Viajes de Gulliver/Primera parte/IV
IV
El primer memorial que presenté después de haber conseguido mi libertad, fué para obtener el permiso de ver a Mildendo, capital de aquel Imperio. E emperador me lo concedió, habiéndome encargado que no hiciese ningún daño a sus habitantes ni en sus casas. Mandóse publicar por bando para que todos supiesen mi designio de visitar la ciudad. La muralla que la defendía por todos lados tenía dos mies y medio de altura y once pulgadas lo menos de ancho, de suerte que podía muy bien rodar en ella un coche y dar su vuelta alrededor sin peligro. Estaba asimismo flanqueada de fuertes torres a diez pies de distancia la una de la otra. Yo entré por la puerta occidental y anduve las dos calles más principales muy despacio y siempre de costado sin otra ropa que un juboncillo corto por no arruinar los tejados con los bordes de la chupa; teniendo cuidado de no pisar a algunas gentes que habían quedado en las calles no obstante las órdenes terminantes comunicadas a todos a fin de que se recogiesen en sus casas y se mantuviesen en ellas sin salir de ninguna manera hasta que yo me retirase. Los balcones y ventanas del primero, segundo, tercero y aun del cuarto piso, las de los desvanes y sobrados estaban todas cubiertas de un número considerable de espectadores; hasta en los mismos tejados había gentes, de donde inferí que la ciudad debía ser excesivamente populosa.
Su figura es un cuadro perfecto que forman cuatro lienzos de muralla de quinientos pies cada uno. Las dos calles principales que se cruzan y la dividen er cuarteles iguales tienen cinco pies de anchura; las demás donde no pude entrar tendrán de once a diez y ocho pulgadas. Puede contener muy bien aquella ciudad quinientas mil almas. Las casas tienen tres o cuatro pisos. Sus tiendas bien surtidas; sus mercados abundantes. Antiguamento tuvieron buena opera y comedia; mas faltaron aquellos autores a quienes promovía la liberalidad del príncipe y cesaron estos espectáculos.
El palacio del emperador, situado en el centro de la ciudad, donde se cruzan las dos calles mayores, estaba cercado de una pared de veintitrés pulgadas de altura, a veinte pies de distancia del edificio. Su Majestad me permitió echar una pierna por encima de la pared para poder ver su palacio por todos lados. La plazuela exterior que forma, es un cuadro de cuarenta pies, y dentro de él hay otras dos. En la más interior está la habitación de Su Majestad, que era lo que más deseaba yo ver; pero esto era muy difícil, pues las mayores portadas apenas tenían diez y ocho pulgadas de alto y siete de ancho; además, el edificio de la plazuela primera sería de cinco pics de altura lo menos, y me era imposible saltar por encima sin riesgo de romper las pizarras de que estaba fabricado el techo; pero de las paredes no había que temer, pues tenían cuatro pulgadas de grueso y su arquitectura, de sillería, era sólida.
El emperador también quería que viese la magnificencia de su palacio. Pude darle este gusto al cabo de tres días que ocupé en cortar algunos árboles de los más grandes del parque imperial, que distaba de la ciudad casi cincuenta toesas. De ellos fabriqué tres banquillos, de tres pies de alto cada uno, y bastantemente fuertes para poder resistir el peso de mi cuerpo. Repitióse el bando a fin de avisar al pueblo, y tomando mis banquillos volví a atravesar la misma calle hasta llegar al palacio. Subí encima del uno, pasé el otro a la primera plazuela que tenía ocho pies de latitud, fijé en él el pie derecho, después el izquierdo, y, tirando del tercer banquillo con un garfio dispuesto a prevención, le descolgué al patio interior, por cuyo medio logré introducirme hasta allí, pasando de uno en otro. Me acosté de lado sobre el suelo y aplicando la cara a todas las ventanas del primer piso, que con este fin habían dejado abiertas, vi las habitaciones más magníficas que puedo imaginarse. También vi a la emperatriz y a las infantitas en sus respectivos cuartos, rodeadas de su servidumbre. Su Majestad Ilustrísima tuvo la bondad do honrarme con una sonrisa muy graciosa, y me dió a besar su mano por la ventana.
No pienso referir aquí minuciosamente las curiosidades que encierra aquel palacio; las reservo para otra obra mayor que está para imprimirse, y conprende la descripción general de aquel imperio desde su primera fundación; la historia de sus emperadores en una dilatada sucesión de siglos observaciones acerca de sus guerras; su política, sus leyes, literatura, y religión del país; plantas y animales que allí se encuentran: usos y costumbres de los habitantes, con otras muchas materias prodigiosamente curiosas, y excesivamente útiles. Mi objeto por ahora no es más que referir cuanto me sucedió en cerca de nueve meses que residi en aquel maravilloso imperio.
Quince días después de haber conseguido mi libertad, Reldresal, secretario de Estado con destino al departamento de los negocios particulares, se presentó en mi casa con un solo criado, habiendo dejado su coche a cierta distancia donde mandó que le esperasen. Pidióme audiencia privada de una hora, y, para que pudiese estar a nivel de mi oído, le propuse que me tendería en el suelo; pero prefirió que le tuviese sobre la mano mientras duraba la conferencia. Principió felicitándome por mi liberación de las prisiones, añadiendo que se lisonjeaba de la pequeủa parte que en ella había tenido; pero que a no haber inediado el interés que la corte se prometía, no hubiera conseguido tan pronto mi pretensión: apues por floreciente continuo diciendo que parezca nuestro estado a los extranjeros, no lo es tanto que no tengamos dos grandes ejércitos que combatir: una liga poderosa por dentro y por fuera la invasión de que estamos amenazados por un enemigo formidable. Con respecto a lo priniero, es necesario que sepáis que de más de setenta lumas a esta parte ha habido dos partidos opuestos en este Imperio con los nombres de Tramecksans y glameksans, términos alusivos a los altos y bajos tacones de sus zapatos, por los cuales se distinguen. I'retenden los alti-tacones, y es cierto, que son los más conformes a nuestra antigua constitución; pero, aunque así sea, Su Majestad ha resuelto no servirse sino de los baji-tacones para la administración del Gobierno, y todos los empleos cuya presentación corresponde a la Corona; vos mismo habréis notado que los tacones de Su Majestad Imperial son lo menos un drurr[1] o más bajos que los de toda su corte.
»El encono de estos dos partidos—prosiguió—ha llegado a tal punto, que ni comen ni beben juntos, ni siquiera se hablan. Contamos con que los tramecksuns, o alti-tacones nos exceden en múmero; pero la autoridad está en nuestras manos. ¡Ay! sospechamos, no obstante, que su Alteza Imperial, heredero conocido de la corona, tenga alguna inclinación a los alti-tacones; por lo menos, nos lo da a entender en que uno de los suyos es más alto que el otro, lo cual le hace cojear un poco en la marcha. Además de estas disensiones intestinas, nos hallamos amenazados de invasión por parte de la isla de Blefuscu, que es el otro grande imperio del Universo casi tan dilatado y poderoso como el nuestro. Pues, aunque nos quieren hacer creer que hay otros imperios, reinos y Estados en el mundo habitados por criaturas humanas tan agigantadas como vos, nuestros filósofos lo dudan mucho, y más bien se inclinan a la conjetura de que habréis caído de la luna, o de alguna estrella, porque, si no, un ciento solo de mortales de vuestra corpulencia bastaría para consumir en muy corto tiempo todos los frutos y carnes del Estado. Por otro concepto, nuestros historiadores de seis mil lunas a esta parte no hacen mención de otras regiones que de los dos grandes imperios de Lilliput y Blefuscu. Estas dos formidables potencias, como os iba diciendo, hace treinta y seis lunas que están empeñadas en una guerra tenaz, ahora sabréis su interés. Todo el mundo conviene en que el primitivo modo de romper un huevo para comerlo es por el extremo más grueso, pero el abuelo de Su Majestad reinante, siendo muchacho, iba a comer uno, y tuvo la desgracia de cortarse un dedo, con cuyo motivo el emperador su padro expidió un decreto imponiendo graves penas a cualquiera de sus vasallos que no rompiese los huevos por la punta. El pueblo se irritó tanto de esta ley, que nuestros historiadores refieren que hubo en aquella ocasión scis rebeliones, en las cuales un emperador perdió la vida y otro la corona. Estas desavenencias intestinas fueron siempre fomentadas por los soberanos de Blefusen, y cuando estuvieron reprimidas, los sublevados se refugiaron a aquel imperio. Calenlan el número de rebeldes en once mil hombres, que en diversas ocasiones prefirieron la muerte a la dura ley de romper los huevos por la punta. Centenares de abultados volúmenes se han escrito y publicado sobre esta materia; pero la apología de los gruesi-extremitas se prohibió mucho tiempo hace, y todo su partido está declarado por las leyes inhábil para obtener empleo ninguno. Durante estas perturbaciones continuas los emperadores de Blefuscu nos han hecho frecuentes insinuaciones por sus embajadores, acusándonos de delincuentes por violar un precepto fundamental de nuestro gran profeta Lustrogg en el capitulodel Brundecral[2]. Sin embargo, se ha atribuido a interpretación del sentido del texto, cuyas palabras son estas que todos los fieles romperán los huevos por el extremo que más les acomode; conque, a mi modo de entender, se debe dejar a la conciencia de cada uno que decida cuál es el extremo más a propósito; y en el último caso, solamente a la autoridad del supremo magistrado compete la decisión. Más; los gruesiextremitas desterrados han hallado tan buena acogida en la corte del emperador de Blefuscu, y tanto socorro y apoyo en nuestro mismo país, que sin otro objeto se ha sostenido una guerra muy sangrienta entre los dos imperios por espacio de treinta y seis lunas, cuyo suceso ha sido vario. En esta guerra hemos perdido cuarenta navíos de línea, y mucho mayor número de pequeñas embarcaciones con treinta mil de nuestros mejores marineros y soldados: y aseguran que la pérdida del enemigo no ha sido menor; pero, aunque así sea, en el día están armando una flota muy formidable, y se preparan a desembarcar en nuestras costas. Esto supuesto, Su Majestad Imperial, poniendo toda su confianza en vuestro valor y teniendo una alta idea de vuestras fuerzas, me ha mandado que os ponga al corriente de lo que sucede, a fin de saber cuáles son vuestras disposiciones con respecto a ellas».
Yo respondí al secretario que agradecía muy mucho las atenciones del emperador y que estaba siempre pronto a sacrificar mi vida en defensa de su sagrada persona y de su Imperio contra todas las invasiones y empresas de sus enemigos. El mensajerc se retiró muy satisfecho de mi respuesta.