Una cristiana: 03
Capítulo III
Una mañana, o mejor dicho una tarde, casi a fin de curso, salimos disparados de la Escuela, y pegamos como siempre la gran corrida desde la calle del Turco hasta la del Clavel, porque conviene advertir que desde las ocho, hora en que nos desayunábamos con el chocolate de barro cocido, hasta la una y media, que terminaba la de dibujo, las clases se empalmaban, no dejándonos sostener el cuerpo más que con alguna ensaimada que a hurtadillas comprábamos al portero, o algún mendrugo que apañábamos en casa para llevarlo de provisión. Olfateando el almuerzo ya, subimos dos a dos las escaleras, y al entrar en el comedor me sorprendió encontrarme frente a frente con mi tío Felipe, quien me dijo sin preámbulos:
-Hoy te vienes conmigo a almorzar a Fornos. Se me figura que aquí lo de bucólica anda medianamente.
-Yo, por ir... Pero tengo tanto que estudiar estos días... -contesté haciéndome de pencas.
-¡Bah! Porque no estudies hoy no pierdes el año. Anda, que tenemos que charlar... charlar... de muchas cosas -añadió con misterio.
La verdad es (y de nada me serviría disfrazarla, pues tiene que resaltar con fuerza en el curso de esta narración), que yo no sentí jamás por mi tío Felipe no digamos simpatía o respeto: ni siquiera algo de adhesión: ni siquiera gratitud por los beneficios que me dispensaba: al contrario. Sé que me favorece poco el declararlo, y que el vicio más feo es la ingratitud; pero sé también que no soy, ingrato por naturaleza, y a fin de justificarme o al menos de explicarme, dibujaré la silueta física y moral de mi tío Felipe, para lo cual necesito referir varios antecedentes, que algunos tienen sus visos de secreto de familia.
Mi nombre de pila es Salustio; mis dos apellidos paternos, Meléndez Ramos; los maternos, Unceta Cardoso. El Unceta dice a las claras que el padre de mi madre fue vascón, guipuzcoano por más señas; y el Cardoso... En el Cardoso está el intríngulis. Parece que estos Cardosos de Marín -yo nací en Pontevedra, y la familia de mi madre, en el puertecito de Marín residía- eran rama desgajada del tronco portugués de Cardozo Pereira, tronco israelita si los hay. ¿Cómo llegó a mí noticia del rumor de que los progenitores de mi abuelita materna eran judíos? ¡Vaya usted a averiguar quién entera a los niños de ciertas cosas! Un día, teniendo yo nueve o diez años, no pude contenerme, y pregunté a mi madre: «Mamá, ¿es cierto que somos de casta de judíos?». Ella, echando lumbres por las pupilas, alzó la mano y me arreó un soplamocos, exclamando: «Negro de ti como vuelvas a decir eso. Te estampo contra la pared». La impresión que me quedó del correctivo fue que ser de casta de judíos era mancha y baldón; y dos o tres años más adelante, como uno de mis condiscípulos en el Instituto de Pontevedra me lo echase en cara gritando: «Cardoso, Cardoso, judío tramposo», agarré la pizarra que llevaba debajo del brazo y se la rompí en la pelona.
Puedo asegurar que ignoro cuándo se produjo en mí lo que llaman crisis religiosa, o sea ese período en que los muchachos examinan sus creencias, las pasan por tamiz, y al fin las arrojan, sintiendo el dolor de la pérdida de la fe como si les arrancasen una muela cordal. Careo que para mí no existió tal transición, ni tales agonías de la duda, ni tales remordimientos y nostalgias al contemplar una iglesia gótica: fui incrédulo por naturaleza y entré ya que no en el ateísmo, al menos en la indiferencia, cual en terreno propio. No me «pervirtió» la lectura de ningún libro en especial, ni la conversación de una persona dada «de malas ideas»; nadie «me abrió los ojos»; imagino que ya los traje abiertos a este mundo. Así como a muchos jóvenes les sería imposible especificar de qué manera y en qué circunstancias perdieron la inocencia del espíritu en materias sexuales, lo es para mí fijar el punto crítico en que mi fe empezó a tambalearse, supuesto que no recuerdo haberla tenido nunca muy vivaz y sólida. Creo que nací racionalista.
Pues aquí entra lo raro: con ser esto verdad, el insulto de «judío tramposo» me quedó siempre fijo en el alma, a manera de envenenado hierro de flecha salvaje. Nunca se atrevieron a repetirlo delante de mí mis compañeros de aula; yo, sin embargo, ni un día lo olvidé. Hallándome próximo a terminar el bachillerato, y siendo va espigado y talludito, contraje amistad con un don Wenceslao Viñal, ente estrafalario, pero sabidor, algo ratón de biblioteca, erudito en menudencias estrambóticas, y muy al corriente de mil cosas raras de arqueología, epigrafía e historiografía gallegas. Este tal me prestaba libros viejos, y a veces me sacaba a pasear por las inmediaciones de Pontevedra, a caza de vistas pintorescas y edificios ruinosos. Yo, a fuer de chico aplicado, le crucificaba a preguntas. Una tarde se me puso en la cabeza que Viñal podía sacarme de dudas acerca de la cuestión hebraica, y armándome de resolución, le dije:
-Oiga, don Wenceslao, ¿es cierto que en Marín hay familias que descienden de judíos, y una de ellas los Cardosos?
-Sí tal -contestó apaciblemente el bibliómano, que ni percibió el afán con que yo preguntaba-. Son familias de origen portugués. Es tan cierto, que en Marín les tienen mucha tirria: dicen que no han abjurado, que aún siguen el rito mosaico, que se mudan los sábados en vez de los domingos, y que no comen un pedazo de tocino ni por una onza.
-¿Y usted cree eso?
-Para mí son paparruchas y cuentos de viejas: digo, lo de seguir ahora cumpliendo el rito mosaico. Lo de venir de casta de judíos sí que no puede negarse. Hay más: si tengo tiempo, aún he de rebuscar en unos papelotes antiguos que yo me sé, y vamos a desenterrar a un Juan Manuel Cardoso Muiño, natural de Marín, a quien la Inquisición de Santiago administró unas vueltas de mancuerda y algunos cientos de azotes por judaizante. Era además «leproso y gafo». Ya ves tú si estoy en pormenores, rapaz. Yo revolveré...
-No, no, no hace falta. Si era sólo así... por saber. Una curiosidad tonta. No se moleste, don Wenceslao.
Por espacio de un mes temí que el condenado revolviese en efecto, no fuera que le entrase gana de enviar a algún periodiquito pontevedrés mi comunicado extravagante, de los que ponía cada dos años, siempre que imaginaba haber descubierto algún dato inédito y precioso, capaz de servir de clave historial al antiguo reino de Galicia. Evité cuidadosamente refrescar la conversación de los judaizantes de Marín, y este exceso de precaución demuestra que no acababa yo de conformarme con la azotaina de Juan Manuel Cardoso Muiño. Más adelante, cuando ya hube de dejar a Pontevedra por Madrid, con objeto de empezar los estudios preparatorios al ingreso en la Escuela de Caminos, me acordé a menudo de la «mancha» y traté de considerarla con un criterio sensato y actual. Me parecía ridículo atribuir importancia a lo que en nuestro presente estado social carece de ella. A la luz del buen sentido y de la filosofía histórica, los judíos son, en efecto, un pueblo de noble origen, que nos ha dado «la concepción religiosa»: concepción a la cual, tomándola como alta elaboración de la mente o arranque sublime del sentimiento humano, atribuía yo gran importancia. Teniendo en cuenta otro dato, el de la consideración social, tampoco me era lícito ya despreciar a los hebreos. El estigma de la Edad Media se ha borrado de tal modo, que los ricos capitalistas judíos se enlazan hoy con lo más linajudo de la aristocracia francesa, y dan lucidas fiestas y convites, a que concurre la española. Si dejando aparte estas consideraciones externas, me fijaba en otras de mayor elevación y profundidad, acordábame de aquel excelso pensador Baruch o Benito Espinosa, que al fin era de estirpe judía, lo mismo que el poeta Heine y el músico Meyerbeer... En suma, yo me repetía a mí mismo que no hay causa alguna para que el descender de judíos me escociese tanto, a no ser la sinrazón de una repugnancia instintiva, hija de preocupaciones hereditarias emocionales. No cabía duda: las gotas de sangre de cristiano viejo que giraban por mis venas, eran las que se estremecían de horror al tener que mezclarse con otras de sangre israelita. Extraña cosa, pensaba yo, que lo más íntimo de nuestro ser resista a nuestra voluntad y a nuestro raciocinio, y que exista en nosotros, a despecho de nosotros mismos, un fondo autónomo y rebelde, en el cual no influye nuestra propia convicción, sino la de las generaciones pasadas.
Y aquí vuelve a salir mi tío Felipe. No sé si he dicho que era hermano de mi madre, poco más joven que ella; cuando empieza este relato, frisaría en los cuarenta y dos o cuarenta y tres. Pasaba por un «buen mozo» tal vez por ser alto, apersonado, tirando a grueso y con abundantes cabos de pelo y barba. Pero el caso es que, desde el primer golpe de vista, mi tío ofrecía patentes los rasgos todos de la rara hebraica. No se parecía ciertamente a las imágenes de Cristo, sino a otro tipo semítico, el de los judíos carnales, el que en los cuadros y esculturas que representan escenas de la Pasión corresponde a los escribas, fariseos y doctores de la ley. La primera vez que visité el Museo del Prado y por instinto comprendí su magnificencia, me admiró ver tanta cara semejante a la del tío Felipe. Sobre todo en los lienzos de Rubens, en aquellos judiazos rechonchos, sanguíneos, de corsa nariz, de labios glotones y sensuales, de mirada suspicaz y dura, de perfil emparentado con el del ave de rapiña. Algunos, exagerados por el craso pincel del insigne artista flamenco, eran caricaturas de mi tío, pero caricaturas muy fieles. La barba rojiza, el pelo crespo, acababan de hacer de mi tío un sayón de los Pasos. Y para mí era evidente: la cara de deicida del hermano de mi madre fue lo que me infundió desde la niñez aquella repulsión airada, fría, invencible, cual la que inspira el reptil que ningún daño nos infiere: repulsión que no pudieron desarraigar ni mis ideas racionalistas, ni mi positivismo científico, ni la persuasión de que tan aborrecido sujeto me protegía y amparaba.
«Estas son -calculaba yo- jugarretas del arte. De quinientos años acá se dedican los pintores a reunir en media docena de fisonomías la expresión de la codicia, la avaricia, la gula, la crueldad, la hipocresía y el egoísmo, y así han conseguido hacer el tipo judaico tan repugnante. Bien dice Luis. La tradición, ese cemento pegajoso y adherente, ese moho que se nos cría en el alma, es más fuerte que la cultura y que el progreso. En vez de pensar, sentimos, y ni aún, pues son los muertos quienes sienten por nosotros».
Había momentos en que por no reconocerme reo de aprensión y puerilidad, buscaba otros fundamentos a la antipatía que me inspiraba mi tío Felipe. Yo soy muy devoto de la limpieza, y mi tío, sin ser descuidado en el traje, no se pasaba de limpio en su persona: a veces sus uñas no vestían de claro, y sus dientes lucían un viso verdoso. También fomentaba mi mala voluntad contra el tío el notar que sin mérito alguno, sin condiciones morales ni intelectuales, había sabido granjearse posición. No afirmaré que fuese un malvado ni un tonto de capirote, sino más bien uno de esos productos híbridos de las regiones intermediarias, que no se sabe nunca que sean listos ni necios, buenos ni bribones, aunque se inclinan marcadamente a lo último. Hongo nacido entre la podredumbre de nuestra política, criado a la sombra manzanillesca del chanchullo electoral, mis ideas radicales y puritanas le sentenciaban, con toda la inflexibilidad propia de los pocos años, a las gemonías del desprecio. Aunque no le veía tan encumbrado como a otros caciques conterráneos suyos, su injustificada prosperidad bastaba para herir en mí la fibra de la indignación, muy tensa y elástica en la juventud.
Mi tío poseía, cuando se licenció de abogado, un patrimonio compuesto de fincas rústicas, tierras y alguna casita en Pontevedra: patrimonio que no llegaría a producir mil duros anuales al cinco por ciento de interés. Como esta fortunita apareció, a la vuelta de pocos años, más que duplicada en acciones del Banco y cuatros exteriores, explíquelo quien entienda milagros tan comunes que ya no sorprenden a nadie. Mi tío no ejerció su profesión: la abogacía fue para él lo que suele ser para los españoles mezclados en política: una aptitud, un pasaporte. Politiqueó cautamente, nadando y guardando la ropa. Salió diputado provincial con frecuencia, y picó a su sabor en el cesto de brevas de las comisiones. A fin de no derrochar cuartos en batallas electorales, se contentó con venir a las Cortes una vez sola, en una de esas vacantes que ocurren en vísperas de elecciones generales, y que suelen beneficiar los periodistas. Mi tío, con el favor de don Vicente Sotopeña, árbitro omnipotente de Galicia, la apandó, saliendo sin gastarse una peseta, jurando el cargo el día antes de cerrarse la legislatura, y dejando camino para poder llegar a gobernador, y más adelante... ¿quién sabe? a consejero de Estado o de Instrucción pública. Gobernador lo fue bien pronto, unas veces interino, otras en propiedad. De tiempo en tiempo le cayó alguna ganguita misteriosa, y en Pontevedra se habló bastante de la expropiación de ciertos ranchos de mi tío, pagados por el Ayuntamiento a fabuloso precio. No es hacedero ni entretenido reseñar estos lances. Mi tío se contaba en el número de los políticos cucos de tercera fila, que donde meten la cuchara sacan tajada de carne. Su método consistía en restar gastos y sumar provechos, sin desdeñar los más insignificantes. Decíase de él, en son de elogio, que era muy largo. A mí la tal longitud me parecía otro síntoma de hebraísmo, apreciación en la que acaso pequé de injusto, porque muchos caciques de mi tierra, de purísima raza ariana, no le van en zaga al tío Felipe.
A veces me entraban escrúpulos de lo mal que quería a mi pariente más próximo. Me acusaba de hombre sin delicadeza, pues devolvía inquina por favores. Si mi tío era aprovechado y tacaño, mayor mérito contraía al sufragar buena parte de los gastos de mi carrera. Y no podía negarse que, a su modo, mi tío me manifestaba afecto. Cuando estaba en Madrid solía darme alguna peseteja para el teatro; dos o tres veces en la temporada me llevaba a almorzar o a comer en Fornos; y jamás se mostraba severo conmigo. Me trataba como a chico alegre y sin importancia; me preguntaba por mis trapicheos y líos, por las travesuras de mis compañeros de hospedaje, por las vecinas de enfrente que eran graciosas; y hasta se metía en honduras peores, echándola de doctor y maestro en todas las asignaturas del amor licencioso y venal. De sobremesa, cuando el vino, el café y los licores le arrebataban la sangre a las mejillas, ostentaba su ciencia tratando puntos intrincados que a veces me sublevaban el estómago. No me atrevía a protestar, porque los hombres nos avergonzamos de no parecer corrompidos; pero la verdad es que mi paladar juvenil rechazaba aquella pimienta rabiosa. También sucedía que, de noche, las torpes imágenes evocadas por la conversación me importunaban y me ponían febril, hasta que con la jarra llena de agua fría, me propinaba varias duchas por el cogote y espinazo abajo. En invierno como en estío, este procedimiento despejaba mi cerebro y me permitía enfrascarme en los libros otra vez. El odio, o por mejor decir la antipatía, es un resorte tan poderoso como el amor, y yo veía en el término de mi carrera el fin de un protectorado para mí insufrible. Ser dueño de mí mismo, ganar con qué vivir, pagar lo que mi tío me hubiese dado, he aquí mi sueño, y a sus alas me agarraba para trepar por la árida pendiente de la Maquinaria, la Construcción y la Topografía.
Ahora que dejo retratado al tío Felipe, añadiré que cuando va nos vimos instalados en el obscuro saloncito bajo de Fornos -ante la mesa donde el mozo iba depositando una concha de rábanos, otra de bocaditos de manteca, bollos de Viena, y luego los platos del almuerzo-, y después de algunas conversaciones indiferentes me dijo dándome una palmadita en el hombro, pero sin mirarme a la cara:
-Adivina lo que tengo que participarte.
-¿Cómo quiere usted que adivine?
-Pues no sé para qué os sirve tanto estudiar -observó con pretensiones festivas.
Me encogí de hombros, y el tío añadió:
-Es que me caso.