Una mujer
UNA MUJER
I
Dos personas, a quienes yo no conocía, entraron en el restaurante y ocuparon la mesa inmediata a la mía.
Eran él y ella.
Ella era la coquetería personificada. Con coquetería refinada, exquisita, se bajó el cuello del gentil abrigo de pieles; se quitó los guantes, sujetando entre los blancos dientecillos la punta de cada dedo; se pasó la borla de los polvos por la nariz, mirándose en un espejito de bolsillo; le enseñó la lengua a su caballero, que la contemplaba embobado.
Su caballero le preguntó, con aterciopelada voz de barítono:
—Bueno, cielito mío; ¿qué vamos a comer?
—A su cielito de usted lo mismo le da una cosa que otra. Lo que usted quiera.
—¿Y qué vamos a beber?
—También me es igual. Lo que usted quiera.
—Está muy bien, princesa.
El galán se encaró con el maître d'hôtel que esperaba sus órdenes, y le dijo:
—Ponga en hielo una botella de Brut americano.
La dama apartó la nariz del espejo y le miró un si es no es asombrada.
—¿Brut?
—Es una buena marca. A mí me gusto mucho.
—Es usted un perfecto egoísta. ¿De modo que porque le gusta a usted esa porquería me va a obligar a mí a beberla?
El galán se sonrió cariñosamente y acarició la mano de la dama.
—Le aseguro a usted, princesa, que es un vino exquisito.
—¡Sí, exquisito!
—¿Lo ha bebido usted alguna vez?
—¡No lo he bebido nunca, y no quiero beberlo!
—¡Qué encantadora lógica!... Bueno; ¿qué vino ha bebido usted?
—He bebido..., he bebido... Monopole seco. Es el único que se puede beber.
—¡Vamos, ya hemos averiguado cuál es su marca preferida, muñeca!... Maître, ya lo sabe usted: ¡Monopole seco!
—A sus órdenes, señor. ¿Y de comer?
—Margarita Nicolayevna: resuelva usted ese grave problema.
Margarita Nicolayevna miró y remiró, haciendo encantadores dengues, la carta, y se la devolvió a su caballero, encogiéndose de hombros.
—No sé..., no sé... ¡Es igual! Elija usted por mí.
—¡No, no! ¡Se trata de un asunto muy serio!—replicó, sonriente, el galán—. Vamos a ver. ¿Qué pescado le gusta a usted?
—Ninguno.
—¿Le gusta a usted la carne?
—Según...
—Unos filetes mignon...
—¡Psch!
—Unas chuletas de carnero a la Stendhal...
—¡Psch!
—Picatta...
—Prefiero coles de Bruselas.
—Pero eso no es carne. ¿No va usted a tomar nada de carne?
—No sea usted pesado. Pida usted lo que quiera. Ya le digo que me es lo mismo.
—Acaso risotte con setas y cangrejos...
—¿El risotte es un plato de arroz?
—Sí, princesa. Su nombre lo indica...
—Detesto el arroz.
—Podía servírsele a la señora una perdiz asada—aconsejó respetuosamente el maître d'hôtel.
—¡No, no! Me repugna el olor de la perdiz.
El maître d'hôtel le dirigió al galán una mirada de desesperación. El galán, en cambio, nos miró al maître d'hôtel y a mí, como diciendo: «¡Qué encantadora criatura! ¡Qué caprichosilla y qué mona!»
—¡También la perdiz ha fracasado!—suspiró.
Y añadió, inclinándose solícito hacia la dama:
—Vamos, princesa; ¿qué comería usted?
—Si hubiera salmón...
—Muy bien. ¿Y de gundo plato?
—¡Ay, no sea usted pesado! ¡Cualquier cosa! ¡Lo que coma usted!
—Yo tomaré pollo con arroz.
—¡Qué galante! ¡Le he dicho que detesto el arroz y se empeña en hacérmelo comer! ¿Hace usted el favor de darme la carta?... Elegiré cualquier cosa, al tuntún, para terminar... ¡Maître, para mí, después del salmón, ragout a la polaca!
—Muy bien, señora.
—Con salsa holandesa, ¿eh?
El maître d'hôtel reprimió un gesto de asombro, y contestó:
—Muy bien, señora.
Minutos después le servía a la joven pareja el salmón y descorchaba la botella de Monopole seco.
—Tráiganos caviar—le ordenó el galán.
El amable caballero tocaba a cada momento la mano de la dama, como para convencerse de su solidez.
Cuando le sirvieron el ragout polaco, Margarita Nicolayevna hizo una mueca de desagrado y le dijo su admirador:
—No me gusta esto. A usted, ¿qué le han traído, por fin?
—Pollo con arroz.
—¿A ver? ¡Tiene buena cara! Tome usted mi ragout y deme su pollo. Si no le sabe mal, ¿eh?
¡Qué había de saberle mal! Efectuó el cambio pintada en la faz una generosa alegría.
Verdad es que, al empezar a comer el ragout polaco, una nube sombría obscureció su rostro; pero la sonrisa tornó al punto a sus labios. Por lo demás, la comida parecía interesarle muy poco: sus ojos casi no se apartaban, absortos, encantados, de la coqueta mujercita. De vez en cuando me miraba, como diciéndome: «Es un encanto esta adorable criatura, con sus caprichitos y sus fantasías, ¿no?»
II
Dos personas, que no me eran por completo desconocidas, entraron en el restaurante y ocuparon la mesa inmediata a la mía.
Eran él y ella.
Ella era coqueta hasta la medula de los huesos. Con coquetería refinada, exquisita, se bajó el cuello del abrigo, se arregló el sombrero, se frotó las manos, me dirigió una ojeada rápida al desdoblar la servilleta.
El le preguntó:
—¿Qué vino prefieres?
—Me es igual. Tú decidirás.
—Bueno. ¡Mozo!... Una botella de Cordon Rouge.
—¿Cordon Rouge?—dijo ella, poniendo un hociquito monísimo de niña caprichosa—. ¡Vaya un vino! ¿A quién se le ocurre...?
En aquel momento reconocí a la pareja: era la misma que algunos meses antes había cenado a mi lado en otro restaurante. Hasta recordé el nombre de la dama: Margarita Nicolayevna.
El caballero hizo un gesto de desesperación.
—¿No decías que te era igual, Margarita? ¿En qué quedamos?
—¡Te ruego que no levantes la voz!
—No levanto la voz. Me limito a hacerte observar que es absurdo el decirme que te es igual para decir luego: «¡Vaya un vino!» ¿No te he preguntado qué marca prefieres?
—Pues... Chaperon Rouge.
—Muy bien. ¿Y qué quieres comer?
Margarita Nicolayevna miró y remiró, muy dengosa, la carta, y se la tendió al maître d'hôtel.
—Elija usted.
—No me atrevo. No tengo el honor de conocer el gusto de la señora.
—Elige tú, Kolia...
El caballero le dirigió a la dama una mirada nada tierna.
—Bueno—repuso—; elegiré.
Y, luego de consultar la carta, ordenó:
—Para la señora, pechugas a la bechamel.
—¡No, no!—protestó ella—. Todas las estrellas de variétés comen pechugas a la bechamel.
—¿No me has dicho que te es igual, que elija yo? ¡Sepamos de una vez lo que quieres!
En la voz del caballero se percibían, aunque él trataba de hablar serenamente, vibraciones de enojo.
—Un plato cualquiera de pescado. ¡Y no me hables en ese tono!
—¿En qué tono, mujer? ¿Qué pescado prefieres?
—¡Cualquiera! ¡No seas pesado!
—Bueno. Maître: para la señora, esturión a la rusa.
—¡Ay, no! ¡Esturión, no!
El caballero le lanzó a la dama una mirada furiosa y le tendió la carta.
—Me has dicho dos veces que elija, y las dos veces te ha parecido mal el plato que he elegido. Comprenderás...
—¿Qué?
—Que por muy paciente que se sea... Si llevaras dos días sin comer, no tardarías tanto en decidirte. Es necesario que renuncies a ese papel ridículo de niña mimada y caprichosa.
—Si sigues hablándome en ese tono, esta es la última vez que nos vemos.
—Pero, hija, es natural que te hable en este tono. Se te da la carta para que elijas, y empiezas a hacer dengues, a decir: «¡Ay, qué pesadez!», como si se te obligase a preocuparte de una cosa que no te interesa. Si no te interesa, ¿por qué rechazas los platos que yo te elijo?... Elige tú, y asunto concluído.
—¡Qué amable, qué fino, qué galante! ¡Pareces un albañil! Hace cinco meses eras todo delicadeza... ¡Jesús, cómo has cambiado!
—Hace cinco meses, querida...
—¿Qué? ¡Acaba!
—¡Pero, mujer, por todos los santos! El maître d'hôtel está esperando. No se debe abusar de la paciencia de nadie, y menos de la de la gente que no puede mandarle a uno a paseo.
—¡No admito lecciones! ¡Me está usted gritando, caballero, como un mozo de cuerda!
La dama hablaba en un tono lleno de altivez, como una reina ofendida. Encarándose con el maître d'hôtel, añadió:
—Que me traigan lo que a usted se le ocurra... Lo mismo me da una cosa que otra..
—¡No!—profirió, fuera de sí, el caballero, descargando un fuerte manotazo sobre la mesa—. Conozco ese último recurso. Te traerán algo que, desde luego, no te gustará, y me lo endosarás a mí, comiéndote tú, en cambio, lo que yo haya mandado que me traigan. ¡No, no! Le ruego a usted, señora, que concrete, que especifique.
—¡Adiós!—dijo fríamente Margarita Nicolayevna, levantándose—. No estoy dispuesta a cenar con un carbonero.
Y se dirigió a la puerta.
—¡Pero mujer...!
Ella no hizo caso.
El caballero entonces se levantó y corrió en pos de la bella.
—¡Idiotal—murmuré yo, indignado.