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Recuerdos de provincia/Mi hogar paterno

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La casa de mi madre, la obra de su industria, cuyos adobes y tapias pudieran computarse en varas de lienzo tejidas por sus manos para pagar su construcción, ha recibido en el transcurso de estos últimos años algunas adiciones que la confunden hoy con las demás casas de cierta medianía. Su forma original, empero, es aquella a que se apega la poesía del corazón, la imagen indeleble que se presenta porfiadamente a mi espíritu, cuando recuerdo los placeres y pasatiempos infantiles, las horas de recreo después de vuelto de la escuela, los lugares apartados donde he pasado horas enteras y semanas sucesivas en inefable beatitud, haciendo santos de barro para rendirles culto en seguida, o ejércitos de soldados de la misma pasta para engreírme de ejercer tanto poder.


Hacia la parte del sur del sitio de treinta varas de frente por cuarenta de fondo, estaba la habitación única de la casa, dividida en dos departamentos: uno sirviendo de dormitorio a nuestros padres, y el mayor, de sala de recibo con su estrado alto y cojines, resto de las tradiciones del diván árabe que han conservado los pueblos españoles. Dos mesas de algarrobo, indestructibles, que vienen pasando de mano en mano desde los tiempos en que no había otra madera en San Juan que los algarrobos de los campos, y algunas sillas de estructura desigual, flanqueaban la sala, adornando las lisas murallas dos grandes cuadros al óleo de Santo Domingo y San Vicente Ferrer, de malísimo pincel, pero devotísimos, y heredados a causa del hábito dominico. A poca distancia de la puerta de entrada, elevaba su copa verdinegra la patriarcal higuera que sombreaba aún en mi infancia aquel telar de mi madre, cuyos golpes y traqueteo de husos, pedales y lanzadera, nos despertaban antes de salir el sol para anunciarnos que un nuevo día llegaba, y con él la necesidad de hacer por el trabajo frente a sus necesidades. Algunas ramas de la higuera iban a frotarse contra las murallas de la casa, y calentadas allí por la reverberación del sol, sus frutos se anticipaban a la estación ofreciendo para el 23 de noviembre, cumpleaños de mi padre, su contribución de sazonadas brevas para aumentar el regocijo de la familia.


Deténgome con placer en estos detalles, porque santos e higuera fueron personajes más tarde de un drama de familia en que lucharon porfiadamente las ideas coloniales con las nuevas.


En el resto del sitio que quedaba de veinte varas escasas de fondo, tenían lugar otros recursos industriales. Tres naranjos daban frutos en el otoño, sombra en todos tiempos; bajo un durazno corpulento, había un pequeño pozo de agua para el solaz de tres o cuatro patos, que, multiplicándose, daban su contribución al complicado y diminuto sistema de rentas sobre que reposaba la existencia de la familia: y como todos estos medios eran aún insuficientes, rodeado de cerco para ponerlo a cubierto de la voracidad de los pollos, había un jardín de hortalizas, del tamaño de un escapulario, y que producía cuantas legumbres entran en la cocina americana, el todo, abrillantado e iluminado con grupos de flores comunes, un rosal morado y otros varios arbustillos florescentes. Así se realizaban en una casa de las colonias españolas la exquisita economía de terreno y el inagotable producto que de él sacan las gentes de campaña en Europa. El estiércol de las gallinas y la bosta del caballo en que montaba mi padre, pasaban diariamente a dar nueva animación a aquel pedazo de tierra, que no se cansó nunca de dar variadas y lozanas plantas; y cuando he querido sugerir a mi madre algunas ideas de economía rural, tomadas al vuelo en los libros, he pasado merecida plaza de pedante, en presencia de aquella ciencia de la cultura que fue el placer y la ocupación favorita de su larga vida. Hoy, a los setenta y seis años de edad, todavía se nos escapa de adentro de las habitaciones, y es seguro que hemos de encontrarla aporcando algunas lechugas, respondiendo en seguida a nuestras objeciones, con la violencia que se haría de dejarlas, al verlas tan maltratadas. Todavía había en aquella arca de Noé algún rinconcillo en que se enjebaban o preparaban los colores para teñir las telas, y un pudridor de afrecho de donde salía todas las semanas una buena porción de exquisito y blanco almidón. En los tiempos prósperos, se añadía una fábrica de velas hechas a mano, alguna tentativa de amasijo que siempre terminaba mal, y otras mil granjerías que sería superfluo enumerar. Ocupaciones tan variadas no estorbaban que hubiese orden en las diversas tareas, principiando la mañana con dar de comer a los pollos, desherbar antes que el sol calentase las eras de legumbres, y establecerse en seguida en su telar que por largos años hizo la ocupación fundamental. Está en mi poder la lanzadera de algarrobo lustroso y renegrido por los años, que había heredado de su madre, quien la tenía de su abuela, abrazando esta humilde reliquia de la vida colonial un poderío de cerca de dos siglos en que nobles manos la han agitado casi sin descanso; y aunque una de mis hermanas haya heredado el hábito y la necesidad de tejer de mi madre, mi codicia ha prevalecido y soy yo el depositario de esta joya de familia. Es lástima que no haya de ser jamás suficientemente rico o poderoso, para imitar a aquel rey persa que se servía en su palacio de los tiestos de barro que le habían servido en su infancia, a fin de no ensoberbecerse y despreciar la pobreza. Para completar este menaje, debo traer a colación dos personales accesorios: la Toribia, una zamba criada en la familia; la envidia del barrio, la comadre de todas las comadres de mi madre, la llave de la casa, el brazo derecho de su señora, el ayo que nos crió a todos, la cocinera, el mandadero, la revendedora, la lavandera, y el mozo de manos para todos los quehaceres domésticos. Murió joven, abrumada de hijos, especie de vegetación natural de que no podía prescindir, no obstante la santidad de sus costumbres; y su falta dejó un vacío que nadie ha llenado después, no sólo en la economía doméstica, sino en el corazón de mi madre; porque eran dos amigas ama y criada, dos compañeras de trabajo, que discurrían entre ambas sobre los medios de mantener la familia; reñían, disputaban, disentían y cada una seguía su parecer, ambos conducentes al mismo fin. ¡Qué pensar en sorprender a la cocinera los niños de vuelta de la escuela, con su mendruguillo de pan escondido, introduciéndonos en vía y forma de visita, para soportarlo en el caldo gordo del puchero! Si el tiro se lograba, era preciso tener listas las piernas y correr sin mirar para atrás hasta la calle, so pena de ser alcanzado por el más formidable cucharón de palo que existió jamás, y que se asentó por lo menos treinta veces en mi niñez sobre mis frágiles espaldas. La otra era Ña Cleme, el pobre de la casa; porque mi madre, como la Rigoleta de Sué, que no se mezquinaba nada, tenía también sus pobres a quienes ayudaba con sus desperdicios a vivir. Pero el pobre de la familia era como la criada, un amigo, un igual y un mendigo. Sentábase mi madre y Ña Cleme en el estrado, conversaban de gallinas, telas y cebollas, y cuando la infeliz quería pedir su limosna, decía invariablemente: — Pues vóyeme ya —, frase que repetía hasta que algún harapo caído en desuso, en consideración a sus muchos servicios, alguna cemita redonda y sabrosa, una vela, si las había en casa, unos zapatos viejos, y allá por muerte de un obispo, un medio en plata, a falta de menores subdivisiones de la moneda, acudían a hacer cierto e inmediato el sacramental vóyeme ya , que no era al principio más que una voz preventiva.


Según he podido barruntar, aquella Ña Cleme, india pura, renegrida por los años que contaba por setenta, habitante de los confines del barrio de Puyuta, había sido en sus mocedades querida de uno de mis deudos maternos, cuyas relaciones pecaminosas dejaban traslucir los ojos celestes y la nariz prominente y afilada de sus hijas. Lo que había de más notable en esta vieja, es que se la creía bruja, y ella misma trabajaba en sus conversaciones por darse aire de tal bruja, y confirmar la creencia vulgar. ¡Rara flaqueza del espíritu humano, que después el conocimiento de la historia me ha hecho palpar! Más de tres mil de los brujos de Logroño, que quemó por centenares la inquisición, y los de Maryland, en Norteamérica, se confesaban y ostentaban brujos de profesión, y estaban contestes en sus declaraciones sobre el conciliábulo, el cabro negro que los reunía, y la escoba en que viajaban por los aires, y esto en presencia de los suplicios a que la imbecilidad de los jueces los condenaba. Tenemos decididamente una necesidad de llamar la atención sobre nosotros mismos, que hace a los que no pueden más de viejos, rudos y pobres, hacerse brujos; a los osados sin capacidad, volverse tiranos crueles; y a mí, acaso, perdónemelo Dios, el estar escribiendo estas páginas. Ña Cleme contaba sus historias en casa, escuchábala mi madre con indulgencia y fingiendo asentimiento para no mortificarla; atisbábamos nosotros sus misteriosas palabras, hasta que cuando se había alejado mi madre hacía farsa de los cuentos de la vieja y disipaba con su buen sentido los gérmenes de superstición que hubiesen podido abrigarse en nuestras almas, para lo que venía, si el caso lo hacía necesario, el texto favorito, las pláticas del inolvidable cura Castro, que había perseguido a las brujas y desacreditándolas en San Juan, a punto de no causar su trato inquietud ninguna. No fue nunca perseguida Ña Cleme por sus creencias religiosas a este respecto, aunque lo fueron más tarde y en épocas no muy remotas, varias brujas del barrio de Puyuta, afamado hasta hoy en la creencia del vulgo por servir de escondite a varias sectarias del maldito. No hace, en efecto, doce a catorce años que la policía (eran los federales los que mandaban) anduvo en pesquisas tras un hecho de embrujamiento sacando en limpio un enredo de cuentos, que dejaron perplejos a las autoridades. Hablábase mucho en el pueblo de una muchacha bruja, y la policía quiso averiguar la verdad del caso. Al efecto, trajeron a la acusada y, en presencia de numerosos testigos, se confesó en relación ilícita con el diablo; y como se preparasen a azotarla, no dice la historia si por su imprudente descaro o para corregirla de sus malos hábitos, dijo llorando: —¡Es bueno que me castiguen a mí que soy pobre! A fe que no han de castigar a doña Teresa Funes (mi tía), a doña Bernarda Bustamante— y otras respetables señoras ancianas que fue nombrando, y que, según declaró, asistían los sábados al camposanto, donde se practicaban los ritos consabidos de la brujería. Espantados y boquiabiertos hubieron de quedarse al oír nombres tan respetables, y temerosos de cometer una grave injusticia, dejaron escapar a la taimada dejando un muy mal olor, en el concepto de muchos, la reputación de aquellas matronas. ¡Qué sabemos, pues, en cosas tan escondidas!


Tal ha sido el hogar doméstico en que me he criado, y es imposible que, a no tener una naturaleza rebelde, no haya dejado en el alma de sus moradores impresiones indelebles de moral, de trabajo y de virtud, tomadas en aquella sublime escuela en que la industria más laboriosa, la moralidad más pura, la dignidad mantenida en medio de la pobreza, la constancia, la resignación, se dividían todas las horas. Mis hermanas gozaron de la merecida reputación de las más hacendosas niñas que tenía la provincia entera; y cuanta fabricación femenil requería habilidad consumada, fue siempre encomendada a estos supremos artífices de hacer todo lo que pide paciencia y destreza y deja poquísimo dinero. El confesado intento de denigrarme, de un escritor chileno, se detuvo hace algunos años en presencia de aquellas virtudes, y pagó su tributo de respeto a la laboriosidad respetable de mis hermanas, no sin sacar partido de ello para hacer de mí un contraste.


Nuestra habitación permaneció tal como la he descripto, hasta el momento en que mis dos hermanas mayores llegaron a la edad núbil, y que entonces hubo una revolución interior que costó dos años de debates y a mi madre gruesas lágrimas al dejarse vencer por un mundo nuevo de ideas, hábitos y gustos que no eran aquellos de la existencia colonial de que ella era el último y más acabado tipo. Son vulgarísimos y pasan inapercibidos los primeros síntomas con que las revoluciones sociales que opera la inteligencia humana en los grandes focos de civilización, se extienden por los pueblos de origen común, se insinúan en las ideas y se infiltran en las costumbres. El siglo XVIII había brillado sobre la Francia y minado las antiguas tradiciones, entibiando las creencias y aun suscitando odio y desprecio por las cosas hasta entonces veneradas; sus teorías políticas trastornado los gobiernos, desligado la América de España, y abierto sus colonias a nuevas costumbres y a nuevos hábitos de vida. El tiempo iba a llegar en que había de mirarse de mal ojo y con desdén la industriosa vida de las señoras americanas, propagarse la moda francesa, y entrar el afán en las familias de ostentar holgura, por la abundancia y distribución de las habitaciones, por la hora de comer retardada de las doce del día en punto, a las dos, y aun a las cuatro de la tarde. ¿Quién no ha alcanzado a alguno de esos buenos viejos del antiguo cuño, que vivían orgullosos de su opulencia en un cuarto redondo, con cuatro sillas pulverulentas de baqueta, el suelo cubierto de cigarros, y la mesa por todo adorno con un enorme tintero, erizado de plumas de pato, si no de cóndor, sobre cuyos cañones, de puro antiguas, se habían depositado cristalizaciones de tinta endurecida? Este ha sido, sin embargo, el aspecto general de la colonia, éste es el mensaje de la vida antigua. Encuéntrasele descrito en las novelas de Walter Scott o de Dumas y vense frecuentes muestras vivientes aún en España y en la América del Sur, los últimos de entre los pueblos viejos que han sido llamados a rejuvenecerse.


Estas ideas de regeneración y de mejora personal, aquella impiedad del siglo XVIII —¡quién lo creyera!— entraron en casa por las cabezas de mis dos hermanas mayores. No bien se sintieron llegadas a la edad en que la mujer siente que su existencia está vinculada a la sociedad, que tiene objeto y fin esa existencia empezaron a aspirar las partículas de ideas nuevas, de belleza, de gusto, de confortable, que traía hasta ellas la atmósfera que había sacudido y renovado la revolución. Las murallas de la común habitación fueron aseadas y blanqueadas de nuevo, cosa a que no había razón de oponer resistencia alguna. Encontróla la manía de destruir la tarima que ocupaba todo un costado de la sala, con su chuse [25.] y sus cojinetes, diván, como he dicho antes, que nos ha venido de los árabes, lugar privilegiado en que sólo era permitido sentarse a las mujeres, y en cuyo espacioso ámbito, reclinadas sobre almohadones (palabra árabe), trataban visitas y dueños de casa aquella bulliciosa charla que hacía de ellas un almácigo parlante. ¿Por qué se ha consentido en dejar desaparecer el estrado, aquella poética costumbre oriental, tan cómoda en la manera de sentarse, tan adecuada para la holganza femenil, por sustituirle las sillas en que una a una y en hileras, como soldados en formación, pasa el ojo revista en nuestras salas modernas? Pero aquel estrado revelaba que los hombres no podían acercarse públicamente a las jóvenes, conversar libremente, y mezclarse con ellas, como lo autorizan nuestras nuevas costumbres, y fue sin inconveniente repudiada por las mismas que lo habían aceptado como un privilegio suyo. El estrado cedió, pues, su lugar en casa a las sillas, no obstante la débil resistencia de mi madre, que gustaba de sentarse en un extremo a tomar mate por la mañana, con su brasero y caldera de agua puestos enfrente en el piso inferior, o a devanar sus madejas, o bien a llenar sus canillas de noche, para la tela del día siguiente. No pudiendo habituarse a trabajar sentada en alto, hubo de adoptar el uso de una alfombra, para suplir la irremediable falta del estrado, de que se lamentó largos años.


El espíritu de innovación de mis hermanas atacó en seguida aquellos objetos sagrados. Protesto que yo no tuve parte en este sacrilegio que ellas cometían, las pobrecitas, obedeciendo al espíritu de la época. Aquellos dos santos, tan grandes, tan viejos: Santo Domingo, San Vicente Ferrer, afeaban decididamente la muralla. Si mi madre consintiera en que los descolgasen y fuesen puestos en un dormitorio, la casita tomaba un nuevo aspecto de modernidad y de elegancia refinada, porque era bajo la seductora forma del buen gusto que se introducía en casa la impiedad iconoclasta del siglo XVIII. ¡Ah! ¡Cuántos estragos ha hecho aquel error en el seno de la América Española! Las colonias americanas habían sido establecidas en la época en que las bellas artes españolas enseñaban con orgullo a la Europa los pinceles de Murillo, Velásquez, Zurbarán a par de las espadas del duque de Alba, del Gran Capitán y de Cortés. La posesión de Flandes añadía a sus productos los del grabado flamenco, que dibujaba en toscos lineamientos con crudos colores las escenas religiosas que hacían el fondo de la poesía nacional. Murillo, en sus primeros años hacía facturas de vírgenes y santos para exportar a la América; los pintores subalternos le enviaban vidas de santos para los conventos, la pasión de Jesucristo en galerías inmensas de cuadros, y el grabado flamenco, como hoy la litografía francesa, ponían al alcance de las fortunas modernos cuadros del hijo pródigo, vírgenes y santos, tan variados como puede suministrar tipos el calendario. De estas imágenes estaban tapizadas las murallas de las habitaciones de nuestros padres, y no pocas veces, entre tanto mamarracho, el ojo ejercitado del artista podía descubrir algún lienzo de manos de maestro. Pero la revolución venía ensañándose contra los emblemas religiosos. Ignorante y ciega en sus antipatías, había tomado entre ojos la pintura, que sabía a España, a colonia, a cosa antigua e inconciliable con las buenas ideas. Familias devotísimas escondían sus cuadros de santos, por no dar muestra de mal gusto en conservarlos, y ha habido en San Juan y en otras partes quienes, remojándolos, hicieron servir sus lienzos mal despintados para calzones de los esclavos. ¡Cuántos tesoros de arte han debido perderse en estas estúpidas profanaciones de que ha sido cómplice la América entera, porque ha habido un año o una época al menos, en que por todas partes empezó a un tiempo el desmonte fatal de aquella vegetación lozana de la pasada gloria artística de la España! Los viajeros europeos que han recorrido la América, de veinte años a esta parte, han rescatado por precios ínfimos obras inestimables de los mejores maestros que hallaban entre trastos, cubiertos de polvo y telarañas; y cuando el momento de la resurrección de las artes ha llegado en América, cuando la venda ha caído de los ojos, las iglesias, los nacientes museos y los raros aficionados, han hallado de tarde en tarde algún cuadro de Murillo que exponer a la contemplación, pidiéndoles perdón de las injusticias de que han sido víctimas, rehabilitados ya en el concepto público, y restablecidos en el alto puesto que les correspondía. No de otra manera, y por las mismas causas, una generación próxima venerará el nombre de los unitarios en nuestra patria, vilipendiado hoy por una política estúpida, y aceptado el vilipendio por uno de esos errores vertiginosos que se apoderan de los pueblos. Pero ¡cuántos de los cuadros de aquella escuela culta habrán ya desaparecido y cuán pocos, degradados por las injurias del tiempo, merecerán los honores de la apoteosis, en la resurrección del buen sentido y de la injusticia que se les debe!


El mejor estudio que de las bellas artes hice durante mi viaje a Europa, aquel curso práctico de un año consecutivo, pasando en reseña cien museos sucesivamente, me sugirió la idea de escribir a Procesa, el artista capaz de traducir mi pensamiento, para que, tomando las precauciones imaginables, a fin de que no se trasluciese el objeto, recolectase poco a poco los cuadros dispersos, y formase la base de un museo de pintura. ¡Vano empeño! No bien manifestó interesarse en algún cuadro, cuando los que los tenían abandonados, en algún aposento obscuro, los hallaron interesantes; ni más ni menos como el labriego que no ha podido deshacerse de sus trigos, si le hacen propuestas de compra, les sube el precio, sospechando que el trigo vale, puesto que lo buscan. Trigo y cuadros se quedan en el granero.


En la capilla de la Concepción había seis cuadros de santos obispos, de buen pincel, que han sido no ha mucho devorados por las llamas. En los Desamparados hay una virgen de pintura y ropajes de la Edad Media. En San Clemente existía un gran depósito de cuadros sobre asuntos varios, entre los cuales descollaba un Jesús en el huerto, antes de la resurrección. Limpiólo Procesa, restaurólo y después de barnizado a sus expensas, la galantería del donador lo halló digno adorno de su casa, y lo reclamó. Las señoras Morales tienen una Magdalena enviada de Roma por el jesuita Morales. En casa de los Oros hay un San José de buena escuela italiana; en la casa de los Cortínez un San Juan excelente. En materia de retratos hay poquísimos, pero selectos: el retrato romano del jesuita Godoy, compañero del padre Morales; el de San Martín, feo mamarracho, no tanto, sin embargo, como el que se conserva en el museo de Lima, pero digno de memoria por ser tomado del original; los retratos de los papas León XII y Gregorio XV, obra ambos del pincel de un pintor napolitano de bastante mérito; el de Pío IX de mano inhábil y que no pude evitar en Roma fuese enviado a San Juan y los de los obispos Oro y Sarmiento, de Graz el primero y de Procesa el segundo. Sobre todo del primero, y aun otros cuadros más que omito, daba a mi hermana desde Roma detalles de ubicación y de asunto. Sobre los retratos de papas y obispos, sugería a mi tío obispo la buena idea de formar una galería de papas, contemporáneos al obispado, y de los obispos de San Juan. Pocos años habrían bastado para enriquecerla de muchos personajes. Hay en San Juan todavía algo que merecería examinarse. Un Miguel ángel americano, si la comparación fuese permitida, ha dejado allí numerosas obras de la universalidad de su talento. Escultor, arquitecto, pintor, en todas partes ha puesto su mano. San Pedro el Pontífice , la Nuestra Señora del Rosario del Trono , como la Virgen Purísima del Sagrario , y la Visitación de Santa Isabel , son dignas obras del cincel o de la paleta que sucesivamente manejaba; un altar de San Agustín, varios de la catedral, no sé si el mayor, que es obra de gusto, y una torre o el frontis de la iglesia, de bastante mal gusto, es verdad, constituyen las obras de Cabrera, salteño, compañero de Laval, Grande y otros vecinos de aquella ciudad, artistas y ebanistas, no obstante su excelente educación. El obispo de San Juan puede todavía reunir en una galería todas aquellas obras de arte, cuyo mérito principal estaría en formar una colección, y fomentar el naciente arte de la pintura que cuenta, entre aficionados, dos retratistas: Franklin Rawson y Procesa. Una virgen del primero, para reemplazar la de Cabrera muy estropeada, y un Belisario del segundo, pidiendo limosna, víctima de los celos de un tirano, podrían con el tiempo añadirse como ensayos. Pero el mal espíritu que reina allí como en todas partes, dejará al diente de las ratas y a las injurias del tiempo expuestos aquellos pobres restos del antiguo gusto por la pintura que formó parte de la nacionalidad española, y que nosotros hemos repudiado por ignorancia, y a fuer de malos españoles, como lo son los que en la Península se han dejado desposeer de uno de sus más claros títulos de gloria.


La lucha se trabó, pues, en casa entre mi pobre madre, que amaba a sus dos santos dominicos como a miembros de la familia, y mis hermanas jóvenes, que no comprendían el santo origen de estas afecciones, y querían sacrificar los lares de la casa al bien parecer y a las preocupaciones de la época. Todos los días, a cada hora, con todo pretexto, el debate se renovaba; alguna mirada de amenaza iba a los santos, como si quisieran decirles: "Han de salir para fuera", mientras que mi madre, contemplándolos con ternura, exclamaba: "¡Pobres santos, qué mal les hacen donde a nadie estorban!" Pero en este continuo embate, los oídos se habituaban al reproche, la resistencia era más débil cada día porque, vista bien la cosa, como objetos de religión, no era indispensable que estuviesen en la sala, siendo más adecuado lugar de veneración el dormitorio, cerca de la cama, para encomendarse a ellos; como legado de familia, militaban las mismas razones; como adorno, eran de pésimo gusto, y de una concesión en otra, el espíritu de mi madre se fue ablandando poco a poco, y cuando creyeron mis hermanas que la resistencia se prolongaba no más que por no dar su brazo a torcer, una mañana que el guardián de aquella fortaleza salió a misa o a una diligencia, cuando volvió, sus ojos quedaron espantados al ver las murallas lisas donde había dejado poco antes dos grandes parches negros. Mis santos estaban ya alojados en el dormitorio, y a juzgar por sus caras, no les había hecho impresión ninguna el desaire. Mi madre se hincó llorando en presencia de ellos para pedirles perdón con sus oraciones, permaneció de mal humor y quejumbrosa todo el día, hasta que al fin el tiempo y el hábito trajeron el bálsamo que nos hace tolerables las más grandes desgracias.


Esta singular victoria dio nuevos bríos al espíritu de reforma; y después del estrado y los santos, las miradas cayeron en mala hora sobre aquella higuera viviendo en medio del patio, descolorida y nudosa en fuerza de la sequedad y los años. Mirada por este lado la cuestión, la higuera estaba perdida en el concepto público; pecaba contra todas las reglas del decoro y de la decencia; pero, para mi madre, era una cuestión económica, a la par que afectaba su corazón profundamente. ¡Ah! ¡Si la madurez de mi corazón hubiese podido anticiparse en su ayuda, como el egoísmo me hacía, o neutral o inclinarme débilmente en su favor, a causa de las tempranas brevas! Querían separarla de aquella su compañera en el albor de la vida y el ensayo primero de sus fuerzas. La edad madura nos asocia a todos los objetos que nos rodean, el hogar doméstico se anima y vivifica; un árbol que hemos visto nacer, crecer y llegar a la edad provecta, es un ser dotado de vida, que ha adquirido derechos a la existencia, que lee en nuestro corazón, que nos acusa de ingratos, y dejaría un remordimiento en la conciencia si los hubiésemos sacrificado sin motivo legítimo. La sentencia de la vieja higuera fue discutida dos años; y cuando su defensor, cansado de la eterna lucha, la abandonaba a su suerte, al aprestarse los preparativos de la ejecución, los sentimientos comprimidos en el corazón de mi madre estallaban con nueva fuerza, y se negaba obstinadamente a permitir la desaparición de aquel testigo y de aquella compañera de sus trabajos. Un día, empero, cuando las revocaciones del permiso dado habían perdido todo prestigio, oyóse el golpe mate del hacha en el tronco añoso del árbol, y el temblor de las hojas sacudidas por el choque, como los gemidos lastimeros de la víctima. Fue éste un momento tristísimo, una escena de duelo y de arrepentimiento. Los golpes del hacha higuericida sacudieron también el corazón de mi madre, las lágrimas asomaron a sus ojos, como la savia del árbol que se derramaba por la herida, y sus llantos respondieron al estremecimiento de las hojas, cada nuevo golpe traía un nuevo estallido de dolor, y mis hermanas y yo, arrepentidos de haber causado pena tan sentida, nos deshicimos en llanto, única reparación posible del daño comenzado. Ordenóse la suspensión de la obra de destrucción, mientras se preparaba la familia para salir a la calle, y hacer cesar aquellas dolorosas repercusiones del golpe del hacha en el corazón de mi madre. Dos horas después la higuera yacía por tierra enseñando su copa blanquecina, a medida que las hojas, marchitándose, dejaban ver la armazón nudosa de aquella estructura que por tantos años había prestado su parte de protección a la familia.


Después de estas grandes reformas, la humilde habitación nuestra fue lenta y pobremente ampliándose. Tocóme a mí la buena dicha de introducir una reforma substancial. A los pies de nuestro solarcito, está un terreno espacioso que mi padre había comprado en un momento de holgura. A la edad de dieciséis años, era yo dependiente de una pequeña casa de comercio. Mi primer plan de operaciones y mis primeras economías, tuvieron por objeto rodear de tapias aquel terreno para hacerlo productivo. Esta agregación de espacio puso a la familia a cubierto de la indigencia, sin hacerla traspasar los límites de la pobreza. Mi madre tuvo a su disposición teatro digno de su alta ciencia agrícola; a la higuera sacrificada, se sucedieron en su afección cien arbolillos que su ojo maternal animaba en su crecimiento; más horas del día hubieron de consagrarse a la creación de aquel plantel, de aquella vida de que iba a depender en adelante gran parte de la subsistencia de la familia.


Cuando yo hube terminado esta obra, pude decir en mi regocijo de haber producido un bien: et vidi quod essent bonum , y aplaudirme a mí mismo.


[25.] Palabra quichua, que significa alfombra .