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LA ISLA DEL TESORO

llido y canto. Fué una mera ráfaga lo que llegó á nuestros oídos y luego se restableció de nuevo el silencio.

—Dios los tenga de su mano, dijo el Doctor; esos son los rebeldes.

—¡Borrachos, sí señor!, añadió la voz de Silver tras de nosotros.

Aquí es la oportunidad de decir que á Silver se le había dejado el pleno goce de su libertad y que, á pesar de que tuvo que sufrir diarios y constantes desaires, parecía él considerarse, una vez más, como un dependiente querido y privilegiado. Lo cierto es que era de admirar la prudencia con que sobrellevaba todas sus humillaciones y la invariable urbanidad con que trataba de congraciarse con todos. Sin embargo, tengo entendido que nadie lo trató mejor que si hubiese sido un perro; á no ser Ben Gunn, que continuaba sintiendo un terror pánico por su antiguo contramaestre, y yo que, en realidad, tenía algo que agradecerle, si bien es cierto que aun en esto podía yo haberme sentido tan predispuesto como otro cualquiera en contra suya, puesto que recordaba muy bien haberle visto meditando en la meseta una nueva traición en contra mía. En virtud de esto, no fué sino muy ásperamente que el Doctor le respondiera:

—Borrachos ó delirando, ¿qué sabe Vd.?

—Tiene Vd. razón que le sobra, replicó John. Pero lléveme el diablo si ni á mí ni á Vd. nos importa que sea lo uno ó lo otro.

—No creo que tenga Vd. muchas pretensiones á ser considerado un miembro real de la humanidad, dijo el Doctor, con una mirada de desprecio para su interlocutor; por lo mismo, Maese Silver, es muy probable que