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David Copperfield (1871)/Primera parte/V

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época
V


ME DESTIERRAN DE LA CASA MATERNA.

Podiamos haber andado una media legua y ya estaba mi pañuelo bañado de lágrimas : de repente el tartanero paró su carricoche.

Al mirar qué pasaba, ¡cuál no fué mi sorpresa al ver á Peggoty salir de una cerca y subir á mi lado!

En fin, despues de abrazarme á su sabor me llenó los bolsillos de bollos y me dió un bolsillo... siempre sin hablar una palabra. Despues de otros cuantos abrazos finales, bajó al suelo y echó á correr, habiendo perdido en la campaña todos los botones de su vestido: yo conservé uno como recuerdo.

El tartanero me miraba como si me quisiese preguntar si volveria aun. Meneé la cabeza y le dije :

— ¡No, no volverá!

— ¡Entonces, sigamos! gritó el tartanero azuzando á su caballo, que volvió á tomar el trote.

Sin embargo, despues de haber llorado una media hora, empecé á pensar que era completamente inútil el llorar mas, con mayor razon cuanto que ni Roderick Random ni mi capitan de la marina real no habian llorado nunca, si bien recuerdo, en los momentos difíciles de su vida. El tartanero, viéndome en aquella nueva disposicion, me propuso extender mi pañuelo sobre las ancas del caballo para que se secase. Agradecíselo y consentí.

Entonces me pude procurar la satisfaccion de examinar la bolsa : era de cuero y contenia tres chelines que parecian nuevos á fuerza de lo que Peggoty los habia frotado con estropajo y arena para darme mas alegría. Pero lo mas precioso de mi tesoro consistia en tres medias coronas envueltas en un papel, sobre el que mi madre habia escrito : Para David, con mi cariño. Me conmoví de tal modo, que supliqué al tartanero que me devolviese mi pañuelo; pero tan mojado estaba, que me aconsejó que no lo cogiese, por lo cual hube de contentarme limpiándome los ojos con mi bocamanga.

Despues de algunos conatos de sollozos me aventuré á preguntar al tartanero si debia conducirme hasta el término de mi viaje.

— ¿Y cuál es ese término? me preguntó.

— Lóndres.

— ¡Oh! me respondió, mi caballo reventaria antes de llegar á la mitad del camino. Os conduzco hasta los alrededores de Yarmouth, donde os confiaré al mayoral de la diligencia que se encargará de vos.

Barkis — así se llamaba el tartanero - se callaba tan buenas cosas, que el haber respondido categóricamente á mis palabras era ya demasiado. Así, creí que debia ofrecerle un pastelillo, que se engulló flemáticamente de un solo bocado, lo mismo que lo hubiera hecho un elefante.

Sin embargo, aventuró esta cuestion :

— ¿Los ha hecho ella?

— ¿Quién es ella? ¿Peggoty?

— ¡Sí, ella!

— Ella es la que se encarga siempre de nuestra reposteria, le respondí.

— ¡De veras! exclamó Barkis juntando los labios como si fuera á silbar, aunque en realidad no silbó y se contentó con mirar las orejas de su caballo.

En seguida añadió :

— Una muchacha muy juiciosa, ¿no es verdad?... ¿Ya le escribireis de vez en cuando?

— Ciertamente que sí, le respondí.

— Pues bien, si le escribís no os olvideis de decirla que Barkis accede.

— ¿Que Barkis accede? respondí inocentemente.

— Sí, eso es.

— Pero regresando vos mañana á Blunderstone, le dije tristemente al pensar que yo ya estaria muy lejos, podreis vos mismo cumplir vuestra comision mejor que nadie. — No, añadió, hacedme ese favor.

— Con mucho gusto. Y con efecto, aquella misma noche, mientras esperaba la diligencia en Yarmouth, pedí recado de escribir y tracé las siguientes líneas : « Mi querida Peggoty : He llegado bien. Barkis accede. Cariños á mamá. Tuyo siempre, tu afectísimo.

» Postdata. Me dice que tiene mucho empeño en que te escriba lo de : Barkis accede. »

Así que hube satisfecho su deseo, Barkis volvió á guardar su obstinado silencio, y yo, cansado de tanta emocion como sufria desde hacia tiempo, me acosté encima de uno de los almohadones del coche y me dormí hasta llegar á Yarmouth. En la posada en que hicimos alto, todo me pareció tan nuevo y tan extraño á mis ojos, que renuncié à la secreta esperanza que habia concebido en un momento, esto es, hallar algun miembro de la familia de Peggoty, quizás la misma Emilia.

La diligencia estaba en el patio, sin lodo y lista, aunque aun no habian enganchado el tiro... Nada anunciaba que iba á salir para Lóndres; mientras la examinaba, preguntándome al mismo tiempo qué seria de mí y de mi maleta, apareció una señora á una de las ventanas y dijo :

— ¿Este niño es el viajero que llega de Blunderstone?

— Sí, señora, respondíle.

— ¿Cómo os llamais?

— Copperfield.

— No es ese el nombre, añadió la señora : no han pagado vuestra comida.

— ¿Han pagado acaso la de un tal Murdstone, señora? añadí.

— Si os llamais Mr. Murdstone, ¿por qué, pues, habeis tomado otro nombre?

Expliquéle á aquella señora lo que deseaba saber, y ella entonces tiró del cordon de la campanilla y acudió un criado.

— William, llevad á este jovencito al comedor.

El mozo que salió de la cocina, al oir esta órden, pareció sorprenderse muchísimo al ver que solo se trataba de mí.

Introdujéronme en una vasta habitacion, cuyas paredes estaban llenas de mapas. Aun cuando aquellos mapas hubieran sido real y efectivamente los paises que representaban, se me figura que no me hubiera hallado en ellos tan desorientado como en el comedor en donde me encontraba. Parecióme usar de grandes licencias el sentarme con el sombrero en la mano, casi fuera de la silla, cerca de la puerta : cuando el mozo cubrió la mesa con un mantel exprofeso para mí, colocando un salero, me puse mas encarnado que un pavo, á fuerza de tanta modestia.

Sirviéronme unas chuletas con patatas; el mozo destapó los platos y me dijo, adelantándome una silla y ofreciéndomela con mucha urbanidad :

— He pedido una pinta de cerveza; ¿si quereis algo mas?...

— No, traedla, le dije dándole las gracias.

Entonces llenó un vaso grande, y mirándolo á través de la luz, exclamó al ver su hermoso color :

— En verdad que no cabe mejor, ¿no es verdad?

— Mucho que sí, repetí sonriéndome, pues me agradaba el aire amistoso de aquel mozo, cuya cabeza era como la de un erizo; su mirada era expresiva, y airosa la apostura con que se mantenia allí, de pié, con una mano en la cadera, mientras que con la otra levantaba el cristal coronado de la espuma.

— Ayer, dijo, se hospedó aquí un hombre fornido, un caballero llamado Topsawyer... quizás le conozcais.

— No, creo que no.

— Un hombre que calza unas polainas, lleva un sombrero de alas anchas y una levita oscura.

— No tengo el gusto de conocerle, me aventuré a murmurar con timidez.

— Pues bien; vino aquí y pidió un vaso de esta misma cerveza; se empeñó, á pesar de mis observaciones, bebióla y cayó al suelo muerto repentinamente. Era demasiado añeja para él, prueba evidente que no debian habérsela servido.

Contristóme mucho un accidente tan lastimoso, y pensé y dije que seria mas prudente beber agua.

— Sin disputa, replicó el camarero cerrando un ojo y mirando con el otro el vaso lleno; pero á los amos no les gusta que se dejen las cosas que se han pedido, pues eso les humilla. Así, si lo permitís, yo me la beberé; estoy acostumbrado, y la costumbre es el todo. No creo que me haga daño si me la bebo de un trago. ¿Qué haré?

Respondíle que me haria gran favor bebiéndola, á condicion que no correria ningun peligro. Grande fué mi susto al ver que se la echaba al coleto de un trago, y tuve miedo de verle caer muerto de repente como el desgraciado Topsawyer. Pero la cerveza no le hizo gran daño; al contrario, se me figuró que se ponia mas colorado.

— ¡Oh! ¿qué es esto? exclamó metiendo el tenedor en un plato. ¿Serian por casualidad chuletas?

— Sí, chuletas son, respondíle.

— ¡Dios de mi alma! añadió, jamás pensé que fueran chuletas. Una chuleta es precisamente lo único que neutraliza los perniciosos efectos de esta cerveza. ¡Qué feliz casualidad!

Así, pues, cogiendo una chuleta con una mano y una patata con la otra, comió con gran apetito y á mi placer : se apoderó en seguida de otra chuleta y de otra patata, y así hasta que dió fin con el plato. Cuando hubimos acabado de almorzar, fué á por un pudding, me lo presentó y pareció soñar con satisfaccion durante algunos instantes.

— ¿Qué tal os parece el pastel? preguntóme saliendo de sus meditaciones.

— Es un pudding, le respondí.

— ¡Un pudding! exclamó : sí, verdad es, ¡Dios mio! un pudding confeccionado con harina, manteca y huevos; mi pudding predilecto. ¡Qué felicidad! Vaya, vaya, amiguito, á ver quién de nosotros dos comerá mas.

Pusímonos á la obra; inútilmente me gritó mas de una vez: ¡ánimo!... ¿qué podia hacer yo con mi cucharilla de tomar café, contra él y su cucharon, ni mi apetito contra el suyo? No bien empezamos cuando me sacó gran delantera, y la admiracion me dejó inmóvil : jamás habia visto atracarse de pudding de aquel modo, y así que hubo acabado echóse á reir como si aun siguiese comiendo.

Como me pareció un buen chico, me atreví á pedirle tintero, pluma y papel para escribir á Peggoty. No solo salió á buscarlo inmediatamente, sino que llevó su amabilidad hasta colocarse detrás de mí y mirar por encima del hombro mientras que borroneaba mi carta. Así que la hube cerrado preguntóme á qué colegio iba.

— A uno que está cerca de Lóndres, contestéle, que era todo lo que yo sabia.

— ¡Dios mio! lo siento.

— ¿Y por qué? ¿se puede saber?

— Porque en ese colegio fué donde rompieron dos costillas á un pobre niño; sí, señor, dos costillas... Aquel infeliz tenia... sí, eso es... ¿Cuántos años teneis?

— Voy á cumplir nueve.

— Justamente su edad. Tenia ocho años y medio cuando le rompieron la primera, y dos meses mas tarde la segunda.

No pude menos de notar en alta voz que aquella coincidencia me era sumamente desagradable, y pregunté cómo habia ocurrido la cosa. La respuesta no fué nada consoladora : se componia de una sola palabra, pero siniestra : ¡Zurrándole!

La trompeta de la diligencia vino á interrumpir muy á propósito una conversacion que no tenia nada de agradable. Eché mano al bolsillo con una mezcla de orgullo é incertidumbre.

Al fin le pregunté :

— ¿Debo algo?

— Un pliego de papel, contestó el mozo. ¿Habeis comprado alguna vez un pliego de papel?

— No recuerdo.

— El papel está este año muy caro, á causa de la cuota; ¡seis sueldos! ¡Por ahí vereis cómo nos tasan en este pais! No debeis nada mas... salvo la propina que querais dejarme. No hay para qué hablar de la tinta; esa la pongo yo de mi bolsillo.

Me puse como una amapola, y pregunté tartamudeando :

— ¿Cuánto puedo... debo... dar al mozo?

— A no tener un enjambre de criaturitas que están atacadas de viruela, bien seguro es que no recibiria una moneda de doce sueldos. Si no tuviese que mantener un padre anciano y una hermana moza, — aquí el criado se conmovió muchísimo, — no recibiria ni un maravedí. Si tuviese una buena colocacion y me tratasen bien aquí, me tendria por feliz en dar esa bagatela, en vez de recibirla; pero como las sobras de la cocina y duermo encima de los sacos de carbon... Y al llegar á este punto el camarero rompió á llorar.

Conmovíme no poco ante tamaños infortunios, y me hubiera echado en cara mi mal corazon si me hubiese atrevido á darle menos de diez y ocho sueldos. Alarguéle, pues, bonitamente uno de mis tres chelines, que recibió con profundo respeto y humildad, sin olvidarse de probar en seguida si era ó no falso.

Así que me ví instalado en mi asiento de rotonda, desconcertóme un tanto la idea de que supiesen que habia comido solo, sin participacion, toda la comida que me sirvieron en la posada.

Una señora que iba en el interior sacó la cabeza por el ventanillo y dijo al mayoral :

— Jorge, tened cuidado de este chico, porque sino se va á morir.

Al mismo tiempo las criadas de la casa acudieron en tropel á la puerta de la cocina para admirar y reirse del jóven fenómeno. En cuanto al infortunado camarero no parecia turbarse ni avergonzarse al ver que me señalaban como una maravilla, y hasta se adhirió á la admiracion general. Si hubiera tenido una ligera sospecha, entonces hubiéranse aclarado mis dudas; pero era tal mi sencillez infantil y tal mi respeto á mis mayores, — cualidades que las criaturas cambian demasiado prematuramente por la sabiduría mundana, — que ni siquiera imaginé que se habian burlado de mí.

Debo confesar que me fué muy duro el verme convertido en ridículo y ser el blanco de las cuchufletas que se dirigian el mayoral y los otros.

— ¡La diligencia está muy cargada por detrás! gritaba uno.

— ¿Por qué no se ha colocado á ese niño en una galera? decia otro.

La historia de mi supuesta voracidad no tardó en correr de boca en boca entre mis compañeros de rotonda, y puedo decir que se rieron á grandes carcajadas.

— En el colegio os van á hacer pagar por dos, exclama uno.

— Debeis entrar con condiciones especiales, añadia el de mas allá.

Y de todo esto, lo peor es que comprendia que la vergüenza me impediria comer si nos parábamos en otra posada, y con la prisa de ocupar mi asiento se me habia olvidado coger los pasteles. Con efecto, la diligencia hizo alto para que cenaran los viajeros, con quienes no tuve valor de sentarme á la mesa, por mas que mi estómago me pedia alimento á grandes voces. La parada aquella no interrumpió las chanzonetas, pues un caballero con una voz ronca, que durante todo el camino se habia atracado de salchichon y dado sendos besos al cuello de una botella, pretendia que yo era una especie de boa, que en una sola comida devoraria lo suficiente para vivir un dia entero. Y á renglon seguido, para ser fiel con su sistema de no viajar sin provisiones, sustituyó el salchichon con un pedazo de carne cocida que cortó él mismo.

Habiamos salido de Yarmouth á las tres de la tarde, y debiamos llegar á Lóndres hácia las ocho de la mañana. Nos hallábamos á últimos del verano : hacia una noche hermosísima. Al pasar por algun pueblecillo trataba de figurarme lo que ocurria en el interior de las casas, y cuando los chiquillos corrian tras la diligencia para montar en la zaga algunos instantes, me preguntaba si aquellas criaturas tendrian padre y si serian felices en sus casas. Podia dar campo ancho á mi imaginacion, sin hablar del punto á donde iba... asunto que se prestaba á mas graves comentarios que los otros. Algunas veces mi imaginacion me conducia al hogar materno, á mis primeras sensaciones de la niñez, á la ternura de mi madre y de Peggoty, y por último á aquella contienda en que habia mordido á Mr. Murdstone.

La noche fué mucho menos agradable, pues aumentó el frio. Sentado entre dos caballeros — uno de ellos el que me habia comparado al boa — estuve á punto de ahogarme por lo mucho que me apretaban cuando se dormian. Dos ó tres veces no pude menos de llamar su atencion; pero como esto les despertaba no lo hallaban de su agrado. Enfrente de mí iba una señora anciana que, envuelta en una gran capa con pieles, mucho mas que una mujer parecia en medio de la oscuridad un haz de centeno. Viajaba con un cesto, y como por el momento no sabia qué hacer de él, pretestando que mis piernas eran cortas, acabó por ponerlo debajo de mis piés. Fuéme, pues, imposible estirarme ó encogerme; pues si el menor movimiento mio hacia que sonase un vaso que iba en el cesto, la dama me enviaba un puntapié, al cual añadia este apéndice :

— ¿No puedes estarte quieto?...

Por fin despuntó el dia, y mis compañeros parecieron gozar de un sueño mas plácido y ligero, sin compañamiento de terribles ronquidos, que durante toda la noche habian sido para mi un verdadero tormento. Acabaron por despertarse unos despues de otros, y aun recuerdo mi sorpresa al oirles decir á todos que no habian podido conciliar el sueño. Esa sorpresa se renueva aun hoy en dia, y he notado invariablemente, aunque sin darme cuenta de ello, que de todas las debilidades humanas, la que menos queremos reconocer es la de dormirnos en una diligencia.

¡Qué maravillosa aparicion fué para mi Lóndres visto á cierta distancia! La proximidad de la capital dió de repente gran realidad á las aventuras de mis héroes favoritos, que todos ó la mayor parte habian acudido allí á probar fortuna. Sí, pensaba, ¡hé aquí esa ciudad que abunda mas que otra cualquiera en prodigios y crímenes de toda especie! Esta frase debo haberla retenido de alguna novela; pero no viene á cuento citar aquí todo mi monólogo que acabó en el barrio de White-Chapel : á la hora señalada la diligencia nos dejó en la posada donde se hallaba el despacho de billetes. No puedo decir si el parador era el del Jabalí azul ó el del Toro azul, pero lo que sí recuerdo es que por muestra tenia un animal azul.

El mayoral me miró así que bajó del pescante, y dijo en la puerta de la administracion : — ¿Hay por aquí alguien que reclame un niño llamado Murdstone, de Blunderstone, condado de Suffolk?

Nadie respondió una palabra.

— Os ruego que pronuncieis el nombre de Copperfield, le dije con un aire que daba compasion.

— ¿Hay alguien que reclame un muchacho inscrito bajo el nombre de Murdstone, de Blunderstone, condado de Suffolk, y que responde al nombre de Copperfield? Vamos, ¿no hay nadie? añadió el mayoral.

No, no habia nadie. Echaba miradas inquietas á mi alrededor, pero la tal pregunta no llamó la atencion de ninguno de los que allí habia, excepto de un hombre que llevaba unas polainas, que era tuerto y que sugirió la idea de ponerme un collar de cobre como á un perro y de atarme en la perrera.

Apoyaron la escalera contra la diligencia, y bajé despues de la mujer á quien he comparado con un haz de avena, y que no se movió hasta que su cesto hubo llegado al suelo. Los viajeros no tardaron en desaparecer unos tras otros; con ellos los equipajes y luego la diligencia : como habian desenganchado el tiro, los mozos la arrastraron y metieron en la cochera. Y á todo esto no venia nadie a reclamar al pobre niño que llegaba de Blunderstone, condado de Suffolk, cubierto de polvo.

Mas solitario que el mismo Robinson Crusoe, entré en la administracion así que me lo dijo el empleado, pasé detrás de un mostrador y me senté en la báscula que servia para pesar los equipajes de los viajeros.

Allí, mientras que examinaba los bultos, los baules, los registros, etc., respirando el perfume de una cuadra vecina, me asaltaron infinidad de reflexiones nuevas. ¿Cuánto tiempo podria pasar allí si nadie venia á reclamarme? ¿Consentirian en dejarme allí hasta que hubiese acabado con los siete chelines que poseia? Me tocaria la suerte de dormir encima de uno de los bultos de los viajeros? ¿Tendria que ir á lavarme por las mañanas á la fuente del patio? ¿O me echarian todas las noches á la calle, permitiéndome que entrase solo de dia para esperar á la persona que debia recogerme? Y sobre todo, ¿lo que me pasaba era una equivocacion ó negligencia intencionada? ¿Quién sabia si Mr. Murdstone habia inventado aquel plan para desembarazarse de mí? Así que se acabaran mis siete chelines ¿qué seria de mí? ¿Los dueños del Jabalí azul correrian el riesgo de verme morir de hambre en la administracion y se verian obligados á enterrarme á sus expensas? ¿Por qué no alejarme en seguida y regresar al lado de mi madre? Pero ¿cómo hallar mi camino? Y si llegaba, ¿quién me recibiria? No tenia seguridad en nadie mas que en Peggoty. Quizás haria mucho mejor sentando plaza de soldado ó de marinero... Pero ¿quién me aceptaria á mi edad? Nadie.

Estos pensamientos y otros mil parecidos me proporcionaron la fiebre, y me hallaba en el apogeo de mis siniestras aprensiones cuando entró un hombre que se dirigió directamente al empleado. Este fué y me cogió por el brazo de la báscula donde me hallaba sentado y me entregó al recien venido como lo hubiera hecho con un bulto ya pesado y registrado.

Al salir del despacho, de la mano de mi individuo, examiné á aquel hombre de elevada estatura, jóven aun, con los pómulos salientes y con la barba tan negra como la de Mr. Murdstone, aunque no tenia el pelo tan lustroso como este; su frac raido tenia las mangas muy cortas, el pantalon le llegaba al tobillo y su corbata blanca no brillaba precisamente por su blancura; en cuanto al resto de su ropa blanca no podia juzgársele, pues brillaba por su ausencia.

— ¿Sois el nuevo colegial? me preguntó.

— Sí, señor, respondí en la persuasion de que, salvo prueba en contrario, yo debia ser el colegial en cuestion.

— Yo soy un maestro del colegio Salem, añadió.

Saludéle respetuosamente y le seguí, no sabiendo á punto fijo si debia hablar á un personaje tan digno de una cosa tan vulgar como mi maleta. Así no me atreví á hacer alusion á ella hasta que nos hallamos á algunos pasos de distancia. Volvimos lo andado y el pasante dió algunas órdenes al empleado de las diligencias, relativas al mozo que iria á recogerla á la mañana siguiente.

— Dispensad, caballero, le dije á los pocos pasos, ¿está lejos el colegio?

— Mas allá de Blackheath, me respondió. Y comprendiendo que mis conocimientos geográficos no llegaban hasta tanto, añadió :

— A unas seis millas de distancia; pero iremos en diligencia.

Tan débil tenia el estómago, que me horroricé á la idea de tener que ayunar durante el trayecto de seis millas. Arméme de todo mi valor para decir á mi conductor que le agradeceria no poco si consentia en que comprase algo de comer. Pareció sorprenderse; y despues de haberme mirado bien y reflexionado mucho, exclamó :

— Tengo que ir á ver á una señora anciana que vive cerca de aquí: lo mejor será comprar pan y aquello que os plazca y almorzar en casa de dicha persona, que irá á buscarnos un poco de leche.

Buscamos, pues, una panaderia, y me decidí por un pan moreno que me costó seis sueldos. Despues entramos en una tienda, donde compramos un huevo y un pedazo de torrezno, gasto que me dejó aun algunos sueldos del chelin que cambié en casa del panadero. Hechas estas provisiones, atravesamos un barrio capaz de dar un vértigo á cualquiera á causa de lo poblado y bullicioso; pasamos por un puente, que debia ser el London-Bridge, y llegamos al domicilio de la mujer en cuestion, que habitaba en una casa de socorros fundada para veinte y cuatro pobres, segun la inscripcion grabada en el frontispicio de la puerta principal.

El pasante del colegio Salem levantó el picaporte de una de las puertecillas de aquella casa, que eran todas parecidas, y penetramos en la estancia de una de aquellas veinte y cuatro viejas, que soplaba la lumbre para que hirviese el agua de una cacerola pequeñita. Al ver entrar al pasante, la vieja dejó su ocupacion, y hasta creo que la oí decir :

— ¡Ah! ¡es mi Cárlos!

Pero al ver que el pasante no venia solo, se levantó y restregó las manos, un tanto turbada y haciéndonos una reverencia.

— ¿Podriais aderezar el almuerzo de este jovencito? dijo el pasante.

— ¿Que si puedo? respondió la anciana; sí, vaya si puedo.

— ¿Qué tal va hoy, mistress Fibbitson? preguntó el pasante mirando á otra vieja que se hallaba sentada en un sillon al lado de la lumbre, y escondida de tal modo debajo de una porcion de ropa, que aun me doy la enhorabuena de no haberme sentado encima de ella por equivocacion.

— ¡Ah! ¡no va muy bien! respondió la primera; hoy es uno de sus dias malos; siempre tiene frio, y se me figura que si por cualquiera casualidad se apagase el fuego, tambien ella se apagaria para siempre.

Entonces examiné con mas atencion á aquella pobre inválida : por mas que aquel dia hacia calor, ella parecia pensar solamente en el fuego. Hubiérase dicho que tenia celos de la cacerola; como se la empleó en calentar el huevo y cocer el torrezno me cobró mala voluntad, me amenazó con el puño durante aquella operacion culinaria, luego aproximó aun mas su sillon á la chimenea, y envolvió, por decirlo así, el fuego, como si ella hubiera sido así quien le prestara calor, vigilándole con una desconfianza avara. Por fin, mi almuerzo estaba cocido y el fuego libre, así es que la vieja manifestó su alegría por medio de un acceso de risa... que, para decir verdad, no tenia nada de melodioso.

Sentéme para comer el huevo, el torrezno y el pan. Gracias á un cuartillo de leche que fué á buscarme la primera vieja, almorcé perfectamente. Mientras que saboreaba mi desayuno, la primera vieja dijo al preceptor :

— ¿Traeis con vos la flauta?

— Sí, respondió el interpelado.

— Tocad algo, añadió la vieja con tono zalamero. Tocad algo, os lo suplico.

El pasante, sin hacerse de rogar, echó mano al frac, sacó la flauta, y ajustando los tres pedazos en que se hallaba dividida, empezó á tocar inmediatamente. Quedóme la impresion que no habia mortal que tocara peor la flauta que él : imposible oir una cacofonia semejante. No podré decir si las notas que daba formaban ó no lo que se llama un aire, y si este despertó en mí mis pensamientos mas tristes; pero el primer efecto de su influencia fué traerme á la memoria todas mis penas, hasta el punto que se me saltaron las lágrimas; el segundo fué el quitarme el apetito, y el tercero darme tal sueño que apenas podia abrir los ojos. Aquel recuerdo me dá sueño aun hoy dia; si, por mas que hago, dejo de ver aquel cuartito del hospicio, con su aparador en una de sus esquinas, sus sillones de respaldo cuadrado, la escalera que conducia al cuarto de arriba, la chimenea adornada con tres plumas de pavo real, ¡si hubiera podido presumir del sitio en que debia brillar un dia su soberbia cola! — Todo esto se disipa y desaparece ante mí; tengo sueño... No oigo la flauta, y lo que oigo son las ruedas de la diligencia. Vuelvo á empezar el viaje, y un tumbo me despierta de repente; la flauta gime de nuevo, y el pasante, con las piernas cruzadas, encanta melancólicamente á la pobre vieja. La misma influencia reproduce los mismos efectos : todo vuelve á desaparecer; la flauta, el maestro, la vieja, el colegio Salem, David Copperfield, y todo esto deja puesto á un sueño profundo.

Aquella vez soñé que, mientras que el artista ejecutaba aquella lamentable melodia, la pobre vieja, que cada vez se habia acercado mas y mas á él en un éxtasis de admiracion, se apoyaba en su silla, le besaba afectuosamente y se paraba la música de repente. Yo me encontraba en un justo medio entre el sueño y la vela; pero poco despues tuve la seguridad que no soñaba al oir muy distintamente á la misma mujer que preguntaba á mistress Fibbitson :

— ¿Verdad que esto es delicioso?

— Sí, sí, respondia la aludida mirando el fuego, como si atribuyese á él todo el mérito de aquel encanto.

Cuando le pareció que habia dormido lo bastante, el pedagogo guardó la flauta en el bolsillo y me sacó de allí. La diligencia de Salem no estaba lejos. Subimos al cupé; pero tan predispuesto estaba á dormirme, que á la primera parada, cuando subió un nuevo viajero, este se instaló en mi asiento, y me colocaron en el interior, donde estaba solo.
Se me ha dado órden de que os ponga este rótulo á la espalda.
Dormíme profundamente hasta que la diligencia subió al paso una cuesta entre dos hileras de árboles. No tardó en pararse; ya habiamos llegado al término de nuestro viaje.

Andamos aun un poco, y el pedagogo y yo nos encontramos frente al colegio Salem, casa de una apariencia triste, rodeada de una pared de ladrillos bastante alta. Encima de la puerta se leian estas palabras : Salem-House. Llamó el pasante : antes de que se nos abriese miraron por un ventanillo con enrejado de hierro; el que así nos inspeccionaba era un hombre de fisonomía dura, de cerviguillo de toro, de pelo cortado á punta de tijera, y con una pierna de palo.

— El nuevo seminarista, dijo el pasante.

El hombre de la pierna de palo echó una ojeada al novato, y al cerrar la puerta detras de mí, se guardó la llave en el bolsillo. Nos dirigiamos hácia la casa por una calle de árboles, cuando llamó á nuestro conductor, sin abandonar su portería :

— ¡Mr. Mell!

Volvimos la cabeza, y le vimos con un par de botas en la mano.

— Durante vuestra ausencia, Mr. Mell, ha venido el zapatero, y me ha dicho que lo que es por esta vez no puede componerlas. Pretende que ya no queda ni un solo pedazo de la bota primitiva, y se asombra de que hayais podido pensar en la posibilidad de una compostura.

Diciendo y haciendo le tiró las botas, y el pobre pedagogo dió algunos pasos para recogerlas, y las miró con aire tristísimo al llevárselas. Entonces eché de ver que las que llevaba en los piés estaban bastante usadas, y hasta podia distinguirse la media á través de una grieta.

Salem-House era un edificio cuadrado de ladrillos con dos alas, sin adorno de arquitectura en el exterior, y con un mueblaje modesto. Aquella casa me pareció tan solitaria y silenciosa, que pregunté á Mr. Mell si habian salido los colegiales. Aparentó sorprenderse oyendo que yo ignoraba que nos hallábamos en la época de las vacaciones; todos los niños estaban en sus casas; díjome que Mr. Creakle, el director del colegio, se hallaba tomando baños de mar con mistress y miss Creakle, y en fin, que me enviaban allí durante las vacaciones como castigo.

La sala de estudio en que me introdujo, despues de haberme explicado todo esto, era una habitacion triste, larga y estrecha, con tres filas de pupitres, erizada todo lo largo de la pared de perchas para colgar los sombreros y pizarras. Dos pobres ratones blancos, que su dueño habia dejado allí, recorrian todos los rincones de una jaula de forma de castillo, buscando con sus encarnados ojos algo que roer. En otra jaula mas pequeña, habia un pajarillo que volaba de peldaño en peldaño sin cantar ni picotear. Una atmósfera extraña y de una fetidez repugnante hacia recordar á la vez el olor del cuero, del papel mohoso, y de manzanas encerradas largo tiempo que empiezan á fermentar. Las manchas de tinta abundaban tanto, que no hubiera habido mas si, levantado el techo, hubieran caido durante cuatro estaciones una lluvia de tinta, una granizada de tinta y una nevada de lo mismo.

Mr. Mell se separó de mí para ir á llevar las botas á su cuarto, y tuve el placer de medir á lo largo y á lo ancho aquella sala é inspeccionar sus diferentes compartimientos. De repente distinguí un pupitre encima del cual habia una muestra de carton y en ella escritas estas palabras con gruesos caractéres : téngase cuidado, que muerde.

Pegué un respingo encima del banco, temiendo que debajo del pupitre hubiese algun perrazo; pero por mas que miré no ví nada, y cuando Mr. Mell al volver me halló allí, me preguntó que hacia.

— Perdonadme, le dije, busco el perro.

— ¿El perro? ¿Qué perro?

— ¿No es un perro, señor maestro?

— ¿Pero sepamos de qué perro quereis hablar?

— De ese del que es preciso tener cuidado, porque muerde.

— No, Copperfield, replicó vivamente, no es un perro, sino un niño. Se me ha dado órden de que os ponga este rótulo á la espalda; siento mucho tener que empezar dando este paso, pero esa es mi obligacion.

Y diciendo esto, hízome bajar, cogió el rótulo, perfectamente dispuesto para el caso, y me lo ató á la espalda como lo hubiera hecho con una mochila. Tenia el gusto de llevarlo encima á cualquier parte adonde iba.

No es fácil imaginarse lo que me hizo sufrir aquel rótulo : aun cuando no fuese así, siempre creia que alguien me miraba. De nada me servia volverme y no hallar á nadie, puesto que podia llegar cualquiera por la espalda. Y mis sufrimientos los agravaba aun el hombre de la pata de palo. Estaba autorizado para hacerme sufrir aquel tormento, y si me sorprendia apoyado á un árbol ó á la pared, me gritaba con su formidable voz :

— ¡Eh, eh! Copperfield, enseñad el letrero, ó daré parte.

Cierta mañana me ví obligado á pasearme en el patio donde jugábamos, y por el que iban y venian todos los empleados y abastecedores del colegio, á fin de que el rótulo, leido por los criados, por el carnicero, por el panadero, les advirtiese que se guardasen de mí. Ya empezaba á tener miedo de mí mismo, como de una especie de salvaje que mordia.

Habia en aquel patio una puerta carcomida en la cual los colegiales tenian la costumbre de esculpir sus nombres: estaba literalmente llena de aquellas inscripciones hechas con la punta del cuchillo. Al leer todos aquellos nombres, me preguntaba : « ¿Cómo este y el otro sabrán, de vuelta de sus vacaciones, que tienen un nuevo compañero de quien es preciso desconfiar porque muerde? »

Uno de aquellos nombres, el más frecuente y mas profundamente grabado, era el de un tal J. Steerforth.

— Debe ser uno de los mayores, me decia yo, y leerá mi cartel con énfasis y me tirará de los pelos.

Otro de los colegiales se llamaba Tommy Traddles.

— Este tal Tommy, me decia yo, me pondrá en ridículo, bajo el pretesto de que tendrá mucho miedo; este tercero, Jorge Demple, hará unos versos á mi costa; por fin, en el colegio habia cuarenta y tres internos, segun Mr. Mell. No hubo ninguno de aquellos cuarenta y tres que no hubiese escrito su nombre en la puerta, y á cada cual le veia ya gritándome : « ¡Téngase cuidado, que muerde! »

Semejante idea me perseguia al lado de cada pupitre y de cada banco en la sala de estudio, al lado de cada cama vacia del dormitorio, cuando yo mismo iba á acostarme por las noches. Me acuerdo que soñé varias noches seguidas con mi pobre madre, cuando solo queria á su desgraciado hijo : luego soñaba tambien que comia en casa de la familia Peggoty, ó que viajaba en el cupé de la diligencia, ó que admiraba el apetito de mi infortunado amigo el mozo de la posada; pero de repente aquellos diversos personajes arrojaban un grito de espanto al descubrir en mi espalda el fatal rótulo.

En la monotonía de mi vida, y con la continua aprension de la apertura de las clases, aquello era un suplicio insoportable. Todos los dias daba largas lecciones con Mr. Mell, y como Mr. y miss Murdstone no se hallaban allí, lo hacia bastante bien. Pero, en el intérvalo de estas lecciones, me paseaba bajo la vigilancia del hombre de la pata de palo. Tuve tiempo de grabar en mi memoria todas las particularidades de aquella vasta casa, su atmósfera húmeda, algunas losas verdes y quebradas del patio, inmundo receptáculo á través de cuyas grietas filtraba el agua gota á gota, algunos árboles de descolorido tronco, que parecia que la lluvia los habia regado mas que el sol les habia prodigado sus rayos con preferencia á los otros.

Mr. Mell y yo comiamos á la una, á la entrada de un largo refectorio lleno de mesas de madera que olian á grasa. Despues de comer volviamos á las lecciones hasta que llegaba la hora en que servian el té, que Mr. Mell tomaba en una taza de porcelana azul, y yo en una de estaño. Durante todo el dia, hasta las siete ó las ocho de la noche, Mr. Mell, instalado en su pupitre especial de la sala de estudios, estaba incesantemente ocupado con un registro, una regla y unas hojas volantes que llenaba de números y de renglones. Mas tarde supe que así era como dirigia las minutas de cada uno de los discípulos para el semestre vencido. Así que terminaba su trabajo cuotidiano, cogia su flauta, y tocaba con tal ardor que me parecia que iba á dejar allí hasta su último aliento.

Aun me parece estarme viendo sentado en las salas mal alumbradas, con la frente apoyada en una mano, oyendo las tiernas y lastimosas melodias de Mr. Mell, ó repasando mis lecciones del dia siguiente. Sí, aun me veo allí, pensando en la casa que fué mia en otro tiempo, y en la playa de Yarmouth, hallándome bien triste y solitario. Me veo atravesando la doble fila de camas del dormitorio, y sentándome al borde de la mia para llorar, porque Peggoty no estaba allí para consolarme, acostándome. Me veo bajando todas las mañanas una larga escalera, y mirando la campana que me ha despertado. Esta misma campana, me digo interiormente, no tardará en despertar tambien á J. Steerforth y á mis demas condiscípulos desconocidos, — idea terrible que no le cede en terror sino á la que me representa el hombre de la pata de palo abriendo su verja enmohecida al temible Mr. Creakle. No puedo creer, en verdad, que mi carácter sea verdaderamente peligroso, pero no me disimulo que mi rótulo me denunciará á todos.

Mr. Mell no me habla mucho, pero en cambio jamás me trata con dureza. Nos hacemos recíprocamente compañía sin hablarnos. He olvidado decir que algunas veces hablaba consigo mismo, poniendo los ojos vizcos, apretando los dientes y los puños, arrancándose los pelos sin causa conocida; pero todo esto eran manías. Al principio me asusté, mas luego no tardé en acostumbrarme.