Por la noche la leña no se habia podido vender, y el aldeano y su familia no tenian pan.
— Terrible es la tentación, decia el pobre hombre, pero este dinero no es mió y no debo gastarlo. Dios, que cuida de los insectos, cuidará de mi y de mis hijos.
Por la mañana se pregonó por las calles, como era costumbre en aquellos tiempos, el nombre del que habia perdido la bolsa, ofreciendo de hallazgo veinte doblones al que la entregase.
— Aquí la tenéis, dijo el buen aldeano presentándola al dueño, que era un comerciante de Florencia.
Pero este, por eximirse de pagar la oferta, examinó la bolsa, contó el dinero, y dijo fingiendo enojo:
— Mi bolsa, buen hombre, es esta, pero el dinero no está completo, porque yo tenia en ella ciento treinta doblones y solo me traéis ciento, y como es claro que me habéis robado lo demás, voy á pedir que os castiguen por ladrón.
— Dioses justo, dijo el paisano, y sabe que digo verdad.
Los dos contendientes fueron conducidos a la presencia del gran duque Alejandro de Médicis, que hacia por sí mismo justicia á su pueblo.
— Hazme, dijo al aldeano, una relación sencilla y verdadera de este suceso.
—Yo, señor, he encontrado la bolsa yendo al monte; he contado el dinero y solo contenia cien doblones.
— ¿Y no has pensado en que con ese dinero podías ser feliz?
— Tenia en mi casa una mujer y seis hijos esperando la leña que habia de llevar para venderla y comprar pan. Perdonadme, señor, si en esta situación he pensado en servirme del oro, porque efectivamente ha habido un momento en que lo he mirado con codicia. Después he reflexionado que tendría dueño, tal vez con mas obligaciones que yo, la he escondido, y en vez de volverme á casa me he ido á trabajar.