Sachka Yegulev/La infancia de Sacha

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II

La infancia de Sacha

Sacha Pogodin no tuvo nunca eso que se llama serenidad de la infancia. Siendo, como era, un niño semejante a los demás, su memoria no conservaba ningún recuerdo de ese sentimiento particular de quietud, de impecabilidad, de alegría serena que está íntimamente ligado con el sentimiento de la vida. Dijérase que no había nacido como los otros niños, sino que había despertado de un sueño: un viejo que se durmiera con el alma hastiada y cargada de pecados y se despertara niño, habiendo olvidado lo que fué antes. Un sentimiento de cansancio y de turbación misteriosa pesaba abruma- dor sobre los primeros días de la infancia de Sacha.

Una vez, cuando la familia estaba en San Petersburgo y aun vivía su padre, Sacha se acercó a su madre y se lamentó con voz extrañamente seria:

—¡Si supieras, madrecita, qué cansado estoy!

—Eso es que has corrido mucho—dijo la madre.

Acababa de ver a Sacha correr con los demás muchachos por aquel patio enorme, lanzando gritos belicosos.

—No hay que correr tantoañadió; así no te cansarás. ¡Mira qué sucio estás!

—¡No, no es eso!

—Entonces, qué? ¿Qué te pasa?

—Estoy cansado, sencillamente. ¡No lo comprendes?

En este momento, Helena Petrovna miró a su hijo en los ojos, como si fuera la primera vez que lo mirase, y se asustó. Morirá de escarlatina —pensó—, pues en aquella época tenían las madres mucho miedo a la escarlatina.

Pero la epidemia cesó pronto. Sacha estaba sano, crecía bien, era fuerte, lo mismo que su hermanita, que parecía una flor tierna y sólida sobre un tallo flexible. Pero la expresión de los ojos de Sacha, que había asustado tanto a su madre, siguió en ellos y ya no desapareció.

Como su hermanita, Sacha era en extremo risueño. Su padre, el general, explotaba a veces esta debilidad. Con frecuencia, en la mesa, eligiendo el momento en que Sacha tenía la boca llena, decía expresamente alguna chuscada. Sacha hacía grandes esfuerzos para no reír, inflando los carrillos; pero acababa por romper en carcajadas, derramando el te sobre el mantel; en seguida se refugiaba en la habitación próxima, para seguir riendo a sus anchas. El general reía también a carcajadas, y cuando Sacha volvía, la madre fijaba en él una mirada inquieta, pensando: «Morirá en la guerra. Sacha, en aquella época, estaba estudiando en la Escuela Militar, según los deseos de su padre.

Probablemente, ante el temor de perder a su hijo en la guerra—temor que nunca la abandonó—, Helena Petrovna, cuando murió el general, sacó de la Escuela Militar a Sacha. Luego, tras algunas vacilaciones, vendió parte de sus bienes y de su mobiliario y marchó con sus hijos a su pueblo natal, N..., que le era muy querido por haber vivido en él los tres primeros años de su matrimonio.

La madre de Sacha era una mujer inteligente y no desprovista de voluntad. Pensaba que en la vida apacible de una ciudad de provincia su hijo estaría más seguro que en la enorme capital agitada, febril y pervertida. Su pueblo natal no había cambiado en todos aquellos años, y al volverlo a ver la señora Pogodin no halló ninguna decepción. Rodeó a toda la familia de un silencio imperturbable. Sacha ya no provocaba en su madre ninguna idea sombría o dolorosa; habiendo substituído la guerrera militar, con sus terribles charreteras, por un pacífico uniforme de colegial, se había hecho un muchacho como todos los demás. Daba gusto verle con su gabán, que le bajaba hasta los tobillos.

Podrá parecer extraño; pero aquel gabán demasiado largo, relleno de algodón y tan tieso que parecía almidonado, ejercía sobre la señora Pogodin una influencia tranquilizadora; cuando veía a su Sacha por la calle, con su largo gabán y sus chanclos, se decía sonriendo:

¡Y pensar que he tenido miedo! No, nada hay que temer. ¡Qué pena que no pueda verle el general!» Ahora le parecía que el general—llamaba así a su marido, aun después de muerto—participaba también de sus temores.

11 Y, sin embargo, había sido costumbre del difunto no dejarle nunca a ella terminar las frases que empezaban con las palabras: Tengo miedo, general...

—¡Pues bien: lo mejor es no tener miedo a nada!

—interrumpía, cortando esas lamentaciones que tanto gustan a las madres, precisamente por las inquietudes que contienen.

Otras veces sentía una serenidad gozosa, una dulce esperanza de que todo iría bien, de que nada tenía que temer. Esto sucedía cuando Sacha y su hermanita Lina disputaban por nonadas, o sobre si la lluvia que había caído era grande o pequeña.

Escuchando sus voces agitadas la madre sonreía feliz y rogaba a Dios que aquella dicha familiar durara toda la vida.

Los niños reñían muy raras veces. Amábanse con ternura y pasaban juntos días enteros en una intimidad cordial. El amor tan profundo que unió a sus padres en otro tiempo se reproducía en ellos; pero despojado del carácter sensual, convertido en · 12 un eco lejano, bello y puro. Y cosa extraña: la pequeña Lina, por sus rasgos exteriores, como también por su carácter, recordaba a su padre, el general; era fuerte, un poco gruesa, de cara redonda, colorada, alegre y vivaz, de voz recia; encolerizábase fácilmente, pero era muy buena; violenta en sus pasiones, exigente en sus afectos; cuando lloraba, no lo hacía con lágrimas calladas y en un rincón cualquiera, sino con sollozos que agitaban toda la casa como gritos de guerra; luego cesaba de repente de llorar, y en el mismo instante se echaba a reír a carcajadas. Todo el mundo sabía de qué humor estaba: alegre, triste o enfadada. A pesar de esta semejanza con su padre, poseía algo que no tuvo el general: éste, siendo, como era, un hombre excelente, carecía de talento, mientras que la pequeña Lina estaba extraordinariamente bien dotada; diríase que todo su pequeño ser lo llenaba la llama del genio. Cuando cogía entre sus deditos inflados y cortos un lápiz, el papel se tornaba vivo y parecía reír bajo su mano; cuando posaba aquellos mismos deditos sobre el teclado, el viejo piano de teclas amarillentas se rejuvenecía de pronto y se ponía a cantar alegre. Le gustaba inventar cuentos de hadas llenos de horror, o anécdotas divertidas.

A su lado, Sacha, taciturno, no se destacaba apenas y parecía insulso. En su exterior tenía una gran semejanza con su madre: era pálido y moreno como ella. Helena Petrovna, de origen griego, tenía el rostro fino y moreno, con grandes ojos negros, como rodeados de cenizas apagadas, pero calientes aún. Sacha tenía los mismos ojos: era más moreno aún que su madre, sobre todo por el cuerpo. Cuando se mudaba de camisa, su madre se asombraba de verle tan moreno, como si no fuera hijo suyo. Se extrañaba y afligía también al comprobar que Sacha, como el padre, no tenía ningún talento. Durante los primeros tiempos de su vida en la apacible ciudad de N. hacía todo lo posible por dar a cuanto la rodeaba un carácter de belleza, y aquella falta de talento en su hijo le parecía una gran desgracia, como si hubiera sido ella misma la culpable de este defecto.

—¡Ah, Sacha, ni siquiera tienes oído para la música!—le reprochaba, sintiendo ella misma la injusticia del reproche. ¿Ves cómo toca el piano Lina?

La pequeña Lina agitaba desesperadamente las manos y gritaba con voz dolorosa:

—¡Ah, madrecita mía, es terrible! ¡No tiene cinco céntimos de sentido musical! Como este farol...

Procuro enseñarle algo, pero es inútil: ni siquiera sabe tocar el vals de los perros».

—El vals de los perros» lo sé—decía tranquilamente Sacha, sin levantar sus ojos negros y como rodeados de cenizas.

—¡Sacha, eso no es verdad!—decía indignada la pequeña. Tocas ese vals de tal modo, que ningún perro querría bailar al son de tu música.

Luego, muy agitada, se dirigía a su madre:

—Pero haces mal en reñir a Sacha, mamá. Es desgracia suya. Le gusta la música, pero no la com.

prende. Cuando tocas las melodías más estúpidas te escucha como si fueran cosas geniales. ¡A mí me hacen reír, y él las escucha con la boca abierta!

¡Eres un admirador raro! ¡A admiradores así hay que pagarles!...

—¡Acabarás de una vez!—cortaba la madre, un poco roja de placer, al oír la elocuencia desbordante de su Lina.

Con todo su talento, Helena Petrovna era muy deficiente en la música; no había podido aprender a tocar más que «Trendi—brendi», fragmento de una opereta desconocida, muy corto, ingenuo y sensible como los primeros ensueños de la niñez. Sentíase muy halagada de ver que a Sacha le gustaba aquella cancioncita, y el niño le rogaba siempre que la tocase. En aquella música sencilla y sin pretensiones descubría una importancia misteriosa. En cuanto a Sacha, aquella canción modesta se hizo para él más tarde, cuando le arrebató el huracán de los acontecimientos terribles y sintió dolorosamente todo el horror del aislamiento, como una plegaria, un manantial de dolor puro, de dulces recuerdos penosos de lo irremediablemente perdido.

Pero así como el ojo humano no ve en los primeros momentos mas que las cosas iluminadas por el sol, y sólo más tarde percibe, con asombro jubiloso, los tesoros ocultos en la obscuridad, así también a primera vista las gentes encontraban a Sacha pálido e insulso al lado de su hermana, llena de talento.

Pero cambiaba todo cuando reparaban en los ojos del niño; desde este instante comenzaban a escucharle con atención y a atribuir una importancia particular a cada una de sus palabras. Pero Sacha escondía celosamente su mirada profunda, como si presintiera toda la trascendencia y gravedad del misterio que se ocultaba detrás de aquella mirada; fijaba siempre la vista sobre la silla en que estaba sentado o sobre sus manos. Helena Petrovna conocía bien este modo de ser de su hijo, y, en su orgullo maternal, trataba de hacerle levantar los ojos para que la gente pudiera verlos.

—Te duele la cabeza?—le preguntaba de pronto.

Sabía que esta pregunta inesperada e inútil haría a su hijo abrir ampliamente los ojos, y que luego, pasados algunos segundos, preguntaría a su vez con extrañeza y sonriendo:

—¿Por qué? No; me encuentro bien.

La madre sabía asimismo que los que vieran los ojos y la sonrisa de su hijo pensarían: «Pues es muy interesante este muchachos. Luego, dejando a la encantadora Lina, tratarían de provocarle a una conversación íntima, y, no consiguiéndolo, quedarían aún más encantados de Sacha. Ya despidiéndose, en el vestíbulo, dirían a Helena Petrovna:

—¡Qué lindos niños tiene usted!

—Sí, estoy contenta de ellos—respondería ella tranquilamente, acariciando los cabellos de Lina y apretando su mano contra la mejilla cálida y roja de la niña.

Lina estaba también orgullosa de su hermano, y al separarse de él por la noche le decía con un murmullo que se oía en toda la casa:

—¡Ella está orgullosa de ti! ¡Y yo también!

Ella, entre los pequeños, significaba la madre.

Al padre, muerto hacía largo tiempo y medio olvidado, le llamaban, siguiendo el ejemplo de Helena Petrovna, el general.