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Autobiografía de San Ignacio de Loyola: 09

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Capítulo VIII (Continuación)

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Y por poder conseguirlo, se le antojó caminar las veinte y ocho leguas que separan París de Ruán a pie y descalzo, y sin comer ni beber; y haciendo oración sobre ello, se hallaba muy medroso. Al fin se fue a Santo Domingo, y allí se resolvió a caminar del modo sobredicho, habiendo ya superado aquel temor grande que tenía de tentar a Dios.

Al día siguiente, la mañana que debía partir, se levantó muy temprano; y al comenzarse a vestir, le entró un temor tan grande que casi le parecía que no se podía vestir. A pesar de aquella repugnancia salió de casa y aun de la ciudad antes de que despuntase el día. Pero llevaba consigo siempre aquel temor, y porfió hasta Argenteuil, que es un castillo a tres leguas de París en la vía de Ruán, donde se dice que está la vestidura de nuestro Señor. Pasado aquel castillo con este cuidado espiritual, subiendo un cerro, se le comenzó a pasar aquel trabajo, y, se llenó, con gran consolación y ánimo espiritual, de tanta alegría, que rompió a gritar por aquellos campos y a hablar con Dios, etc. Durmió aquella noche con un pobre mendigo en una venta después de haber caminado catorce leguas, la noche siguiente se cobijó en un pajar, y el tercer día llegó a Ruán, siempre sin comer ni beber y descalzo, tal como se había propuesto. En Ruán consoló al enfermo y lo ayudó a embarcarse a España, y, dándole cartas, lo mandó a los compañeros que estaban en Salamanca, esto es, Calixto, Cáceres y Arteaga.

[80.] Pero, para no hablar más de estos compañeros, su fin fue el que sigue.

Estando el Peregrino en París, les escribía a menudo, tal como había acordado, de la poca facilidad que tenía para hacerlo venir a estudiar a París. Pese a ello, se las ingenió para escribir a doña Leonor de Mascareñas pidiéndole que ayudase a Calixto con cartas para la corte del rey de Portugal, a fin de que obtuviese una beca de aquellas que el portugués daba para París. Doña Leonor le dio a Calixto las cartas, y una mula para el viaje, y dineros para los gastos. Calixto fue a la corte portuguesa, pero finalmente no se vino a Paris; sino que, volviendo a España, se encaminó a la India del emperador con cierta mujer espiritual. Y después de volver a España, fue otra vez a la misma India, de la que regresó rico e hizo maravillar en Salamanca a todos los que lo habían conocido antes.

Cáceres volvió a Segovia, su patria, y comenzó allí a vivir de tal modo que parecía haber olvidado su primer propósito.

Arteaga fue nombrado comendador. Después, estando ya la Compañía en Roma, le concedieron un obispado en las Indias. Allí escribió al Peregrino para que se lo diese a uno de la Compañía y, negándose éste, marchó a la India del Emperador, hecho obispo, donde murió por extraño suceso, que fue: estado enfermo tuvo ante sí dos frascos de agua para refrescarse, uno efectivamente del agua que el médico le recetaba y otro de agua de solimán venenosa; le dieron por error el segundo, y murió.

[81.] El Peregrino volvió de Ruán a París, y halló que por los hechos pasados con Castro y con Peralta se murmuraba contra él y que el inquisidor lo había hecho llamar. No quiso esperar más y se presentó ante el inquisidor, diciéndole que había escuchado que lo requería y que él estaba dispuesto a todo aquello de lo que gustase (el inquisidor se llamaba nuestro maestro Ori, hermando de Santo Domingo), pero que le rogaba que lo despachase pronto, porque tenía intención de entrar aquel San Remigio en el curso de las Artes, y así deseaba que todo esto pasase cuanto antes, para poder atender mejor sus estudios. Pero el inquisidor no lo llamó más, sino que le dijo que le había hablado de lo que había hecho, etc.

[82.] Poco después llegó San Remigio, que es a comienzos de octubre, y empezó a escuchar el curso de las artes con un maestro llamado Juan Peña, con próposito de conservar a aquellos ya dispuestos a servir a Dios y no ir a buscar más, a fin de poder estudiar más comodamente.

Empezando a tomar las lecciones del curso, se le renovaron las tentaciones que había sentido cuando estudiaba gramática en Barcelona; y, cada vez que acudía a ellas, no podía prestar atención debido a las muchas tribulaciones espirituales que sufría. Y, viendo que de aquella manera le aprovechaban poco las letras, fue a su maestro y le hizo promesa de no faltar nunca a clase durante el curso, mientras pudiese encontrar pan y agua con el que sustentarse. Hecha esta promesa, todas aquellas devociones que le venían a destiempo, lo dejaron y pudo proseguir sus estudios reposadamente. Por aquel tiempo conversaba con el maestro Pedro Fabro y con el maestro Francisco Javier, a los que después ganaría para servicio de Dios gracias a los Ejercicios.

En aquel tiempo del curso no lo atosigaban como antes; y sobre ello le dijo una vez el doctor Frago, que se maravillaba de cómo estaba tranquilo, sin ninguno que lo molestase. A lo que él respondió: «Se debe a que no hablo a ninguno de las cosas de Dios; pero al acabar el curso, volveremos a lo de siempre».

[83.] Mientras hablaban los dos, llegó un hermano a pedirle al doctor Frago que le buscase otra casa, porque en aquella en donde tenía habitación, habían muerto muchos, pensaba él que de peste, porque por aquel entonces se desataba la peste en París. Juntamente el doctor Frago y el Peregrino quisieron ir a ver la casa y llevaron una mujer, que sabía mucho de ello, la cual, después de entrar dentro, afirmó que era peste. Quiso el Peregrino entrar también, y, encontrando a un inficionado, lo consoló tocándole con la mano el bubón. Después que lo hubo consolado y animado un poco se marchó solo, y la mano le empezó a doler de suerte que le pareció haber contraído la peste. Hasta tal punto era vehemente esta imaginación que no logró vencerla, hasta que con gran brío se llevó la mano a la boca, metiéndola muy adentro y diciendo: «Si tienes la peste en la mano, también la tendrás en la boca». Y en haciendo esto, se le quitó la aprensión y el dolor de la mano.

[84.] Pero cuando volvió al Colegio de Santa Bárbara, donde se hospedaba y escuchaba el curso, los del Colegio, que sabían que había entrado en la casa de la peste, le huían y no querían dejarlo entrar. Así lo obligaron a vivir algunos días fuera.

Se acostumbra en París entre aquellos que estudian Artes, para hacerse bachilleres, el tomar el tercer año una piedra, como ellos dicen, y, porque cuesta un escudo, algunos muy pobres no lo pueden hacer. Comenzó el Peregrino a dudar si debía o no tomar la piedra y sin saber qué resolver, se determinó a dejarlo en manos de su maestro, el cual le aconsejó que la tomase, y así hizo. Pese a todo, no faltaron murmuradores; al menos un español que lo notó.

En París se encontraba ya por estas fechas muy mal del estómago, de modo que cada quince días tenía dolor que le duraba una hora grande y le suscitaba fiebre. Hubo vez que le duró el dolor diez y seis o diez y siete horas. Habiendo ya acabado el curso de las artes y estudiado algunos años teología y ganado compañeros, la enfermedad avanzaba siempre, sin poderse hallar remedio, por muchos que se probasen.

[85.] Le decían los médicos solamente que no quedaba más remedio que le pudiese aprovechar que el aire natal. Los compañeros le aconsejaban lo mismo y le rogaban con insistencia. Ya en ese tiempo habían todos decidido lo que tenían que hacer: ir a Venecia y a Jerusalén a dedicar la vida en provecho de las almas; y, si no les fuese concedida la licencia de permanecer en Jerusalén, regresar a Roma y presentarse ante el Vicario de Cristo, a fin de que los emplease en lo que juzgase ser más a gloria de Dios y provecho de las almas. Se habían también determinado a esperar un año el embarcarse en Venecia; y, si no hubiese ese año pasaje para Levante, liberarse del voto de Jerusalén e ir ante el Papa, etc.

Al fin, el Peregrino se dejó convecer por los compañeros, también porque los que eran españoles tenían algunos negocios que hacer, que él podía despachar. Y se acordó que, después de que se encontrase bueno, fuese a despachar estos negocios y pasase luego a Venecia, donde esperase a los compañeros.

[86.] Esto ocurría el año 35 y los compañeros pretendían partir según lo pactado el año 37, el día de la conversión de San Pablo, aunque finalmente partieron el noviembre del año 36, por la guerras que se sucedieron. Estando a punto de partir el Peregrino, supo que lo habían acusado ante el inquisidor y que habían abierto proceso contra él. Sabiéndolo, pero viendo que no lo llamaban, se presentó al inquisidor y le dijo aquello que había escuchado y que quería partir en breve de España y que tenía compañeros, de modo que le rogaba que dictase sentencia. El inquisidor le respondió que era verdad lo tocante a la acusación, pero que no lo veía cosa de importancia. Sólo quería ver sus escritos de los Ejercicios; y, habiéndolos visto, los alabó mucho y le rogó que le dejase una copia; cosa que hizo. A pesar de ello, volvió a instarlo para seguir adelante con el proceso hasta la sentencia. Y, escusándose el inquisidor, fue con un notario público y con testigos a su casa y tomó fe de todo ello.