió! Mirá que tú sos loco.





CAPÍTULO VII
P o r la o t r a v e r e d a


I

Pasa el tiempo, y la suerte de Rufina, y del clérigo no cambia.

Vense rodeados siempre por las mismas contrariedades, alternativas y miserias.

El negocio de colegios ha salido muy mal.

Emprenden otros, y todo va siempre de mal á peor.

Cuando la fortuna vuelve la espalda, esa entidad femenina la más voluble de todas, no hay más que bajar la cabeza hasta que el chubasco pase, si es que ha de pasar alguna vez.

El clérigo cavila día y noche, y la pobre Rufina trabaja en silencio.

Al fin cree él haber encontrado la solución á toda aqueila cadena de miserias, á aquel agobiador problema de una vida angustiosa.

Figúrase hallarse en un campo á cuyo frente sólo deocubre rocas estériles y abrasadas por el sol, y cuya subida sé hace cada vez más impracticable. Entre aquellas escabrosidades, hondonadas y precipicios; entre aquellos pedruscos y cardos, que lastiman sus pies; entre aquella atmósfera enrarecida y asfixiante, apenas si sus ojos pueden descubrir un recortado palmo de cielo azul.

Es muy penoso seguir por aquella dirección.

El calor y el cansancio le sofocan y excitan devoradora sed, y gracias que encuentre en la quiebra de cualquier roca pequeñas cantidades de lluvia, un poco de agua amarillenta y corrompida.

La peregrinación no puede ser más molesta, y ya hasta el ánimo falta.

¿Y se abrirán al fin aquellos escarpes, para mostrarse un paisaje halagüeño?

¿Seguirán, por el contrario, eslabonándose cual una eterna cadena de granito?

El fantástico viajero se detiene, limpia el sudor de su rostro, y medita.

Dirige su vista á todos lados, y nada descubre que le reanime.

Se considera como una especíe de náufrago entre aquella tempestad de las rocas.

¿No sería mejor volver atrás?

La otra vereda por donde se encaminaba y que tan imprudentemente dej6, ¿no presentaba á su vista otras superficies y otro horizonte?

Sin duda alguna: por aquella otra vereda ofrecíase á su contemplación risueña llanura, gmpos de árooles con benéfica sombra, arroyuelos cristalinos, y perfumados céspedes y flores. Y corriendo luego la mirada á las nacaradas y azules lontananzas; descubría el risueño perfil de un campanario, de una parroquia y de un tranquilo y honrado caserío.

¡Que diferencia de direcciones!

Había dejado la vereda de los verdaderos principios, de la probidad, de los días tranquilos y provechosos; de la religión de sus padres, de aquella religión á la cual vinculara su vida; de aquel Catolicismo en cuyo seno se encuentran siempre los suaves y puros goces del alma.

Había cambiado la apacible y misteriosa luz de los astros, por pálidos reflejos artificiales.

Parecíale llegaban á su oído alegres repiques de campana, toques de alba y de oraciones; y podía asegurar respiraba en aquellos momentos su espíritu, perfumadas nubes de incienso, que se desprendían desde los altares á las elevadas y magestuosas bóvedas del Catolicismo.

¡Oh, era necesario retroceder!

Conveníale desandar el torcido camino, y dirigirse nuevamente par la vereda primitiva.

Esto era muy dificil; pero á fuerza de voluntad, constancia y arrepentimiento, esos obstáculos no llegarían á confundirse con lo imposible.

Solicitudes, súplicas, lágrimas, penitencias, protestas de firmeza para el porvenir, todo lo pondría en juego. El sabría tocar con la mayor eficacia todos los resortes.


II

Sus propósitos no quedaron defraudados.

Presentóse en el año de 1877 al Arzobispo de Buenos Aires, como pecador arrepentido, como oveja descarriada, como víctima más bien de una negra fatalidad, que de sus mismos voluntarios impulsos, y arrojándose á los pies del digno prelado con la mayor contrición, entre suplicas, lágrimas y suspiros, consiguió ablandar su paternal ánimo, y, mediante una instancia en forma, logró volver al seno de Catolicismo.

Ya estaba. otra vez en la buena vereda.

Y dado tan trascendental y provechoso paso, hacíase lógico observar una conducta intachable para lo sucesivo, ser un sacerdote modelo, por lo mismo que su anterior marcha había sido en extremo oscura y torcida.

Cumplía una regeneración completa, nna virtud verdaderamente estoica para el porvenir.

Las manchas anteriores, podrían solo borrarse con la esponja de la más acrisolada honradez.

El cambio debería ser radical y firme.

El Arzobispo, por su parte, acogió al arrepentido pecador, al nuevo hijo pródigo, con la mayor generosidad.

Sujeto á las pruebas y prácticas de estilo, fue rehabilitado en el sacerdocio.

Y para que atendiera mejor á su subsistencia, se le proporcionaron los medios oportunos.

Por su calidad de presbítero, tenía, como hemos manifestado anteriormente, la potestad de orden.

Se le dió ahora también la de jurisdicción, y fué nombrado cura parróco del pequeño pueblo del Azul.

Tal cambio era para la pobre Rufina un verdadero golpe, porque con el nuevo carácter que su marido tomaba, el matrimonio era nulo, y su unión quedaría en todo caso y para lo sucesivo, como un simple concubinato.

Sufrió, pues, una terrible contrariedad; el camino estaba, ya andado, y no le quedaba modo alguno de retroceder, ó tomar otra dirección para el porvenir.

Era á toda luz una mujer muy desgraciada.

Hay seres sobre cuya cabeza la desgracia se posa como nube de plomo, desde que nacen hasta que dejan de existir.

¿Para qué se da la vida á tales seres?

Esos privilegios odiosos constituyen la negra noche de la filosofía.

Cierta tarde llegó él muy alborozado mostrándole sus documentos de rehabilitación, y su nombramiento de cura del Azul.

La para él, agradable nueva, la recibió ella con abundancia de sollozos y lágrimas.

¿Qué papel haría ella en la sociedad?

Sería simplemente la mujer ó concubina de un cura, y se atraería el desprecio y hasta la risa de todos.

Recordó muy á lo vivo las diversas peripecias de su vida; su incansable trabjo de costura en la pequeña casa de la calle de... el inmenso cariño de su madre, la terrible pérdida de tan honrada y virtuosa señora: la aparición inesperada del jóven extranjero, tan simpático, bién parecido. fino, ilustrado y generoso; sus protestas de amor, el forzado casamiento luego con arreglo á las prácticas de una religión diferente de la suya, cuando se descubrió su carácter de sacerdote; la vida marital hecha después, trabajando en colegios y otros nogocios, sin que la suerte se hubiera dignado favorecerla en lo más mínimo; y el golpe final, que si bien mejorába la situación de él, á ella la contrariaba más hondamente.

Estaba visto, que ella habría de llevar siempre la de perder y perjudicarse.

Se llevó las manos á la frente, cubrió con ellas sus ojos, y exclamó:

—Soy la mujer más desgraciada del mundo. ¿Qué atractivo tiene para mí la vida?


III

El cura marchó á su parroquia del Azul.

Dejó á Rufina en Buenos Aires, hasta que estudiando bien el pueblo y excogitanto los medios convenientes á la ocultación de su lazo, halló modo de llevarla con él, aunque con bastantes precauciones y reservas.

En su nuevo compromiso, estaba en la inprescindible necesidad de renunciar á aquella y á toda otra mujer, para siempre.

Imponíasele otra vez la ineludible ley de la continencia, prescrita por toda disposición canónica, con toda su fuerza y vigor; precisamente el nudo más apretado del sacerdocio católico.

Cualquier escándalo ó denuncia en tal sentido, echaría por tierra el porvenir que se había creado, despúes de tantas manchas, apostasías y contratiempos.

Siguió, pues, disfrutando de los favores de ella, aunque con las precauciones referidas.

Pasado un año próximamente, en 1878, nació una robusta y hermosa niña, á la que bautizaron con el nombre de Petrona María.

Y no mucho tiempo después, por razones muy fundadas á juicio de ambos, Rufina y su hija volvieron á residir en Buenos Aires, adonde el cura venía frecuentemente á verla. A pesar de esa separación, siguieron las relaciones con la mayor cordialidad.

Bajo el punto de vista de los intereses, la suerte hacía ya algún tiempo que los favorecía casi con réditos, de los sufrimientos y misérias anteriores.

Con el asombroso valor que la propiedad adquirió en Buenos Aires, que hoy mismo parece un sueño para las personas que han observado y seguido su marcha, los humildes terrenos de Rufina adquirieron importancia colosal.

Subieron á algunos miles de pesos, y siempre con tendencias á aumento en el porvenir.

La nube se había ya disipado.

Algunos rayos de benéfico sol, alumbraban al fin la existencia de la tan desgraciada Rufina.

Luego tenía un ser en quien reconcentrar todo su cariño, ese cariño el más profundo y verdadero de la tierra, el cariño de una madre. Consagróse, pues, á la educación de su hija con la mayor escrupulosidad.

Algunos años después, el cura Castro Rodríguez fue ascendido para la parroquia de Olavarría.





CAPÍTULO VIII
L a c o n f e s i ó n


I

Olavarría es un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires, á unas cuantas leguas de la ciudad de La Plata, á cuya jurisdicción pertenece.

Llega hasta él un ramal de la vía-férrea, y gracias á esta poderosa circunstancia y á los torrentes de vida y progreso que se derraman, por decirlo así, del corazón de la república, ha tomado hoy gran incremento.

Tiene ya muy buenas tiendas, cafés, fondas, billares;

y dentro de poco será una hermosa ciudad, especialmente por la vía-férrea antedicha.

En las grandes extensiones que la república contiene, gracias á la febril actividad que reina y á las numerosas emigraciones, obsérvase hoy esta especie de salpicadura de ciudades y caseríos, que la convertirán con el transcurso de unos cuantos años en una poderosa nación.

Aparece en las agrestes soledades la chacra, luego la colonia, y después el caserío.

Una colonia, con sus casas de barro y yerba y techos rústicos, no viene á ser más que una especie de capullo de ciudad.

Se roturan los terrenos, se descuajan los bosques, se siembran las semillas, y al lado de un pan nace luego un hombre, como decía Buffón.

En un día de mayo del año actual, habíase mostrado el tiempo bastante húmedo y frío, y una compacta niebla envolvía en flotantes sudarios la pintoresca población de Olavarría.

No había ni el más leve soplo de brisa, y la niebla parecía dormirse entre las calles, sobre los tejados, y formaba especie de blanquecinos estanques dentro de los denegridos muros de las huertas.

Parecía que algún gigante fumaba en las alturas, y la arrojaba imprudentes bocanadas de su pipa.

Esos velos de niebla que envuelven las ciudades y paisajes en ciertos días del invierno, parece quieren darnos una idea de la nada, borrándo en blancas sombras la Creación; y atraen profunda tristeza á nuestro espíritu.

Hallábase el cura en su parroquia, había dicho misa, y recibió luego el encargo de ir á confesar á un enfermo del pueblo.

Días antes había llegado por el tren de la capital un tipo achinado, una especie de gaucho, aunque vestido con cierta pulcritud y revelando una posición desahogada,, el cual se había alojado en casa de una prima suya, joven por cierto bastante agraciada.

El cura fue conducido por entre la niebla á una de las últimas casas de la población, junto á bosquecillos de higueras y perales, ya casi en pleno campo.

Ofrecióse á su vista una pieza algo tosca, adornada con pocos y atrasados muebles; y en una cama de hierro se veía acostado un hombre, joven aún, con la cabeza vendada, muy pálido, el cual tenía á su cabecera una mesa de noche con varios vasos y botellas de medicamentos.

Notábase. en la habitación un acentuado olor á vinagre v ajos, y no había allí más personas que el enfermo y una joven de atrayente presencia, que había sido precisamente la que buscara y acompañara al cura.

Retiróse ella respetuosamente á otra pieza próxima, á fin de que se efectuara el delicado y trascendental acto, con la soledad y recogimiento convenientes.

Por más que el hombre tenía la cabeza muy vendada, como hemos dicho, y se hallaba, además, bastante arrebujado entre las sábanas y colcha del lecho, el cura creyó haberle visto alguna otra vez, aunque sin recordar donde. Aquel tipo no le era del todo desconocido. Le hbría visto probablemente en el mismo pueblo.


II

Principió la confesión.

El hombre la interrumpía frecuentemente con dolientes ayes é interjecciones de dolor.

—Padre, yo tengo en Buenos Aires una híja que he abandonado... una hija bastarda. He sido también muy cruel con su madre, la cual al fin ha buscado un lenitivo á mis desprecios, arrojándose en brazos de otros hombres, en ciertas casas de prostitución reservada y clandestina. Conozco á esa mujer desde que eramos caai niños, y hemos jugado con bastante intimidad durante la adolesoencia. Yo vivía en Buenos Aires cerca de su casa. Su madre murió de la fiebre amarilla, y quedó huérfana. Yo la desengañé de la imposibilidad de casarnos porque no eran tales mis intenciones, y la aconsejé aprovechara la primera oportunidad que se le presentara, sin prejuicio de seguirla amando siempre.

El cura miraba al hombre con atención devoradora, y había retirado algún tanto su silla de la cama.

—Por fortuna, ella encontró á poco á un extranjero, el cual tambien la engañó con un similacro de matrimonio, pues él estaba también, aunque por otros motivos más poderosos, imposibilitado de casarse con ella. Yo he amado siempre á esa mujer con una pasión puramente sensual, porque es bastante bella, y no he perdido ocasión alguna de disfrutar sin compromiso y sigilosamente de sus favores. Después fue ella. con su marido á un pueblo, y yo la seguí. Y reconozco á la hija que tiene como mía, por los inequívocos detalles de haber sacado un lunar en el cuello y una mancha rojiza en un brazo, como en mí se puede observar, además de la identidad que existe de fisonomía y facciones.

El cura miraba al enfermo con ojos de demonio; su palidez era mortal, y las facciollQs estaban visiblemente contraídas. No había interrumpido la confesión del enfermo ni con un suspiro, ni cón el natural ruido de la respiración.

El enfermo prosiguió:

—Además, el hombre con quien maritalmente ha vivido, no debe tener mucha habilidad de procreación, á juzgar por los años que han mediado desde 1871 al 78, en lo mas lozano de la juventud de ella, sin que

apareciera ningún otro hijo.

El cura produjo entonces una especie de tos violenta, é hizo esta observación:

—Pues... y usted, que también se unía á ella,¿estaba tampoco mejor dotado por la naturaleza para tal fecundidad?

El enfermo replicó sin desconcertarse:

—Eso se explica fácilmente por la circunstancia de que durante aquel período de años, desde 1871 á 1877, sólo pude proporcionarme algún momento muy fugitivo, por la unión y vida íntima que los dos llevaban. Cuando luego pasaron al pueblo, por motivo de las ineludibles y reglamentarias ocupaciones de él, las ocasiones fueron más holgadas y propicias.

Siguió un largo intérvalo de silencio, y de profundas cavilaciones por parte del cura.

El enfermo oprimía algo con su mano por debajo de las sábanas; tal vez sería el mango de un puñal.

El cura volvió en sí, é hizo la siguiente pregunta:

—¿Y cómo dice usted haber abandonado á esa hija, si aunque sea suya realmente, no había ni podía haber ninguna obligación, puesto que ha pasado, y tenido que pasar, como de otro?

—En el sentido de no haberla nunca favorecido con recursos pecuniarios....

—Ella no los ha necesitado.

—Sin embargo de eso, es mi hija... y he debido hacer algo más por ella; he debido interponerme con toda energía, puesto que las relaciones de su madre con el otro no constituían un matrimonio válido, sino un verdadero subterfugio. Y he faltado todavía más para con la madre, puesto que amándome positivamente como siempre me ha amado, he debido alejarla de ese otro hombre, cosa bastante fácil, para tenerla conmigo; y hasta para casarme legítimamente con ella, como podría haberlo hecho, y como todavía lo pudiera efectuar si. Dios me prolongara la vida.

El cura le dirigió una mirada terrible, mirada de rojizas llamas, y le' hizo- esta otra objeción;

—¿Y cómo sería usted capaz de realizar tal acto con una mujer que concurre á casas reservadas de prostitución?

—No he dicho que lo vaya á efectuar, ni que haya pensado en efectuarlo, sino que hubiera podido ó podría, si mi vida se prolongara.

—¿Podrá usted dar las señas de esas casas?

—Con toda seguridad: Calle 'uipacha, nº... y calle de Azcuénaga, nº...


III


El cura se levantó bruscamente, y desapareció.

La joven cerró la puerta trás él, con doble vuelta de llave, y entró seguidamente en el aposento del enfermo.Este se arrojó de la cama dando un gran brinco

Y dijo á la joven:

—¡Eh, che! ahora falta la segunda parte que te toca á ti. Como es de suponer, el primer paso que ese pícaro gallego y clerigazo dará, será el de sacar de manos de ella los 24,000 pesos, en virtud de natural desconfianza. Mañana cerraremos esta casa, y nos iremos los dos para Buenos Aires. Allí estaremos al tanto de todo. Trabajaremos con a8tucia y dinero, para que se vaya la cocinera de la casa entre cuya familia viven ella y su hija; y te presentarás tú seguidamente para reemplazarla, lo cual será fácil con sólo indicarle á ella que eres de Olava­rría, de donde acabas de llegar. Una vez instalada, impulsada ella por la curiosidad consiguiente, te hará preguntas acerca del cura, y tú entonces le referirás muy astutamente que tiene una querida, linda moza del pueblo e íntima amiga tuya, con la cual tiene combinado un plan de evasión y marcha á un país extraño.

—Es verdad, repuso la joven, y ella se afirmará más en tal historia, con la misma demanda ó solicitud de él, de los 24,000 pesos.

—Justamente.

—Y para impedir esa marcha y deshacerlo todo, se presentará ella con su hija, apresuradamente de seguro, en Olavarria.

—¡Claro!

—Y entonces él se desahogará con ella por los graves secretos de tu confesión.

-Así es.

Ambos se rieron con entera libertad.

La joven entreabió una ventana, miró al exterior, y exclamó:


—¡Pícara niebla! El fingido enfermo había estado como meditando unos instantes, y luegó observó:

—Por supuesto, que no te habrás de dar por entendida en Buenos Aires de que la conoces á ella, ni de que sabes nada de sus relaciones con el cura, ni que sea de él la hija. Nada, nada de esto.

—Seguramente, replicó la joven: no vayas á creer que yo tengo ningún pelo de tonta. Y si salimos bien de ese enredo, ¿te casarás conmigo?

—Sí, mujercita mía: no lo dudes.

Después. añadió con cierta complacencia diabólica aquel hombre de achinadas facciones, en su lenguaje usual de la gente de las pampas:

—¡Me la va á paaagar!




CAPÍTULO IX
Redeunt Spectacula Mane


I

Desde que abre sus opacos ojos á la luz de la existencia, preséntase al hombre una triple y formidable lucha: contra sus semejantes, contra Dios, y contra sí mismo.

El continuo embate social y la terrible escupitina de esas olas, le inclinan principalmente al crimen, al homicidio en sus diversas circunstancias y caracteres según la sabia clasificación de las leyes adjetivas.

En el segundo caso, sufre sobre sí una contrariedad misteriosa y terrible, el influjo de una mano que jamás ve sino en los más prácticos resultados, en una enfermedad, en la rotura casual de una pierna, en la pérdida de la vista, en nacer sordo-mudo; y hasta en otros detalles más insignificantes de la vida, que los calificamos en lo que se llama mala suerte.

En el tercero, tiene que luchar contra sus mismas pasiones, contra la contradicción de su carácter, contra las ráfagas y nebulosidades de su yo.

Para remediar el primer daño, está la ley penal; ó sea el restablecimiento del orden social quebrantado por el delito; para el segundo, existen la religión y el templo, que atraen la resignación; que producen la tendencia al desarme de la cólera celestial, y á esperarlo todo de otra

vida eterna y de absoluta felicidad y perfecciones; y para lo tercero, en fin, que suele resolverse por el suicidio existe la educación, la filosofía y las imprescriptibles é invariables leyes del derecho natural.

Ese átomo humano animado por un soplo de vida y por el brillo de la razón, chispa de Dios mismo, tiene ante sí, desde que nace, una triple contrariedad de lo más tremendo, una lucha verdaderamente titánica.

Si las circunstancias le favorecen; como la luz, el calórico y la humedad á la semilla, resulta un hombre de bien: si, por el contrario, falta cualquíer detalle favorable que atrae la consecuencia inmediata del desequilibrio, aparece entonces, con los perfiles más oscuros y detestables, el criminal.

Después, hay también lo de la predestinación, el resbalar al abismo del mal por cierta pedidiente irresistible, por un encadenamiento de casos y circunstancias que luego la misma severa e imparcial reflexión no se explica; por el arrastre de una especie de soplo misterioso, que tal vez sea el mismo que arroja el árbol átierra, ó hace escombros al más sólido monumento.

La palabra fatalidad, que ha producido la escuela deísta en Europa, que ha sido pronunciada siempre consagrado terror hasta por los más antiguos y atrasados pueblos, y que muestra una viva significación, desde tiempos remotos, en Edipo, el cual se enamora de Jocasta, su madre, y mata á su padre, en todo lo cual no hay crimén alguno, puesto que faltaba el conocimiento hacia las personas vulneradas; esa negra palabra es el quid más oscuro y misterioso que puede presentarse ante el análisis y raciocinio, en las profundas tinieblas de la noche penal.

Vienen después el estudio, la acalorada ebullición de los filósofos, y el infecundo planteamiento de las escuelas de derecho penal y sistemas de castigo.

Alumbrada por humeante y empañada linterna, la filosofía trata de alejar la sombra de los primitivos tiempos, considera como el más natural el estado de guerra entre los. hombres, y se abre paso la escuela naturalista, la que exige un poder fuerte en su más consecuente lógica, para que acalle las voluntades antagónicas de todos; y ya tenemos en perspectiva al práctico Hobbes, ó la reforma utilitaria de Bénthan.

Otros buscan los principios absolutos, y lo resuelven todo en tres manifestaciones diversas: en el derecho de defensa, en el pacto social, común á los anteriores, y en la delegación de Dios.

El asunto se complica más si atendemos á que unos creen suficiente la formación de un código para estar en todo á el, sin que se necesite otra cosa para el progreso; otros, rechazan los principios, ideas y teorías; y otros, en fin, desean el deserivolvimiento lento ó histórico; tales tendencias pueden concretarse á dos: á Ja utilidad, y á los principios absolutos.

Y todo esto ¿qué circunstancias favorables ha atraído?

Con arreglo á la civilización que alcanzamos, á leyes tan sabias, á tribunales tan severos é inteligentes, y á la gradual perfección, los casos de criminalidad deberían ser cada vez mas raros; y no sucede así. Ni basta la pena de muerte tan discutida, ni el refinamiento de los sistemas carcelarios, ni el sobresaliente desarrollo del complemento de todas las leyes, ó sea de las llamadas adjetivas.

Las nubes penales oscurecen siempre el horizonte de la fraternidad humana.

La misma lengua, ese espléndido regalo del Creador, la utilizamos para el mayor daño de nuestros semejantes, con más nocivo efecto muchas veces que afilado puñal, puesto que con ella se matan las reputaciones, cosa que no sucede á los brutos.

El hombre hace daño al hombre y le lastima hasta con la lástima..

No hay que formarse ilusiones: somos, y seremos siempre con toda probabilidad, una raza de Caín.

¡Desgraciada especie humana!


II

Como se había previsto, el cura de Olavarría escribió una carta hasta cierto punto indiferente y amistosa, pidiendo los 24,000 pesos, que recibió seguidamente sin obstáculo alguno, y los depositó en el banco del Azul.

La joven de la expresada población logró instalarse en Buenos Aires junto á Rufina, y todo el volcán preparado produjo la consiguiente explosión.

La grave revelación de la cocinera le causó un golpe tremendo, sobresaltos é incertidumbres incontrarrestables.

Todo venía muy bien á lo que estaba á la vista, á la carta del cura pidiéndole los 24,000 pesos que ella le había remitido buenamente, y á esa tendencia pesimista que todos tenémos en más alto ó bajo grado, de inclinarnos á creer lo malo y desfavorable.

No procedía otra cosa más práctica é inmediata que marchar ella misma al pueblo de Olavarria, interponer sus cariñosas influencias, y apelar en último caso al eficaz resorte de su hija, que llevaría consigo, puesto que el amor paternal vencería al fin todo obstáculo.

Tomó, pues, una mañana del último junio el tren que sale á las ocho, de la plaza de la Constitución y estación del Sur, y marchó llena de angustia á Olavarría.

El cura, por otra parte, después de la inesperada y terrible confesión, se había transformado en tigre.

Las más negras ideas habían convertido su cráneo en guarida de murciélagos.

Parecíale real y positivamente sentir dentro de su masa encefálica, extraños sacudimientos de alas y espantosos gritos de aves nocturnas.

Vaciló en un principio sobre el móvil que á aquel individuo impulsase para una confesión de tal género, traslució ciertas contradicciones; pero al fin lo creyó todo con la mayor firmeza.

Abora se explicaba muy bien la conducta sospechosa de Rufina, la gran agitación en que la había encontrado cierta vez cuando estaba alojado en la casa su sobrino; los golpes de misteriosa tos en ciertas noches junto á las ventanas, y otros mil detalles sucesivos que en el momento se agolpaban á su imaginación, para contrariarle más y ensoberbecerle.

Evidentemente era Rufina muy hipócrita.

Sobre la paternidad de la niña tuvo también muchas dudas en un principio; pero al fin acabó también por creerlo con toda seguridad.

Admitida la mala conducta de la madre, era fácil creer luego todo lo peor.

Rojizas y humeantes llamas de infierno, menos destructoras, si cabe, en los otros hombres, convertían en repugnante carbón el corazón del cura.

Si alguien le hubiera contemplado la misma noche de tan nublado día en su aposento, á oscuras, dando agitadas vueltas en la cama, y sin poder conciliar el sueño, hubiera visto salir ciertas llamas rojizas ó azuladas y bien siniestras, por su boca, orejas, nariz y, sobre todo, por los ojos.

El alma humana arde en ciertos momentos como los espíritus alcohólicos, y se convierte, en negro y repulsivo tizón la parte física.

Consideraba evidente lo de la asistencia de Rufina á ciertas casas de prostitución reservadas.

Estaba bien claro: se había el convencido por su observación particular, y principalmente por las escandalosas revelaciones del confesonario, de que la mayor parte de las mujeres eran gran foco de inmoralidad y corrupción.

Gran fenómeno sería encontrar una, solamente mediana.

Consideraba que muchas mujeres deberían llevar al cuello como adorno un número, el cual indicase francamente el precio de su belleza.

Su situación era terrible.

Un volcán lo abrasa todo; pero al alma humana le es dado algunas veces, para su mayor perjuicio, el convertirse en pez de las lavas sociales.

III

Rufina llegó á Olavarría acompañada de su hija, revelando en el semblante marcadas señas de tristeza y seriedad.

El cura la recibió también con visible contrariedad y disgusto.

Sus miradas se encontraron muchas veces, y sirvieron para confirmar más y más los juicios que tuvieran formados respectivamente uno de otro.

Rufina y su hija fueron conducidas á los aposentos accesorios de la parroquia, donde habitaba el cura; y cenaron allí en medio de la mayor frialdad de la conversación y tirantez de los ánimos.

Se arregló para la niña una cama provisional en un sofá de la misma pieza, y ellos se acostaron juntos.

Habíale él manifestado su extrañeza y contrariedad por tan inesperada visita, y esto había hecho comprender á Rufina más positivamente, que había ella venido á servir de estorbo en las supuestas relaciones del cura.

Todo aparecía para ella bien claro y palpable.

En cambio él, veía también sin oscuridad el vario y

demudado semblante de Rufina, y atribuía tal cambio á tempestuosos remordimientos de su conciencia.

Además, el que no hubiera dormido Rufina en la noche anterior, cosa fácil de suponer, y el estropeo natural del viaje, habían producídole cierta palidez y ojeras,que él tradujo por señales evidentes de sus vicios y relajación.

La niña durmióse seguidamente en su sofá.

Alumbraba la estancia una vela de cera; sus destellos eran bastante tristes, y ciertas penumbras melancólicas se extendían desde los rincones y contornos de los muebles, bien antiguos y severos de suyo.

Principió entre ellos una conversación muy forzada y fría.

Le echó ella en cara su falta de cariño.

Comprendíase á las claras, que estaba su corazón dominado por el amor de otra.

Siguiéronse aclarando los reproches, hasta que ella muy hostigada por los celos y dominada por la consiguiente agitacíón, le dijo abiertamente:

—Lo sé todo. Tenéis una querida, y habéis concebido el infame proyecto de abandonarme, para marcharos á otro país con esa mujer. De ahí vuestra prisa á pedirme los 24,000 pesos, que yo os he remitido con la mejor buena fe del mundo. Esto es una infamia.

El cura consideró esta salida como una refinada é hipócrita estratagema, para alejar toda sospecha de sus faltas, y prevenirse contra cualquier acusación por parte de él.

Y con cierta voz metálica y vibrante, que salía á través de unos labios secos y contraídos; replicó:

—Eres el colmo del cinismo. Hace mucho tiempo estaba plenamente convencido de tu falsedad e hipocresía; pero no había previsto el caso de que llegara tu descaro hasta tal extremo. ¡Tú eres la culpable, no yo!

Rufina pronunció con el mayor asombro y ansiedad estas palabras entrecortadas:

—¡Culpable!....¿yo?...¿por qué?

El cura replicó con severidad:

—Yo sí que lo sé todo. Eres una asquerosa meretriz. Has jugado á cartas dobles durante todo el tiempo de nuestra unión, con un estúpido gaucho; y frecuentas en Buenos Aires ciertas casas de prostitución reservadas.

Rufina se sentó en la cama, y se llevó las manos á la cabeza.

—No seas infame é hipócrita, añadió el cura; vas al nº.... de la calle de Suipacha, y al.... de la calle de Azcuenaga.

—¡Jesús!....¡qué calumnia! ¡Esto es atroz!

Siguió entre ellos una escena bastante agitada, y Rufina dió un grito y cayó desmayada sobre el mismo lecho.

Entonces él saltó rápidamente de la cama se vistió á prisa, dió dos ó tres agitadas vueltas por la habitación, y salió á la calle.

Serían entonces como las nueve de la noche.

Cuando él regresó, hacía unos momentos volviera ella en sí de su desmayo, y había formado sombrías conjeturas al encontrarse inesperadamente sola. Creyó que él hubiese aprovechado la ocasión para marcharse con la otra mujer.

Y así se lo significó cuando le vió entrar.

El dijo entonces con sombría calma:

—No, adorada mía; como te desmayaste, fuí á la farmacia á busoar esta medicina, para calmar tus nervios. Me has dado buen susto.

Luego buscó pan, empapó en la miga parte del líquido, y le aconsejó con cierto cariño lo tomase.

Rufina, humilde y complaciente, obedeció á la solicitud del cura.

¡Momento terrible! Estaba envenenada por una dosis bastante fuerte de sulfato de atropina.

El cura había cambiado de aspecto, y hasta se mostraba con ella más amable y cariñoso.

Pero ella principió á sufrir los efectos del veneno: sentía que se le abrasaban las entrañas, y como si circulase fuego líquido por sus venas.

Dió entonces dolorosos ayes, y prorumpió en frases interjectivas de las más lastimeras:

—¡Me muero! ¡Dios mío! ¡Virgen del Carmen! ¡Hija mía!... !Cielo santo!... ¡Estoy envenenada!... ¡Dios de piedad, socorredme!...

El sacritán dormía á cierta distancia, pero aquellas voces comprometían al cura.

El impuso silencio á su víctima con cierto terror y fiereza.

Ella saltó convulsivamente de la cama, é imploro arrodillada en los suelos, perdón á su mismo verdugo.

Entonces él descubrió en los contornos un martillo, tomó con una mano á su víctima, de los cabellos, la dió dos feroces golpes en la cabeza, y tuvo seguidamente á sus pies un cadáver, cuya sangre manchó su planta y formó un pequeño arroyo en el piso.

La niña había despertado, y al contemplar aquella cruel escena y los sufrimientos de su madre, comenzó á dar gritos.

Eso era terrible para él, porque atraería gente y quedaría. en evidencia su negro crimen.

Dió un gran salto, un verdadero salto de tigre, y arrojó con cierto resto de humanidad el ensangrentado martillo. Vaciló unos segundos, y luego se dirigió hacia la niña con vertiginosa rapidez, llevando en la. mano la botella, del veneno.

La estrechó· entre sus brazos, y con gran violencia la

hizo beber gran parte del contenido, oprimiéndola fuertemente, para que no lanzase ninguna queja.

Poco después, la triste luz de la vela alumbrada dos cadáveres: el de la madre y el de la hija.

Estaba terminada la obra.

Todas las puertas se hallaban cerradas; era más de la una de la noche, y aquellas sangrientas y lúgubres escenas quedaban únicamente confiadas á la frialdad y sombra de las paredes.

Pálido, con las facciones contraídas y fisonomía de demonio, el cura contempló durante unos instantes los inertes y silenciosos cadáveres de la madre y de la hija.

Luego miró la luz de la vela con intención de apagarla; pero rechazó la idea porque necesitaba trabajar á su resplandor para borrar las huellas de su tremendo crimen.

Se mantuvo inmóvil y vacilante respecto de lo que debería hacer para tal fin, por unos momentos, con la vista helada y las manos caídas.

Le pareció que la llama de la vela latía y tomaba cierto color de púrpura, mientras que alrededor de sus resplandores siniestros se abrían y estrechaban paréntesis de tinieblas, ó especie de aleteo de aves nocturnas.

Un silencio verdaderamente sepulcral llenaba la estancia.­

Luego sintió ruido hacia el local de la Iglesia, en dirección al altar mayor.

Penetró en ella con pasos sigilosos.

Los altares de las capillas, las velas, flores é imágenes, estaban en completa calma, y como envueltos en sombras de sueño misterioso.

Débil lampara alumbraba el santuario. Respiró con gran ansiedad aquella atmósfera perfumada por la cera, por cierta vejez de los sagrarios, bancos é imágenes, y por algo de incienso de los días anteriores.

Volvió á sentir ruido en el altar mayor, se acercó, y le dió un gran puntapié.

Debería ser algún ratón.

No había profanado el templo, pues para esto era necesario que en él se diese sepultura á un infiel, herege, ó excomulgado vitando; que hubiera habido homicidio injurioso ó voluntaria efusión de sangre, dentro del mismo local, no en el cementerio, sacristía y demás anexos; ó que hubiera ocurrido la circunstancia de per humani seminis voluntariam effussionem, en cualquiera de las cuales habría correspondido la reconciliación al obispo, en caso de estar la iglesia consagrada, ó á un presbítero autorizado, si sólo estaba bendita.

Todó esto que cruzó rápidamente por su imaginación, le tenía muy sin cuidado; lo de verdadero interés era la ocultación de su horrendo crimen.

Volvió con paso lento y cabeza baja al dormitorio.

El ruido de sus apagados pasos parecía resonar con eco siniestro en lo alto de las bóvedas.

Se detuvo junto al cadáver de la desgraciada Rufina, cuyos ojos sin luz y pálidas'facciones, le parecieron alumbrados por cierta expresión de inocencia, de dulce reconvención y bondad.

Luego trabajó inútilmente gran parte del tiempo, por contener la sangre y limpiarla del piso.

Allá á la madrugada, cansado de su tarea y debilitado por el insomnio, se sentó en un viejo sillón de cuero, donde quedó ligeramente adormitado.

Entonces soñó medio despierto, en ese excepcional estado en que el espíritu se sumerge en pequeño y. flotante baño de sombras, que paseaba álegremente en tranvía por las calles de Buenos Aires; que el vehículo se deslizaba vertiginosamente, pero corriendo hacia atrás; Stephens», cuyos caracteres blancos en fondo negro se cambiaban en rojos.

Los demás pormenores del horroroso crimen que hoy contrista á Buenos Aires y á toda la República, son hijos de la vulgar y corriente tendencia de todo reo, al querer ocultar astutamente su delito, para evitar la acción de los Tribunales.

Nada de su astucia le ha valido, y está hoy en poder de la Justicia y sumido en el profundo caos de la noche penal.

Las oscuras paredes de su estrecho calabozo, no son suficientes para recoger y apagar lo enorme y ruidoso de su crimen.

El tigre se pasea sombriamente dentro de su jaula.


IV

Los cadáveres de la desgraciada Rufina y de su hija fueron inhumados dentro de un mismo ataúd, en un rincón del cementerio de Olavarría.

Fueron luego exhumados momentáneamente, cuando se conoció el tremendo crimen, para formalidades de ley.

Hoy yacen en aquel humilde rincón madre e hija, unidas por eterno abrazo y abrigándose mutuamente suscenizas entre las heladas sombras de la muerte.

Una pequeña prominencia de apisonado lodo, indica hoy la unión en la eternidad de los que hace poco fueron, recíprocamente, dos seres idolatrados.

Las lluvias del invierno suavizan y lustran la pequeña Dentro de poco mostrará la primavera sus esplendores, se enganalará con la yerba aquel apartado rincón, lágrimas de aurora producirán pequeños reflejos de arco iris, y tal vez alguna mano compasiva deposite en la pobre cruz, una fresca y silvestre guirnalda de pasionarias.­






FIN

ÍNDICE




I
 —Madre é hija........................................................................................................................................................................................................
4
II
 —La epidemia........................................................................................................................................................................................................
9
III
 —Llama........................................................................................................................................................................................................
16
IV
 —El emigrado........................................................................................................................................................................................................
21
V
 —El hogar........................................................................................................................................................................................................
29
VI
 —El gaucho........................................................................................................................................................................................................
37
VII
 —Por la otra vereda........................................................................................................................................................................................................
42
VIII
 —La confesión........................................................................................................................................................................................................
48
IX
 —Redeunt spectacula mane........................................................................................................................................................................................................
55