Recordación Florida/Parte I Libro IV Capítulo VIII
De la temerosa y grave inundación que sobrevino á la ciudad de Goathemala, dejándola absolutamente funestada, reduciendo á ruinas lo más ilustre de su aspecto material, y de la gran mortandad de personas que ocasionó este no esperado diluvio.
Habiendo llegado á Goathemala, la fatal y mclancálica nueva de la muerte del esclarecido héroe D. Pedro de Alvarado, acompañó con sentimientos dignos de su ilustre sangre, el malogro de esta vida, digna de ser inmortal, la generosa consorte suya doña Beatriz, que, retirada de todo lo que era alivio, sólo daba el tiempo á su lastimoso llanto; y aun los cumplimientos más urbanos, y visitas precisas á la correspondencia política, le servían de estorbo á todo lo que no era desahogo natural de sus lágrimas; que, aunque los más asistentes á estos obsequios eran el Cabildo de esta ciudad y el reverendo y venerable obispo D. Francisco Marroquín, verdadero amigo del difunto Adelantado, cuyo solo respeto sería el que acallase los suspiros y lágrimas de la inconsolable viuda, aun parece que estos ratos de urbanas asistencias era quitarlos de los lamentos que eran su desahogo. Mas no menos que los de esta singular matrona, se daban todos los de aquella ilustre familia al llanto y á las demostraciones de sentimiento; pues D. Francisco de Alvarado, tío del Adelantado, mandó pintar todo el exterior de las paredes del palacio de negras y obscuras tintas, que esta demostración (en que no tuvo parte la ilustre doña Beatriz) fué la más noble y extremada que ejecutó la fineza del cariño de los domésticos; mas no lo que divulgó el antojo de la fama, que muchas veces se esparce sin otro fundamento que el de una voz apasionada del desafecto, como lo fué la que divulgó maliciosa, que doña Beatriz de la Cueva había dicho: que Dios no le pudo hacer mayor daño que quitarle á su marido. Y esto es tan extraño y fuera de la verdad, como oponerse al crédito de una mujer heroica en el esplendor de la sangre que la animaba; pues como hemos dicho, era de la excelentísima casa del Duque de Alburquerque, sobrina suya, hija de D. Pedro de la Cueva, comendador mayor de Alcántara y almirante de Santo Domingo, hermano legítimo del Duque, cuya esclarecida sangre no podía producir efectos si no fuesen los que, á la verdad, la constituían resplandeciente en virtudes y ejercicios de caridad, devoción ejemplar en la asistencia y culto de las iglesias, con frecuencia grande de Sacramentos, en que se ejercitaba, y que quiso Dios arrebatarla en la muerte para premiar este ejemplo. Y la suposición de Gomara, en las palabras que refíere que profirió esta ilustre viuda de tan excelente varón, dice mi verídico Castillo que fué supuesto y divulgado de la pasión,[1] porque lo que dice que pasó es: «Que visitándola algunos caballeros de Goathemala, le decían que diese gracias á Dios, pues que de ello fué servido. Y ella, como buena cristiana, decía que sí, se las daba. Y como las mujeres son tan lastimosas por lo que bien quieren, decía: que deseaba morirse y no estar en este triste mundo con tantos trabajos.» ¿Cómo, pues, podrán restituir la honra y crédito de una tan ilustre y virtuosa perpersona el licenciado Gomara y Fr. Antonio Remesal, que contra justicia y contra caridad lo divulgaron en sus escritos, que sin más autoridad que la de quererlo decir, han corrido contra el ilustre crédito de esta generosa mujer y contra los verdaderos y fíeles afanes de otros muchos?
Iba corriendo el mismo año de 1541, en que sucedió la desgraciada y sentida muerte del Adelantado D. Pedro de Alvarado, y hacía que se contaban diez y siete de la fundación de Goathemala, cuando, habiendo sido el hibierno frecuente en las lluvias, por los primeros días del mes de Setiembre apretó en procelosos y turbulentos aguaceros, que llegando á precipitarse en tupidos diluvios el día 8 de este mes, memorable por la celebración de la Natividad de Nuestra Señora, y por el suceso de aquellos funestos días, que vamos refiriendo; en que, continuándose con poderosa tormenta y flujo de granizo, truenos, relámpagos y viento enfurecido y deshecho, que crujiendo en los árboles, hacían estos efectos más espantosa la tribulación de tan grave y temerosa tormenta.
Por tres días pavorosos, incesantes , duró lo espeso y más tupido de la lluvia con todos los efectos referidos, en que, para más espantoso recelo, se cubrió todo el valle de muy densa y constipada niebla, que embarazaba el libre comercio de los hombres, y aun el vuelo ligero de las aves; sin que á este tiempo dejasen de continuarse los truenos y el espantoso retumbo del volcán inmediato de fuego, que al mismo tiempo, como si el agua de las lluvias fuera el mejor pábulo de sus llamas, las vomitaba crespas y levantadas, pareciendo que estos dos elementos rifaban, como contrarios, lo más activo de su vigor; á cuyas temerosas oposiciones hacían compañía los continuados relámpagos que despedían de su espesura las nubes. Pero en medio de esta conjuración de temerosos accidentes, acrecentó más el recelo de los habitantes el ver entrar la noche del día 10 envuelta en negras y pavorosas sombras, que hicieron cerrarse en las habitaciones, antes de lo acostumbrado, á los más alentados de ánimo y menos supersticiosos, que despertaron (si es que dormían) como á la una de la mañana del cuarto día, que fué el 11 de Setiembre, al vaivén y temblor de tierra, de incomparable y indecible vigor y pausado movimiento, que repitiéndose por algunos espacios de las futuras horas, harcían resentirse los edificios más sólidos. Pero durando el conflicto del estremecimiento del terreno, como hasta algo antes de las tres de la mañana, sin dar seguridad á los muros más eslabonados en sus cimentados y firmes fundamentos, acrecentaba este accidente más y más la confusión y espanto de aquellos moradores; que si se lanzaban á los patios, encontraban en ellos diluvios de agua que los tenían alagados en voraginosos cienos, y si, rehusando esta descomodidad, se procuraban contener en las habitaciones, los expelía de ellas lo peligroso 7 recio de los frecuentes temblores.
Así proseguía el espanto de aquel tiempo deshecho, pareciendo el último de las horas del mundo, cuando se empezó á oir un rumor estruendoso y grave, de torrentes de agua precipitados, sin saberse de dónde procedían, que acompañado de golpes desapacibles de piedras encontradas en el desplomo de su precipicio, cuyos vuelcos, confundidos en el estrépito de los robustos árboles, desencajados del fundamento de sus raíces, hacían bramar las fieras y balar los animales domésticos en confusas y roncas quejas; siendo motivo y ocasión de más apretado conflicto á los tristres vecinos de esta ciudad nobilísima: comenzándose á este tiempo á levantarse un alarido tan tierno, cuanto confuso, de miserables y temerosas mujeres y tiernas criaturas, de la parte más encimada de la ciudad; cuyo lamento, clamoroso y lastimero, comenzó á despertar el mayor cuidado de los primeros republicanos, que ya casi congregados se confundían en varios pareceres, haciéndose detenida y suspensa la última resolución. Pero creciendo el rumor, y acercándose las voces, sucedidas de una calle en otra y de uno en otro barrio, se percibió el peligro en las voces difundidas que proferidas á un tiempo clamaban: ¡Que nos perdemos, que nos ahogamos!; envolviéndose estos fatales anuncios en la dulce invocación de Jesús y de María. A estos presagios funestos se desunió la junta de aquellos republicanos, y trataron, como los demás, de huir aquellos peligros confusos; y atropados, sin saber á qué parte que fuese la más segura, y ciegos y temerosos, eu lo más cerrado de las tinieblas, juzgando ser el agua de las lluvias rebalsadas y detenidas en las llanuras, procuraban repechar el monte arriba, y se encontraban con la muerte rebozada en las impetuosas aguas que descolgaban al valle; muriendo muchos ahogados, muchos á golpe de piedra ó encuentro de algún robusto árbol. Otros, descendían á lo más hondo y descaecido del valle, donde encontraban, en el rebalso un piélago impetuoso, cebado y sacudido de las nuevas vertientes que le sobrevenían, aparejada y dispuesta en ellos su mortal ruina. Otros, eo árboles muy crecidos y en las torres más levantadas procuraban el asilo de sus vidas, y muchas personas de ellos fueron arrebatadas del furor del río, que corre inmediato y venía entonces muy lleno y con enfurecido y arrebatado curso; y muchos hubo que, teniendo por mejor partido cerrarse y aprisionarse dentro de sus casas, perecieron en las seguridades.
De este último parecer fué la generosa, noble y cristiana doña Beatriz de la Cueva, que considerando que á la decencia de su persona y estado, en lo más reciente de su lastimosa viudez, y que al justo reparo y honor de sus doncellas no convenía salir de su palacio á hora tan desusada, y temerosa de que en ocasión de tan general revuelta no era importante, por mucho que podría recelar en el cuidado de esta familia tan ilustre y honesta, determinó retraerse á su oratorio, con doce de sus doncellas, al parecer cuidadosa sólo de estas, que podrían correr mayor detrimento en ocasión de tantos accidentes, que sólo ofrecían horrores y atrocidades. Allí, pues, en aquel devoto retiro, abrazada de una imagen devota de Cristo Nuestro Señor crucificado, asistida y rodeada de sus doncellas y damas, procuraba y procuraban alcanzar de este divino Señor misericordia y piedad en lo último de sus delicados alientos, repitiendo actos fervorosos de contrición verdadera, y cristiano y verdadero rendimiento á su voluntad divina.
Pero mientras en estos actos católicos se ejercitaba, con sus criadas, esta ilustre matrona, volvió á lanzar el monte mayor y más crecido curso de cenagosas y pestilentes aguas; sin duda al tiempo de descender por el canal mayor, que fué cuando ejecutó el último estrago en lo material del aspecto de la ciudad, llevándose de encuentro los edificios más firmes y que apostaban duración con el tiempo, no siendo de los últimos que experimentaron esta lamentable ruina el palacio en que moraba doña Beatriz de la Cueva; pereciendo y terminando su ilustre y virtuosa vida, con otras nueve de aquellas inocentes doncellas que la asistían en este amargo trance, como fieles y valerosas compañeras, que quisieron como leales morir al lado de su ilustre dueña; escapando, no sin admiración y como por obra milagrosa, tres de estas admirables mujeres, que después referían, con lágrimas de lealtad y de amor, todo lo que había sucedido en este triste y funesto trance, digno de los llantos más extranjeros y de la compasión más adversaria: pues debe lastimar la desgracia de una principalísima dama, llena de virtudes, floreciente en edad, de gentileza gallarda, de extremada y singular belleza, á quien los indios admiraban como á una diosa, y los españoles atendían, om respetuosa atención, como á la más hermosa, noble, virtuosa, rica y discreta dama de aquellos tiempos; cuya capacidad, que rayaba, según sus acciones, más allá de lo que suelen las más altas y generosas mujeres, la concillaba naturalmente la gracia de todas las gentes; fuera de que, con su caridad ardiente, que ejercitaba, no sólo en nuestros españoles, sino que extendía también á los más retirados y pobres indios, la hacían amada y respetada de todos. Este fué el funesto y lastimoso fin de la más heroica y graciosa española que obtuvo en muchos tiempos Goathemala: ejemplo lastimero de desgracias, y prueba segura de la fragilidad de las glorias de esta vida.
Señálanse, á la memoria de los presentes tiempos y de los venideros siglos, las tres damas que escaparon de esta inundación, por bien conocidas de nuestros mayores; siendo la principal de ellas doña Leonor de Alvarado Xicotenga, hija natural del Adelantado y de doña Luisa Xicotenga Tecubalsin, hija del rey de Tlaxcala y Cempoal, á quien el Adelantado casó con D. Francisco de la Cueva; que fué la sola sucesión que quedó de este generoso caudillo. Las otras dos, de estas mujeres que escaparon, fueron Melchora Suárez y Juana de Céspedes, madre ó abuela que fué de María del Castillo, quien tomó este apellido por haber servido, después de la inundación de su madre Juana de Céspedes, en la casa de mi rebisabuelo el capitán Bernal Díaz del Castillo. Y á esta vieja María del Castillo conocí y comuniqué en la casa de mis venerables tíos los doctores D. Ambrosio, don Tomás y maestro D. Pedro del Castillo, deanes que fueron de la santa primitiva catedral iglesia, y después en las casas de D. José y doña María del Castillo, mis deudos, siendo ya muy anciana; pero con claro y entero juicio, que murió poco ha, de edad de más de ciento diez años, en la Ciudad Vieja; y refería, en la tradición que ella tenía de sus mayores, que su abuela Juana de Céspedes estaba preñada en los meses mayores cuando sobrevino la inundación, y que, arrojada y impelida del curso de las aguas, al tiempo de la ruina del palacio , se asió de un árbol, y que, trabada en una horqueta que hacía en él, tuvo seguridad miéntras duró la tormenta: y esto mismo me refería doña Clara del Castillo, mi tía, hermana de los referidos deanes, que murió de más edad de cien años por el pasado de 1688.
En tanta disposición de temporales y de accidentes, todos funestos, que sucedieron, atropados en una noche confusa, llena de oscuridades y tinieblas, y en que el consejo era sin fruto y el más acertado el de la acelerada huída, que siempre es medio para más dispuestas desgracias, fueron muchas las personas de cuenta que la aumentaron al número de los muertos; porque parece que siendo estas las que ocupando los primeros magistrados, obligados al benebeneficio común y al socorro de los más inferiores, se habían de entrar más á los peligros y acometer á las mayores dificultades; en que, encontrándose con la muerte, cedían al ímpetu arrojado y curso de las aguas, precipitadas de lo más eminente del monte á lo más bajo de la llanura del valle, sin humana resistencia, rindiendo las fuerzas naturales para perder las vidas, ó ya cogidos del ruedo y natural movimiento de las piedras que volcaban: de que no sólo hay testimonio en lo puntual de algunas verdaderas historias, como podrá verse en el Torquemada, sino que ellas mismas se manifiestan hoy formidables en su aspecto; pues son de la proporción y tamaño de un carro, y estas, ea visto, que no sólo se llevarían de encuentro los hombres y brutos, sino también los templos y las casas más firmes, como después se vió, todo reducido á ruinas y lastimosos desplomos, que representaban un aspecto informe de fragmentos. Fueron los muertos, que se numeraron en esta espantosa inundación, setecientos y más, en que entran los indios del barrio alto, entre pequeños y grandes de ambos sexos y calidades de personas, que para una ciudad recien fundada es grande número; pereciendo en esta anegación, no soló los hombres, brutos y aves domésticas, sino también lo más florido y precioso de los caudales y alhajas. Muchos de los cuerpos difuntos no pudieron ser descubiertos, aunque sobre ello se ejecutaron extrañas diligencias, porque sin duda estos quedaron enterrados debajo de las arenas y cieno que, de los desplomos y zanjas que se hicieron en el volcán, rodaron al valle, ó arrebatados del esforzado impulso del agua, yendo á dar al río, correrían á gran distancia de la costa del Sur á ser cebo de las bestias de aquellos ríos; siendo tal esta afluencia y precipicio del torrente de aquellas avenidas, que de muchas familias no quedó persona que no muriese; habiendo algunas de ellas que se componían del número de treinta y treinta y cinco personas. Y la señal, de lo que creció la congregación de aquellas aguas, se verifica en lo manchado de estos libros y papeles del Archivo, que tengo presentes para componer esta historia, que también padecieron; perdiéndose algunos de ellos, que quedaron sin que se puedan leer.
Entre las personas que escaparon de esta tormenta, se hallaron algunos domésticos de la casa de doña Beatriz de la Cueva, y en ellos hubo una de sus doncellas, fuera de las tres que escaparon del oratorio, siendo esta de las personas que no se encerraron en las habitaciones, de cuyo nombre no hay memoria; y sólo dura la tradición constante de que esta, al tiempo de recluirse su dueña en el oratorio con las demás compañeras, se entró en una artesa, que sería para prevención de amasijo ó para tomar baños en ella, y que, sublevada del agua, anduvo á discreción del tiempo, vagando de unas en otras partes de aquel sitio alagado, hasta que, enjuta la tierra, volvió á juntarse con las diversas tropas de gente, que divididas por varios sitios, volvían á buscar el que poco antes lo había sido de una ciudad excelente, y ya solamente era un esqueleto material de piedra y cal desunidas de sus encajes. Volvían todos estos, lastimosamente asombrados, dados á la profundidad del silencio; unos absolutamente desnudos, otros á medio vestir, y otros cubiertos de carpetas y sobrecamas, ó de aquellas ropas que hallaron más á mano; siendo los unos lástima de los otros, y todos juntos un espectáculo digno de la compasión del más endurecido pecho, y más cuando, acercándose al sitio de la ciudad, la reconocieron informe confusión de fragmentos, y no hacía el más advertido distinción de plazas, calles, barrios, ni sitios á donde antes yacían los habitables, de que sólo quedaron reservados, por divina disposición, la Santa Iglesia Catedral, el templo de mi patrón San Francisco, y la ermita de Nuestra Señora de los Remedios. En esta ocasión de tanto dolor, hallándose en esta ciudad el reverendo obispo y gran prelado D. Francisco Marroquín, de clara memoria, con los religiosos de San Francisco y algunos clérigos de su familia, fueron el consuelo y alivio de aquella vecindad afligida, y que habiendo vuelto al sitio de la ciudad, reconocido el grande número de los muertos, exhortó á los vivos á la obra misericordiosa de enterrarlos, con otras admoniciones cristianas de su santo celo; moviendo á la enmienda de las vidas y otros paternales documentos, que de aquel gran varón debemos creer, y con cuyo ejemplo, habiendo dado sepultura, con la mayor y más decente pompa que se pudo, al cadáver de doña Beatriz de la Cueva en la capilla mayor de la Santa Iglesia Catedral, y celebrados los oficios por el mismo reverendo Obispo, se pasó á darla á los cuerpos de sus damas en las otras iglesias, que después se juntaron todas en un sepulcro, que es en el convento de San Francisco de aquella Ciudad Vieja, donde hoy lo testifica, aunque se lee con dificultad , una inscripción que está al lado del Evangelio, cerca de la tribuna, que dice: «Aquí yace la señora doña Juana de Aftiaga, natural de Baeza en los reinos de Castilla, y doce señoras sus compañeras, las cuales todas juntas perecieron, en compañía de la muy ilustre señora doña Beatriz de la Cueva, en el terremoto del volcán, que arruinó la ciudad vieja de Goathemala, el año de 1541. Fueron trasladados sus huesos á esta Santa Iglesia el año del Señor de 1580.»
Y después se procedió á enterrar los demás cuerpos; siendo necesario para ello desenterrarlos de la arena en que estaban sepultados, que en partes terraplenó un estado, y en partes dos; y otros muchos cuerpos se sacaron de debajo de las paredes arruinadas que los habían cogido debajo. Pero en esta grande inundación no hay memoria ni tradición de la vaca negra, con un cuerno, que echaba las gentes en el agua, como dice Gomara,[2] porque no hubo tal cosa, ni era fácil de verlo en una noche tan oscura, en que no se percibía cosa alguna; pero con estos peligros escribe quien lo hace sólo por relaciones remotas, no sólo en los tiempos sino en las distancias de las leguas: ni menos, como quiere ser esta vaca, Agustina, la hechicera de Córdoba, mujer de Francisco Caba, que quiere que, por haber tenido ilícito trato con el capitán D. Pedro Portocarrero, primo del Conde de Medellín, esta Agustina, de celos de este caballero, le persiguiese fantasma, que se le ponía en ancas del caballo y que le mató con maleficio; cuando es verdad que D. Pedro Portocarrero murió de viejo en Goathemala y de enfermedad natural, sin recelo de hechizo ni encantamiento.
Luego que pausaron y se enjugaron las lágrimas, aunque no cesaron los espantos de los terremotos, que duraron después de muchos días de la inundación, ofreciéndose al movimiento de una hoja un nuevo espanto á aquellos miserables y cristianos habitantes, poseídos del temor con la experiencia pasada, recaudó el Rdo. Obispo todos los bienes que pudieron hallarse del Adelantado D. Pedro de Alvarado, y en virtud del poder que le había dejado, cuando partió él descubrimiento de las Molucas, y según lo que le había comunicado, otorgó testamento en su nombre; y entre las cláusulas que contiene, es una la de la libertad de muchos indios esclavos que tenía, diciendo dejarlos libres por lo mucho que le ayudaron y utilidad que le dieron en las minas ricas de Jocotenango que llaman Rajón. Doña Leonor de Alvarado Xicotenga, hija del Adelantado D. Pedro de Alvarado, labró dos sepulcros en la capilla mayor de la santa iglesia catedral de esta ciudad de Goathemala la Nueva; el uno, al lado del Evangelio, para depósito de las cenizas de su padre y madrastra, trayendo á su costa las de su padre del pueblo de Chiribito, á donde lo hizo depositar Juan de Alvarado, y las de doña Beatriz de la Cueva, de la Ciudad Vieja; ejecutando su traslación con pompa y fausto muy ilustre: y el otro sepulcro, al lado de la Epístola, señaló para sí y para D. Francisco de la Cueva su esposo. Estos dos mauseolos conocí en la santa iglesia catedral, que se demolió para fabricar la nueva que gozamos. Hoy no se descubren, y aunque á D. Martín de Alvarado Villacreces Cueva y Guzmán se le dió sepultura en la capilla mayor de esta santa iglesia, como á descendiente de aquel valeroso inimitable héroe, sin embargo, no se manifiesta esta memoria á lo público; perdiéndose esta atención piadosa y debida, como la hemos perdido muchos de los descendientes de aquellos loables y cristianos conquistadores, porque en esestos tiempos no se atiende á los verdaderos méritos de los que verdaderamente sirvieron á Dios y á Su Majestad, y que ganaron esta tierra llena de abundancia y delicias para que la posean los que, olvidados de su propia obligación, se olviden de estos varones, en todo grandes, á quienes tanto deben.