Orgullo y prejuicio/Capítulo XLVI

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CAPITULO XLVI

Isabel había quedado muy disgustada por no hallar carta de Juana a su primera llegada a Lambton, y ese disgusto habíase renovado cada una de las mañanas que hasta entonces había pasado allí; pero a la tercera de éstas su pena desapareció y su hermana quedó a la par justificada por recibir aquélla dos cartas de ésta a la par, en una de las cuales se indicaba haberse extraviado en determinado punto, lo que no sorprendió a Isabel, pues Juana había escrito en la misma la dirección notablemente mal.

Disponíase a ir a paseo en el preciso momento en que arribaron ambas cartas; y para dejarla disfrutarlas con tranquilidad, sus tíos se marcharon solos. Era lógico atender primero a la extraviada, la cual estaba escrita hacía cinco días. El comienzo contenía una relación de sus pequeñas tertulias e invitaciones, con las noticias que el campo permitía; pero la última mitad, fechada un día después y escrita con evidente agitación, daba más importantes noticias. Era de esta suerte:

«Después de escrito lo anterior, carísima Isabel, ha ocurrido algo de lo más serio e inesperado; pero tengo miedo de alarmarte; ten por entendido que todos estamos bien. Lo que he de decirte se refiere a la pobre Lydia. La última noche, a las once, precisamente cuando nos íbamos a acostar, llegó un propio enviado por el coronel Forster para informamos de que aquélla se había escapado a Escocia con uno de los oficiales del mismo; ¡para decir la verdad, con Wickham! Imagina nuestra sorpresa. Con todo, a Catalina no pareció la cosa del todo inesperada. Estoy muy triste. ¡Imprudencia tal por parte de ambos! Pero quiero esperar lo mejor, y que su carácter no haya sido bien comprendido. Por ligero e indiscreto puédolo tener con facilidad; pero este paso—y alegrémonos de ello—no le pinta como de mal corazón. Su elección, al fin y al cabo, es desinteresada, pues has de saber que nuestro padre nada puede dar a ella. Nuestra pobre madre está tristemente apenada; nuestro padre lo soporta mejor. ¡Cuántas gracias doy de no haberle hecho conocer a ella lo que se ha dicho contra él! Nosotras mismas debémoslo olvidar. Se supone que se marcharon el sábado a las doce próximamente, pero no se les echó en falta hasta ayer a las ocho de la mañana. Entonces vino en derechura el propio. Querida Isabel, han tenido que pasar a menos de diez millas de vosotros. El coronel Forster dice que le esperemos en breve aquí. Lydia dejó escritas algunas líneas para su mujer informándole de sus intenciones. Tengo que acabar, pues no puedo alargarme por causa de mi pobre madre. Temo que no entiendas lo escrito, y apenas sé lo que he puesto.»

Sin darse tiempo a meditar, y sabiendo escasa- mente lo que sentía al acabar esta carta, cogió Isabel la otra, y abriéndola con la mayor impaciencia leyó lo que sigue, escrito un día después de concluída la primera:

«A estas horas, queridísima hermana, habrás recibido mi apresurada carta. Deseo que la presente sea más inteligible; pero, aun disponiendo de tiempo, mi cabeza está tan extraviada que no puedo ser coherente. Queridísima Isabel, apenas sé si escribir; pero tengo malas noticias para ti y no puedo dilatarlas. Por más imprudente que pueda ser el casamiento de Wickham y nuestra pobre Lydia, estamos ansiosos de que se nos asegure haberse verificado, pues hay sobradas razones para temer que no se hayan ido a Escocia. El coronel Forster vino ayer, habiendo dejado Brighton el día anterior no muchas horas después que el propio. Aunque la breve carta de Lydia a la señora F. daba a entender que iban a Gretna Green, Denny dijo saber algo sobre eso, y expresó su creencia de que W. jamás pensó en ir allí ni en casarse con Lydia de ningún modo, y habiéndoselo contado al coronel Forster, alarmóse y salió al punto de B. con idea de seguir el camino de aquéllos. Siguió en efecto su rastro con facilidad hasta Clapham; pero no más adelante, porque al llegar ellos a dicho punto se habían mudado a un coche ordinario despidiendo la silla de postas que los llevara desde Epson. Todo lo posterior que se sabe es que se les vió seguir el camino de Londres. No sé qué pensar. Tras de hacer todas las investigaciones posibles por allí, el coronel F. vino al condado de Hertford, renovándolas ansioso en todos los portazgos y hosterías de Bonnet y Hatfield, pero sin ningún éxito; no se había visto por allí a tales personas. Con el mayor pesar llegó a Longbourn y manifestó sus recelos del modo que más puede enaltecer su corazón. Estoy apenada de veras por él y por la señora de F., y nadie los podrá censurar. Nuestra aflicción, querida Isabel, es muy grande. Mi padre y mi madre esperan lo peor; pero yo no puedo pensar tan mal de él. Muchas circunstancias pueden haber hecho más elegible para ellos el casarse privadamente en la capital que seguir su plan primitivo; y aun si él pudiera haber formado semejante designio contra una joven con familia, como Lydia, ¿he de suponer a ésta tan perdida como todo eso? ¡Imposible! Me apena, con todo, ver que el coronel F. no se ve dispuesto a confiar en el matrimonio: sacudió la cabeza cuando yo manifesté mis esperanzas, diciendo que temía que W. no fuese de fiar. Mi pobre madre está enferma de veras y no sale de su cuarto. Si pudiera esforzarse sería mejor; mas no hay que esperarlo. En cuanto a mi padre, jamás lo he visto tan afectado. La pobre Catalina está pesarosa de haber ocultado el afecto de aquéllos; pero hay que maravillarse de que una cosa así fuera objeto de confidencias. De veras me alegro, queridísima Isabel, de que te hayas ahorrado algo de estas dolorosas escenas; pero ahora que el primer golpe ha pasado, ¿confesaré que anhelo tu regreso? No soy egoísta, sin embargo, hasta el extremo de instarte si hay inconvenientes. Adiós. Tomo de nuevo la pluma para hacer lo que acabo de decirte que no haría; pero las circunstancias son tales que no puedo evitar el suplicarte vivamente que vengas aquí lo antes posible. Conozco tan bien a mis queridos tío y tía que no temo pedírselo, y aun tengo algo más que pedir al primero. Mi padre se ha ido al punto a Londres con el coronel Forster para ver de hallar a los prófugos. Desconozco en absoluto lo que piensa hacer; pero su excesiva pena no le permitirá tomar las medidas que sean mejores y más expeditas, y el coronel Forster está obligado a encontrarse en Brighton mañana por la noche. En tal situación, los consejos y la asistencia de mi tío serian lo mejor del mundo. El comprenderá al instante que tengo que sentir, y cuento con su bondad.»

—¡Oh! ¿Dónde está mi tío?—exclamó Isabel lanzándose de la silla en cuanto acabó la carta, ansiosa de seguirle sin perder un momento de tiempo tan precioso; pero cuando llegó a la puerta abría ésta un criado y entraba Darcy. El semblante pálido y los modales impetuosos de ella hiciéronle detenerse, y antes de poderse reportar lo suficiente para hablar, ella, en cuya mente todo pensamiento estaba ocupado en la situación de Lydia, exclamó ansiosa:

—Perdone usted, pero tengo que dejarle; necesito hablar al punto con el señor Gardiner por un asunto que no puede dilatarse; no puedo perder un instante.

—¡Dios mío!, ¿de qué se trata?—exclamó él con más sentimiento que cortesía; y después, reponiéndose, dijo: —No quiero detenerla a usted un minuto; pero permítame usted a mí, o mande un criado, que vaya tras los señores de Gardiner. Usted no está lo suficiente bien; usted misma no puede ir.

Isabel dudó; pero sus rodillas temblaron, y conoció cuán poco ganaría con que tratase de alcanzarlos. Por consiguiente, llamando al criado, encargóle que trajera sin dilación a sus amos, aunque dando la orden con voz tan sin aliento que resultaba ininteligible.

Al abandonar el criado la estancia sentóse ella, incapaz de sostenerse, y pareciendo hallarse tan mala que fué imposible a Darcy dejarla sin contenerse de decir en tono amigable y compasivo:

—Permítame usted llamar a su doncella. ¿No hay nada que pueda usted tomar para aliviarse? ¿Un vaso de vino? Voy a traerlo. Usted está mala de veras.

—No, gracias—replicó ella tratando de serenarse—. No se trata de nada mío. Estoy por completo bien. Estoy sólo desconsolada por una horrible noticia que acabo de recibir de Longbourn.

Estalló en lágrimas al decir esto, y durante algunos minutos no pudo hablar más. Darcy, tristemente suspenso, pudo sólo decir algunas vaguedades sobre su interés y observarla en compasivo silencio. Al fin habló ella de nuevo.

—Acabo de tener carta de Juana con noticias horribles, que no pueden ocultarse a nadie. Mi hermana menor ha abandonado a todos los suyos, se ha fugado, se ha entregado a... Wickham. Juntos se han marchado de Brighton. Usted conoce a él sobrado bien para dudar de lo demás. Ella no tiene dinero, no tiene relaciones, nada que pueda tentar a él... Está perdida para siempre.

Darcy se quedó quieto de estupor.

—¡Cuando pienso—añadió ella con voz muy agitada—que yo podía haber evitado eso!; ¡yo, que sabía lo que era él! ¡Si hubiera explicado sólo parte de ello, algo de lo que aprendí, a mi familia! Si su modo de ser hubiera sido conocido no habría ocurrido lo que ha ocurrido. Pero ahora, para todo, para todo es tarde.

—Estoy de veras apenado—exclamó Darcy—; apenado y espantado. Pero ¿es seguro?, ¿es por completo seguro?

—¡Oh!, sí. Se fueron de Brighton el domingo por la noche y se les han seguido las huellas hasta cerca de Londres, pero no más allá; seguro que no han ido a Escocia.

—Y ¿qué se ha hecho, qué se ha hecho para encontrarlos?

—Mi padre se ha ido a Londres, y Juana escribe solicitando la inmediata ayuda de mi tío; espero que nos marcharemos dentro de media hora. Mas no cabe hacer nada. ¿Es él hombre para dejarse manejar? ¿Cómo siquiera descubrirlos? No abrigo la menor esperanza. Es horrible por todos lados.

Darcy movió su cabeza en silencio.

—¡Oh! ¡Si cuando se me abrieron los ojos y vi su verdadero carácter hubiera conocido lo que debía, lo que me habría atrevido a hacer! Pero no lo supe; temí cometer un exceso. ¡Desdichado, desdichado error!

Darcy no contestó. Apenas parecía escucharla, paseando de un lado a otro de la habitación en la meditación más absorta, con las cejas contraídas y el aire sombrío. Observólo Isabel y al instante interpretó todo eso. Su poder para con él se hundía, todo tenía que hundirse ante prueba tal de la debilidad de su familia, ante certeza tal de la más profunda desgracia. No podía ni admirarse de eso ni condenarlo; mas la creencia de haber sido conquistada por él no aportó ningún consuelo a su pecho ni ningún paliativo a su pesar. Al contrario, aquello parecía calculado exactamente para que ella comprendiese sus propios deseos, y jamás había sentido tan castamente que podía haberle amado como ahora, cuando todo amor tenía que ser en vano.

Pero aun esa misma consideración, aunque pudo darse, no pudo absorberla. Lydia, la humillación, la desgracia que a todos había acarreado, reclamaron al punto su atención, y cubriendo su rostro con un pañuelo, desapareció Isabel pronto para todo lo demás; y después de un silencio de varios minutos sólo recobró la conciencia de su situación por la voz de su compañero, quien, de manera que, aun descubriendo compasión, delataba a la par reserva, le dijo:

—Temo que hace tiempo desee usted mi ausencia, y nada me es dado alegar como excusa de mi permanencia aquí, fuera de un verdadero aunque inútil interés. ¡Quiera el Cielo que pueda yo decir o hacer por mi parte algo que proporcione consuelo en semejante desgracia! Mas no quiero atormentar a usted con deseos que parecerían pretender de propósito el agradecimiento de usted. Temo que este infortunado asunto haya de privar a mi hermana del gusto de ver a usted hoy en Pemberley.

—¡Oh, sí!; tenga usted la bondad de excusarnos con la señorita de Darcy. Dígale usted que asuntos urgentes nos llaman a casa sin demora. Oculte usted la triste verdad cuanto sea posible. Sé que no podrá ser mucho.

El le ofreció al punto seguridades de su secreto, expresó de nuevo su pena por la desgracia, deseóle más feliz remate del asunto del que razonablemente podía esperarse entonces, y encargándole que saludara a sus parientes, con sólo una seria mirada de despedida se marchó.

Cuando abandonó la habitación, Isabel comprendió cuán poco probable era que se viesen de nuevo de aquel modo cordial que había caracterizado sus encuentros en el condado de Derby; y al lanzar una ojeada retrospectiva sobre la totalidad de su relación con él, tan llena de contradicciones y variaciones, conoció lo perverso de unos sentimientos que ahora habrían promovido la continuación de la misma y antes le habrían regocijado con su terminación.

Si la gratitud y la estimación son buenas bases del afecto, el cambio de sentimientos de Isabel no parecerá ni improbable ni equivocado. Mas si es de otra suerte, si el interés que brota de fuentes tales no es razonable o natural en cotejo con el tantas veces descrito como nacido de un primer coloquio con su objeto y aun antes de haber cambiado con él dos palabras, nada podrá decirse en abono de aquélla sino que había ensayado el antiguo procedimiento en su parcialidad con Wickham, y que su mal éxito podría acaso autorizarla a buscar el otro camino del afecto, aunque menos interesante. Mas, de cualquier modo que fuera, vió marchar a Darcy con gran pesar; y en esa primera muestra de lo que podía acarrear la infamia de Lydia halló mayor angustia al reflexionar sobre tan desdichado asunto.

Desde que leyera la segunda carta de Juana nunca había alimentado la esperanza de que Wickham tratara de casarse con Lydia. Pensaba que nadie sino Juana podía lisonjearse con semejante esperanza. La sorpresa era el último de los sentimientos en la serie de los suyos. Mientras permaneció en su mente el contenido de la carta primera, Isabel fué todo sorpresa, todo asombro por que Wickham fuese a casarse con una muchacha con quien era imposible hacerlo por el dinero, pareciéndole incomprensible que Lydia hubiera podido atraerle así. Mas ahora todo resultaba sobradamente natural. Para atracción semejante contaba ella con suficientes encantos; y aun sin suponer que Lydia se hubiese comprometido deliberadamente para la fuga sin intención de casarse, no veía dificultad en creer que ni su virtud ni su cabeza la hubieran preservado de caer como presa fácil.

Mientras el regimiento estuvo en el condado de Hertford jamás notó que Lydia albergase parcialidad ninguna por Wickham; pero estaba convencida de que Lydia sólo habría necesitado algún incentivo para aficionarse a cualquiera. Unas veces un oficial, otras otro, había sido su favorito, según las atenciones de los tales los elevaba en su opinión. Sus afectos siempre habían permanecido fluctuantes, mas jamás sin un objeto. ¡Ah! ¡Con qué agudeza sentía ahora los daños del descuido y de la errada indulgencia con semejante muchacha!

Ansiaba vivamente estar en su casa para oír, para ver, para encontrarse en situación de compartir con Juana los cuidados que en la actualidad tenían que pesar sólo sobre ella, con una familia tan loca, un padre ausente y una madre incapaz de esfuerzo y requiriendo constante atención; y aun casi persuadida de que nada cabría hacer por Lydia, la ayuda de su tío parecíale de importancia máxima, y así, hasta que él entró en el cuarto fué grande el suplicio en que le puso su impaciencia. Los señores de Gardiner habían regresado aprisa y alarmados, suponiendo por el recado que su sobrina se había puesto enferma; y tras de tranquilizarlos ella al instante sobre ese extremo, comunicóles con gran ansiedad la causa de su llamada, leyéndoles en voz alta las dos cartas e insistiendo en la posdata de la última con trémula energía. Aun no habiendo sido Lydia nunca su favorita, los señores de Gardiner no pudieron menos de afectarse profundamente. No sólo a Lydia, sino a todos alcanzaba eso; y así, pasadas las primeras exclamaciones de sorpresa y horror, el señor Gardiner prometió cuanta asistencia estuviese en sus manos. Isabel, aun no esperando menos, agradecióselo con lágrimas de gratitud, y animados todos tres de un mismo pensamiento determinaron al punto todo lo referente a su viaje. Iban a partir lo antes posible.

—Pero ¿qué haremos en lo relativo a Pemberley? —exclamó la señora de Gardiner—. John nos ha comunicado que el señor Darcy estaba aquí cuando enviaste por nosotros; ¿es cierto?

—Sí; y le dijo que no estábamos en disposición de cumplir nuestro compromiso. Todo eso queda arreglado.

—Todo arreglado—repitió la otra, mientras corría a prepararse—; y ­¿son ésos términos para descifrar la verdad? ¡Ojalá me fuera dado saber lo que hay ahí!

Mas esos deseos eran en balde, o a lo sumo podían servirle para entretenerla en su apresuramiento y confusión en la hora que siguió. Si Isabel hubiera tenido posibilidad de estar ociosa habría supuesto que todo trabajo era irrealizable para una desgraciada como ella; mas tenía tantas ocupaciones como su tía, y entre otras, poner tarjetas a todos los amigos de Lambton con mentidas excusas por su repentina marcha. Pero en una hora todo se despachó; y habiendo el señor Gardiner arreglado mientras tanto su cuenta en la fonda, no restó sino partir; e Isabel, tras la pesadumbre de la mañana, hallóse, en menos tiempo del que habría supuesto, sentada en el carruaje y camino de Longbourn.