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Acta de Pío XI

Añádase a esto, la artera y funestísima secta de los que, negando y odiando a Dios, se declaran enemigos del Eterno; se insinúan por doquier; desacreditan y arrancan de las almas toda creencia religiosa, y conculcan en fin todo derecho divino y humano. Y mofándose de la esperanza de los bienes celestiales, incitan a los hombres a conseguir, aún con medios ilícitos, la felicidad en la vida presente; y, con temeraria audacia, los impulsan a la destrucción del orden social, suscitando desórdenes, sangrientas rebeliones y la misma conflagración de la guerra civil.

Sin embargo, Venerables Hermanos, aun cuando males tan grandes y tan numerosos amenacen y se teman aún mayores para lo porvenir, es menester no desmayar ni dejar languidecer la confiada esperanza que se apoya únicamente en Dios. El que ha concedido la salud a pueblos y naciones[1] indudablemente no dejará perecer a los que ha redimido con su preciosa sangre, ni abandonará su Iglesia. Antes bien, como hemos recordado al principio, interpongamos ante Dios la mediación de la Bienaventurada Virgen tan acepta a Él, como quiera que, en palabras de San Bernardo, «así es su voluntad (de Dios) que ha querido que todo lo consiguiésemos por medio de María»[2].

Entre las varias plegarias con las cuales últimamente Nos dirigimos a la Virgen Madre de Dios, el Santo Rosario ocupa sin duda un puesto especial y distinguido. Esta plegaria, que algunos llaman el «Salterio de la Virgen» o «Breviario del Evangelio» y de la vida cristiana, ha sido descrita y recomendada por Nuestro Predecesor de feliz memoria, León XIII, con estos vigorosos rasgos: «admirable es esta corona tejida con la salutación angélica, en la que se intercala la oración dominical, y se une la obligación de la meditación interior: es una manera excelente de orar y utilísima para la consecución de la vida inmortal»[3]. Y esto se deduce también de las mismas flores con que está formada esta mística corona.

  1. Sb 1, 14.
  2. San Bernardo, Sermón en la Natividad de la Beata Virgen María
  3. León XIII, Encíclica Diuturni temporis: ASS vol. XXXI, pp. 146-149.