Viaje a la Patagonia Austral/IX
ASCENSION DEL RIO SANTA CRUZ
Enero 12-14.—Los días transcurridos entre nuestro regreso de Shehuen-Aiken y el señalado para la partida definitiva, los empleamos en arreglar el velamen de la embarcación, que es demasiado grande, y en construir dentro de ésta divisiones destinadas a contener las provisiones necesarias para el viaje.
Enero 15.—Todo queda listo, temprano, y los víveres embarcados; hacemos cruzar la caballada a la ribera del norte, que es la elegida para principiar la labor que debe conducirnos a los Andes. A mediodía, después de haber almorzado, todos juntos los habitantes de la isla, y de habernos regalado con los mejores manjares de que aquí podemos disponer, nos despedimos del señor Dufour, brindando por el buen resultado del viaje.
Entre saludos, con las banderas izadas en el mástil de la ballenera, y sobre la casa de la isla, las salvas de los revólvers y los «adiós» deseándonos mutuas felicidades, llegamos al costado opuesto donde nos aguarda, listo ya, Isidoro.
Algo de solemne en el fondo, aunque muy vulgar en la apariencia, tiene para mí el momento en que embicamos en el cascajo para principiar el remolque. ¿Llevaré a cabo mi proyecto? ¿Tendré suficiente fuerza para ello?
Todas las expediciones que antes que la que dirijo han intentado descubrir las fuentes del río Santa Cruz, contaron con mayores elementos. En 1834, la que emprendió el ilustre Fitz-Roy, y que es uno de los más importantes trabajos de exploración llevados a cabo en las costas argentinas por el «Beagle», dió a conocer la importancia de este gran curso de agua, aunque tuvo que retroceder a los veintiún días de penosísimo trabajo, sin haberlo podido reconocer en toda su extensión. Fitz-Roy llevó en esa excursión tres botes ligeros, tripulados por diez y ocho marineros, además de un cuerpo de oficiales, y sin embargo, los obstáculos fueron tantos, que hubiera sido temerario continuar, entonces, dicha exploración. Si bien no pudo obtener el éxito deseado, cábele a esa expedición la gloria de haber señalado el camino a otros, y los nombres del almirante inglés y de Carlos Darwin, son protestas suficientes contra los que pretendan tachar de poco feliz el relativamente importantísimo resultado de aquella primera ascensión del Santa Cruz.
En estos últimos años, dos expediciones chilenas han tratado de seguir el imperecedero surco de las embarcaciones inglesas, pero ninguna de ellas ha podido adelantar nada a lo que nos han dejado los exploradores de 1834. La más importante, compuesta de una lancha a vapor y de dos embarcaciones livianas de remos, sirgadas por caballos, regresó a la bahía, después de diez días de viaje, habiendo recorrido sólo una pequeña parte del curso del río.
Unicamente la expedición que en 1873 envió el comandante Lawrence de la goleta nacional «Chubut» y que dirigía el subteniente Valentín Feilberg, compuesta de cinco hombres, llegó, con un bote ballenero, hasta el punto donde un gran lago lanza las aguas en el Santa Cruz, pero no pudo navegar en él por los malos tiempos que reinaron durante su exploración. No obstante, Feilberg pudo pasar más adelante del paraje desde el cual regresó Fitz-Roy.
La expedición que a mi turno dirijo y que va a tratar de avanzar más, si posible es, es aún más modesta que la de Feilberg, dadas las condiciones náuticas de la embarcación. Esta mide una estora de ocho metros y sesenta y cinco centímetros, lo que corresponde a ocho remeros, y, sin embargo, es tripulada por sólo dos de ellos, Francisco Gómez (el correntino) y José Gómez (el brasilero), y un timonel (Estrella). He destinado el grumete para el cuidado de los caballos, pues Isidoro tendrá que alejarse continuamente para proveernos de caza.
Además, me acompaña el subteniente de marina Carlos Moyano, quien, desde hace largo tiempo, desea tomar parte en esta excursión, tan soñada por mí.
Como se ve, humildes son los recursos con que cuento, pero el valiente y alentador adelante! lacónica frase que nos sirve de proclama para el combate que vamos a librar contra la «Llanura Misteriosa», lo acalla todo y aleja los presentimientos funestos.
No pensamos, por supuesto, en ascender a remo: la poderosa correntada nos hubiera llevado al Atlántico en vez de a la cordillera: ellos son inútiles mientras nos encontremos en el canal del río, y sólo podremos hacer uso en los remansos formados por las innumerables vueltas.
La sirga de este día es encomendada al brasilero Pedro. Encargo al correntino Francisco de impedir, sondando con el bichero, que el bote vare, y de llevarlo siempre a cierta distancia de la orilla, para que las ramas no entorpezcan el remolque. Estrella dirige el timón, para que la embarcación ofrezca siempre la proa a la correntada. El señor Moyano se encarga de seguir en ella, con la aguja de marear, las ondulaciones del río, comparándolas con la carta de Fitz-Roy, que hemos aumentado, para este objeto, en una gran escala. A Abelardo le recomiendo el cuidado de la tropilla, mientras que Isidoro va a bolear algo, para la cena. Yo sigo a pie por tierra y por agua, dirigiendo la sirga, y juntando al mismo tiempo objetos para las colecciones.
Nuestra inexperiencia nos ocasiona, al principio, grandes embarazos. El caballo y el caballero, ambos poco prácticos en la sirga, trastornan a cada momento la marcha; la inteligencia del primero le hace conocer el poco valor del segundo, y a la menor dificultad con que tropieza, se resiste a ir adelante, seguro de que quien le guía, no pondrá gran empeño en la prosecución del viaje. El temeroso «Patricio» (es el apodo que le hemos dado al brasilero Pedro, y así lo llamaré en la relación de este viaje), desde el momento que se sienta en el recado, comprende lo penoso de la tarea que le he encomendado, y aunque no hay más recurso que obedecer, lo hace de bastante mala gana. Confieso, que, para su primera prueba, esperaba de él algo peor, teniendo en cuenta sus antecedentes y conociendo los desvelos continuos que le ha producido la sola idea de ver los Andes, y sobre todo, vivir con los salvajes.
En un momento en que pensando en los rigores de su suerte no se fijó en un rápido producido por una enorme mata de incienso, que está va casi cubierta por la inundación, cae con el caballo dentro del río, recibiendo así, involuntariamente, el bautismo del Santa Cruz, al cual tanto teme. Este cómico suceso, aunque retarda unos momentos la marcha, contribuye eficazmente a que Patricio juzgue prudente abandonar esos tristes pensamientos que le sugieren la desidia con que cumple su trabajo, tome aliento, obligado por la necesidad, y continúe mejorando su servicio.
La marcha, ya más enérgica, nos aleja pronto de la isla; el bote, remolcado por una briosa yegua, rompe, aunque con trabajo, la corriente, que lleva una velocidad de seis millas.
La unión de las mareas, que algunas veces llegan hasta este punto, han formado algunos pantanos, que ofrecen dificultades para cruzarlos, pero pronto los pasamos, y con la llegada de la tarde suspendemos el trabajo, a unas seis millas de la isla Pavón, trayecto suficiente para el primer día.
En los parajes por donde hemos cruzado hoy, el fondo del río lo componen unas veces capas de cascajo, esto es, cuando el hilo de la creciente los baña, pero cuando, a la inversa, forma remansos, se ve arena mezclada con arcilla muy fangosa. En este lugar, el ancho del río mide 300 metros más o menos y no varía visiblemente, donde las costas son bastante elevadas, para que la inundación no las cubra; en los bajos el ancho es sumamente variable.
Las mesetas inmediatas se aproximan, enangostando el valle; el gran bajo, que se extiende al N. O. de la isla Pavón, desaparece gradualmente, y en el lado este, la primera meseta que se desprenda, desde más al sur de dicha isla, se ha unido con la que se divisa en frente de ella, y forma un primer escalón bastante elevado, que hace que cese la diferencia que se notaba, en la altura de ambas costas. El suelo es arenoso, arcilloso, y cubierto casi completamente de cascajo; grandes cantidades de arbustos de hojas de colores distintos, armonizan el paisaje, y entre ellos, manchones con pasto amarillento de penachos plateados le dan cierta apariencia metálica que alegra el suelo. Este está surcado por infinidad de pequeñas sendas de guanacos, que facilitan la marcha a pie, pues los Cactus, las espinas de los arbustos y la fabulosa cantidad de cuevas de Ctenomys, cansan y maltratan cruelmente al caminante.
Una pequeña bahía nos proporciona lugar seguro donde amarrar la embarcación, y la gran cantidad de arbustos, que hay aquí, pues este es uno de los parajes más abundantes de leña, nos suministra la suficiente para hacer grandes fogatas con que anunciar a los habitantes de la isla el punto a que hemos alcanzado en nuestro primer día de exploración.
Isidoro ha corrido, mientras trabajamos con el bote, una tropilla de guanacos, y trae uno pequeño para la cena, el que es asado y comido alegremente por todos los expedicionarios. Apenas oscurece, cada uno tiende su quillango, y se entrega al reposo, bien ganado, de estas primeras fatigas de la expedición.
Por mi parte he hecho un hallazgo feliz en el pequeño claro donde he arreglado mi cama. Consiste en dos hermosas puntas de flechas; una de ellas, de obsidiana renegrida, tallada a grandes golpes, me ha sido revelada por su hermoso brillo; otra más pequeña, de distinta forma, trabajada exquisitamente, en sílice translúcido, con sus aristas admirablemente definidas, la he exhumado al alisar el suelo arenoso donde mi espalda debe encontrar comodidad. Un tercer objeto, consistente en un cuchillo pequeño de obsidiana, tallado de un solo golpe en una de sus faces y de tres en la otra y que es el instrumento que aún a veces emplean los indios para sangrarse por las venas del brazo, cuando no han tenido buen éxito en los tiros de bola, completa mi felicidad, que poco ambiciona este día. ¿Qué mayor éxito puede desear un viajero antropólogo, en estas regiones que dormir en el mismo sitio en que quizás lo hizo el primitivo patagón, en sus incansables correrías, cuando tenía por única habitación el resguardo de las matas y cuando buscaba con esas humildes armas su alimento o confiaba a ellas su defensa?
Todos descansamos perfectamente esta noche, a excepción de Patricio, quien ha hallado en la costa del río, una avutarda destrozada por un zorro, y en cuyas heridas ve, con seguridad, las terribles garras de un león. A él nadie le engaña; vela toda la noche.
Enero 16.— Bien temprano continuamos la marcha que debemos distribuir diariamente en dos etapas, a causa de los largos días de la estación y del calor que a medio día es sofocante. Tomado el café con una galleta por hombre, pues esta clase de provisión no abunda, habiéndose perdido casi el total de ella por descuido de los marineros, la sirga dirigida esta vez por el correntino Francisco, remolca el bote con mayor empuje que en el día de ayer. El curso del río se dirije desde el sur, teniendo varias islas en su centro y en ambas márgenes; costas bajas, arenosas, con gran cantidad de matorrales. Aún cuando el trabajo se hace con empeño, esos obstáculos ofrecen siempre dificultades, que entorpecen la marcha, la cual debe continuar unas veces tirando el bote, a pie, por dentro del agua, o espinándose entre la maleza. En los puntos donde el río no presenta islas, su aspecto es magnífico; los hilos de su rápida corriente se dibujan con claridad, y las aguas bullen saltando sobre las matas que la inundación ha cubierto; una noble placidez reina en el centro del gran torrente, que desciende con ligereza, mientras que en los costados, el agua choca, en los recodos, entre las rocas de las barrancas, o asalta las citadas ramazones. En ciertos parajes la corriente es tan veloz, que al menor accidente del terreno forma un pequeño rápido o remolino, que dificulta el paso del bote, y que nos obliga a hacer grandes esfuerzos.
A unos trescientos metros del paradero, el río corre, lamiendo y batiendo la meseta del norte, casi vertical, mientras que al sur, se dilata una planicie inundada. Esta, por desgracia nuestra, no tiene agua suficiente para permitir el trabajo del remolque, sea a pie, sea a caballo; los traicioneros Cactus ocultos, las espinas de los arbustos y las cuevas <de Ctenomys, llenas de agua, nos son bien conocidas ya por desgracia nuestra y comprendemos la imposibilidad de cruzar a ese costado.
No hay más remedio que salvar la meseta, y a ello vamos. La pendiente del río es visible al ojo, y la fuerza de su descenso, aunque grande, no acobarda. La inclinación de la cuesta y el suelo suelto, producido por el desmoronamiento de la cumbre que forma la meseta, no nos permiten emplear los caballos, pero tratamos de salvar el mal paso poniéndonos, los dos marineros y yo, a hacer ese trabajo. Lo conseguimos, no haciendo caso de las espinas que nos arrancan grandes fragmentos de las ropas, y no pocas gotas de sangre; hay que hacer pie y tirar la cuerda, sin preocuparse de que basta una sola pisada falsa, para desplomarnos hasta el agua, de una altura que varía entre 30 y 50 pies. Pasada la meseta, la costa es más tendida y los matorrales van decreciendo en número. No se divisan tropiezos en la parte que se distingue del río, y juzgando innecesaria mi presencia allí, salgo a caballo, a visitar los alrededores.
Subiendo hacia el N. N. O., la meseta empinada, pedregosa, diviso nuevamente el gran bajo que he mencionado, situado en frente de Pavón, y que se dirige hacia el oeste. Entre ese bajo y el río, se eleva una isleta separada, compuesta de tres mesetas de las más inferiores en altura (300 pies) y que la expedición de Fitz-Roy nombró «Cerro Guanaco».
Un panorama tristísimo se extiende desde esta cumbre; los cerros denudados, áridos, pálidos, no se destacan bien contorneados en esa monotonía continua, que resulta de la disposición igual que ha producido la erosión del tiempo; sólo, en la parda planicie baja, se ven algunas lagunas; tres de ellas son de regular tamaño y dan al paisaje cierta variedad, que la vista contempla con algún gozo, aunque el suelo blando, la falta de vegetación y el poco aire que corre en el bajo hacen preferir la brisa de las alturas, que continuamente refresca las piedras caldeadas por el sol. Desde ellas, si bien la perspectiva no es más variada, por lo menos, hay mayor grandeza en su misma uniformidad.
Desciendo de la meseta y sigo los bajos que se extienden al pie de ella, con matorrales tupidos, en pequeñas agrupaciones, hasta un punto en que el río vuelve a recostarse a la barranca, y donde seguramente tendré que prestar ayuda, por más débil que ella sea; hago campamento junto a Isidoro que me ha precedido con la caballada y me espera con el mate listo. El bote no se distingue aún, y por más fuegos que he encendido en todo el trayecto, desde el sitio en que me he separado de él, en la costa no se divisa ningún humo en contestación. Recién a medio día llega; cruzamos el mal paso y descansamos.
Seis horas de consecutivo trabajo son merecedoras de un buen pedazo de puchero o asado y un jarro de café, menú, que con un poco de fariña, debe variarse rara vez en el transcurso del viaje. Un piche que ha casado Isidoro, y que incita el apetito con su amarillenta gordura, es pronto asado y devorado de una manera poco conocida de los que no han gozado de la vida austral.
No podré decir si la necesidad, o la gastronomía patagónica, ha revelado el siguiente procedimiento culinario a los indígenas, que lo emplean frecuentemente, pero sí declaro, que merece imitadores. Basta calentar algunas piedras rodadas (planas y ovaladas son las preferidas), colocarlas dentro del piche, y coser con el mismo cuero o con una ramita, la abertura del vientre por donde se han extraído los intestinos, para conseguir un manjar delicioso. Esto, en menos tiempo que el que se emplearía haciéndolo directamente en el fuego. El medio entre asado y cocido, que producen las piedras, es excelente, y el jugo de la carne y la gordura deja un caldo substancioso que no se desperdicia jamás. Este mismo procedimiento se emplea en otros muchos animales, avestruces, guanacos pequeños, etc.
El descanso a la sombra de unos inciensos dura hasta las tres de la tarde. A esa hora continuamos y pasamos frente al paradero indígena de Amenkelk, que se encuentra a la entrada de una quebrada honda, fértil, donde se unen varias mesetas, formando un conjunto de cerros de apariencia bastante pintoresca. En este punto concluyen los Cerros Azules, y la pampa alta, que continúa hacia el estrecho se eleva en varios escalones bien pronunciados, pero tendidos. El río baña aquí la costa sur, formando grandes recodos a los cuales no llega la inundación. Las orillas son firmes; las matas poco numerosas, y el camino se hace esta tarde tan cómodo como ha sido engorroso en el trayecto verificado por la mañana.
A la entrada del sol, paramos en un pequeño desplayado, inmediato a una gran mata de incienso, donde hallamos algunos troncos cortados, hace muchos años; es el paradero de Fitz-Roy en el tercer día de su exploración, pero a la inversa de la noche cruel que esa inolvidable expedición pasó allí, nosotros, felices de haber hallado esos vestigios y gozando de una temperatura bien distinta de la del 21 de abril de 1834, cenamos y nos dormimos en santa paz.
Enero 17.— Los rumbos que hemos anotado hasta ahora concuerdan perfectamente con los de la expedición inglesa. Ponemos el mayor empeño en observarlos, y salvo detalles muy insignificantes, no podemos sino admirar la precisión asombrosa con que han sido dibujados. La marcha se hace hoy muy difícil. Los matorrales espinosos abundan en el lado norte, por donde vamos, pues en el sur, los cerros llegan hasta el agua.
Apenas hemos andado una milla, enfrentamos el paradero de Chickerook-aiken situado en el lado sur; es punto bastante frecuentado en las cercanías por los habitantes de Pavón. Fitz-Roy señala en él (o en sus proximidades), un paso a vado de los indios.
Las pendientes sucesivas de varias mesetas, que descienden gradualmente, desde alguna distancia, forman una pintoresca quebrada. Principia ésta desde los primeros derrames de las alturas, y aumenta en ancho y profundidad a medida que se acerca al río, a cuyo nivel, con muy corta diferencia, se encuentra la región inmediata. La humedad producida por la capa acuosa que se halla entre el cascajo que cubre el suelo de Patagonia, y la impermeable terciaria, adorna el paisaje con una faja de verdor entre el punto permeable y el impermeable del terreno. Además, abundantes arbustos, protegidos por los barrancos contra los vientos, forman un pequeño prado, risueño, si se le compara con la esterilidad de la margen opuesta del río.
Pasando Chickerook-aiken, el horizonte, al oeste, se despeja, las barrancas no son tan inmediatas al agua, ni sus pendientes tan escarpadas, y a ambos lados, las mesetas se alejan, formando llanuras bastante extensas. Una planicie se desarrolla, amarillenta y triste, rodeada por graderías gigantes que gradualmente se desvanecen hacia el oeste, y pequeños sacos de barrancos bajos, cubiertos de pedregullo grueso, por en medio de los cuales corre el torrente, en caprichosos serpenteos, son los únicos puntos que ofrecen algún verdor.
Faltan en estas regiones los accidentes del terreno, que halagan tanto la vista y que ofrecen al viajero tanto motivo de estudio y de ilimitada variación en sus ideas; todo es igual, la monotonía opresora enerva aquí, desespera. La aridez continua, las sábanas de piedras, los arbustos, que viven muriendo, le comunican un abatimiento con el que sólo la energía puede luchar.
La igualdad de Patagonia es lo que más choca al viajero que, ávido de paisajes, sean risueños, salvajes, tristes, recorre con la vista ese panorama, y si en la disposición orográfica y geológica ofrecen esas comarcas tan pocas variaciones, en la fauna y flora sucede igual cosa. Guanacos, avestruces y nada más divisamos sobre la tierra; algunas aves de rapiña vuelan tétricas, y los lucientes y renegridos coleópteros desafían las arenas calentadas por el fuerte sol. Sólo las orillas inmediatas al río ofrecen vegetación relativamente casi lujosa, pero ella, nos incomoda para nuestro trabajo; así, lo único que en la naturaleza nos sonríe, nos es también tropiezo. Sin embargo, en el río hay vida; patos y avutardas lo surcan descendiendo, pues la corriente no les permite ascenderlo, y en los remansos sus nuevas y jóvenes familias aletean zambullendo contentas.
El remolque se hace muy dificultoso; la corriente ha aumentado en velocidad, y encontramos algunos parajes donde se forman verdaderos rápidos. Nos vemos obligados a ayudar al caballo, tirando todos de la cuerda. A la menor negligencia, la embarcación puede zozobrar y concluir con nuestra expedición; además, las vueltas van aumentando en tal número, que parece que no adelantamos camino.
Encontramos en la primera parte del tránsito de este día una tropilla de jóvenes avestruces, de la que obtenemos una docena; los demás, en número de cien, más o menos, se dispersan en las mesetas, o cruzan el río a nado. El avestruz no se echa al agua por su propio gusto, y lo hace sólo cuando se encuentra apurado por el cazador o por alguna fiera. Fitz-Roy cita el caso presenciado en el río Santa Cruz, de seis o siete avestruces que cruzaron el río nadando, y agrega que hasta entonces no había tenido idea de que ave de patas tan largas, pudiera, por su solo gusto, echarse al agua y cruzar un torrente rápido, pero que ese espectáculo le daba la prueba de lo contrario, porque nada, a su modo de pensar, había incomodado en tierra a los avestruces. Quizás algún zorro, o un puma, los estuvo acosando en esos momentos. Es curiosa la vista que proporcionan estos animales nadando; sólo dejan que el largo pescuezo salga fuera del agua, y van lanzando un triste silbido.
A medio día descansamos, para pelar los avestruces y almorzar algunos de ellos, pues el trabajo nos ha dado gran hambre; una vez satisfecha esta, nos tendemos sobre la arena a reposar, en la siesta bien ganada. La modesta expedición duerme dos horas, lo suficiente para recuperar fuerzas y ánimo, que se consumen en la pesada tarea. Esta continúa a la tarde de una manera aún más engorrosa. El desaliento, va apoderándose de los marineros.
A la caída de la tarde, en lo más penoso del trabajo, que se hace por la falda de una barranca sumamente tupida de arbustos y que nos hace marchar con lentitud y precaución, sentimos, a algunos pasos de nosotros, los ladridos de los perros, y vemos un puma que corre saltando entre los arbustos, y que luego busca su salvación cruzando a nado el río. Estos animales son ya muy frecuentes en estos parajes, y más de una vez han asustado al brasilero las señales que sus patas dejan en la arena. Los huesos de las víctimas que encontramos, entre las matas, donde la fiera se ha regalado, y los guanacos muertos que aun conservan parte de sus carnes con el cuello dislocado y los miembros destrozados, son testimonios suficientes para hacer temer la vecindad de estos terribles merodeadores de la Patagonia.
Nos encontramos frente a una barranca a pico, bastante extensa, y avanzando ya la noche, hacemos campamento, a pesar de las protestas de Patricio, a causa de la vecindad de las fieras. El miedo le mantiene desvelado y acompaña en la guardia a los perros.
Enero 18.— De madrugada, monto a caballo y me dirijo hacia el norte, hasta alcanzar la meseta alta. Se cuentan cinco escalones que ascienden gradualmente desde el río. Entre los primeros hay menor diferencia en sus respectivas elevaciones y éstas aumentan a medida que se asciende. La altura total de los cinco la calculo en 550 pies. Hacia el interior se ven otras aún más elevadas. La vegetación es pobrísima y los arbustos muy pequeños; la mata negra es raquítica, aunque prepondera en número entre las escasas plantas que aquí viven.
Es demasiada desolación y no quiero permanecer largo tiempo en esta altura; desciendo la falda de la meseta, en momentos en que una gran tropilla de guanacos desfila, costeándola por las sendas que durante años han seguido. Los curiosos animales, al verme, se han parado como autómatas, todos al mismo tiempo; el venerable macho, el sultán de la tropa se adelanta y relincha con brío, pateando el suelo y corcoveando; reconoce al intruso en sus poco disputados dominios.
Desciendo del caballo y me siento sobre el cascajo para presenciar el espectáculo que se prepara y que me ha dado a conocer el «Viaje» de Darwin. Los guanacos van aproximándose; siguen al jefe. La curiosidad les hace olvidar el miedo y, de la gran tropa, sólo permanecen lejos algunas madres temerosas, que amamantan en la quebrada sus recientes hijos, y que ya prevenidas, están prontas a fugar a la primera señal de peligro. El ser desconocido silba «Rigoleto» y «la Fille de Mme. Angot», producen en ellos sensación; parecen luego preferir «Aída»; ponen gran atención, estiran los cuellos, los yerguen, reconocen con mirada curiosa los alrededores y la fijan luego en quien les hace oír ese relincho o grito; se alejan algunos pasos, se paran; el macho brinca, saltan todos, corren, vuelven apresurados, se paran atentos y haciendo cómicas cabriolas se acercan hasta pocos metros del que les proporciona tal espectáculo. Se vuelven atrevidos; los relinchos se suceden al mismo tiempo que las piruetas y pasan en estas evoluciones largo rato, hasta que un tiro al aire los calma, pero no los asusta. Prestan atención nuevamente; quizá comprenden, por la impresión que han causado al caballo el fogonazo y el trueno, que hay peligro; parecen consultarse, acercan sus suaves hocicos al suelo, lo aspiran; su instinto les hace comprender que esa manifestación de la industria humana les es hostil y deciden alejarse. Principia el desfile; las hembras, con sus crías, marchan adelante, luego las que aún no las tienen. El macho es el último; camina con pausa, salta de cuando en cuando, relincha, me mira a la distancia, y cuando parece comprender que no los persigo, vuelve a rumiar en las faldas. Tres o cuatro tiros más los asustan nuevamente y una nube de polvo, que dura largo rato, me indica que huyen con gran prisa. Sin embargo, no he pensado hacerles mal, sino observarlos.
Después de perder de vista a los guanacos en los cañadones, enciendo grandes fogatas para anunciar a la gente del bote el sitio donde me encuentro y bajo por un arroyo, seco ahora, pero que en invierno conduce al río las aguas y las nieves de la meseta.
Recién a medio día nos movemos hoy. El camino por tierra es tan malo, hay tanta piedra, que los caballos han empezado a sufrir mucho. Antes de subir a la meseta había resuelto parar este día y dar descanso a la tropilla, pero he reconocido un pedazo del río y como veo que hay un pequeño trayecto inadecuado para hacer uso del caballo, decido que continuemos a pie para salvar irnos tres kilómetros de mal camino. A la tarde los hemos hecho, después de grandes esfuerzos; tenemos que emplear toda la cuerda que traemos y añadir cuarenta metros más de la que nos sirve para sondar, pues encontramos pequeños rápidos extremadamente correntosos, que nos obligan a llevar el bote alejado de la costa, y a remolcarlo por donde el agua desciende con mayor violencia.
Un refresco de Hesperidina de Bagley con agua y azúcar y dos galletitas del mismo fabricante, por hombre, es la recompensa que doy a toda la comitiva, que la recibe alegremente y olvida las fatigas de este día.
Hemos muerto dos gatos (Felis pajero). Este animal abunda mucho más en estas regiones que en la parte setentrional. En este punto no se encuentran pajonales como en las pampas, donde aquella especie tiene costumbre de vivir y cuyo nombre deriva de ellos, pero en cambio se esconde en los matorrales que le sirven de segura guarida. Es de mayor tamaño que el gato doméstico, pero menos que el montés; su cuerpo es más elegante y su pelaje difiere bastante; su fondo es blanco gris con manchas redondas, ovaladas, negras, bien pronunciadas, que le dan el aspecto de un pequeño leopardo; en la cola, las manchas se convierten en amarillas, que alternan entre el blanco y el negro, y lo mismo sucede con las piernas. Es una fiera pequeña, pero irascible de una manera asombrosa y cuesta mucho trabajo cazarla. Relativamente, es más difícil obtener un gato pajero que un puma. Se defiende con valentía; sus pequeños ojuelos relumbran y sus garras crispadas mantienen en respeto a los perros que lo combaten.
Es el enemigo declarado de cuanto animal vive en estos parajes, pues hace destrozos en los avestruces grandes y pequeños, a los cuales les come la cabeza y el pecho.
En este paradero pescamos dos truchas.
Hemos sido más felices que Darwin, cuyas tentativas de pesca no tuvieron buen éxito. Las truchas son de regular tamaño; una de ellas pesa cerca de dos libras; su carne es buena y nos sirve de exquisito manjar con que variar nuestra cena.
Enero 19.— Trabajamos muchísimo hoy; es un día cruel; caminamos poco y con dificultades enormes; las dos orillas son a pico; la del sur, más baja, nos deja ver la línea fértil que separa el cascajo de la roca terciaria; los matorrales, en el norte, son sumamente incómodos y el río corre con tanta fuerza que forma ondulaciones; perdemos más camino que lo que ganamos y a medio día nos encontramos más abajo del paraje donde hemos dormido anoche. Más de una vez tenemos que soltar la cuerda del remolque, pues los que lo llevamos por tierra, nos encontramos en inminente peligro de ser arrastrados al río. Nada resiste a la correntada de un recodo: la cuerda se- corta cada vez que hacemos esfuerzos y los borbollones de agua, que asaltan la proa del valiente bote, son tan altos, que pueden inundarlo. Nadie se fija en las espinas que nos traspasan las piernas; el rápido y el bote son centro de nuestras miradas. Estamos ya sobre él. Estrella y Patricio a bordo, tratan, el primero en el timón, el segundo en la proa con un remo, de mantener esta última fija hacia la corriente; ya casi tocamos el fin, cuando la cuerda se corta nuevamente y la embarcación tuerce con velocidad y retrocede cerca de una milla por el centro del canal. Debemos volver al mismo trabajo, pero esta vez con mejor éxito; descargamos parte de las provisiones, aligeramos el bote y hacemos con la pala un pequeño canal, por el cual cruzamos, dejando atrás el rápido. A las tres de la tarde volvemos a encontrar otra barranca elevada de 100 pies y casi a pique, sumamente arbustosa; la cruzamos con peligro, pero con felicidad; es el punto llamado por Fitz-Roy, Swim Bluff, promontorio a cuyo pie se extiende una hondonada que sirve de estuario, en invierno, a las aguas de las mesetas vecinas.
Acampamos a las cinco de la tarde en una excelente rinconada, bien abrigada. Aquí parece que acampó Fitz-Roy, pues hallamos viejos troncos hachados y huesos quemados hace largo tiempo. El Sr. Moyano caza un guanaco con el revólver, y los dos marineros descansan y pescan luego algunas truchas, que comemos fritas en grasa de avestruz. La cena es abundante y consuela nuestros estómagos, vacíos desde la noche anterior.
Por no permanecer ocioso, pongo mis iniciales, con grandes piedras, para señalar nuestro paso por este punto.
Enero 20.— ¡Qué mal día se prepara hoy! He pasado una mala noche! El trabajo de ayer ha extenuado mi gente, sobre todo en el último momento, al pasar una muralla perpendicular cubierta de médanos y en los cuales nos ha costado trabajo hacer pie para sirgar el bote. Tenemos las manos quemadas por la soga y las piernas y pies ulcerados por las piedras y las espinas.
Hacemos media milla sin serias dificultades pues ya no lo van siendo para nosotros los arbustos que incomodaban tanto al salir de Pavón; la costumbre y el encuentro de otras mucho más grandes las hacen olvidar y no nos causa extrañeza ni mucha pena, el encontrarnos de un momento a otro, arañado el rostro por una rama atrevida de berberis, o casi cruzado el pie por una espina de cactus. En los barriales, que están tan sueltos que no se puede emplear el caballo, pues desaparecería entre ellos, nos hundimos algunas veces hasta cerca de la cintura y, para adelantar camino, hay que hacer dos trabajos: remolcar y arrancarnos de una arcilla pegajosa que parece querer absorbernos. Nuestras caras parecen brotar sangre; el calor de la mañana y la excitación nerviosa, nos tienen agitados, y la perspectiva de una inmensa meseta a pique, en un recodo del río, nos pone casi fuera de nosotros. Trabajamos como fanáticos y no nos fijamos en obstáculos. La corriente ha aumentado y los rápidos van siendo más frecuentes; llega un momento en que parece imposible adelantar; las orillas del sur son a pique, y no nos dejan paso; la del norte, por la cual vamos, presenta aún mayores dificultades; las vueltas del río se hacen más seguidas y las aguas, al costearlas, forman remolinos que mantienen el bote en continua oscilación. Al pasar un rápido, el pobre Patricio se asusta:—con grandes esfuerzos hemos ido tirando los tres por dentro del agua, pero el miedo se apodera de él, y creyendo ahogarse, se lanza dentro del bote. Este suceso, casi nos lleva a una perdida segura. Como cada hombre tiene su lugar señalado en el trabajo, basta que uno falte para que este se modifique y la menor alteración en él, aquí, puede perdernos. El señor Moyano ha sido encargado de llevar la punta de la cuerda por tierra, para enredarla en alguna mata en caso de que la fuerza de la corriente arrastre la embarcación y a los hombres que la remolcamos; Francisco Gómez sigue llevando la cuerda a la chincha, y cinco metros más atrás le sigo yo, haciendo el mismo trabajo dentro del agua, y Patricio, al costado del bote, trata de que este conserve la proa a la corriente; Estrella dirige el timón. Con la falta de Patricio, la embarcación, que se siente libre, se inclina y presenta su flanco al rápido, el agua la asalta y ya la imagino así perdida; me lanzo al agua, pero pierdo pie; una poderosa fuerza de absorción me arrastra hacia el fondo del torrente y pareciendo que me hace girar, me vuelve a la superficie; creo que he trazado con mi cuerpo una espiral en medio del cauce del Santa Cruz. Felizmente, al ascender al nivel, puedo apoderarme de la cuerda que Francisco hace esfuerzos para no largar, arrastrándose en el suelo. Es tal la velocidad del agua que me cuesta trabajo sujetarme.
Hay que cruzar al sur para pasar un nuevo rápido y perdemos tres horas en andar cien metros; hechos estos, descansamos un momento. La fatiga nos vence; amarramos el bote en un recodo, y así, mojados como estamos, tomamos un pequeño lunch; el balde-despensa, contiene unos fragmentos de puchero de guanaco que el brasilero ha guardado con grandes precauciones, y esto, con migas de galleta y unas gotas de jerez, que distribuyo de mi pequeña provisión, a la gente, nos dan nuevas fuerzas, que bien necesitamos para cruzar el murallón que nos desafía en frente. Aquí se ven elevados barrancos, algunos de trescientos pies y son los que entorpecen tanto nuestra exploración. No es sólo su elevación sino que encajonan el río, el cual adquiere así mayor velocidad y se torna caprichoso en sus vueltas, lo que hace que las aguas las batan y remolineen en ellas. Aquí los dos lados presentan orillas a pique, aunque generalmente, hasta ahora, siempre hemos tenido una costa baja, frente a otra alta.
Atacamos la alta muralla, pero hay que tomar grandes precauciones; un previo reconocimiento me muestra rocas que hacen bullir el agua al pie, y el paredón geológico a pique, no permite que cerca de ella lo costeen hombres; el río lleva una velocidad de ocho millas. Embarco toda la gente y sólo quedamos yo y Abelardo en tierra; Isidoro va conduciendo los caballos a través del valle. Hago que Abelardo monte la briosa yegua, que es la que destino para los pasos difíciles, ponemos toda la cuerda disponible y ¡adelante! He embarcado a todos porque en este punto, si no se está prevenido, el bote puede zozobrar y perderse irremediablemente; además, en caso de que la soga se corte, el bote arribará a la costa contraria y la sirga tendrá que buscar camino por allí. También, lo confieso, veo serio peligro en llevar la cuerda por sobre la meseta; el caballo debe ir retirado del borde de ella, lo menos cinco metros, y la gran inclinación de la soga, vista la gran altura a que la llevamos (más de 100 pies) hace que roce los cantos de la muralla y, que se enrede en las matas o grietas verticales del abismo. Hay que seguirla para impedir estos estorbos y el menor descuido puede lanzar al agua (es decir a la muerte) a quien haga este trabajo.
Hemos subido a la meseta y he principiado mi trabajo; los esfuerzos son grandes, mi corazón parece querer estallar y el pañuelo mojado que llevo en la frente se calienta, tanta es la sofocación que me produce el ascenso con la cuerda. El bote se desliza con trabajo, pero adelanta, la valerosa yegua no afloja y resuella con fuerza al adelantar inclinada, pero la muralla se resiste, no se deja vencer fácilmente; de pronto, la correntada es tan fuerte, que el bote arrastra el remolque y no hay más remedio que largar la cuerda; esta silba, chicotea las piedras, pero no me envuelve. El bote, sintiéndose libre, ha remolineado, el torbellino de la correntada lo ha hecho girar, pero obedece al brazo fuerte del buen Estrella, que no deja el timón, los marineros no pierden ánimo, están listos a los remos, hacen fuerza, y un momento después, luego que puedo arrastrarme hasta el borde del precipicio, veo al blanco bote que cruza ondulando, descendiendo veloz al este, y que trata de tomar la orilla opuesta. Toca la costa a quinientos metros más abajo y distingo a la gente que no se acobarda y que principia el trabajo del frustrado ascenso. Esta gran vuelta que Fitz-Roy llama Swamp Bend (vuelta del pantano), es difícil dejarla atrás, sobre todo con la actual inundación.
El cansancio es tan grande que luego que veo a los marineros adelantar en frente, aunque con lentitud, bajo por la muralla para tomar agua, pues la sed es espantosa y el calor sofocante.
Caigo deshecho sobre un médano que han calentado los rayos solares, y mojado como estoy y fatigado hasta no poder más, quedo rendido y dormido al sol. Quizás lo hubiera sido para siempre, a no haberme despertado tres horas después Abelardo, quien me buscaba, a caballo, temiendo que a pie, y en esta soledad, sin armas, hubiera sido atacado por los pumas, pues dos de estos animales se han visto en los alrededores.
No sé lo que pasó por mí durante ese transcurso; sólo recuerdo que mi sangre afluía con fuerza al cerebro y hasta me era difícil articular palabras, y fué necesario que el grumete me trajera agua para mojarme la cabeza. El bote había cruzado a este lado y había pasado la muralla, feliz nueva, después de mi siesta forzada.
Pero no hemos concluído por hoy; volvemos a remolcar el bote por la costa baja, pero esta se hace más pantanosa. Las aguas llegan con tal fuerza, que hay que volver a largar la sirga y quedando Francisco Gómez en el norte, todos los demás cruzan obligatoriamente al sur. La corriente es muy grande, tanto que impide el manejo del bote, el cual no puede presentar sus bandas porque se tumbaría. Vamos adelantando con la proa hacia el río que desciende y así llegamos al sur. Trabajamos, pues, pero con dificultad; son muy empinadas las costas y llega un momento en que la barranca es a pique. En un instante en que el señor Moyano ha bajado a atar la cuerda, el bote se suelta y tenemos que volver a cruzar al norte, porque ir a tomar la costa sur, más abajo, sería perder el trabajo de todo el día; remolineando como una tina, tomamos la tierra en el punto donde había dormido la siesta letárgica. Patricio y yo, al remo, hemos hecho este tour de force; ¡cuarenta metros más abajo, y hubiéramos tenido que volver a cruzar la inolvidable muralla! Con más felicidad ahora y con más precauciones, podemos, ayudados de la pala y del pico, adelantar lo suficiente para dejar atrás el mal paso que nos hizo cruzar al otro lado, y cuando calculo que podemos hacerlo sin perder mucho camino, atravesamos nuevamente, para traer al señor Moyano, quien, considerándose olvidado, hace grandes fogones para llamar nuestra atención. Es la primera vez que se divide así el personal del bote.
Llegados al extremo de la vuelta pantanosa, acampamos al borde del río, antes que el sol desaparezca entre los negruzcos cerros de oeste. Media hora después, reunidos todos alrededor del fogón, devoramos un asado de guanaco, pues desde la madrugada no hemos tomado nada caliente. Estamos completamente mojados y el estómago frío necesita calentarse.
Enero 21.— Paramos, obligados por el mal tiempo, lo que nos vuelve las fuerzas perdidas. Un temporal fuerte del S. E. inquieta el río; el agua parece que hierve y blanquea su curso con miles de penachos, formados por el viento, al soplar contra la correntada. Hemos pasado la noche al lado del bote, pero el ventarrón es tan fuerte que no podemos plantar las carpas, y además, la inundación aumenta, y nuestro campamento, al borde del agua, va siendo invadido. Hemos sentido pumas en la vecindad y Patricio ha velado y ha quemado su quillango, porque ha tendido su cama al borde del fogón.
Cada uno hace campamento aparte para pasar el día con las mayores comodidades posibles; las matas abundan, y con paciencia, las convertimos en palacios provisorios. La que he elegido yo, antigua guarida de pumas, es magnífica, y habiéndola despojado de sus ramas espinosas y de las espinas y huesos que abundan a su alrededor, restos de feroces festines, construyo un resguardo donde sólo me incomoda la arena menuda que levanta el viento y donde con la lectura, dejo transcurrir, echado sobre el cascajo, las horas del día. Es imposible hacer nada para comer; la arena lo convierte todo «a la milanesa» y los granos de cuarzo platean y doran el asado. Los remolinos elevan columnas de arena y si nos alejamos de nuestras respectivas cavernas vegetales, el polvo no nos deja respirar, ni mirar. En este paraje, el valle es más ancho y ya abundan mucho los fragmentos pequeños de basalto, que venimos encontrando de tiempo en tiempo desde el Atlántico.
Enero 22.— A pesar de haber calmado el viento ayer tarde, esta mañana vuelve a arreciar y en dirección distinta; desciende de la cordillera y nos obliga a buscar nuevos reparos, porque las carpas no pueden mantenerse sujetas al suelo, a causa de su blandura. El río parece de leche; el viento levanta una lluvia fina que nos oculta por momentos la otra orilla y hay algunos en que es tal la fuerza de rotación de los remolinos, que estos elevan pequeñas columnas de agua de un metro de altura.
Enero 23.— Tercer día de temporal: tenemos los ojos rojos a causa de la arena; pero ya vamos acostumbrándonos y podemos pasarlo con más comodidad. Como ha disminuido el viento, Isidoro y yo salíamos a recorrer el camino al oeste y tratar de obtener algún avestruz. La demás gente se ocupa en hacer, de cogotes de guanacos, cuerdas para aumentar la línea de sirga y reemplazarla, en caso que se gaste, lo que desgraciadamente es muy probable, vistos los inconvenientes que vamos encontrando; hacen también calzado, de repuesto, pues el nuestro ha casi concluído.
Enero 24.— Habiendo calmado el viento pampero, salimos a las diez de la mañana y caminamos sin tregua hasta las siete de la noche. Es el mejor camino que hemos encontrado desde la Bahía, pues la margen norte siempre nos da paso con grandes o pequeñas dificultades, pero nos estorban las mesetas a pique que tanto tememos. Pasamos por parajes donde el río es bastante más angosto que su curso general, pero hay pocos rápidos en la orilla y aunque las vueltas son numerosas, los arbustos han disminuido y permiten que el caballo nos ayude en el trabajo.
Van siendo más abundantes los restos de industria humana; a cada momento vemos rastros del paso de los antiguos indígenas, y sin alejarme de la cuerda que tiro encuentro varios cuchillos de piedra. El paraje en que se recogen estas antigüedades es generalmente en los bajos, donde una lomada baja, que desciende hasta el río, proporcionaba abrigo a los primitivos habitantes.
Una loma que sirva de reparo al viento, una mata que brinde protección, las boleadoras y las flechas para los guanacos y avestruces, las pequeñas puntas de flecha para el pescado, que la claridad del agua permite distinguir, cuando hay calma, nadando en los remansos, bastaron al antiguo patagón para llevar una vida que, quizás, lo hizo feliz. Se comprende fácilmente que ellos eligieran estos rincones, porque no teniendo caballos, la caza en los despoblados abiertos hubiera sido imposible, y sólo en los bajos, con lomadas y arbustos, pudieron encontrar emboscadas fáciles y provechosas.
Las mesetas desagregadas que dejamos al sur, nos ofrecen un interesante panorama; una arquitectura fantástica ha convertido ese pedazo de pampa en castillos arruinados, murallas imponentes, pirámides de flancos desmenuzados, con grandes cubos en la base; todo árido, blanquisco y alumbrado por el sol, que los destaca del fondo incierto. Allí parece yacer una ciudad geológica destruida, entre cuyos edificios inmensos se han formado médanos. Una interesante colección de fósiles espera, en ella, al feliz colector que disponga de tiempo.
En el paradero de esta noche, Isidoro ha cazado un puma, el que después de haber sido despojado de su piel, que se destina para las colecciones, es dividido en dos partes, una para la cena y la otra para los perros, los que no quieren comerla. Esta pieza, en el momento en que Isidoro la encontró, espiaba una tropilla de guanacos, que bajaba a beber al río. Patricio, al verla, ya muerta, se asusta de tal manera, que sin fijarse que es inofensiva, dispara de ella y se refugia en el bote; sólo cuando la ve dividida cobra ánimo y devora su carne con un placer tan grande como el temor que antes le ha tenido. Los negros y otros salvajes comen la carne de las fieras para tratar de adquirir por ese medio el valor y la fuerza de ellas. Patricio, tal vez por herencia de sangre, hace lo mismo. Notando la afición que tiene por esta clase de alimento, le damos el apodo de «Yanta-féras», aunque él desea el de «Mataféras».
El paradero está situado en la falda de la meseta norte, al principiar una vuelta del río, que cruza transversalmente el valle y donde hay un pequeño bañado bajo, que se interna en una quebrada que cae de los cerros y que presenta un aspecto pintoresco por la abundancia de arbustos. Se nota cierto cambio en la orografía de la región, y divisamos al oeste tablas negras que nos anuncian el basalto; en la costa hemos visto fragmentos redondeados de esta roca, muy celulares, que semejan negras esponjas petrificadas. En el bañado cazamos algunos zamaragullones y un ardea que, con el cuello encogido, esperaba la noche para hacernos oír su lúgubre grito.
Enero 25.—Corriendo el río por la falda de la meseta casi vertical, el principio del trabajo es sumamente engorroso, pues cuando no tenemos ese obstáculo, los bañados de la orilla opuesta se han vuelto intransitables con la creciente; esta va en aumento y en ciertos sitios bate con tal fuerza la costa a pique, que se desploman grandes fragmentos de roca, que pueden aplastar nuestro bote, el que arrastramos con energía y paciencia.
Salvado el primer mal paso, monto a caballo y subo a la meseta. Alcanzo a cruzar tres mesetas elevadas, la última es de cerca de 1.200 pies y, sobre ésta, encuentro un manantial situado en una hondonada agreste pero triste, y al cual rodean más de cincuenta guanacos, que se revuelcan en el barro salitroso, para refrescarse del calor insoportable del día. Es el fragmento de territorio más triste que he cruzado. Reina una aridez espantosa; la sequedad se opone al desarrollo de la vida orgánica, y asombra que el guanaco recorra esta tierra muerta; la lluvia pocas veces humedece esta planicie, y si llega con ella a desarrollarse la vegetación, pronto la crudeza del tiempo la abate.
Sólo he visto escasas matas de calafates, pero en cambio, en la última meseta, la mata negra sombrea grandes extensiones con sus obscuras ramas, y encendiéndolas, me dan ocasión de avisar a los del bote mi paradero, poniendo en fuga, al mismo tiempo, a los pumas y zorros que, guarecidos en ellas, presiente el famoso picaso, tuerto y cojo, que monto.
Cruzando planicies y quebradas, llego a una de éstas, cuyos bordes perpendiculares y renegridos, anuncian el basalto. Corresponde a la meseta mediana que se eleva a 750 pies sobre el mar. Cuesta trabajo encontrar fácil descenso entre estos enormes cristales imperfectos, opacos, que parecen ahumados por tremendos incendios. Es un desfiladero sombrío y tétrico, dominado por inmensas murallas, cuyos flancos parecen haber sido asaltados y defendidos por gigantes, que desmoronaron sus piedras. La lava basáltica ha formado, entre la soledad de las mesetas, parajes aún más tristes, más imponentes, verdaderamente salvajes, abrigos de pumas y cóndores que en las cuevas rugen y en las alturas aletean.
La sábana ígnea que se extendió bajo el antiguo mar se ha quebrado sembrando de fragmentos la grieta, y entre estos sigo por el precipicio que se dirige desde el N. O. Lo dominan a ambos costados el basalto en cristales imperfectos, negros unos, pardos otros, sirviéndoles de contrafuerte los fragmentos que su infatigable enemigo, el tiempo, ayudado por el frío, han arrancado de esos muros verticales, de 120 pies de alto y que se elevan soberbios, entristeciéndolo todo. Es un espectáculo que ejerce melancólica influencia sobre el viajero; este enmudece, y hasta puedo decirlo, cierto temor, inspirado por el recuerdo de la catástrofe geológica que produjo esta escena, se apodera de él. Todo calla aquí; hasta los guanacos cesan de anunciar su presencia y vagan solos entre los matorrales; únicamente chillan los halcones blancos y negros y los cóndores. Un pequeño arroyuelo, hoy casi seco, con mala agua, pero que en otoño o en invierno debe contenerla en más abundancia, serpentea por el centro de la quebrada, que está obstruida en distintas partes por los peñascos que han caído de las alturas, y por los matorrales que la naturaleza parece haber colocado aquí para atenuar la desoladora perspectiva de esta región verdaderamente infernal. Verdes gramíneas, algunas tan altas que parecen juncos, contrastan con la roca volcánica, y algunas amarillas y rojas calceolarias, inclinan su tallo sobre esta negra lava, representando la vida sobre una región de muerte.
El río corre lejos de la meseta, y me es necesario galopar largo rato, entre parajes sumamente áridos para encontrar el bote que avanza lentamente.
Enero 26.— Hoy, a medio día, hemos llegado al punto peligroso que señala Fitz-Roy; el Santa Cruz baja saltando por sobre rocas que costean su margen septentrional. Inmensas moles negras se destacan sobre la meseta, formando siniestro contraste con el celeste del cielo y las faldas están sembradas de enormes fragmentos cubiertos de arbustos.
A cada instante nos encontramos en presencia de dificultades, pero siempre tenemos suerte y las vencemos, y dejamos atrás el paradero de Fitz-Roy, al llegar a Basalt Glen. Esta sombría quebrada, inmensa rajadura, en la estrata volcánica que la domina a ambos costados con sus moles geométricas, se dirige desde el N. O., hacia el río, formando en este punto una pequeña bahía pintoresca en su misma tristeza. Estas moles obscuras, casi columnares, que caen a plomo desde la meseta y cuyos fragmentos han rodado hasta el agua, están matizadas de lujosas gramíneas y de otras plantas distintas a las de la meseta, y todo indica más vida vegetal y más variedad en ella, que en el territorio ya recorrido. Estos pequeños desfiladeros obscuros, sembrados de enormes peñascos de ángulos fuertes, negros, y mohosos por el tiempo, dan al paisaje el aspecto de una región de hierro; el basalto, cubierto de pequeños líquenes tiene, desde lejos, cierto viso de vetustez, que caracteriza las antiguas construcciones del hombre. Un pequeño manantial corre por el centro con poquísima agua.
Fitz-Roy se equivoca al creer que por esta quebrada corre el Chalia, mencionado por Viedma, en su viaje a la cordillera. El manantial que he visto hoy, se habría sin duda convertido en pequeño arroyo, en el tiempo que el célebre marino lo examinó, es decir, en otoño (26 de abril de 1834) y esto le hizo suponer esa dirección al río citado por Viedma y a quien los indios dijeron que desaguaba en el Santa Cruz. El Chalia no es otro que el arroyo que pasa por el paradero de Shehuen Aiken y que desagua en el río Chico el cual a su vez, afluye a la bahía Santa Cruz.
Hemos conseguido salvar los malos pasos y hacemos nuestra parada al pie del murallón basáltico, en la vuelta del río que forma un valle pequeño. En este, la caballada puede encontrar buen alimento. Establecemos el campamento en un sitio bien resguardado y cómodo para poder descargar el bote y revisar el estado de las provisiones.
Enero 27.— El viento de los Andes sopla con fuerza y agita el agua que se encrespa sobre las piedras y choca en ellas con gran ruido. Como el cauce del río es aquí angosto (más o menos 200 metros), la corriente es más veloz y el trabajo incómodo en alto grado; no debo exponerme a que fracasen mis proyectos y resuelvo no moverme hoy. El señor Moyano sale a cazar y vuelve con un avestruz, cuyo cuero saco para las colecciones y en seguida hago una excursión a las quebradas basálticas, para poder, desde las alturas, buscar las crestas de la cordillera.
Todo se combina para hacer más lóbrego este desfiladero de basalto; el día es frío, obscuro y a ratos cae lluvia fina y el viento sopla con furia, produciendo en ciertos momentos, en el valle silencioso, silbidos tristísimos. Este escenario fuera digno teatro de las hazañas cantadas por Ossian: recuerda las soledades, hijas del paso de Fingal. Cuando, en un momento, un chubasco cargado de grueso granizo, blanquea, golpeando los negros flancos de los peñascos, la superficie escabrosa de la angosta quebrada, mi imaginación cree ver aquí su sudario mortal, y en los esqueletos, residuos del festín del puma, despojos de algún héroe de las huestes de Loclin, abatido por el dardo del titán de Morven. Los cristales de sólida lava, tronchados y caídos unos sobre otros, semejan piedras funerarias, sobre las cuales exhalan las águilas gritos siniestros, que el espíritu toma por un momento como fatales augurios.
Enero 28.— Al oeste del paradero, el río forma una rápida vuelta viniendo del sur, desde el borde de la meseta opuesta, dejando al norte una extensa llanura, pues la meseta basáltica no la sigue, viniendo casi en línea recta E. O. Presenta esa llanura dos pequeñas mesetas, y en la superficie, inmediata a lava, se admiran preciosos manantiales, fertilísimos, como no esperaba encontrar aquí: dos pequeñas lagunas permanentes alimentan miles de aves, y se regocija el viajero mirando los flamencos, patos, chorlos, y gallaretas que en innumerables bandas cambian a cada momento de bañadero. Esta capa de agua, que nace bajo el basalto, fertiliza la región, y su aspecto nos arrebata la tristeza que produjeron las quebradas visitadas ayer. Los guanacos abundan por cientos, y en todas direcciones vemos tropas de avestruces que huyen de los perros de Isidoro.
Esta tarde he hecho una excursión sobre la capa de lava; sobre ella se divisan mesetas elevadas de 2.000 a 2.500 pies, que se escalonan hacia el oeste, pero a pesar de hallarse despejado el horizonte en esa dirección, la cordillera está velada aún por la distancia a que nos encontramos de ella.
Enero 29.— Por las alturas termométricas tomadas hoy, en el punto de ebullición, obtengo una altura para la meseta basáltica, inmediata al campamento, de 751 pies y para este la de 235.
Enero 30.— Nos ocupamos de levantar un pequeño cairn, como signo de nuestro paso por este punto.
He incendiado los matorrales de la falda del cerro para ahuyentar los pumas que anoche han molestado a la caballada y que distinguimos ahora, huyendo por las obscuras grietas que abundan en los flancos de estos enormes peñascos.
Enero 31.— Aún dura nuestra detención; innumerables cóndores y caranchos acuden al campamento en busca de los despojes de nuestra cocina, y estamos rodeados de centinelas alados que alarman al brasilero, el cual no duerme la siesta de temor de ser atacado por ellos.
El tiempo ha recrudecido; a las doce el termómetro marca 5° Réamur; el frío andino nos llega y a la noche, en el arbusto inmediato a mi cama, encuentro que dicho instrumento ha descendido a 2°, temperatura bastante desagradable para el mes de enero!
Nuestro campamento presenta un aspecto mágico. El incendio continúa con mayor intensidad; ha atacado los murallones de basalto y devora los arbustos.
La luna, que hace un mes veía elevarse sobre el tranquilo océano, alumbra radiante esta escena ardiente; las llamas gigantescas serpentean entre las grietas y hacen destacar los negros muros invencibles para ellas y las columnas tumultuosas de densísimo humo hacen resaltar la suavidad y los tenues contornos de pequeñas nubes fugitivas que corren empujadas por el crudo viento andino. Los rayos lunares las platean unas veces y otras los interceptan ellos; entonces admiramos más la escena infernal que se desarrolla frente a nosotros, produciendo ruidos pavorosos y que contrastan con el bello panorama que, desde la altura, domina a nuestro tranquilo campamento.