Autobiografía de San Ignacio de Loyola: 11
Capítulo X
[editar][92.] En Venecia, por aquel tiempo, se empleaba en dar los ejercicios y en otras conversaciones espirituales. Las personas más señaladas a quienes se los dio fueron el maestro Pedro Contareno y el maestro Gaspar de Doctis, y un español que se llamaba Rocas. Pasaba por allí también otro español, que se hacía llamar el bachiller Hoces, que frecuentaba al Peregrino y al obispo de Cette; y que, aunque tenía cierto deseo de hacer los ejercicios, no los ponía en ejecución. Finalmente, se resolvió a hacerlos; y a los tres o cuatro días de haberlos hecho, le declaró al Peregrino que tenía miedo de que en los ejercicios le enseñase alguna doctrina perniciosa, según le había dicho cierta persona. Era por ello que había traído consigo ciertos libros a los que recurrir, por si avenía que lo quisiese engañar. Pero se ayudó muy notablemente en los ejercicios; y al final se determinó a seguir la vida del Peregrino; y fue el primero que murió.
[93.] En Venecia sufrió el Peregrino también persecución porque eran muchos los que decían que había sido quemada su estatua en España y en París. Y tanto pasó adelante esta murmuración que se le hizo proceso, aunque se dictó sentencia favorable al Peregrino.
Los nueve compañeros llegaron a Venecia a comienzos del 37 y allí se repartieron, para servir, por distintos hospitales. A los dos o tres meses marcharon a Roma con propósito de obtener la bendición para pasar a Jerusalén. No fue con ellos el Peregrino por prescripción del doctor Ortiz y del nuevo cardenal Teatino. Regresaron los compañeros de Roma con libranzas de doscientos o trescientos escudos, que les fueron dadas como limosna para ir a Jerusalén y no quisieron tomar sino de ese modo; y que, no pudiendo marchar, devolvieron a aquellos que se las habían expedido.
Volvieron los compañeros a Venecia del mismo modo del que habían partido, esto es, a pie y mendigando, pero divididos en tres grupos, de suerte que andaban siempre en distintas regiones. En Venecia se ordenaron de misa los que aún no habían sido ordenados, y les dio la licencia el nuncio que entonces estaba en Venecia y que fue después el cardenal Verallo. Se ordenaron ad titulum paupertatis, haciendo todos votos de castidad y pobreza.
[94.] Aquel año no zarparon naves para Levante, porque los venecianos habían roto los pactos con los turcos; y así, viendo ellos que se perdía la esperanza de embarcar, se desperdigaron por el Véneto con propósito de esperar el año que habían señalado; y una vez cumplido sin que hubiese pasaje, se encaminaron a Roma.
Al Peregrino tocó el andar con Fabro y Laínez a Vicenza. Allí encontraron una casa fuera de sus términos, sin puertas ni ventanas, en la cual dormían sobre pajas que habían llevado. Dos de ellos iban siempre dos veces al día a buscar limosna a la ciudad, pero regresaban con tan poca, que apenas podían sustentarse. Por lo general comían un poco de pan cocido, cuando lo habían, que se preocupa de cocer aquel que quedaba en casa. De esta manera pasaron 40 días, no cuidándose de otra cosa que no fuese la oración.
[95.] Trascurridos los cuarenta días vino el maestro Juan Coduri, y los cuatro se decidieron a empezar su predicación para lo que se repartieron por distintas plazas el mismo día a la misma hora. Comenzaron la prédica, gritando primero fuerte y llamando a la gente con el bonete. Estos sermones lograron gran eco en la ciudad y movieron a la devoción a muchas personas, lo que les permitió satisfacer con más abundancia sus necesidades corporales.
Durante el tiempo que permaneció en Vicenza tuvo muchas visiones espirituales; y, casi ordinariamente, muchas consolaciones; muy al contrario de lo que le sucediera en París. Especialmente cuando comenzó a prepararse para ser sacerdote en Venecia, y cuando se preparaba para decir la misa, en todos aquellos viajes tuvo grandes visitas sobrenaturales, de aquellas que solía tener cuando estaba en Manresa. En la propia Vicenza supo que uno de los compañeros que estaba en Bassano, se encontraba gravemente enfermo y a punto de morir; y, aunque él mismo se hallaba enfermo con fiebre, emprendió el viaje y caminaba con tanta presteza que Fabro, su compañero, era incapaz de seguirle el paso. Durante el viaje tuvo la certeza por Dios, y así se lo dijo a Fabro, que el compañero no moriría de aquella enfermedad. Y, llegando a Bassano, el enfermo halló mucha consolación y sanó pronto.
Regresaron después todos a Vicenza y permanecieron allí los diez algún tiempo, durante el cual algunos se acercaban por limosna a los pueblos de alrededor.
[96.] Cumplido el año, viendo que se hallaban sin pasaje, se determinaron a ir a Roma; también el Peregrino, porque la vez pasada que habían ido los compañeros, auqellos dos de los cuales él dudaba, se habían mostrado muy favorables.
Fueron a Roma divididos en tres o cuatros grupos, el Peregrino con Fabro y Laínez; y durante aquel viaje fue muy especialmente visitado por Dios. Se había decidido, después de ordenarse sacerdote, a estar un año sin decir misa, para prepararse y rogarle a la Virgen que lo acercase a su Hijo. Estando en una iglesia un día haciendo oración, sólo a unas millas ya de Roma, sintió tal mudanza en su alma y vio tan claramente que Dios Padre lo acercaba a Cristo, su Hijo, que no tenía ánimo para dudar de ello, si no era que Dios Padre lo acercaba a su Hijo.
Llegados a Roma, les dijo a los compañeros que veía las ventanas cerradas, como queriendo decir que allí habrían de tener muchos contrastes. Y añadió: «Es necesario que andemos alerta y no entablemos conversaciones con mujeres que no sean ilustres». En Roma, por seguir tratando esto, el maestro Francisco solía confesar a una mujer y la visitaba algunas veces para tratar de cosas espirituales. Dicha mujer quedó preñada, pero permitió el Señor que se descubriese quien era el culpable de tal mal. Algo parecido le ocurrió a Juan Coduri con una discípula espiritual, que fue sorprendida con un hombre.
«Y yo, que escribo estas letras, dije al Peregrino, cuando esto me dictaba, que Laínez contaba el suceso con otros detalles, según yo había oído. Me respondió que todo cuanto Laínez decía era verdad, porque él no lo recordaba tan puntualmente; pero que ahora que lo escuchaba sabía con certeza que no había dicho sino la verdad. Eso mismo me dijo en otras ocasiones».