Un jamelgo
UN JAMELGO
Caía una menuda lluvia. La calle parecía llera de niebla. La fría humedad mojaba, de un modo sutil, el rostro de los transeuntes. La gente andaba presurosa, con el cuello del gabán levantado y cara de pocos amigos.
Al encontrarse con nuestra procesión se quitaba el sombrero y dirigía una mirada de curiosidad a los enterradores harapientos, de rostro severo y majestuoso, que marchaban ante el ataúd, de dos en dos, por en medio del barro, recogiéndose la capa; a los dos caballos cubiertos con unos paños negros, agujereados por delante de los ojos equinos, a modo de antifaces; al alto coche fúnebre, con una cubierta negra ribeteada de blanco; al ataúd blanco que se zarandeaba en el coche y que llevaba encima una verde corona de hojalata; a la larga fila de carruajes llenos de hombres y mujeres indiferentes, tediosos y un poco cohibidos.
Había en todo aquello algo lastimoso, extremadamente triste, que le encogía a uno el cora zón. Me parecía que si el difunto Paskevich, que se zarandeaba en el ataúd, hubiera podido hablar', le hubiera dicho al acompañamiento:
Dejadme en paz y volveos a vuestra casa.
¿Para qué representar esta miserable comedia?
—¿Pronunciará usted un discurso sobre la tun—ba? le pregunté a Vasiutin, redactor de un dia rio local, que iba en el coche junto a mí.
Era un hombrecillo de aspecto muy severo, casi siniestro, pero que, en realidad, tenía un co razón de oro. Me había sido siempre muy simpático.
Hizo una mueca nerviosa.
No, no hablaré!
—¿Por qué, hombre ?
El periodista, con gesto de enojo y voz alterada, se expresó así:
—Que por qué? Porque, aunque yo no hableno faltarán oradores. ¡Que se vayan todos al diablo! ¡Tartufos malditos! ¡Hipócritas! Sé de antemano todas las tonterías que dirán con aire grave de pontífices. "El estandarte sagrado del arte", "el fuego inextinguible que arde en el alter de la poesía", "el honrado obrero de la cultura"etcétera, etc. ¡No, no, eso me repugna! Si yo tomase la palabra, les diría cuatro verdades...
—¿Qué les diría usted, Antón Zajarievich ?
—Mire usted lo que les diría: "Nosotros, los literatos, arrastramos nuestro famoso carro del progreso, Es verdad, y no hay por qué asombrarse. Los bueyes y los asnos arrastran también sus carros, porque son dóciles y sufridos y están seguros de que su trabajo les conquistará un poco de heno. ¿Pero saben ustedes, señores, lo que pasaría si se enganchase a un carro cargado de piedras un buen caballo árabe? El noble bruto agotaría sus fuerzas, se rompería la espina dorsal y el pecho, se quebraría las piernas y acabaría por convertirse en un jamelgo miserable y enfermo. Entonces le dejarían en medio del campo, para que se muriese, y natural, se moriría.
Los bueyes dóciles y laboriosos seguirían rumiando heno, arrastrando pesados carros y recibiendo palos con indiferencia." Tras una corta pausa, continuó:
—Y sabe usted cómo acabaría el discurso ?
Les diría: "Señores, Paskevich tenía mucho más talento que todos vosotros. Era una naturaleza selecta, fina, delicada, entusiasta. Y aunque, al fin de su vida, perdió toda capacidad de trabajo; aunque ha muerto de una enfermedad muy larga, en un sucio lecho de hospital; aunque nadie llora su muerte, era más feliz que todos nosotros." —¿Le trataba usted?
¡Ya lo creo! Precisamente, estaba yo en la redacción cuando llegó, hace ya muchos años, su primer cuento. El pobre se ruborizaba como una muchacha, y apenas se atrevía a pronunciar algunas palabras. Había en su rostro y en su voz algo temeroso, como si hubiera cometido algún crimen, o más bien, algún acto infantil, poco serio, que pudiera excitar la risa de los dioses del Olimpo literario que nosotros éramos entonces para él. Cuando cobró sus primeros honorarios periodísticos, estaba tan turbado como si acabase de robar algo por primera vez... A propósito, diga usted: ¿por qué experimentaré yo siempre, como muchos otros escritores, ese sentimiento extraño de turbación al cobrar mis trabajos? ¿Será porque los rusos no hemos llega lɔ todavía al grado de madurez preciso para considerar la literatura una cosa seria? ¿O será quizá porque no nos creemos dignos de cultivarla y dudamos de nuestras fuerzas?
—Recuerdo muy bien—continuó tras un corto silencio, Vasiutin—las primeras palabras de Paskevich. ¡Había en ellas un fuego, una originalldad audaz!... ¡Con qué cariño, con qué paciencia las escribía! Las trabajaba como un joyero trabaja una piedra preciosa; y, a pesar de eso, eran tan elegantes, tan encantadoras, que el lector hubiera jurado que habían sido escritas de un tirón.
El éxito le emborrachó, y decidió consagra" todas sus fuerzas y toda su vida a las letras.
El charco en que nos agitamos se le antojaba un templo. Un tropel de plagiarios sin talento alguno, que habían escogido el oficio literario por ser incapaces de hacer otra cosa, dada su absoluta carencia de energía, de ingenio y de cultura, esos señores que hacen de las letras la más baja faena, vendiendo sus plumas a los hosteleros y a las cantantes, se le antojaban héroes, defensores de la justicia.
Detestaba el reportaje y todo otro trabajo pe riodístico por el estilo. Sólo quería escribir novelas. Pero sus obras no tardaron en pecar de precipitadas. ¡Había que vivir! Nadie le hubiera dado de comer ni le hubiera comprado unas botas sólo por su talento. Y las necesidades implacables de la vida le obligaban a aprovechar el primer asunto que se le ocurría para escribir algo y ganar algunos rublos. Con frecuencia empezaba a escribir sin saber aún cómo acabaría su novela. Escribía en una esquina de la mesa de redacción, sobre un montón de periódicos, en me dio de la algarabía de los redactores, oyendo sonar a cada instante el timbre del teléfono. Y, a pesar del febril apresuramiento con que trabajaba, se encontraban a veces en sus escritos magníficos relámpagos de talento, admirables imágenes, descripciones maravillosas.
Ya sé que hay escritores que pueden soportar una vida así durante años y años; pero Paskevich era como esas espléndidas flores exóticas, demasiado delicadas, que se marchitan si les faltan la luz y el calor. Para estimular su energía, recurría a excitantes, como el vino y la morfina..
Año y medio después de su primer cuento, no podía ya su cerebro cansado concebir ni un asunto.
Pero, sin embargo, había que vivir. Se había casado, de la manera estúpida que suelen hacerlo los hombres de talento desequilibrados e incapaces para la vida práctica... Una modista de la vecindad, un encuentro en la escalera mal alumbrada, una breve novela, la hipertrofia del honor, los remordimientos de conciencia, los sentimientos caballerescos... y cátate al pobre infeliz con.
r 137 vertido en marido de una linda joven sin cultu—ra, sin corazón, de alma mezquina y estrecha. Ella le despreciaba por la suavidad de su carácter, por su timidez, por su debilidad física, por su falta de sentido práctico. Le armaba escándalos en la calle y se la pegaba con casi todos los periodistas y los oficiales de la ciudad. Tenían hijos—unas pobres criaturas pálidas y raquíticas. Señalándoles con la mano, le gritaba, en su jerga de verdulera: "¡Son tus hijos, tus hijos! Hay que mantenerlos. ¿Por qué no escribes? ¡Ponte a escribir en seguida!" Y él escribía, ¡mi pobre Paskevich!, escribía día y noche, en su casa, en las redacciones, en los cafés... Llegó a ser un sencillo repórter. Intentó escribir artículos de fondo para los periódicos; pero no podía acostumbrarse a ese lenguaje singular, solemne, de los "leaders" periodísticos, infinitamente más estúpido, a veces, que los procesos verbales policíacos. Permanecía horas enteras con la pluma en la mano, desesperado, sin poder enlazar dos frases, cada una de las cuales comenzaba por el pronombre "cuyo".
No, sería demasiado largo de contar el martirio... El fin fué de lo más vulgar: el "surmenage", la tisis, la ceguera. En cuatro años, aquel hombre se consumió, como devorado por la llama de una hoguera... ¡Y a esto se le llama vida!
Vasiutin calló y le pareció sumirse en tristes reflexiones. Hasta nuestra llegada al cementerio, no pronunciamos ni una sola palabra.
Cuando nos congregamos en torno a la tumba, la expresión de todos los rostros era grave y solemne. Las primeras paletadas de tierra cayeron con un ruido sordo sobre la tapa del ataúd.
Los enterradores se entregaron febrilmente al trabajo; se veía que tenían prisa.
Un señor de elevada estatura, robusto, con lentes, cuya faz redonda adornaba una perillita roja, se adelantó un poco hacia la tumba. Miró alrededor, tosió, y empezó a hablar:
—Señores! ¡Una nueva pérdida dolorosa! Un nuevo luchador honrado ha bajado prematuramente a la tumba... Nuestro difunto compañero Paskevich mantuvo siempre valientemente en alto el estandarte bajo el cual trabajamos todos por el bien público... Sembraba la buena semilla de la cultura y de la luz, y el fuego sagrado no se apagaba nunca en su corazón, que...
Se oyó, de pronto, un ruido extraño. Todo el mundo volvió la cabeza. Vasiutin, apoyado en la verja de un rico panteón, sollozaba y lloraba a lágrima viva.