Orgullo y prejuicio/Capítulo XLVII

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CAPITULO XLVII

—He vuelto a pensar en ello, Isabel—díjole su tío cuando salían de la ciudad—, y en realidad, por muy serias consideraciones, me veo mucho más inclinado a pensar del asunto como tu hermana mayor. Paréceme tan poco probable que ningún joven abrigase semejante designio contra una muchacha que no carece de protección y de amigos y que vivía entonces con la familia de su coronel, que me tiento mucho a pensar lo mejor. ¿Podía él pensar que los amigos de ella no pasarían adelante? ¿Cabía que pensase ser admitido de nuevo en el regimiento después de tamaña ofensa al coronel? La tentación no era proporcionada al riesgo.

—¿Piensas de veras así?—exclamó Isabel, animándose por un momento.

—Palabra de honor—dijo la señora de Gardiner—que yo principio también a ser de la opinión de tu tío. Es en verdad violación sobrado grande de la decencia, del honor y del interés por parte de él hacerse así culpable. No me es lícito pensar tan mal de Wickham. Tú misma, Isabel, ¿le desprecias tanto que lo crees capaz de todo eso?

—Acaso no en lo que atañe al olvido de su propio interés; pero de los otros olvidos lo juzgo capaz. ¡Si fuera como suponéis! Mas no oso esperarlo. ¿Por qué no haber ido a Escocia siendo ése el caso?

—En primer lugar—arguyó el señor Gardiner—no hay prueba completa de que no hayan ido.

—¡Oh! ¡Pero el cambio de la silla de postas por un coche común es indicio tal de ello! Además, no se ha encontrado rastro de ellos en el camino de Barnet.

—Bien; pues supongamos que están en Londres. Pueden hallarse allí con propósito de ocultarse y no con otro más particular. No es probable que abunde mucho el dinero por parte de ninguno, y habrán podido conocer que se casarían con mayor economía, aunque no con igual prontitud, en Londres que en Escocia.

—Pero ¿a qué ese secreto? ¿Por qué había de ser privado su casamiento? Por Juana sabes que el más íntimo amigo de él opinaba que jamás pensó en casarse con Lydia. Wickham no se casará nunca con una mujer sin algún dinero: él no lo puede aportar. Y ¿qué títulos posee Lydia, qué atractivos, aparte de la salud, la juventud y el buen humor, que puedan forzar a él a privarse por ella de toda posibilidad de beneficiarse con un buen casamiento? No me es dado apreciar con exactitud hasta qué punto podría infamarle en su Cuerpo una fuga deshonrosa con ella, pues ignoro los efectos que un paso así habría de producir; mas en cuan- to a las restantes objeciones tuyas, me parece difícil que puedan sostenerse. Lydia no tiene hermanos que lleven adelante la cuestión; y dado el proceder de mi padre, su indolencia y la falta de atención que siempre ha parecido conceder a su familia, pudo aquél imaginar que éste haría y pensaría en el asunto lo menos que un padre pudiera en su caso.

—Pero ¿puedes creer a Lydia tan inconsiderada para cuanto no sea amarle, que llegue a consentir en vivir con él en otros términos que los del matrimonio?

—Así parece—replicó Isabel con lágrimas en los ojos—, y es en verdad muy horrible que del sentido de la decencia y de la virtud de una hermana pueda dudarse. Pero en realidad no sé qué decir. Acaso no le haga justicia; pero es muy joven; jamás se la ha habituado a pensar en cosas serias, y durante el último medio año—mejor aún, durante uno—no se ha dado sino a las diversiones y a la vanidad. Hásele permitido disponer del tiempo para el ocio y la frivolidad y adoptar sólo las opiniones acomodadas a sus deseos. Desde que la milicia del condado se acuarteló en Meryton no ha anidado en su cabeza sino amor, coqueteo y oficiales. Pensando y hablando sólo sobre esto ha hecho cuanto era posible para dar, ¿cómo lo llamaré?, mayor susceptibilidad a sus sentimientos, que por naturaleza son ya bastante vivos; y todos sabemos que Wickham posee en su persona y trato todo el encanto que puede cautivar a una mujer.

—Pero tú ves—dijo su tía—que Juana no piensa tan mal de Wickham que lo crea capaz del atentado.

—¿De quién piensa nunca mal Juana? Y ¿quién hay, cualquiera que haya sido su conducta anterior, a quien ella crea capaz de un hecho así antes de ser probado? Pero Juana sabe tan bien como yo lo que Wickham es en realidad. Ambas sabemos que ha sido un libertino en toda la extensión de la palabra, que carece de integridad y de honor, que es tan falso y engañoso como atrayente.

—¿Y crees de veras todo eso?—exclamó la señora de Gardiner, cuya curiosidad por conocer la fuente de esa creencia era tan vivísima.

—Lo creo de veras—replicó Isabel sonrojándose—. Ya te hablé el otro día de su infame conducta con el señor Darcy, y tú misma oíste la última vez en Longbourn de qué manera hablaba del hombre que con tanta indulgencia y liberalidad se había portado con él. Y aun hay otra circunstancia que no tengo libertad..., que no vale la pena de contarla; pero lo cierto es que sus embustes sobre la familia de Pemberley no tienen fin. Por lo que nos había comunicado de la señorita de Darcy estaba yo preparada a ver en ella una muchacha altiva, reservada y desagradable. La retrató al revés. Hay que reconocer que es tan amigable y sencilla como la hemos visto.

—¿Pero no sabe Lydia nada de eso? ¿Puede ignorar lo que Juana y tú parece que conocéis tan bien?

—¡Oh!, sí; esto es lo peor de todo. Hasta que estuve en Kent y traté tanto al señor Darcy como a su pariente el coronel Fitzwilliam, yo misma ignoraba la verdad. Cuando llegué a casa la milicia del condado iba a abandonar Meryton al cabo de tres semanas; y siendo ése el caso, ni Juana, a quien refiriera todo, ni yo creímos necesario hacerla pública, porque de qué provecho podía servir a nadie que se disipase la buena opinión que todo el mundo tenía de él? Y cuando se decidió que Lydia se fuese con los señores de Forster, jamás me ocurrió que hubiera necesidad de descubrirle el carácter de Wickham; nunca entró en mi mente el que pudiera peligrar por el engaño. Con facilidad podréis comprender que estaba bastante lejos de mi pensamiento el que pudiesen derivarse de mi silencio consecuencias como ésta.

—Pero al irse todos a Brighton supongo que no tendríais razones para juzgarlos interesados entre sí.

—Ni la más pequeña. No alcanzo a recordar señal alguna de afecto por parte de ninguno; y algo de ello hubiere sido perceptible, habéis de saber que nuestra familia no es de aquellas en que eso se puede ocultar. Cuando ingresó él en el Cuerpo, ella le admiraba bastante, pero sólo como todas nosotras. Todas las muchachas de Meryton y de sus cercanías perdieron los cascos por él durante los dos primeros meses; mas él nunca la distinguió con ninguna atención especial; y por consiguiente, después de un período de admiración ex- travagante y desenfrenado cesó de pensar en él, y otros del regimiento, que la trataban con más distinción, volvieron a ser sus favoritos.


Sin inconveniente podrá creerse que, aun pudiendo añadir poco de nuevo a sus temores, esperanzas y conjeturas sobre este interesante asunto con su repetida discusión, ningún otro los pudo desviar de él durante todo el viaje; nunca estuvo ausente del pensamiento de Isabel. Fija ésta en el mismo por el más penetrante de todos los pesares, por el reproche a sí misma, no le era dado el menor intervalo de alivio o de olvido.

Viajaron tan aprisa como fué posible, y tras de dormir una noche en el camino llegaron a Longbourn a la hora de comer del día siguiente. Fué un consuelo para Isabel considerar que Juana no se habría consumido con larga espera.

Los pequeños Gardiner, atraídos por la visión de la silla de postas, esperaban de pie en las gradas de la casa cuando entraron en la cerca; y al hacer alto el coche a la puerta, la alegre sorpresa que brillaba en sus rostros y retozaba por todo su cuerpo, manifestándose en variedad de brincos y cabriolas, fué el preludio de su bienvenida.

Isabel saltó afuera, y después de dar a cada cual un presuroso beso corrió al vestíbulo, donde Juana, que descendía corriendo de la habitación de su madre, se encontró al punto con ella.

Mientras Isabel la abrazaba con efusión, entre lágrimas de los ojos de ambas, no perdió tiempo sin preguntar si se había oído algo de los fugitivos.

—Aun no—respondió Juana—. Mas ahora que mi querido tío ha venido espero que todo irá bien.

—¿Está papá en la capital?

—Sí, se fué el martes, como te escribía.

—¿Y habéis sabido de él a menudo?

—Sólo una vez. Me puso unas pocas líneas el miércoles participando su feliz llegada y comunicándome su dirección, lo que en particular le pedí que hiciese. Sólo añadía que no volvería a escribir hasta que tuviera que contar algo importante.

—¿Y mamá, cómo está? ¿Cómo estáis todas?

—Mamá está regularmente bien, así se me figura, aunque su ánimo se encuentre muy abatido. Está arriba y tendrá gran satisfacción en veros a todos. Aun no sale de su cuarto. María y Catalina se hallan perfectamente, gracias a Dios.

—¿Y tú, cómo te encuentras?—exclamó Isabel—. Pareces pálida. ¡Cuántas cosas habrás tenido que hacer!

Mas su hermana le aseguró que se encontraba por completo bien; y su coloquio, que se había efectuado mientras los señores de Gardiner se ocupaban con sus hijos, acabó con la aproximación de toda la partida. Juana corrió hacia su tío y su tía, dándoles la bienvenida y también las gracias en medio de sonrisas y lágrimas alternadas.

Una vez todos en el salón, las preguntas ya he- chas por Isabel fueron repetidas por los otros, y pronto vieron que Juana no tenía noticias que dar; pero la ardiente esperanza en lo bueno sugerida por la benevolencia de su corazón no la había abandonado; aun confiaba en que todo acabase bien y en que cualquiera mañana vendría una carta, o de Lydia o de su padre, explicadora de los sucesos o anunciadora quizá del casamiento.

La señora de Bennet, a cuya habitación subieron todos tras cortos minutos de comunicación entre sí, recibiólos exactamente como podría esperarse: con lágrimas y lamentaciones de pesar, invectivas contra la villana conducta de Wickham y quejas de sus propios sufrimientos y mal trato; censurando a todo el mundo, salvo a la persona a cuyo indulgente y mal juicio debíanse principalmente los errores de su hija.

—Si hubiera podido—decía—realizar mi proyecto de ir a Brighton con toda mi familia no habría ocurrido eso; pero la pobre Lydia no tenía a nadie que se cuidase de ella. ¿Cómo se permitirían los Forster perderla de vista? Estoy segura de que hubo gran descuido o algo así por su parte, pues no es ella muchacha para obrar así estando bien vigilada. Siempre creí que no eran idóneos para cargar con ella; mas yo me veía dominada, como de continuo lo estoy. ¡Pobre hija querida! Y ahora Bennet se ha ido, y supongo que desafiará a Wickham dondequiera que lo encuentre, y como quedará muerto, ¿qué va a ser de nosotras? Los Collins nos echarán antes de estar él frío en el sepulcro, y si tú, hermano, no te muestras cariñoso con nosotros, no sé qué haremos.

Todos protestaron contra tan terroríficas ideas; y habiendo el señor Gardiner asegurado su afecto para ella y su familia, díjole que proyectaba estar en Londres al día siguiente y ayudaría al señor Bennet en sus esfuerzos para recobrar a Lydia.

—No os alarméis con exceso—añadió—; aunque bien está hallarse preparado para lo peor, no es ocasión de mirarlo como seguro. No hace una semana completa que salieron de Brighton. En pocos días más averiguaremos alguna noticia suya; y hasta que sepamos que no están casados y que no abrigan propósito de estarlo no demos el asunto por perdido. En cuanto llegue a la capital buscaré a mi hermano, haciéndole ir conmigo a la calle de la Iglesia de la Merced, y entonces, juntos, deliberaremos sobre lo que se haya de hacer.

—¡Oh hermano querido mío!—exclamó la señora de Bennet—, eso es justamente lo que más deseaba. Y cuando llegues a la capital descúbrelos en cualquier sitio que estén, y si no están casados, hazlos casar. Y en cuanto a los vestidos de boda, no les permitas demorarlo por eso; si no, dí a Lydia que tendrá cuanto dinero quiera para comprarlos después que estén casados. Y sobre todo, impide que se bata Bennet. Díle en qué horrible estado me encuentro: espantada, fuera de juicio, con tales temblores y tal agitación, tales convulsiones al costado, dolores en la cabeza y palpitación en el corazón, que no me es dado reposar ni de día ni de no- che. Y dí a mi querida Lydia que no encargue sus vestidos hasta que me haya visto, pues desconoce los mejores almacenes. ¡Oh hermano, qué bueno eres! Sé que tú lo arreglarás todo.

Pero el señor Gardiner, aun repitiendo las seguridades de sus esfuerzos en el asunto, no pudo evitar el recomendarle moderación así en sus esperanzas como en sus temores; y haciendo conversar con ella de ese modo hasta que la comida estuvo en la mesa, dejóla entonces desahogando sus sentimientos con el ama de llaves que la asistía en ausencia de las hijas.

Aunque su hermano y su hermana estaban convencidos de no existir motivo para excluirla de la mesa, no se atrevieron a oponerse a la exclusión por saber que carecía de la suficiente prudencia para refrenar su lengua ante los criados que servían, juzgando mejor que una sola de las domésticas, aquella en quien más podían confiar, conociese todos sus temores y solicitud en el asunto.

En el comedor uniéronseles pronto María y Catalina, que habían permanecido sobrado ocupadas en sus habitaciones para presentarse con anterioridad. La una venía de sus libros; la otra, de su tocador. Mas los rostros de ambas estaban serenos, sin advertirse cambio en ninguna, excepto que la pérdida de la hermana favorita o el coraje con que había tomado el asunto había tornado más colérico que de costumbre el acento de la segunda. En cuanto a la primera, fué lo bastante dueña de sí misma para cuchichear con Isabel, con visos de gran reflexión, poco después de sentadas a la mesa.

—Es éste el asunto más desgraciado, y probablemente se hablará mucho de él; pero hemos de sobrepujar la oleada de la malicia y derramar sobre los heridos pechos de cada uno el bálsamo del consuelo fraternal.

Al llegar aquí, notando que Isabel no tenía ganas de contestar, añadió:

—Aunque para Lydia haya de ser desdichado el suceso, podemos nosotras sacar del mismo la más provechosa lección: que la pérdida de la virtud en la mujer es irreparable; que un solo paso en falso lleva envuelta la ruina final; que su corazón es no menos quebradizo que su belleza, y nunca puede resultar demasiado circunspecta en su conducta contra las indignidades del otro sexo.

Isabel, asombrada, alzó los ojos; mas se encontró sobrado apurada para contestar. Pero María continuó consolándose con moral por el estilo extraída del peligro que veían ante sí.

Por la tarde las dos mayores de las Bennet pudieron estar a solas durante media hora, e Isabel aprovechó al instante la oportunidad para muchas preguntas que Juana tenía igual deseo de satisfacer.

Tras de unirse ambas en las lamentaciones generales sobre las terribles consecuencias del suceso, que Isabel daba en absoluto por cierto y que la otra no podía dar por imposible, la primera continuó el tema, diciendo:

—Pero cuéntame todo lo referente a ello que no haya yo oído todavía. Dame más pormenores. ¿Qué dijo el coronel Forster? ¿No sospechaba lo más mínimo la fuga? Seguro que los verían siempre juntos.

—El coronel Forster ccnfesó que con frecuencia había sospechado algún interés, en especial por parte de Lydia; pero nada que le alarmase. ¡Estoy tan apenada por él! Su conducta fué atenta y amable hasta lo sumo. Venía ya a vernos, para hacernos patente su interés, aun antes de tener idea ninguna de que no hubiesen ido a Escocia; cuando esa creencia nació apresuró su viaje.

—Y Denny, estaba convencido de que Wicknam no se casaría? ¿Supo que intentaban fugarse? ¿Ha visto el coronel Forster al propio Denny?

—Sí; pero cuando le interrogó, Denny negó saber lo más mínimo del plan y rehusó dar su verdadera opinión sobre ese punto. No repitió su creencia de que no se iban a casar, y por eso me inclino a pensar que antes se le entendiera mal.

—Supongo que hasta que el coronel Forster vino ninguno de casa dudaría de que estuviesen casados.

—¿Cómo era posible que idea semejante entrara en nuestras cabezas? Reputo algo difícil, algo temible pensar en la felicidad de mi hermana casándose con él, cuya conducta he sabido que no siempre ha sido correcta. Mi padre y mi madre nada sabían de eso; sólo reconocían lo imprudente que ese casamiento tenía que resultar. Entonces Catalina confesó, con la natural satisfacción de saber más que el resto de nosotros, que la última carta de Lydia la había preparado para ese trance. Parece que había conocido que se amaban desde hacía varias semanas.

—Pero no antes de irse a Brighton.

—Creo que no.

—Y el coronel Forster, ¿parecía opinar mal del propio Wickham? ¿Conoce su verdadero modo de ser?

—He de confesar que no habló de él tan bien como lo hacía antes. Lo juzgaba imprudente y desatado. Y después del triste suceso dícese que dejó en Meryton grandes deudas; mas espero que eso resulte falso.

—¡Oh Juana!; ¡si hubiéramos sido menos reservadas, diciendo lo que sabíamos de él, no habría ocurrido esto!

—Acaso habría sido mejor—repuso su hermana—. Mas publicar las faltas anteriores de una persona desconociendo cuáles son sus sentimientos en el momento parece injustificable. Nosotras obramos con la mejor intención.

—¿Repitió el coronel Forster las particularidades de la esquela de Lydia a su mujer?

—La trajo consigo para que la viésemos. Juana entonces sacóla de su libro de bolsillo y dióla a Isabel. Este era su contenido:


«Querida Enriqueta: Te vas a reír al saber a dónde me he ido, y yo misma no puedo dejar de reírme pensando en tu sorpresa de mañana cuando me eches de menos. Voyme a Gretna Green; y si no puedes adivinar con quién, creeré que eres una tonta, pues no hay sino un hombre en el mundo a quien yo amo, y el tal es un ángel. Nunca sería feliz sin él; y así, no reputo por daño el irme. No tienes que decir palabra de mi ida en Longbourn si no quieres, porque así será mayor la sorpresa cuando les escriba y firme como Lydia Wickham. ¡Qué buena broma será! Casi no puedo escribir de risa. Suplícote que me excuses con Pratt por no cumplir mi compromiso de bailar con él esta noche; díle que espero que me dispense cuando sepa todo; y añádele que bailaré con él con mucho gusto en el primer baile en que nos encontremos. Enviaré por mis vestidos cuando vaya a Longbourn; mas deseo que le digas a Sally que componga un gran rasguño de mi traje de muselina bordada antes de que lo empaquetes. Adiós. Da mis recuerdos al coronel Forster. Supongo que brindarás por nuestro feliz viaje.

»Tu afectísima amiga,

»Lydia Bennet.»

—¡Oh loca, loca Lydia!—exclamó Isabel en cuanto la hubo terminado—. ¡Qué carta ésta para escrita en semejante momento! Pero a lo menos muestra que tomaba en serio el objeto de su viaje; sea cualquiera la cosa a que él después pueda haberle persuadido, por su parte no era el suyo plan infamante. ¡Pobre padre mío! ¡Cómo lo habrá sentido!

—Jamás he visto a nadie tan disgustado; no pudo articular una palabra durante diez minutos seguidos. Mi madre se puso mala al punto, ¡y toda la casa en tal confusión...!

—¡Oh Juana! —exclamó Isabel—. ¿Hubo algún criado en toda ella que no supiese la historia entera antes de acabar el día?

—No lo sé; creo que no. Pero ser circunspecto en aquella ocasión era muy difícil. Mi madre estaba con ataques histéricos, y tratando yo de prestarle toda la asistencia posible, temo no haber hecho tanto como era debido. Mas el horror de lo que podía haber sucedido me privó casi de mis facultades.

—Tus cuidados para con ella han sido excesivos para ti; no tienes buen semblante. ¡Ojalá hubiera estado yo contigo! De esa suerte habrías guardado para ti sola todos tus cuidados y ansiedades.

—María y Catalina han estado muy cariñosas, y estoy persuadida de que habrían participado de todas las fatigas; pero no lo creí conveniente para ninguna de las dos; María estudia tanto, que sus horas de reposo no deben ser interrumpidas. Mi tía Philips vino a Longbourn el martes, después de marcharse mi padre, y tuvo la bondad de permanecer conmigo hasta el jueves. Fué de gran ayuda y comodidad para todas nosotras. Y lady Lucas ha sido muy amable: vino el viernes por la mañana para compadecernos y ofrecernos sus servicios o los de alguna de sus hijas si hubieran servido de alivio para nosotras.

—Mejor habría sido que se quedase en casa—ex- clamó Isabel—; acaso sus intenciones fueran buenas; pero en desgracias como ésta se debe ver muy poco a los vecinos. La asistencia es imposible; la compasión, intolerable. Que triunfen a distancia y estén satisfechos.

Comenzó entonces a interrogar sobre las medidas proyectadas por su padre para cuando se viese en la capital con objeto de recobrar a su hija.

—Creo que piensa—contestó Juana—ir a Epson, sitio donde ellos cambiaron últimamente de caballos; ver a los postillones y tentar si se puede sacar algo de los mismos. Su principal mira ha de ser descubrir el número del coche que los sacó de Clapham. Había llegado de Londres con un ajuste; y como opina mi padre que la circunstancia de que un caballero y una señora se muden de coche puede ser advertida, intenta hacer averiguaciones en Clapham. Por si le era dado descubrir de algún modo en qué casa había dejado antes el cochero a su gente, determinó hacer pesquisas allí, esperando no serle difícil dar con la posada y con el número del coche. No sé que haya formado ningún otro plan; pero tenía tal prisa por ir y su ánimo estaba tan descompuesto, que hallé dificultad hasta para averiguar lo dicho.