Recordación Florida/Parte I Libro IV Capítulo I

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LIBRO IV.


CAPÍTULO PRIMERO

De las muchas y singulares hazañas del ilustre y generoso Adelantado D. Pedro de Alvarado, que se refieren y suman en epílogo, hasta su desgraciada y lastimosa muerte, para reproducirlas después en los lugares donde se ejercitaron, por las razones que según el orden de la historia á ello conducen.


Nació Hércules, dando muestra de la gran capacidad de su alentado espíritu, y desde la cuna, despedazando áspides, dio indicios del grande cúmulo á que llegarían sus hazañas. No fué menos admirable el valeroso D. Pedro de Alvarado en lo juvenil de su edad, en que, á vista de muchos caballeros de sus propios años, ejercitó muchas bizarrías y alentadas gentilezas, con admirable embeleso de los que las contemplaban, y en que verdaderamente mostraba ser, no sólo de ánimo osado sino de un corazón lleno de reputación y valor invencible; mostrándose tan suelto en la ligereza del salto, que habiendo, por incitarle, algunos caballeros mozos que en su compañía habían salido á caza, que es remedo de los furores de Marte y empleo virtuoso y útil de cabacaballeros, encontrado con una tropa de segadores, que apostaban sobre el brocal de un pozo á saltar de una parte á otra, los caballeros compañeros de D. Pedro, dificultando la empresa por provocarle á ella, decían lo imposible de su ejecución. Mas D. Pedro, que era sagaz y entendido, dio á entender que tenía dificultad y que dudaba vencerla; pero puesto de pies sobre el brocal, saltó ligeramente á la otra parte del círculo, quedando en él sostenido en la extremidad de los dedos, y sin volver el rostro, con la misma ligera presteza deshizo el viaje del salto; restituyéndose á la parte de donde le había emprendido, con admiración y aplauso de todos los circunstantes, sin que otro alguno se propusiese á imitarle. Estas y otras gentilezas y donairosas bizarrías ejecutaba D. Pedro, joven de edad, en que aun los años no le permitían rayar en otras más gigantes acciones, no siendo esta muy escasa, ni las que dejo de referir, por no dilatar ni usurpar el tiempo, que es de otras más ilustres y más provechosas acciones.

Hame inducido á ceñir, y aprisionar en la breve narración del argumento de este capítulo las gloriosas hazañas de este ilustre héroe, el orden y forma con que he de seguir mi historia; porque habiéndola de dividir en tres partes, y describir en esta Primera todo lo perteneciente al valle de Goathemala, y ser necesario, por esta razón, dar destruida la fábrica material de la primera ciudad, y edificada en otro sitio la que hoy gozamos, y en este tiempo tocar la muerte infeliz de este bizarro campeón, tocando á la disposición de la Segunda parte muchas de sus glorias y grandes proezas; será referirlas aquí como un sumario y breve índice, que sólo las señale, para referirlas á donde se ejercitaron, que siendo muchas, y el adorno de toda esta obra, ha de ser necesario referirlas en sus propios lugares, porque lo demás fuera adulterar el orden y método de lo que es mi intento.

Sería el Adelantado D. Pedro (hijo legítimo del Comendador de Lobón), cuando pasó la primera vez á las Indias, de diez y ocho á veinte años de edad: prueba evidente de su bizarría, y argumento indeleble de su virtuosa aplicación; que empezar á amanecer tan presto á las luces de la heroicidad, cuando el ardor de sus años le llamaba á devaneos, más es obedecer á la razón que acariciar á la ociosidad: que esta es raíz y tronco que fructifica monstruos en el vicio de su fecundidad, y mucho más en los nobles, que adulados del aura popular, se radican más en lo libre de las acciones, para precipitarse funestos en la profundidad del descrédito. No así nuestro español héroe, Alcides castellano, que joven de edad, en la floreciente que digo, pasó con Juan de Grijalba al descubrimiento y conquista de esta Nueva España por el año de 1518; y asi lo refiere mi verídico Castillo, su compañero,[1] temiendo no defraudar á alguno de los de aquella valerosa expedición, diciendo: «Pues antes que meta la pluma en lo de los capitanes, porque nombraré algunas veces á aquestos hidalgos, que he dicho que venían en la armada, y parecerá cosa descomedida nombralles secamente sus nombres; sepan, que después fueron personas que tuvieron ditados, porque Pedro de Alvarado fué adelantado y gobernador de Goathemala y comendador de señor Santiago.» Y en esta memorable jornada, en compañía de aquellos heroicos compañeros que tuvo, padeció los muchos y grandes trabajos que en los siguientes capítulos de mi Castillo se refieren,[2] acerca del descubrimiento de la tierra sobre que se ofrecieron las batallas y peligros que allí podrán saberse; en que no siendo D. Pedro el último al acometer, no era el primero al tiempo del retirar.

Pero habiendo vuelto á la isla de Cuba esta armada de Juan de Grijalba, que con caudal suyo y el de sus compañeros se había armado, determinó Diego Velázquez enviar con nueva armada, á conquistar la tierra descubierta, á Fernando Cortés, bien contra el dictamen de los deudos de Diego Velázquez, que, sembrando cizaña contra este gran caudillo, criado por la eterna sabiduría para plantar la religión católica en este nuevo Orbe, se estuvo, á fuerza de estos malos consejeros y ministros de la emulación, para recogerle los despachos y no hacer el viaje. Pero entendida esta trama, ordenó la gran sagacidad de Cortés embarcarse con toda brevedad y hacerse á la vela; y en esta ocasión vino en su compañía el siempre ilustre y esforzado D. Pedro de Alvarado. Y así, cuando arrepentido Diego Velázquez de haberle dejado ir, envió un criado suyo, que se llamaba Gaspar de Garnica , á la Habana , con cartas para su teniente Pedro Barba, en que le ordenaba embargase la armada y le remitiese presa la persona de Fernando Cortés, D. Pedro fué uno de los muchos caballeros que se pusieron de la parte de Cortés; y no fué, como se refiere en la historia del Emperador Carlos V, quien vino á prenderle y se puso de parte suya, que esto tocaba en especie de infidelidad contra Velázquez, de quien era enviado, y no era el natural, la hidalguía y gran política de D. Pedro para ladearse á otra parte que á la de la razón y justicia. Con que se tendrá por asentado que salió de Santiago de Cuba en compañía de Cortés, en la armada referida, que se componía de diez navíos; y en esta ocasión , yendo D. Pedro de Alvarado por capitán de una de estas naves, que llamaban San Sebastian, y también en compañía de sus hermanos que iban en ella,[3] habiendo llegado nuestra armada al río de Grijalba, mandó Cortés que saliesen dos capitanes, con cien infantes cada uno de ellos á su cargo, para reconocer la tierra, y los nombrados para esta función fueron D. Pedro de Alvarado y Francisco de Lugo. Y en ella, habiéndose encaminado estas dos compañías por dos distintos rumbos, tuvo D. Pedro de Alvarado, con un numeroso escuadrón de valerosos indios, una grande y peligrosa batalla, aunque al buscar al compañero Francisco de Lugo, cuyo tercio estaba en gran conflicto con los indios de guerra, se encontró Don Pedro con el impedimento de un estero, que con mucho fondo y dilatada anchura de aguas le embarazaba el paso. Pero venciendo este estorbo por un breve desecho, y enconencontrando con los dos ejércitos que combatían, fué de tan importante socorro, que aunque sobrevinieron muchos y armados indios de vara y flecha, quedó el ejército de los indios, si no del todo roto, á lo menos muy disminuído en número; debiéndosele á D. Pedro la gloria de esta victoria, ejecutada á los empeños de su esforzado brío.

Pero considerando que D. Pedro de Alvarado, en todos los peligros y trabajos que se padecían en nuestro ejército, era participante de ellos, en el mismo grado de inminencia que los padecían los otros sus compañeros, se debe advertir que, hallándose á todo como miembro de aquel cuerpo, en lo que vamos refiriendo á su persona, es como cabo principal de particulares funciones.[4] Y así, como capitán de cien soldados, salió en otra ocasión, después de haber ensalzado la persona de D. Fernando Cortés al grado de capitán general y de justicia mayor, á reconocer la tierra y á traer provisión para el ejército, que padecía gran necesidad de menestras, y con este motivo fué D. Pedro el primer español que descubrió la tierra de Cotastla, pisándola; proveyendo á nuestra gente de buena porción de maíz y de gallinas: bien que sin riesgo de su gente por estar los habitadoras de aquellos pueblos fuera de ellos, ocupados en sus adoratorios con sus profanos sacrificios; y aunque pudo emplear las armas en los indios de los adoratorios, que no distaban mucho del poblado, dejó de hacerlo, porque ese era el órden que llevaba, y D. Pedro se preciaba tanto de obediente como de alentado.

Y aunque esta facción de Cotastla salió perficionada sin sangre ni peligro,[5] como las cosas de la guerra son inciertas y el semblante de la fortuna por su naturaleza vario, no se consiguió tan á salvo la empresa de Istapalapa, para donde, como uno de los capitanes de aquella expedición, acompañó D. Pedro á su capitán general Cortés; pues socorridos los de Istapalapa con ocho mil Mexicanos, y espeesperando á nuestro ejército antes de las poblazones, y en especial de la principal de Istapalapa, cuya edificación era de arte, que la mitad de aquel pueblo estaba en tierra firme y la otra mitad fundado en la laguna, combatiendo con mucho esfuerzo aquellos defensores en la campaña contra los nuestros, y siendo al principiar las sombras, desbaratados de la caballería, tomaron la retirada, siguiéndoles los nuestros el alcance al pueblo principal; pero como baquianos de su país, tomaron las canoas y se retrajeron con gran silencio á las casas de la laguna. Habían nuestros españoles hallado buenos despojos en la casería de tierra, y convidados de la seguridad, aunque con buenas centinelas, alojaron en las propias habitaciones de los rendidos; pero á gran parte de la noche, sin que las centinelas ni corredores del campo hubiesen sentido rumor alguno, empezaron aquellas casas y pueblo de Istapalapa á llenarse de agua, que por dos acequias y una calzada habían introducido los indios defensores de aquel país; y á no ser por el valor y fidelidad de algunos principales de Tescuco, quedara ahogado nuestro ejército, obligándoles á tomar la marcha con buena orden en medio de las tinieblas. Pero al despuntar el día salieron al paso nuevos escuadrones de Mexicanos, con quienes se mantuvo larga y sangrienta batalla, en que el mayor peligro que se reconocía era el de la pólvora humedecida; pero con el uso de las ballestas y espadas y lo ligero de la caballería dejaron los Mexicanos el campo, con pérdida de muchos de los suyos y dos soldados de los nuestros, sin muchos heridos, en especial de los indios de Tlaxcala.

Pero la más ardua ocasión, en que se mostró el valor y gran disposición de D. Pedro y la gran confianza que de él hacía D. Fernando Cortés, y el concepto que de su talento había formado, fué en la de la toma de la gran ciudad de México;[6] nombrándole por cabo principal de los trece bergantines, en que verdaderamente le debemos reputar como otro general á cuyo cargo corría la disposición de aquella importante armada, bien que dependiente de las órdenes de Cortés y de los movimientos del ejército terrestre: hasta que fué necesario dividir esta armada en distintas escuadras, y quedando á cargo de sus capitanes y cabos pasó D. Pedro de Alvarado á servir al ejército de tierra, en que no menos puso de su parte nuevo trabajo y mucha disposición militar en tan maravillosa y gran conquista, en que no me persuado le aventajase la memorable de Túnez; pues cuanto más se trabajaba é insistía en ir adelante, mayores y más graves impedimentos se oponían, y que en ellos mostraba D. Pedro su grande vigilancia y fervor de verdadero soldado, peleando con su tercio (que era aparte de el de Cortés y de el de Sandoval) por todo el término del día, por la calzada, y velando y trabajando de noche en las aberturas y zanjas que en ella abrían los indios, siendo necesario terraplenarlas, lloviendo sobre él y sobre los soldados heridos, que sólo se sustentaban con lo que se cenaba á la noche, siendo de tan corto y débil mantenimiento como son las hierbas bien conocidas que llaman quilites, tunas y tortillas de maíz, cuando se las traían de Tacuba. Porque algunas veces, en esta tan apretada ocasión, llegó á faltar este miserable alivio, y en ella creciendo más y más las asechanzas, emboscadas por agua y por tierra de los indios, y las innumerables batallas que se mantenían por los nuestros contra los numerosos ejércitos de los infieles, que se alternaban por horas, sin dar á nuestros españoles instante alguno de seguridad, en tanto y dilatado tiempo que duró la opugnación y toma de aquella gran ciudad, y en el grave ejemplar de pérdida y sentimiento, cuando intentando combatir con los cercados, por señorearse del gran Tatelulco rompieron el tercio de D. Fernando Cortés, en una calzadilla estrecha, que con arte y ardid habían fabricado los Mexicanos, donde apresaron más de sesenta españoles que todos fueron sacrificados á su gran ídolo Huichilobos; que no es para dudar causaría en los ánimos de aquellos valerosos españoles grandísimo sentimiento: y más, cuando marchando D. Pedro, con el tercio de su cargo, por la calzada que se le había encargado, le salieron al encuentro grandes escuadrones de Mexicanos, y arrojándole delante cinco cabezas de españoles sacrificados, que aun corría sangre de ellas, cerraron con ímpetu denodado con el tercio de Alvarado, haciéndole desesperada guerra, no sólo estos escuadrones de la calzada, sino desde las azoteas y desde las canoas y piraguas de la laguna, con infinita vara y flecha que le disparaban; sobreviniendo, á las reseñas de la corneta de Guatemuz, nuevas escuadras de indíos que llenaban aquel sitio, que ahora se llama la Calzada de San Antón, de atrocidades y asombros, hasta que, sin dejar la batalla, se fué retirando este tercio de Alvarado á su alojamiento, donde más bien ordenados y pudiendo campar la caballería, ayudados de dos tiros gruesos de artillería, hacían ceder á muchos indios, muertos y heridos por aquel sitio y la parte de la calzada. No cesando desde entonces, por muchos días, de combatir y de resistir á tantos millares de indios que sobrevenían, y entraban alternados, de refuerzo; quedando, en esta pluvia de combatientes frecuentados, destituídos los nuestros de los indios amigos que, medrosos y horrorizados de ver los bárbaros sacrificios que en el gran adoratorio (que es eminente) se ejecutaban, así de indios como de españoles, se retiraron á sus pueblos durante estas atroces y sangrientas guerras, en que se experimentó el gran valor y sufrimiento militar de D. Pedro de Alvarado hasta la prisión de Guatemuz, yerno de Montezuma.

Había, antes de esta sangrienta y perseverante guerra, sucedido la batalla del ejército de Cortés con un Pánfilo de Narváez, y cuando hubo de salir contra él, le pulsaba el mayor cuidado en la seguridad de la persona de Montezuma, á quien tenía arrestado en la prisión de su propio Palacio; y como en la guarda y posesión de aquella Real persona consistía el tener ó no tener á México, cabeza y corte de aquel Imperio, era el mayor peso de sus cuidados el acertar á elegir persona que la guardase: porque de dejarle libre, se seguía la perturbación y levantamiento de México, y de estarse por este fin y no salir á combatir con Pánfilo de Narváez perdía el gobierno, que le intentaba quitar por orden de Diego Velázquez, gobernador de Cuba. Con que, en medio de tan encontrados discursos, sólo eligió por buen consejo el fiar esta acción tan arriesgada á D. Pedro de Alvarado; dejándole en guarda de Montezuma con ochenta hombres de guarnición: prueba no menos grande de el concepto que Cortés hacía de D. Pedro, por el gran valor y arrogancia de este Alcides; fiando de tan poca resistencia el combate de tantos millares de vasallos obedientes á aquel principe, y á que quedaba expuesto por la infidelidad de los indios, como por la poca seguridad de una prenda racional y poderosa, en cuya guarda iba, al decidir, todo un reino. Pero en fin, el dilatado corazón y espacio de capacidad de D. Pedro allanó tanta dificultad y confusiones, saliendo bien y perfeccionada la grande máquina de esta empresa. Siendo este combate, y victoria que Cortés y los suyos alcanzaron de Narváez, confusión y silencio para los españoles que dicen, que los conquistadores de estos reinos no hicieron cosa de valor peleando con indios desnudos. Pues consideren que Pánfilo de Narváez y sus mil doscientos cuatro soldados no eran indios desnudos, sino españoles muy vigorosos y defendidos de diez piezas de artillería y de ochenta caballos;[7] y sin embargo, fueron vencidos y su capitán prisionero, y á discreción, de Cortés: con que sólo esta acción será prueba discreta, que convenza la tema y indiscreta, necia contienda de algunos ignorantes.

Mas entre esta facción y la de Istapalapa, habiéndose ésta conseguido con toda la adversidad de fortunas que dejamos declarada,[8] fué D. Pedro de Alvarado elegido por el general D. Fernando Cortés para la conquista de Tutepeque, dándole para ello ciento y ochenta infantes, y orden para que, pacificado que fuese, fundase allí una villa, y que al pasar por Oaxaca pidiese al capitán Francisco de Orozco otros veinte soldados, y que llevase consigo á Fr. Bartolomé de Olmedo. Y habiendo salido de México, tardó más de cuarenta días en la jornada á Tutepeque, y ya que se acercaba con su tercio, salió el señor de aquel país, y los principales, á recibirle, llevándole á aposentar al centro y riñon del pueblo en unos adoratorios de ídolos; pero, precautelándose Alvarado, no admitió el alojamiento, por estar unidas las casas y las calles con estrechura, y pasó á alojar á lo último de la poblazón, donde fué regalado y servido con muy ricos y grandes presentes de oro. Pero en la ocasión de esta jornada fué notado este caballero de demasiadamente ambicioso, y de que viendo que todos los días que allí hizo mansión le regalaban con piezas ricas de este metal, puso preso en cárcel muy estrecha al cacique; murmurándose que era por sacarle toda la riqueza que consigo tenía, y haber tomado el pretexto para arrestarle de que le quería quemar, y á sus compañeros, dentro de aquellas casas. Murió de tristeza y de enojo aquel principal señor de Tutepeque, y entró en el cacicazgo su hijo mayor, corriendo fama que el cacique primero le dio á Alvarado más de treinta mil pesos de oro, y el hijo mucho más. Luégo que sobrevino la fatalidad de su muerte al viejo cacique, fundó D. Pedro la villa de Segura; y como quiera que la ambición de los hombres siempre aspira á conseguir para sí el colmo y logro de las commodidades, y más en la igualdad de los trabajos con que se buscan, irritados, ciertos soldados de que D. Pedro tratase de volverse para México sin hacerlos partícipes de aquel tesoro, conjuráronse; mas no pudiendo la maldad estar encubierta largo tiempo, y D. Pedro fuese avisado de la traición, habiendo salido de caza con ellos mismos, fingió estar indispuesto y necesitar de sangrarse, y volviendo al Real, mandó llamar á sus hermanos Jorge, Gonzalo y Gómez de Alvarado, y á los justicias de la villa, y luégo, instáneamente, hizo prender á los principales cabezas de la conjuración, y averiguado el delito por forma de justicia, mandó ahorcar á dos de los conjurados; y á breves días, dejando fundada la villa, partió D. Pedro para Mexico. Pero esta fundación de españoles no pudo subsistir mucho tiempo, porque siendo la tierra muy caliente y por su naturaleza enferma, y los repartimientos de indios no muy apetecibles, por parecer de aquel Cabildo se despobló; volviéndose unos de los vecinos á Mexico y otros á Oaxaca: y estando Cortés para hacer justicia de ellos y ahorcar á los que fueron aprehendidos, lo dejó de hacer por haber apelado, y esta sentencia se conmutó en destierro. Mas no porque se dejase de conseguir la persistencia de esta poblazón, se puede negar lo que por conseguirla trabajó y se desveló D. Pedro de Alvarado.

  1. Bernal Díaz, cap. VIII del original.
  2. Bernal Díaz, capítulos VIII, IX, X, XI, XII, XIII, VIX y XV del original.
  3. Bernal Díaz, cap. XVII, fol. 20 vuelto del original borrador.
  4. Bernal Díaz, cap. XXXI, fol. 23 del original borrador.
  5. Bernal Díaz, cap. CXXXVII del original borrador.
  6. Bernal Díaz, cap. CIL, folio 154 del original hasta el cap. CLIV, folio 171.
  7. Bernal Díaz, cap. CLIX, fol. 185 del original borrador.
  8. Idem, cap. CLIX.