Utopía: Los viajes de los utopianos
Si algún ciudadano desea visitar a un amigo que mora en otra ciudad, consigue fácilmente licencia del Sifogrante y del Traniboro, a menos que haya impedimento para ello. Nadie viaja solo, sino que parten en grupos, llevando una carta del Príncipe en la que consta la autorización del viaje y se señala el día en que han de volver. Les dan un carro y un esclavo que conduce y cuida de los bueyes. Si no van con ellos mujeres, renuncian al carro, por considerarlo un estorbo y una molestia. Y aunque no llevan nada consigo, de nada carecen durante el viaje, pues donde quiera que se hallen están en su casa. Si se detienen en algún lugar más de un día, trabajan allí en su oficio, y los artesanos de su gremio les dispensan una amable acogida. Si alguien traspasa los límites de su territorio, y es cogido sin llevar el permiso del Príncipe, comete un delito odioso, es considerado como un fugitivo y castigado severamente. Si reincide, es reducido a la esclavitud. Si algún utópico desea ir a algunas de las aldeas que pertenecen a la ciudad donde él mora, puede hacerlo con el consentimiento de su padre y de su esposa. Más, en cualquier lugar que llegare, no le dan comida si no la paga con el trabajo que ordinariamente se hace en una mañana, en una tarde. Observando esta ley, puede viajar por todo el territorio de la jurisdicción de su ciudad. Así no será menos útil a la ciudad que si se hubiese quedado en ella. Ved ahora la poca libertad que tienen para entregarse al ocio. No hay tabernas de vino o de cerveza, ni mancebías, ni ocasión de entregarse al vicio o la maldad, ni reuniones clandestinas, ya que estando todas bajo las miradas de los demás, necesariamente tienen que hacer su acostumbrado trabajo y recrearse con honestos y laudables divertimientos.
Este modo de vivir y estas costumbres traen necesariamente la abundancia de todos bienes. Y como éstos se hallan repartidos por igual entre todos, nadie es pobre en Utopía.
En el Senado de Amaurota , al que, como ya he dicho, cada ciudad envía tres ciudadanos cada año, se trata primeramente de las cosas que abundan y de las que escasean en cada lugar. Los que tienen más cosas envían parte de ellas a los que tienen menos. Y hacen esto sin compensación alguna. Los que dan de lo que tienen no toman nada de los que reciben las cosas. Nada piden a la ciudad que han favorecido, pues ellos reciben lo que necesitan de otras a la que no han hecho ningún favor. Así toda la isla es como una gran familia. Cuando tienen bastantes provisiones para ellos —guardan para dos años, en previsión de lo que pueda suceder al año siguiente —envían de lo que les sobra a otros países grandes cantidades de trigo, miel, lanas, lino, maderas, tintes, cera, sebo, cuero y animales vivos. Donan la séptima parte de todas las cosas a los pobres de tales países, y lo restante lo venden a precio módico. Merced a este comercio pueden traer a su isla mucho oro y mucha plata, y también las mercaderías que necesitan, que son pocas, pues casi puede decirse que sólo carecen de hierro. Como hace largo tiempo que vienen haciendo este comercio, poseen ahora abundantes riquezas.
No les importa el que los compradores no paguen en seguida; venden a crédito, pero no aceptan instrumentos de personas particulares y exigen el aval de una ciudad. Cuando llega el día en que vence el plazo, la ciudad hace pagar la deuda a los deudores particulares y deposita las cantidades de dinero recibidas en su Tesoro, usando de ellas hasta que los utópicos, sus acreedores, las reclaman. Los ciudadanos de Utopía no acostumbran pedir que les entreguen tales cantidades, pues les dice su conciencia que no es justo tomar de quien de ello saca provecho lo que ellos no usan ni les es provechoso. Mas si se da el caso de que tengan que prestar parte de ese dinero a otro país, o cuando lo necesitan para hacer guerra, demandan entonces el pago de las deudas. Solamente con este fin guardan en la isla todo el tesoro que poseen, para poder prevenir y remediar las situaciones graves y los peligros imprevistos. Pagan grandes sueldos con ese dinero a los soldados mercenarios extranjeros, a los cuales envían al combate en vez de a sus conciudadanos. Saben bien que con dinero se puede comprar hasta los enemigos o hacer que se aniquilen entre sí, por traición o guerreando. Por eso conservan un tesoro inestimable. Aunque no lo consideran como un tesoro, como lo tienen, lo usan. Me da un poco de vergüenza el seguir hablando de esto, por el temor que tengo de que no se dé crédito a mis palabras. Y aun tengo más causa de temerlo porque a mí me costaría mucho trabajo el creer a otra persona que dijese lo mismo que he dicho yo. Doyme cuenta de lo difícil que me hubiera sido tomarlo como cierto si no lo hubiese visto con mis propios ojos.
Lo que es contrario a las costumbres de los oyentes, paréceles a éstos cosa poco digna de fe. Quién sepa juzgar con juiciosa imparcialidad las cosas, acaso no se maravillará grandemente al ver que las leyes y costumbres de los utópicos son tan diferentes de las nuestras, ni de que éstos usan el oro y la plata entre ellos de otro modo que nosotros. Quiero decir que ellos no hacen uso del dinero, sino que lo guardan para precaver acontecimientos que podrían venir y que, quizás, no vendrán jamás. Mientras tanto, el oro y la plata de que se hacen las monedas no tiene para ellos más valor que el que merece la misma naturaleza de la cosa. Y ¿quién no ve claramente cuán lejos están de valer lo que el hierro, sin el cual los hombres no pueden vivir, como no pueden vivir sin el fuego ni el agua? No se tiene absoluta necesidad de usar el oro y la plata. Sólo la locura de los humanos seres da tan alto valor a esos metales por razón de su rareza. Por el contrario, la Naturaleza, madre tiernísima y amorosísima, ha puesto las mejores y más necesarias cosas a nuestra vista y alcance, como el aire, el agua y la tierra, y ha ocultado en la más profundo de sus entrañas lo que es vano y de ninguna utilidad. Por consiguiente, si encerrasen esos metales en una torre, como el vulgo siempre anda imaginando necedades, se sospecharía que el Príncipe y el Consejo estaban engañando al pueblo para aprovecharse de ellos. Ni siquiera fabrican con ellos platos y copas, porque comprenden que si llegase la ocasión de tener que fundirlos nuevamente para pagar los sueldos de los soldados, la gente no estaría de buen grado dispuesta a separarse de cosas en las que ya habían empezado a deleitarse. Para remediar todo esto han hallado un medio que no contradice a sus leyes y costumbres. Hacen algo que a nosotros nos parece increíble, pues ya sabemos cómo se aprecia el oro entre nosotros y con qué cuidado se guarda. Los utópicos comen y beben en platos de barro y copas de cristal, bellos y bien hechos, pero de muy poco valor. El oro y la plata sirven comunmente para hacer bacines y otras vasijas reservadas a los usos más viles, no solamente en los edificios comunes, sino en las casas particulares. Además de esos mismos metales están hechos las cadenas y grillos con que atan a los esclavos. Los delincuentes condenados a penas infamantes, deben llevar zarcillos en las orejas, anillos en los dedos, un collar en el cuello y en la cabeza una corona, todo ello de oro. Así hacen que el oro y la plata sean tenidos entre ellos por cosa ignominiosa. Y esos metales que, cuando son quitados a hombres de otros países les causa tanta tristeza como si les quitasen la vida, pueden ser quitados de una sola vez a los utópicos sin que ninguno de ellos crea que ha perdido el valor de un cuarto de penique. Cogen también perlas en la orilla del mar y diamantes y carbunclos en ciertas rocas; no los buscan, mas si los encuentran por azar, los tallan y pulen y adornan con ellos a los infantes, los cuales, en los primeros años de su niñez, se muestran muy orgullosos de llevar tales adornos; pero conforme van creciendo en edad y en discreción, ven que esos juguetes y garambainas solamente los llevan los niños, y entonces se avergüenzan, y, sin que se lo manden sus padres, dejan de llevarlos. No de otra manera obran nuestros infantes, que, al crecer, también renuncian a las cáscaras de nuez, a los broches y a las muñecas. Estas leyes y costumbres tan diferentes de las de otras naciones no pueden dejar de mudar la disposición del ánimo. Jamás lo vi tan claramente como cuando vinieron a Utopía los embajadores de los Anemolianos.
Estos embajadores llegaron a Amaurota cuando yo estaba allí, y, como venían a tratar de negocios de gran importancia, fueron a darles la bienvenida tres ciudadanos de cada ciudad utópica. Todos los embajadores que habían estado antes en Utopía, conociendo las costumbres de los utópicos y sabiendo que entre éstos no era tenido en honor el vestir suntuosamente, que no se apreciaba la seda y que el oro era señal de infamia, solían venir con modestos atavíos. Pero como los Anemolianos, que eran de un país mucho más lejano y habían tenido poco trato con ellos, habían oído decir que los utópicos iban todos vestidos igual y sus trajes eran de burdo paño, creían que los moradores que habían estado antes en Utopía , conociendo, determinaron presentarse como si fueran verdaderos dioses, con grande aparato y pompa, con vestidos de colores alegres y adornos relucientes, para deslumbrar los ojos de aquellos bobos y míseros utópicos. Vinieron tres embajadores con cien criados que llevaban vestidos abigarrados, los más de ellos de seda. Los embajadores, quc eran nobles en su país, iban vestidos de paño de oro, y de oro llevaban también grandes collares, pendientes, anillos; sus monteras igualmente estaban guarnecidas de joyas de oro y de brillantes perlas y piedras preciosas; en fin, iban vestidos y adornados con todas esas cosas que en Utopía se hacen llevar a los esclavos y a los condenados a penas infamantes, con todas esas garambainas con las que juegan los niños.
Hubiera regocijado a cualquiera el ver con qué orgullo ostentaban aquellos hombres sus colas de pavo real, las pintadas vainas en que llevaban metidos sus cuerpos, y cuán altivamente pasaban delante de los que los miraban al comparar su bizarro atavío con las modestas ropas de los utópicos, pues habíase congregado una inmensa muchedumbre en las calles. No era menos divertido considerar cómo se engañaban y cuán lejos estaban de conseguir sus propósitos, porque no los tomaban por lo que ellos creían que hubieran debido ser. A los ojos de todos los utópicos, excepto de los que habían estado en otras tierras, aquella magnificencia parecía vergonzosa y vituperable. Saludaban a los más viles y abyectos de ellos tornándolos por señores y no tributaban honor alguno a los embajadores, juzgando por las cadenas de oro que llevaban que eran esclavos. Hubierais tenido que ver a los niños que habían renunciado a las perlas y piedras preciosas tocar con el codo a sus madres y decirles al ver los adornos que llevaban en sus monteras los embajadores: ¡Mirad, madre, ese grandulón que lleva perlas y piedras preciosas como si fuera un niño aún!Y a la madre responder: Calla, hijo; creo que debe ser algún bufón de los embajadores. Algunos criticaban las cadenas de oro, diciendo que no servían para nada, ya que eran tan delgadas y poco fuertes que el esclavo podía romperlas fácilmente y huir suelto adonde quisiere. Mas cuando al cabo de uno o dos días de estar allí vieron los embajadores la poca estima en que era tenido el oro en Utopía, que era tan despreciado por los utópicos como apreciado por ellos, y que había más oro en las cadenas y grillos de un desertor condenado a esclavitud que el que había en todos los adornos que llevaban encima de sus tres personas, avergonzados de su vanidad, dejaron de mostrarse orgullosos de ellos y se los quitaron; y más aún cuando, después de haber hablado familiarmente con utópicos, conocieron sus costumbres y opiniones.
Admíranse los utópicos de que haya hombres tan insensatos que puedan hallar deleite mirando el dudoso brillo de una piedrecilla sin valor, pudiendo como pueden contemplar las estrellas o el mismo sol; y de que haya necios que se crean más ennoblecidos porque es de fina lana el vestido que llevan, ya que la lana —por fina que sea —la llevó antes una oveja sin que por ello dejara de ser oveja. Maravíllanse también de que el oro, que es cosa inútil por su propia naturaleza, sea ahora tan apreciado en todo el mundo, que el hombre mismo, que le atribuye ese valor para su provecho, considere que vale él menos que ese metal, tanto que cualquier lerdo avaro, que no tiene más entendimiento que un pollino y no es menos malvado que orate, tiene en esclavitud a muchos hombres buenos e ilustrados sólo porque posee un más grande montón de oro. Y si la fortuna, o la sutileza de la ley —pues no es sino la fortuna la que eleva lo que es bajo y la que derroca lo que es alto —da ese montón de oro al más vil esclavo o al más abyecto lelo de su casa, poco después que esto ha sucedido entra al servicio de su antiguo criado como una añadidura al dinero de éste. Mucho más les asombra, y la detestan, la locura de los hombres que rinden a los opulentos honores casi divinos, a los cuales nada deben y de los cuales nada tienen que temer; que los honran solamente porque son ricos, aunque saben que son sórdidos y avaros y que no recibirán de ellos, mientras estén en vida, ni un cuarto de penique.
Estas y parecidas opiniones las deben en parte a la educación que les ha sido dada en el país, cuyas leyes y costumbres tan diferentes son de esos géneros de locura; y en parte a sus estudios en ciencias y letras. Pues aunque muy pocos de cada ciudad se hallan exentos de trabajar para consagrarse solamente a estudiar —los que dieron muestras desde la infancia de tener buen entendimiento y buena disposición para aprender —todos, desde niños, son obligados a aprender lo que puedan de la ciencia de las letras, y buena parte de la población, tanto varones como hembras, durante toda su vida, dedica al estudio aquellas horas que les deja libres el trabajo corporal. Les enseñan en su propia lengua, que es rica en palabras, agradable al oído y perfecta para expresar el pensamiento. Se usa en casi toda aquella parte del mundo, pero los utópicos son los que la hablan y escriben con mayor pureza. Antes de nuestra llegada, no eran conocidos allí todos esos filósofos cuyos nombres son tan famosos en esta parte del mundo. Y, sin embargo, en música, lógica, aritmética y geometría saben casi todo lo que han enseñado nuestros filósofos de la antigüedad.
Mas si casi igualan a los antiguos eruditos en todas estas cosas, no han llegado a igualar las invenciones de nuestros dialécticos; porque no han podido inventar ninguna de aquellas reglas de las restricciones, amplificaciones y suposiciones que aquí se enseñan a los niños. Tampoco han podido descubrir las proporciones secundarias ni ver lo que se llama el hombre en común, ese gigante mayor que cualquier gigante; que nosotros sabemos señalar con el dedo.
Conocen perfectamente el curso y los movimientos de los astros. Han inventado igualmente ingeniosos instrumentos de diversas formas con los que determinan exactamente los movimientos y la situación del Sol, de la Luna y de todos los demás astros que aparecen en su horizonte. En cuanto a las amistades o enemistades de los planetas y a ese engañoso arte de pronosticar los sucesos por los astros, ni han llegado a soñarlas siquiera. Merced a los signos que han aprendido a conocer por medio de una larga observación y experiencia, saben predecir las lluvias, los vientos y las tempestades. Pero sobre las causas de todas estas cosas y de las mareas, y de la salobridad del mar, y del origen, y la naturaleza del cielo, y de la Tierra sostienen en parte las mismas opiniones que nuestros antiguos filósofos, y, como éstos, pese a traer argumentos nuevos, no consiguen ponerse de acuerdo.
En aquella parte de la filosofía que trata de las costumbres y las virtudes se muestran de acuerdo con nosotros. Disputan, como nosotros, sobre las buenas cualidades del alma y del cuerpo, sobre los bienes terrenales y sobre si el término bien puede ser aplicado a todos estos o solamente a los del alma. Discuten sobre la virtud y el placer; pero la primera y principal cuestión es saber en qué consiste la felicidad humana, si es una sola cosa o muchas. Pero en esto más bien parecen inclinarse a compartir la opinión de los que defienden el placer considerándolo, si no ia felicidad absoluta y completa, parte principal de ella. Y lo que es más de admirar es que saquen el origen de tan delicada y melindrosa opinión de la grave y severa religión que profesan. Jamás discuten sobre la felicidad sin trabar las razones filosóficas con ciertos principios sacados de la religión, sin los cuales juzgan que la razón es débil e imperfecta para averiguar en qué estriba la verdadera felicidad. Esos principios son: que el alma es inmortal, y, por la infinita bondad de Dios, encaminada a la felicidad; que después de esta vida, nuestras virtudes y buenas acciones serán premiadas y castigadas nuestras maldades y nuestros pecados. Y creen los utópicos que, aunque esos principios pertenezcan a la religión, deben ser creídos y admitidos por la razón; pues si fueran reprobados y abrogados, nadie sería tan necio que no buscara el placer por todos los medios, buenos o malos, esquivando solamente la inconveniencia de que un placer pequeño fuese un estorbo para conseguir otro mayor; esto suponiendo que el hombre no busque ese género de placer que trae consigo después el descontento y la pesadumbre. Paréceles gran locura el ejercitarse en las virtudes ásperas y penosas, el renunciar a las dulzuras de la vida, el sufrir voluntariamente el dolor sin esperar premio alguno ¿y qué otro premio puede esperarse si no es una recompensa en el otro mundo, después de toda una vida de amarguras?
No todos los placeres procuran felicidad, sino solamente los que son buenos y honestos. Eso afirman los utópicos, y también que nuestra naturaleza es atraída hacia la perfecta beatitud por la misma viltud. Los que defienden la opinión contraria dicen que la felicidad se halla en el ejercicio de la virtud. Los utópicos definen la virtud diciendo que es la manera de vivir según la Naturaleza, pues tal es el destino que nos ha dado Dios. Quien se deja gobernar por la razón en el desear y no querer las cosas, escucha la voz de la Naturaleza. En primer lugar, la razón inspira a los hombres el amor y la veneración a la Divina Majestad, a cuya bondad debemos lo que somos, a quien hemos de agradecer que nos haya dado la posibilidad de alcanzar la felicidad. En segundo lugar, nos mueve a vivir con alegría y sin zozobras, y a ayudar a los demás a que obren de igual modo en bien de la humana sociedad.
No hallaréis jamás ningún sufrido amante de la virtud y aborrecedor del placer que os exhorte solamente a padecer trabajos, vigilias y ayunos, sino que os exhortará también a remediar cuanto podáis la miseria y necesidad de vuestros prójimos, loando este acto de caridad. Por otra parte, si es muy humano —es la virtud más peculiar del hombre —el socorrer a los necesitados y consolar a los tristes, o sea procurar un placer a los demás, ¿por qué no habría de incitarnos la Naturaleza a hacer lo mismo con nosotros? Porque si el vivir con alegría, es decir, llevar una vida agradable, es una cosa mala, no deberíamos quererla para los demás, sino que debería apartar a éstos de ella por ser dañosa; o si es buena tenemos el deber de procurarla a los demás. Y si es así ¿por qué no empezar por nosotros mismos? ¿Por qué no ha de sernos provechoso lo que tan conveniente es para otros? La Naturaleza, al mandarnos que seamos buenos con nuestros semejantes, nos manda también que no seamos malos y crueles con nosotros mismos. Dicen los utópicos que la Naturaleza misma nos manda llevar una vida agradable, como finalidad de nuestras acciones, y definen la virtud como vivir según ese precepto.
Si la Naturaleza mueve a los hombres a ayudarse unos a otros a vivir alegremente —lo que seguramente no hace sin justa causa, puesto que ninguno está puesto tan por encima de la humana condición que la Naturaleza haya de curar de él solamente, ya que ampara y favorece por igual a todos los seres de la misma especie congregándolos por una creencia uniforme o comunión —verdad es que también nos manda que no busquemos nuestra propia comodidad causando incomodidades a nuestros semejantes. Por eso opinan que deben ampliarse fielmente, no sólo los pactos hechos entre particulares, sino las leyes de interés público que regulan el repartimiento de las comodidades de la vida, es decir, lo que es materia de placer, tanto si han sido dictadas por un buen Príncipe como si han sido sancionadas, de común acuerdo, por el pueblo, sin haber sido éste oprimido por la tiranía o engañado dolorosamente. Buscar la propia felicidad, sin transgredir las leyes, es prudencia. Obrar del mismo modo para conseguir el bienestar general es el deber que tienen los que aman con reverente amor a su patria. Mas estorbar el bienestar ajeno para procurarse el propio es una acción manifiestamente injusta. Por el contrario, el privarse de algo para darlo a otros, es obrar humana y generosamente. El bien que hacemos nos es pagado con creces, y la conciencia de haber obrado bien, el amor y el agradecimiento de los favorecidos causan más placer al alma que el que hubiera podido dar al cuerpo el placer a que hemos renunciado. Finalmente —y de ello se persuadirá fácilmente cualquier espíritu religioso —, Dios premia el sacrificio que hacemos al renunciar a un placer breve y exiguo haciendo que sintamos por ello un gozo inmenso y eterno.
Por consiguiente, creen los utópicos que todas nuestras acciones, y aun las virtudes, se encaminan finalmente al placer y la felicidad. Llaman placer a todo movimiento o estado del alma o del cuerpo en el que hallamos deleitación de un modo natural. Añaden a esto los apetitos naturales, y no sin razón. Porque no sólo los sentidos, sino la razón misma, apetecen todo lo que es naturalmente placentero, si puede conseguirse sin hacer daño a ninguno, sin demasiado trabajo y sin privarse de un placer mayor. Hay personas de vanidosa imaginación que, desoyendo la voz de la Naturaleza, fingen creer que son agradables algunas cosas que no lo son, cual si estuviera en su poder mudarlas como mudan el nombre de ellas. Creen los utópicos que tales placeres ayudan tan poco a conseguir la felicidad, que más bien los consideran un gran estorbo para ello. Los que los han gozado una vez, han dejado entrar en su alma un falso concepto del placer, que la ocupa toda sin dejar lugar para que allí quepan las deleitaciones naturales y verdaderas. Porque hay muchas cosas que por su propia naturaleza no contienen alegría, sino tristeza las más de ellas; y por las maliciosas, perversas y vacilantes instigaciones de los deseos deshonestos, son tenidas, no solamente por placeres supremos y no comunes, sino también por causas principales de la vida.
Entre estos engañosos placeres ponen los utópicos la vanidad de aquellos hombres de quienes ya he hablado, los cuales, porque llevan mejores vestidos que los demás, se creen mejores de lo que son. En esto yerran dos veces, pues no se engañan menos al creer que su traje es mejor que al creer que ellos son mejores. Si se considera el uso provechoso del vestido, ¿por qué ha de creerse que es mejor el traje hecho de paño fino que el hecho de paño basto? Y se enorgullecen como si se distinguieran de los demás por sus méritos y no por su necedad; creen que a su elegancia se le deben honores a los que no osarían aspirar con un vestido más modesto, y se indignan si no se les trata con reverencia. ¿No es otra necedad semejante la pasión por los honores inútiles y vanos? ¿Qué placer natural o verdadero podrá procurarnos el ver a un hombre delante de nosotros con la cabeza descubierta y la rodilla doblada? ¿Mitigará esto los dolores de la gota que sentimos en nuestras rodillas o sanará la locura de nuestras cabezas? En lo que muestran más extraña locura es en ver esa imagen de falsa felicidad, al alegrarse de que la fortuna hízolos descender de antepasados que fueron ricos dueños de tierras, porque ahora la nobleza no es otra cosa que riqueza. Y no se creerían menos nobles aunque sus antepasados no les hubiesen dejado un solo palmo de tierra o si ellos hubiesen gastado su hacienda.
Como ya he dicho, del mismo modo juzgan los utópicos a los que se deleitan guardando gemas y piedras preciosas, los cuales se creen casi dioses si consiguen por azar una excelente, especialmente si es de un género que es grandemente apreciado en su propio país en aquel tiempo, pues no en todas partes ni en todos los tiempos son igualmente estimadas. Compran la piedra sola, sin el oro del engaste, pero antes hacen jurar al vendedor que la gema es verdadera y no falsa. ¡Tanto temen que una piedra falsa parezca buena a sus ojos! ¿Por qué, pues, gozar menos viendo una piedra falsa si los ojos no saben distinguirla de una verdadera? Tanto debieran valer una y otra ante vuestros ojos como ante los de un ciego. ¿Y qué diré de los que guardan riquezas superfluas y sólo gozan contemplando su tesoro? ¿Es esto un placer real y verdadero o más bien un placer engañoso? Algunos hay que ocultan su oro, privándose para siempre de usarlo y acaso de verlo. Y tanto temen perderlo que en verdad está perdido para ellos, pues enterrarlo ¿qué es sino privar a los demás hombres de su uso y privarse del mismo ellos también? Enterrado el tesoro, torna la alegría al corazón del avaro, que así se sosiega. Si se lo roban sin que él se entere y muere diez años después sin haberlo sabido, ¿qué importa que el tesoro haya estado o no en el mismo lugar esos diez años? En ambos casos fuéle el oro igualmente inútil.
A los que son aficionados a tan necios placeres añaden los utópicos los jugadores de dados, cuya locura sólo conocen de oídas y no por jugar ellos; y, además, los cazadores y los halconeros. Pues dicen: ¿qué placer hay en echar los dados en una mesa? Haciéndolo tan a menudo, ¿cómo no se cansan de ello? O ¿qué deleite puede haber en oír los aullidos y ladridos de los canes? O ¿por qué os divierte más ver un perro persiguiendo a una liebre que ver perseguir un can a otro can? Porque si lo que os divierte es ver correr, veis correr en ambos casos. Pero si es la esperanza de presenciar una matanza lo que os da más placer, más debiera moveros a compasión ver que un perro mata a una liebre, que el fuerte vence al débil o el feroz al miedoso, que la inocente presa es despedazada por un animal cruel y despiadado. Por eso consideran los utópicos como cosa indigna de hombres libres el ejercicio de la caza, y hacen matar a los animales por los jerifes, oficio que, como ya he dicho, es ejercido en su isla por los esclavos. Creen que la caza es la parte más abyecta y vil de ese oficio, que, por lo demás, es honesto y provechoso; y mientras el cazador halla placer matando a una pobre bestia, el jerife mata a los animales sólo por necesidad. Creen los utópicos que los que gozan contemplando tales matanzas acaban haciéndose crueles.
Todas estas diversiones y otras parecidas, que son innumerables, las tiene el vulgo por placeres. Mas dicen los utópicos que, como no procuran satisfacción natural, no tienen afinidad alguna con el verdadero placer. Aunque los placeres deleiten los sentidos, no por eso los utópicos mudan de opinión. No es la naturaleza de la cosa, sino las perversas costumbres de los hombres lo que hace que a éstos les parezca dulce lo amargo, de igual manera que el gusto pervertido de las mujeres que llevan fruto en su vientre les hace hallar más dulce la pez o el sebo que la miel. Y el juicio depravado y corrompido por la enfermedad o las malas costumbres no puede mudar la naturaleza del placer ni de muchas otras cosas.
Para los utópicos hay diversas especies de placeres verdaderos, según sean del alma o del cuerpo. Los del alma son la inteligencia y aquella deleitación que nace de la contemplación de la verdad. Añádase a ello el recuerdo de una existencia bien vivida. Dividen en dos clases los placeres del cuerpo. Está comprendida en la primera la deleitación que percibimos sensiblemente cuando restauramos, comiendo y bebiendo, las partes que ha dejado agotadas o secas el calor interno, o cuando expulsamos del cuerpo lo que dentro de él tenemos en demasiada abundancia. Así sucede también al hacer el acto de la generación, o al calmar la picazón de algun miembro rascándonos. Cierto es que, a veces, el placer procede, no de la restauración que requieren nuestros órganos, ni de la expulsión de lo que nos molesta, sino de alguna oculta fuerza que tiene el poder de atraer nuestros sentidos hacia ella; tal el que nace de la música. La segunda especie de placer corporal consiste, según ellos, en tener una salud perfecta, exenta de todo malestar. Al suceder esto, al no padecer dolor alguno, siéntese bienestar, aunque no lo cause ningún placer externo. Y sin duda este deleite es menos percibido por los sentidos que los grandes placeres de la comida y de la bebida. Sin embargo, los más de ellos tiénenlo por el supremo placer, creen que es el principio y raíz de toda felicidad. La salud es lo que hace deseable la vida, y sin salud no es posible ningún otro placer. A la ausencia de dolor, faltando la salud, llámanla insensibilidad y no placer.
Tiempo ha que los utópicos condenaron la doctrina de los que sostenían que la salud perfecta y duradera no debe ser considerada como placer. Los defensores de aquella opinión afirmaban que no era posible tener conciencia de la salud sin la ayuda de alguna sensación externa. Casi todos los sabios se muestran de acuerdo ahora en reconocer que la salud es uno de los más grandes placeres. Porque viendo, según dicen, que la enfermedad lleva consigo el dolor, el cual es tan mortal enemigo del placer como la enfermedad lo es de la salud, preguntan: ¿por qué no puede haber placer en la salud perfecta y duradera? Según ellos, lo mismo da decir que la enfermedad es un dolor o que hay dolor en la enfermedad, porque todo viene a ser una sola cosa. Que la salud sea un placer en sí misma, o una causa necesaria de placer, como lo es el fuego del calor, es cosa que carece de importancia, ya que los que gozan de una salud perfecta nunca se hallarán faltos de placer. Mientras comemos, dicen, nuestra salud, que empezaba a debilitarse, lucha contra el hambre con la ayuda de los alimentos. En esta lucha la salud va llevando ventaja poco a poco, y la restauración de nuestras fuerzas cáusanos placer. Si la salud gusta de combatir, ¿cómo no ha de alegrarse de haber alcanzado la victoria? Y luego que haya recobrado su primitiva robustez, que es la sola causa de este combate, ¿volverá a caer en el sopor y no querrá conocer su felicidad ni gozar de ella? Creen que faltan a la verdad los que dicen que la salud no puede sentirse. Porque, al despertar, ¿quién no conocerá si se encuentra bien o mal? ¿Y quién, no estando dormido, no reconocerá que la salud es una cosa agradable y deleitosa para él?
Aman los utópicos sobre todas las cosas los placeres del espíritu —que consideran son los primeros y principales —, los más de los cuales proceden del ejercicio de la virtud y del conocimiento que tienen de llevar una buena vida. Entre los placeres del cuerpo dan la primacía a la salud. El placer de comer y beber y las satisfacciones que procuran los deleites del mismo género, creen que deben ser deseados, pero solamente para conservar la salud, porque tales complacencias no son agradables en sí mismas en tanto no resisten los alevosos asaltos de la enfermedad. Y así el hombre prudente prefiere prevenir la enfermedad que tomar medicinas, que no llegue el dolor para no tener que aliviarlo, no renunciar a esta clase de placeres para no verse privado de ellos. Si la felicidad consiste en tales placeres, ¿podrá decirse que es feliz el hombre que, teniendo hambre, sed y comezón, pasare toda su vida comiendo, bebiendo y rascándose? ¿Quién no ve que esa vida sería real y verdaderamente, no tan solamente insensata y deshonesta, sino miserable y triste? De todos los placeres, esos son los más bajos, los impuros, los imperfectos; y nunca vienen si no es acompañados de los dolores contrarios. Júntase el hambre con el placer de comer, y de manera harto desigual. Cuanto más grande es el hambre, mayor es el sufrimiento, pues éste nace antes que el placer y sólo se extingue con él.
Por esto opinan que este género de placeres no tiene más importancia que la de ser necesarios. Gozan, empero, de ellos con alegría, y agradecen a la madre Naturaleza el amor que muestra por sus hijos procurándoles incesantemente esta agradable deleitación que tan necesaria es para vivir, porque ¡cuán desventurada y miserable sería la vida si esas cotidianas enfermedades del hambre y de la sed tuviéranse que curar con medicinas amargas, como se hace con otras dolencias más graves que padecemos de vez en cuando! Dan mucha importancia a la belleza, a la fuerza ya la agilidad, que son preciosos dones de la Naturaleza. Consideran como alegrías de la vida los placeres que se perciben por la vista, el oído y el olfato, que la Naturaleza quiso que fuesen propios del hombre, pues ningún otro ser viviente goza contemplando la belleza del Universo o saboreando los manjares, ni perciben las concordantes y disonantes distancias de los sonidos. Mas en todo obran con cautela para conseguir que un placer menor no impida otro mayor, o que sea causa de dolor, como lo es necesariamente el deshonesto. Paréceles gran necedad despreciar la belleza, malgastar las fuerzas corporales, dejar que la agilidad se convierta en pesadez, dañar la salud y rehusar los demás dones de la Naturaleza, a menos que el hombre renuncie a esos bienes para procurar con ardiente celo el bienestar ajeno o el público con la esperanza de que Dios les premie esos trabajos con una felicidad mayor. Juzgan de igual modo las mortificaciones que a nadie aprovechan, que el hombre se inflige por una vana sombra, o para acostumbrarse a sufrir valerosamente unas adversidades que acaso no vendrán jamás. Esto, dicen ellos, es gran locura, cosa cruel para sí mismo e ingrata para con la Naturaleza, como si no se temiera su castigo y se renunciara a todos sus beneficios.
Eso opinan de la virtud y del placer. Creen que la razón humana no puede hallar nada que sea más verdadero, a menos que el Cielo les inspire pensamientos y sentimientos más piadosos y santos. Si piensan bien o mal, no tenemos tiempo de discutirlo ni es tampoco necesario ahora. Me he propuesto hablar de sus instituciones y leyes, pero no defenderlas. Mas una cosa creo de verdad, y es que, sean como sean esas instituciones, no hay en ninguna parte del mundo gentes más buenas que ellas ni República más floreciente y feliz. Los utópicos son ágiles de cuerpo y más vigorosos de lo que promete su estatura, que no es demasiado corta. Y aunque el suelo de la isla no es demasiado fecundo, ni el clima muy sano, defiéndense de éste siendo sobrios en el comer, y trabajan tan industriosa y diligentemente la tierra, que en ningún otro país se ve más abundancia de trigo y de ganado, ni hombres que alcancen más larga vida ni que estén menos sujetos a enfermedades que los utópicos. Todos trabajan con ahinco e ingenio para hacer más fértil la tierra, y, si conviene, arrancan con las manos los árboles de un bosque entero para transplantarlos en otro lugar, ya que, como tienen pocos medios de acarreo, necesitan que los bosques y la madera se hallen cerca del mar, de los ríos o de las ciudades; les cuesta menos trabajo llevar por tierra a otro sitio el grano que la madera. Los utópicos son suaves de carácter, alegres, diligentes, inteligentes, amantes del reposo, capaces de resistir los más duros y penosos trabajos corporales, cuando es menester; pero ni desean ni son muy aficionados a trabajar así. De lo que no se cansan nunca es de estudiar y aprender.
Cuando me oyeron hablar de las ciencias y de las letras griegas —pues no parecen importarles gran cosa las obras de los latinos, excepto las de los historiadores y poetas —me rogaron con grande afán que les enseñase esa lengua. Empecé, pues, leyéndoles pasajes de algunos libros, más porque vieran que no rehuía el trabajo de enseñarlos que porque esperara algún fruto de ellos. Al poco tiempo, gracias a su aplicación, vi que no había trabajado en vano. Empezaron a escribir las letras con facilidad, a pronunciar bien las palabras y a aprendérselas de memoria y a repetirlas luego sin equivocarse, todo lo cual me pareció prodigioso. Verdad es que los más de mis discípulos, no solamente deseaban aprender aquellas cosas, sino que el Consejo les había mandado hacerlo. Habían sido elegidos entre los letrados de buen entendimiento y eran hombres de edad madura. Así, en menos de tres años, no había nada en la lengua griega que ignorasen, y leían de corrido en los libros de ]os buenos autores, si éstos no contenían erratas de imprenta. Supongo que si aprendieron tan aprisa esa lengua es porque no les es enteramente extraña. Creo que descienden de los griegos, pues su idioma, que es muy parecido al persa, tiene diversos vocablos de origen helénico, como puede verse en los nombres de sus ciudades y en los que dan a los magistrados.
Les he dado —pues cuando determiné hacer mi cuarto viaje, como tenía intención de volver allí pronto, llevé al barco un pequeño fardo de libros -, les he dado, digo, la mayor parte de las obras de Platón, muchas de Aristóteles y también la Historia de las Plantas, de Teofrasto, la cual, desgraciadamente, no está completa, pues durante el viaje un mono que estaba en el barco cogió el libro y se puso a jugar con él, le arrancó varias hojas y las hizo pedazos. De los gramáticos sólo pude darles el libro de Lascaris, pues no llevaba conmigo el de Teodoro, ni más diccionarios que los de Hesiquio y Dioscórides. Aprecian grandemente los libros de Plutarco y les deleita el festivo ingenio de Luciano. De los poetas tienen libros de Aristófanes, Hornero y Eurípides, y también el de Sófocles, en la edici6n aldina, compuesta con caracteres de imprenta de pequeño tamaño. Tienen libros de los historiadores Tucídides, Herodoto y Herodiano. Mi compañero Tricio Apinato llevaba consigo algunos libros de física y de Hipócrates y la Microtecné de Galeno. Aprecian mucho el libro de Galeno. Aunque casi no haya ninguna nación bajo el cielo que necesite menos de los médicos que Utopía, se honra allí a los médicos más que a nadie. Consideran que la medicina es una de las más bellas y útiles partes de la filosofía. Los sabios médicos escudriñan los arcanos de la Naturaleza, y no sólo sacan de ello placeres extraordinarios, sino que consiguen además mercedes del Creador, autor de la Naturaleza. Piensan los utópicos que el Divino Artesano, al igual que los de la Tierra, creó el Mundo para que el hombre contemplase con admiración y amor tan hermosa obra. El Creador ama más al hombre que admira Su obra que al hombre que, como un bruto carente de entendimiento y de razón, contempla, indiferente, un espectáculo tan grande y maravilloso. Los utópicos, por consiguiente, acostumbrados y adiestrados a estudiar, tienen un vivo y maravilloso ingenio para inventar cosas que contribuyen a acrecer las comodidades de la vida. Nos tienen que agradecer, sin embargo, dos inventos: la imprenta y la fabricación del papel; pero más que estar agradecidos a nosotros, tienen que estar contentos de sí mismos.
Desde que les mostramos libros de papel, impresos en caracteres aldinos, y les dijimos de qué materia se hacía el papel y cómo se imprimían las letras — hablando más de lo que debíamos, pues sabíamos muy poco de entrambas cosas -, nos entendieron en seguida. Y los utópicos que antes solamente habían escrito sobre cuero, corteza de árbol o papiro, han intentado fabricar papel e imprimir letras. No consiguieron su propósito al principio, pero, a fuerza de perseverancia, llegaron a hacer una y otra cosa. Y tan bien las hacen ahora que si tuvieran originales de las obras de los autores griegos no carecerían de tales libros. Como he dicho antes, no tienen más que los originales que yo les di, pero de éstos han sacado millares de copias. Quien llega allí para conocer la isla, si tiene buenas dotes de entendimiento y ha visto muchas tierras por haber viajado mucho —y por eso fuimos tan bien acogidos nosotros — es recibido con gran agrado por ellos, pues les gusta saber lo que sucede en otras partes. Van allí pocos mercaderes extranjeros, porque ¿qué les podrían traer si no es hierro? Si trajesen oro o plata, se lo tendrían que volver a llevar a su tierra. Las mercaderías que han de salir de la isla prefieren llevarlas ellos mismos en vez de que vengan a buscarlas los de fuera, pues desean conocer los países extranjeros y no perder la costumbre de navegar para no olvidar lo que saben de las cosas del mar.