David Copperfield (1871)/Primera parte/VI

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época
VI


SE EXTIENDE EL CÍRCULO DE MIS RELACIONES.

Hacia un mes que era el único pensionista de Salem-House, cuando cierta mañana el portero de la pata de palo, al frente de dos ó tres criados que venian bajo sus órdenes, apareció en la sala de estudios armado de una escoba y con un cubo lleno de agua : nos echaron fuera á Mr. Mell y á mí ; durante cuatro dias nos refugiamos donde pudimos, perseguidos por do quiera por la escoba y sorprendidos por un torbellino de polvo que nos hacia estornudar como si Salem-House se hubiese convertido en una inmensa tabaquera.

Aquellos preparativos anunciaban la próxima llegada de Mr. Creakle. Al cuarto dia Mr. Mell me anunció que el director llegaria aquella misma noche : á la hora del té supe que habia llegado; antes de acostarme, el hombre de la pata de palo vino á buscarme para que compareciese ante él.

El ala de la casa que habitaba Mr. Creakle era mucho mejor que la nuestra, y tenia para su uso un jardinillo que se parecia á un Eden, comparativamente al empolvado patio de recreo, verdadero desierto de Arabia en miniatura, y en el cual, para estar bien, me decia que era preciso ser camello ó dromedario. No pensaba ciertamente en tales comparaciones la noche en que me condujeron, temblando de piés á cabeza, ante Mr. Creakle. Tal era mi turbacion, que al entrar no ví ni á mistress Creakle ni á miss Creakle, por mas que ambas se hallasen en el salon. Solo ví al director, hombre robusto, que llevaba en la cadena del reló todo un arsenal de llaves y de diges : estaba sentado en un sillon, y cerca de él habia una mesa con una botella y un vaso.

— ¡Ah! exclamó Mr. Creakle. ¡Hé aquí el niño que tiene necesidad de que se le limen los dientes! Volvedle un poco.

El hombre de la pata de palo me hizo girar sobre los talones, de modo que exhibiese el rótulo que me denunciaba como un animal peligroso por haber mordido á Mr. Murdstone. Así que Mr. Creakle me hubo examinado á sus anchas, el hombre de la pata de palo me obligó á girar de nuevo y fué á sentarse al lado de Mr. Creakle. Este tenia un rostro rubicundo, unos ojos pequeñitos y hundidos, unas venas salientes en la frente, la nariz corta y una barbilla muy pronunciada. Calvo hácia el cráneo, conservaba aun algunos cabellos plateados, pegados como una cinta encima de las sienes, de modo que se juntaban con sus cejas. Pero lo que mas impresion me produjo fué su voz tan apagada, que hablaba como cuando uno os dice un recado al oido. El esfuerzo que tenia que hacer para hablar, ó la contrariedad que experimentaba al hablar así, aumentaba la expresion de cólera de su fisonomía é hinchaba cada vez mas sus salientes venas, lo que me explica como me llamó muy particularmente la atencion esta particularidad característica.

— Veamos, preguntó Mr. Creakle, ¿qué observaciones habeis hecho respecto á este jóven?

— No hay nada que decir en contra suya, respondió el hombre de la pata de palo. Verdad es que aun no se ha presentado ocasion.

Se me figuró que Mr. Creakle quedó disgustado, al revés que mistress y miss Creakle, á quienes acababa de distinguir y mirar una al lado de otra atentas é inmóviles.

— Venid aquí, me dijo Mr. Creakle, haciéndome señas para que me acercara.

El de la pata de palo imitó el gesto y añadió :

— Acercaos.

— Tengo la honra de conocer á vuestro padrastro, prosiguió Mr. Creakle cogiéndome de una oreja, y es un hombre digno, de un carácter enérgico. Me conoce y le conozco. Y vos, ¿me conoceis? añadió Mr. Creakle pellizcándome con suma ferocidad.

— No señor, aun no, respondí haciendo un esfuerzo para no gritar.

— Con que aun no ¡eh! repitió Mr. Creakle; ya me conocereis bien pronto, ¿eh?

— Ya le conocereis bien pronto, repitió á su vez el hombre de la pata de palo, quien, segun supe mas tarde, servia generalmente de intérprete á Mr. Creakle para con sus discípulos.

Yo estaba fuera de mí; sin embargo, traté de reponerme y respondí :

— Así lo espero, señor...

Mientras respondia esto, sentia que mi oreja ardia como un ascua, ¡de tal modo me pellizcaba!

— Voy á deciros lo que soy, replicó Mr. Creakle dejando por fin mi oreja, no sin tirarla antes un último pellizco que me hizo ver las estrellas : soy tártaro.

— Tártaro, dijo el hombre de la pata de palo.

— Cuando digo que haré una cosa, la hago, y cuando digo que quiero que se haga una cosa, quiero que se haga...

— ... Que se haga una cosa, quiero que se haga, repitió el eco.

— Soy de un carácter inflexiblé, dijo Mr. Creakle : ese soy yo. Cumplo con mi deber, hé aquí lo que hago; mi sangre y mis sentidos... — aquí miró á mistress Creakle — mi sangre y mis sentidos, cuando se sublevan contra mí, dejan de ser mi sangre y mis sentidos... reniego de ellos... ¿Ese individuo ha vuelto aquí? preguntó al hombre de la pata de palo...

— No, respondió este.

— No, exclamó Mr. Creakle, á bien seguro que lo haga, ya me conoce. Pero que no se presente, añadió Mr. Creakle, dando un puñetazo encima de la mesa y mirando á mistress Creakle; sí, ya me conoce... En cuanto á vos, amiguito mio, habeis empezado a conocerme y podeis retiraros... Lleváosle.

Grande fué mi alegría al ver que me despedian así, pues mistress y miss Creakle enjugaban sus ojos, y yo me sentia tan triste por ellas como por mí. Sin embargo, tenia que hacer una peticion, y
Algunos no pudieron resistir á la tentacion...

una peticion sobre un asunto que me interesaba vivamente; así, pues, me armé de todo mi valor, y aunque sorprendido de hablar, acabé por decir :

— Perdonadme, señor, si...

Mr. Creakle me interrumpió exclamando con su apagada voz :

— ¡Ah! ¿qué quiere decir esto? Y fijó en mí su mirada que parecia querer comerme.

Yo añadí tartamudeando:

— Perdonadme, señor, os lo suplico; os juro que siento en el alma lo que he hecho... Tened la bondad de decir que me quiten este rótulo antes que vengan los otros colegiales...

No sabré decir si Mr. Creakle lo hacia por asustarme ó lo hacia de veras, pero el caso es que se abalanzó sobre mí, y yo sin esperar á que me escoltase el hombre de la pata de palo me esquivé lo antes posible. No paré hasta la puerta de mi cuarto, y allí, viendo que no me perseguian, me acosté y estuve temblando lo menos dos horas.

A la mañana siguiente llegó Mr. Sharp, que era el primer maestro y el superior de Mr. Mell. Este último comia con los discípulos, pero Mr. Sharp comia y cenaba en la mesa del director. Era un hombre de aire delicado, con la nariz un tanto pronunciada y con la cabeza inclinada sobre un hombro, como si fuese demasiado pesada para él. Tenia el pelo rizado : el primer colegial con quien hablé me dijo que era una peluca, — segun él, comprada de lance, — y que Mr. Sharp salia todos los sábados, despues de comer, para que se la rizasen.

Precisamente el colegial que me dijo todo esto era Tommy Traddles, y trabamos conocimiento bien pronto.

— Ya habreis notado, me dijo, que mi nombre está esculpido en la puerta del patio, al lado del cerrojo.

— ¡Traddles! le respondí; pues en efecto habia notado sobre todo este nombre y el de Steerforth.

— Justamente, y vos, ¿quién sois? me preguntó Tommy Traddles.

Dile mi nombre, y á sus instancias contéle toda mi historia.

¡Qué casualidad tan dichosa para mí que Tommy fuese el primero que regresase al colegio! Con su carácter se rió hasta tal punto del rótulo aquel, que me evitó el embarazo de mostrarlo ó de esconderlo; puede decirse que fué él quien hizo los honores de mi presentacion á los demas compañeros, pequeños y grandes, diciéndoles :

— ¡Mirad, aquí tenemos con qué reirnos un poco!

Un poco de vergüenza se pasa pronto, y gracias á esta brusca introduccion no llamé mucho la atencion de mis compañeros, aunque hay que advertir que la mayor parte de estos volvian muy tristes y que no metieron tanta bulla á costa mia como lo habia creido en un principio. Hubo, sí, algunos que bailaron alrededor mio, como los indios salvajes bailan alrededor de un prisionero. Algunos no pudieron resistir á la tentacion de suponer que yo era un perro, para acariciarme y halagarme, como si tuviesen miedo de ser mordidos, diciéndome : « ¡Qué bonito! ¡qué bonito! » y llamándome : « ¡Jazmin! » Esto me humillaba no poco delante de personas extrañas; experimenté cierta confusion, derramé algunas lágrimas, pero en resúmen salí mejor librado de lo que creia.

No obstante, no se me consideró como formalmente aceptado en el colegio hasta que llegó Mr. Steerforth, que era una especie de cabecilla : pasaba por saber mucho, tenia un aire de distincion natural, y lo menos que me llevaba eran seis años. Me condujeron ante él como ante un magistrado, se hallaba sentado debajo de un sobradillo como hubiera estado debajo de un palio de ceremonia, y me preguntó sobre los motivos de mi castigo.

— Vamos, dijo él, es una injusticia.

Agradecí en el alma semejante sentencia.

— ¿Teneis dinero, Copperfield? me preguntó en seguida llevándome aparte así que hubo decidido sobre mi porvenir.

— Sí, siete chelines.

— Obrariais prudentemente confiándomelos, me dijo, yo os los guardaré... si no teneis inconveniente, pues nadie os obliga á ello.

Apresuréme á ejecutar aquella invitacion amistosa, y abriendo el bolsillo de Peggoty me apresuré á vaciarlo en la mano de J. Steerforth.

— ¿Quereis gastar algo ahora? me preguntó.

— No, gracias.

— Si quereis algo, ya sabeis que no teneis mas que hablar, añadió mi nuevo protector.

— No, no, muchas gracias, repetí.

— Quizás no os disgustaria gastar dos ó tres chelines en una botella de vino de grosella, que beberíamos esta noche en el dormitorio, dijo Steerforth... pues sé que sois de mi dormitorio.

— Sí, eso no me disgustaria, respondí, por mas que tal cosa no se me hubiese ocurrido un momento antes.

— Muy bien, añadió Steerforth; tambien os complacerá el gastar otro chelin en pasteles de almendra, ¿no es esto?

— Sí, eso me gustaria bastante.

— Y otro chelin en bizcochos, y otro en fruta. ¡Eh! ¡ya os veo venir, amigo Copperfield!

Al decir esto mi protector se sonreia, y yo me sonreia como él, pero interiormente no estaba tranquilo del todo.

— Perfectamente, me dijo; haremos todo lo que puede hacerse con una cantidad parecida, y os prometo, en cuanto á mí, que no me quedaré atrás. Tengo permiso para salir, y entraré nuestras provisiones á hurtadillas.

A esto se metió el dinero en el bolsillo, y añadió con benevolencia que podia yo quedar tranquilo, porque se encargaba de todo.

Fué fiel á su palabra, y no tuve nada que echarle en cara, por mas que en el fondo de mi corazon experimentase por mi cuenta cierto remordimiento en gastar así de un golpe los chelines de mi madre. Así que quedó cerrado el dormitorio y que no hubo mas luz que los rayos de la luna que penetraban á través de los cristales, Steerforth depositó encima de mi cama las provisiones, diciendo :

— Hé aquí esto, amigo Copperfield; ahí teneis con qué poder dar un banquete real.

A mi edad, con un compañero como él á mi lado, no podia pensar en hacer los honores del festin; la sola idea hubiera paralizado mi mano. Supliquéle, pues, que presidiera; mi peticion fué apoyada por los demas colegiales de nuestro dormitorio, accedió á ello, sentóse sobre mi almohada, distribuyo los pasteles con suma igualdad, y á cada cual escanció su parte de vino de grosella en un vaso que le pertenecia particularmente. Yo me hallaba á su izquierda, y los demas convidados, puestos á nuestro alrededor, bien sobre las camas mas cercanas o en el suelo.

Recuerdo todos los detalles de nuestro festin y nuestra conversacion en voz baja, ó mejor dicho la suya, pues por mi parte me contenté con escuchar religiosamente : la luna dibujaba en el suelo la forma decalcada de la ventana, á través de la cual se introducian oblícuamente sus rayos en el dormitorio : aquella especie de crepúsculo lunario se iluminaba tambien artificialmente cuando Steerforth, para ver mejor las golosinas que comíamos, introducia un fósforo en una cajita, de donde salia como un cohete, despidiendo una llama azulada que se apagaba casi en seguida. Fácil es adivinar la impresion que debió producir en mi imaginacion de niño aquella fiesta secreta, celebrada con tanto misterio, á media noche y en que cada convidado hablaba bajo : por momentos no podia desechar del todo un sentimiento de vago terror, y no me sonreia cuando Traddles pretendia distinguir un alma en pena en algun rincon.

Púsoseme al corriente del colegio y de todo lo que pertenecia ó dependia de él. Supe que si Mr. Creakle se habia vanagloriado de ser un tártaro, razon tenia en ello, pues era el director de colegio mas duro y severo, pasando el dia en ejecutar él mismo sus propios juicios sobre sus discípulos : Steerforth añadia que aquello era lo único que sabia hacer, pues era tan ignorante como el último de los colegiales. Su primer oficio no le habia salido bien; pues antes de hacerse director de colegio habia vendido cebada en un arrabal de Londres, y habiendo perdido en su comercio el dote de mistress Creakle, acabó por declararse en quiebra. Asombrado estaba de todo lo que sabian mis condiscipulos : dijéronme tambien que el hombre de la pata de palo, que se llamaba Tungay, era otro animal que allá en sus tiempos habia ayudado en su comercio á Mr. Creakle, rompiéndose una pierna al servicio de su amo, lo cual explicaba suficientemente como aquel servidor leal le habia seguido á su empresa escolar; pero segun los discípulos, á quienes esta suposicion no costaba gran cosa, tenia mayores títulos á la gratitud de Mr. Creakle, cuanto que era el confidente y aun el complice de alguna que otra accion poco delicada. Ademas, Tungay conceptuaba á todo el mundo, excepto á Mr. Creakle, como á su enemigo natural, y se complacia en hacer el mal. El director tenia un hijo que no era del agrado del cojo: como el hijo se contaba en el número de los profesores, no temia dirigir alguna que otra observacion á su padre con respecto á la severidad cruel que este mostraba para con sus discípulos; tambien se habia permitido protestar contra la tiranía que se ejercia con su madre. Por lo cual Mr. Creakle le habia echado fuera; y desde entonces, segun me dijeron, mistress y miss Creakle derramaban abundantes lágrimas.

Pero lo mas maravilloso que aprendí sobre la conducta y modo de obrar del director del colegio, fué que en el colegio habia un muchacho á quien no se atrevia á pegar; aquel colegial era J. Steerforth, quien confirmaba dicha observacion siempre que venia al caso, diciendo :

— Quisiera que se atreviese á tocarme.

— ¿Y si os pegase? le preguntó un dia un colegial tímido — hay que advertir que no era yo.

Steerforth encendió un fósforo como si hubiese querido iluminar su respuesta.

— Si se atreviese, empezaria por pegarle un botellazo con la botella de la tinta que está encima de la chimenea.

Al oir semejante respuesta, cada cual de nosotros no pudo menos de admirar á nuestro compañero.

Supe tambien que las pagas de Mr. Sharp y Mr. Mell no eran pagadas con suma puntualidad. Cuando servian á la mesa de Mr. Creakle un plato de carne fiambre y un asado que humeaba, casi estaba convenido que Mr. Sharp preferiria siempre el fiambre.

— Es la pura verdad, dijo Steerforth, que era el único discípulo que comia alguna vez que otra con el director.

— ¿Y Mr. Sharp cree que su peluca le sienta bien? dijo Traddles : no es preciso que esté tan orgulloso, pues por el cogote le asoman unos pelos de cofre...

Vaya otro detalle : uno de los pensionistas, hijo de un comerciante en carbones, pagaba su pension proveyendo de carbon al colegio ; de aquí se le puso el apodo de Troc. Al menos de aquel modo estaban seguros que no les faltaria el combustible; pero la cerveza de la comida era, segun decian, un robo que se hacia á los padres, y el pudding tan cacareado en los prospectos no era mas que una decepcion. Hablóse de miss Creakle; todos confesaron que estaba enamorada de J. Steerforth; y ciertamente no tenia nada de particular que así fuera si se piensa en la agradable voz que poseia nuestro compañero, en su aire distinguido, en su rizada cabellera y en sus modales corteses.

¿Y qué decian de Mr. Mell? Que no era un hombre malo, pero que no tenia ni un sueldo y que su madre era mas pobre que Job. Recuerdo mi almuerzo en aquella casa-asilo de beneficencia y aquella anciana que habia llamado á Mr. Mell mi Cárlos; pero soy feliz pudiendo añadir que respecto á esto no dije ni una sola sílaba.

Toda aquella conversacion se prolongó mucho despues del banquete. Luego cada convidado se fué á su cama : solo quedábamos Steerforth y yo: mi protector me dijo al retirarse:

— Buenas noches, amigo Copperfield, ya cuidaremos de vos.

— Sois sumamente bueno, respondíle con gratitud; buenas noches.

Confieso que me tuve por muy feliz en que me protegiera un chico que tanto ascendiente tenia sobre los demas. ¿Quién me habia de decir que un dia?... Pero aquí cuento solo mis recuerdos de colegial.

Las clases empezaron sériamente á la mañana siguiente. Recuerdo qué impresion me produjo el inmenso vocerío que se oia en la sala de estudio y el silencio sepulcral que sucedió de repente á aquella gritería. Despues del almuerzo vimos aparecer á Mr. Creakle... paróse en la puerta y echó una mirada, como el gigante del cuento al pasar revista á sus esclavos.

Tungay estaba al lado de Mr. Creakle. Se me figura que hubiera podido dispensarse de gritar con un acento tan feroz: « ¡Silencio! » pues todos permanecíamos callados é inmóviles.

Vimos que Mr. Creakle movia los labios, y oimos á Tungay un discurso, que es este, poco mas ó menos :

— « Así, pues, discípulos, ya estamos en un segundo semestre. Atencion, y escuchad lo que en él debeis hacer. Os aconsejo que os apliqueis al estudio, pues por mi parte yo me aplicaré al castigo. No mostraré la menor debilidad, no; por mas que os froteis no se borrarán los cardenales que os marcaré en el pellejo; así, pues, cada cual á sus quehaceres. »

Despues de un exordio tan formidable, Mr. Creakle se acercó á mi banco y me dijo que si mi fama consistia en morder, él no era menos célebre en morder á su manera.

Enseñándome su baston me dijo:

— ¿Qué tal os parece este diente?... ¿está bien puntiagudo? ¿Creeis que puede hacer buena presa?

Y cada una de estas preguntas iba acompañada de un bastonazo que me hacia estremecer de piés á cabeza. No tardé en ser, como decia J. Steerforth, uno de los caballeros de Salem-House, gracias á esta correccion.

Participé tan señalada y particular muestra de distincion con otros varios. Mr. Creakle, al dar la vuelta alrededor de la sala, se paraba delante de cada discípulo, y la mayor parte, los pequeños sobre todo, tenian la honra de que el baston acariciase sus espaldas. Temeria que se me creyese exagerado si dijese que la gran mayoría demostró á los demas, con sus gritos y llantos, que Mr. Creakle volvia de los baños de mar mas tirano que nunca.

Creo que ningun maestro de escuela haya gozado de su profesion con una fruicion parecida á la de Mr. Creakle.

Zurrar á los chicos era una necesidad para él, un apetito de que no podia dispensarse. No resistia al placer de abofetear á un chico carrilludo; un par de mofletes colorados ejercian en él una verdadera fascinacion : mirábalos por la mañana con una envidia tentadora, y no se pasaba el dia sin que él hubiese hallado la ocasion de procurar al reverso de su mano un encarnado mas subido.

Puedo hablar con conocimiento de causa; pues mis mejillas eran abultadas. No puedo pensar ahora mismo en Mr. Creakle sin experimentar una indignacion desinteresada, que me sublevaria si hubiera podido conocerle sin haberle pertenecido; pero me indigno porque sé la incapacidad que se unia á aquella brutalidad, en aquel hombre, tan poco á propósito para dirigir niños como para ser almirante ó general en jefe, — dos cargos en los cuales hubiera sido mucho menos perjudicial de seguro que en el de director de un colegio.

Y nosotros, infortunadas víctimas de un ídolo implacable, ¡con cuánta abyeccion no tratábamos de calmarle!... ¡Qué vergüenza! Hoy comprendo, ¡qué vergüenza y qué degradacion, aun para niños, someterse tan servilmente á un hombre de tan excaso mérito!

Aun recuerdo cuando, sentado á mi pupitre, espiaba humildemente su mirada, mientras él trazaba líneas en el cuaderno de una víctima que enjugaba sus ojos. Una doble hilera de niños espiaba, como yo, aquella mirada funesta con la misma ansiedad, no sabiendo á quién le va á tocar el turno. Creo, en verdad, que, á pesar de su fingida indiferencia, nos acecha á su vez y goza malignamente de aquella cruel fascinacion que ejerce sobre sus tiernas víctimas : adivínase en su mirar torcido, y en breve, habiendo escogido otro culpable : « ¡Venid aquí! » le dice. El desgraciado obedece, tartamudea algunas palabras para excusarse y promete enmendarse al dia siguiente. Mr. Creakle le lanza una pulla antes de zurrarle y nosotros nos echamos á reir... como cobardes, reimos, pálidos y temblorosos.

Sentado á mi pupitre cierta tarde abrasadora de verano, recuerdo que me quedé dormitando al oir alrededor de mí el zumbido de unos moscardones; hubiera dado cualquier cosa por poder dormir; pero Mr. Creakle acaba de entrar, mi ojo investigador le sigue, pero por fin sucumbo y mi cabeza cae, y me quedo dormido encima del libro, creyendo observarle siempre en medio de mi sueño; él, sin embargo, se acercó traidoramente por detrás y de un bastonazo me despertó.

Héme aquí en el patio donde se juega, no pudiendo distinguirle, pero con la íntima conviccion que no me pierde de vista. A poca distancia se halla la ventana de la habitacion donde sé que se halla comiendo; aquella ventana me fascina. Si muestra su faz á través de los cristales, la mia toma una expresion de sumision. Si la ventana se abre, todos los colegiales, hasta el mas atrevido, — excepto Steerforth, — interrumpen el juego mas animado.

Cierto dia, Traddles — el chico que mas suerte ha tenido en este mundo — rompió con la pelota un cristal de aquella ventana. Aun tiemblo al recordar tan terrible accidente, como si la pelota hubiese tocado en la sagrada frente de Mr. Creakle.

¡Pobre Traddles! el mas alegre y miserable á la vez de todo el colegio, estaba, como si dijéramos, predestinado á la paliza. Creo que no se pasó ni un solo dia de aquel semestre sin que la recibiese, excepto un lunes que escapó bien, pues no le dieron mas que unas palmetas. Traddles tenia un tio: siempre estaba diciendo que iba á escribir á su tio para quejarse; pero el caso es que no lo hacia nunca. En cambio, despues que escondia su cabeza un momento entre sus manos, la erguia, volvia á tomar su aire jovial, y antes de que estuviesen enjutas sus lágrimas se ponia á pintar monos en su pizarra. Al principio no podia explicarme qué placer hallaba Traddles en dibujar esqueletos, y durante algun tiempo se me figuró que era una especie de ermitaño que con aquellos emblemas de nuestra vida mortal trataba de tener presente que los palos no pueden durar siempre; pero se me figura que designaba con preferencia aquellos muñecos porque eran mas faciles, no exigiendo variedad alguna en la fisonomia.

Por otra parte, Traddles era un muchacho lleno de pundonor, creyendo que el deber inviolable de los condiscípulos era no hacerse jamás traicion unos á otros. En mil ocasiones semejante sentimiento le costó caro, sobre todo una vez : Steerforth se habia reido en la capilla, y el sacristan, creyendo que habia sido Traddles, le echó de su banco. Aun me parece verle salir bajo la custodia del sacristan, en medio de los fieles escandalizados. Jamás quiso decir quién habia sido el verdadero culpable, por mas que le castigaron al dia siguiente y pasó varias horas en el encierro, de donde salió con todo un cementerio de esqueletos dibujados en el forro del diccionario latino. Pero tuvo su recompensa : Steerforth declaró que Traddles no tenia nada de gallina, elogio que todos nosotros apreciamos en su justo valor. En cuanto á mí, puedo asegurar que, á pesar de ser mucho mas jóven que Traddles, me hubiera expuesto á muchas cosas por merecer un elogio semejante.

Agradábame el espectáculo de ver á Steerforth ir delante de nosotros al oratorio, dando el brazo á miss Creakle. No era esta, para mí, tan bonita como Emilia, y no la queria, — verdad es que no me hubiera atrevido; — pero se me figuraba que era una jóven de gran atractivo y de una distincion superior. Cuando Steerforth, vestido de pantalon blanco, llevaba su sombrilla, me sentia orgulloso en conocer á Steerforth, y comprendia que ella debia amarle sin remedio.

Mr. Sharp y Mr. Mell aparecian á mis ojos como dos personajes notables; pero Steerforth era con respecto á Mr. Sharp y á Mr. Mell lo que el sol con respecto á dos astros secundarios.

Sleerforth continuó protegiéndome, y su amistad me fué muy útil, pues nadie se atrevia á molestar á sus protegidos. No lo hacia contra las crueldades de Mr. Creakle; pero ¿hubiera podido hacerlo? Sin embargo, cuando se me trataba con mas crueldad que de ordinario, me decia que yo necesitaba un poco de su energia, y que en mi lugar no se dejaria tiranizar así.

Queria así animarme, y se lo agradezco : la misma barbarie de Mr. Creakle tuvo de bueno para mí que me libertó de aquel rótulo. Echó de ver que me servia como de coraza contra sus bastonazos, razon por la cual no tardó en despojarme de ella.

Una circunstancia particular cimentó mi amistad con Steerforth : fué para mí un motivo de orgullo, aunque no sin inconvenientes. No sé á propósito de qué, comparé cierto dia una persona á uno de los héroes de Peregrine Pickle.

— ¿Habeis leido esa novela? me preguntó Steerforth aquella noche así que subimos al dormitorio.

— No solo esa, sino otras muchas, le respondí, explicándole el por qué.

— ¿Y las recordais?

— Ciertamente que sí. Y era verdad, pues tenia una memoria excelente.

— Pues bien, no sabeis una cosa, mi querido Copperfield. Me las contareis. Me duermo con trabajo, y todas las mañanas me despierto muy temprano; daremos un repaso á nuestras novelas; haremos una especie de Mil y una Noches.

Halagóme semejante proyecto, y aquella misma noche lo pusimos en práctica. ¡Ah! ¡cómo debí tratar á mis autores favoritos, haciéndome su intérprete! Pero tenia la fé del ingénuo lector, y quizás cierto modo de contar con una sencillez séria que debia agradar á mis auditores.

Desgraciadamente muchas veces me acometia el sueño, otras no me hallaba dispuesto á continuar una penosa tarea que sin embargo era preciso llenar á toda costa... ¡Pero cómo descorazonar a Steerforth! ¡cómo pensar en desagradarle! Ademas, por la mañana, si me sentia cansado y dispuesto á saborear una hora de reposo de mas, me divertia muy poco verme despertado como la sultana Scheherazade, y obligado á narrar largas aventuras antes de que sonase la campana. Pero Steerforth era un oyente resuelto, y como en cambio me explicaba mis lecciones de aritmética, mis temas y todo cuanto habia de difícil en mis lecciones, ganaba algo en aquella transaccion nuestra : quiero, sin embargo, hacerme la justicia de que el interés ni el temor no me movian á tal cosa. Admiraba y queria á Steerforth, y su aprobacion me compensaba ampliamente.

En cambio Steerforth mostraba ciertas atenciones hácia mí, y me lo probó en una circunstancia en que Traddles y los otros tuvieron que sufrir el suplicio de Tántalo. En el segundo mes del semestre llegó la carta prometida de Peggoty, carta cariñosa, acompañada de un pastel rodeado de doce naranjas y de dos botellas de vino de primavera. Como era consiguiente, deposité este tesoro á los piés de Steerforth para que dispusiese de él.

— No, mi querido Copperfield, me dijo, el vino servirá á refrescaros el paladar cuando me conteis historias.

Me puse mas encarnado que la grana, y le supliqué modestamente que renunciase. Pero él pretendió haber observado que algunas veces tartamudeaba y no quiso que nadie probase ni una sola gota. Apoderóse, pues, de las botellas, que guardó en su baul, al lado de su cama, y él mismo me administró el contenido cada vez que juzgaba que necesitaba refrescarme, merced á un cañon de pluma adaptado al corcho. A veces, para hacer soberano el específico, añadia un gajo de naranja ó una pastilla de menta, y aunque esto no componia precisamente una cosa muy estomacal, segun la receta de la Facultad, me lo tragaba con cierto agradecimiento.

Peregrine Pickle duró cerca de un mes, y otro tanto cada una de mis historias. Lo que hay de cierto es que el colegio no habia acabado aun su provision de cuentos cuando el narrador habia dado ya fin á sus refrescos.

¡Pobre Traddles!... no puedo pensar jamás en este discípulo sin que no me sienta con ganas de reir y llorar á la vez... A mi lado desempeñaba el papel de coro en las piezas antiguas, afectando convulsiones de hilaridad en los pasajes graciosos, y temblando como la hoja del árbol cuando sobrevenia una peripecia alarmante. Algunas veces me encontraba apurado. Una de sus bromas de costumbre era pretender no poder menos de castañetear con los dientes cuando era cuestion de cierto alguacil de las aventuras de Gil Blas, y cuando Gil Blas halla en Madrid al capitan de bandoleros, y mi desgraciado bufon aparentaba tal acceso de asombro, que acabó por que lo oyese Mr. Creakle, que andaba rondando por los pasillos como un gato que acecha una presa. Traddles fué, pues, acusado, convicto y confeso por haber turbado el órden en el dormitorio.

Todo cuanto en mí habia de visionario y novelero, estuvo entretenido y sobreexcitado por aquellos continuos relatos de historias y cuentos narrados en medio de la oscuridad. Bajo este punto de vista era un ejercicio expuesto. Pero me estimulaba la gloria de verme querido y buscado como un discípulo inapreciable para divertir á los demas, pues mi habilidad llamó la atencion entre mis condiscípulos.

En un colegio dirigido por un sistema de crueldad, bien sea un necio ó un hombre capaz el que preside, se expone uno á no aprender gran cosa. Creo que los discípulos de Mr. Creakle eran tan ignorantes como el que mas : la mayor parte de las veces se les castigaba y pegaba para que aprendiesen algo. ¿Qué aprende en la vida un hombre atormentado por una persecucion incesante? Con mi vanidad y la ayuda de Steerforth se desarrolló mi virgen inteligencia, y aunque me castigaban con la misma severidad que á los demas, por mi parte era una excepcion, pues trataba de instruirme un poco.

Debílo no poco á los cuidados de Mr. Mell, que concibió por mí un cariño que recuerdo con gratitud. Me afligia el ver que Steerforth le trataba con un desprecio sistemático y aprovechaba gustoso la ocasion de herir su amor propio. Estaba tanto mas pesaroso, cuanto que, no teniendo ningun secreto para Steerforth, le habia contado nuestra visita á las dos pobres, y estaba temiendo á cada paso que mi condiscípulo se lo dijese para humillarle.

Ni él ni yo sospechábamos las consecuencias que debia traer el haber introducido mi insignificante persona en aquel asilo de caridad, donde me dormí al son de la flauta y á la sombra de dos plumas de pavo.

Cierto dia en que Mr. Creakle se habia quedado indispuesto en su habitacion, lo cual nos procuraba cierta alegria, la clase de por la mañana habia alborotado demasiado. En vano el temible Tungay se presentó hasta tres veces para restablecer el órden y apuntar el nombre de los mas alborotadores. El de la pata de palo no consiguió nada : como estábamos seguros que al dia siguiente se nos castigaria, queriamos gozar de un dia de libertad.

Era un sábado, y el uso hacia de aquel dia casi casi uno de fiesta; como el tiempo no estaba á propósito para dar un paseo, se nos dió la órden de volver á las clases por la tarde. Hubiéramos podido turbar el reposo de Mr. Creakle jugando debajo de sus ventanas; contentáronse con imponernos algunos ejercicios fáciles, preparados ad hoc. Aquel dia le tocaba salir á Mr. Sharp para dar á rizar su peluca; de suerte que Mr. Mell, que recibia el pobre todas las cargas, presidia solo la clase.

Si pudiera asociar la imágen de un oso ó de un toro con un hombre tan dulce como Mr. Mell, le compararia á uno de aquellos animales acosado por una jauria de perros. Le recuerdo en lo mas fuerte de la pelea, apoyando su pobre cabeza en su huesosa mano y tratando de continuar su trabajo en medio de un tumulto capaz de causar un vértigo á un orador de la Cámara de los Comunes. Muchachos habia que se levantaban de su asiento para ir á jugar al gato en un rincon; otros reian, otros cantaban, otros hablaban en voz alta, y mas de uno bailaba; esto sin contar con dos que hacian gestos y muecas al pobre Mr. Mell, riéndose á su espalda, convirtiéndole en ridículo, burlándose de su pobreza, de sus botas, de su frac raido, de su madre, en fin de todo aquello que debian haber respetado.

— « ¡Silencio! » exclamó Mr. Mell levantándose de repente y pegando con un libro encima de su pupitre. ¿Qué quiere decir esto? Ya no se puede aguantar mas; hay para volverse loco. ¿Cómo teneis valor para conduciros connmigo de este modo?

El libro con que habia pegado encima de su pupitre era mio. Como en aquel momento me hallaba á su lado, pude seguir la mirada de indignacion que echó alrededor de la sala, donde los colegiales se pararon inmediatamente, unos sorprendidos, otros algo intimidados y otros sintiendo quizás un remordimiento.

El sitio de Steerforth estaba al último de la sala : se encontraba allí apoyado negligentemente en la pared, con las manos en los bolsillos y mirando hácia Mr. Mell, con los labios medio cerrados, como uno que silba.

— ¡Silencio, señor Steerforth! exclamó Mr. Mell.

— Empezad por callaros, replicó Steerforth, poniéndose encendido como una amapola; ¿á quién creeis que hablais?

— ¡Sentaos! díjole Mr. Mell.

— Sentaos vos si quereis, replicó Steerforth, y ocupaos de vuestros asuntos.

Levantóse un murmullo de aprobacion; pero Mr. Mell estaba tan pálido que no tardó en restablecerse el silencio. Un discípulo que se habia adelantado imitando á su madre, con la mano extendida para recibir limosna, renunció á aquella parodia y pretendió que solo habia querido presentarle su pluma para que la cortase.
Cuando me falteis al respeto sereis un mendigo impudente.

— ¿Pensais, Steerforth, dijo Mr. Mell, que ignoro el influjo que podeis ejercer aquí sobre los demas?

Al hablar así, posó, maquinalmente supongo, la mano sobre mi cabeza.

— ¿Por ventura no os he visto hace algunos minutos excitando á los demas á ultrajarme de todos los modos posibles?

— No me tomo el trabajo de pensar en vos, dijo friamente Steerforth; no tengo nada mas que responderos.

— ¿Debeis, por ventura, añadió Mr. Mell con los labios convulsos por la cólera, podeis abusar de vuestro favoritismo para insultar á un caballero?

— ¿A un qué? ¿dónde está el caballero? preguntó Steerforth con ironia.

Al llegar aquí, hubo uno que gritó:

— ¡Oh! ¡J. Sleerforth, eso es indigno!

El que así hablaba era Traddles. Mr. Mell le detuvo en seguida, intimándole á que se callara, y continuó :

— Sí, para insultar á una persona que no se halla en una situacion feliz, y que jamás os ha ofendido en lo mas mínimo. En vuestra edad, podeis comprender perfectamente las mil y mil razones que teneis para no obrar así; por consiguiente cometeis un acto vil y bajo. Ahora podeis sentaros, ó continuar de pié, como mas os plazca, señor mio... Copperfield, continuad la leccion.

— ¡Un momento, Copperfield! dijo Steerforth que se adelantó hasta el medio de la clase. Quiero enseñaros una cosa, Mr. Mell, una vez para todas. Cuando os tomais la libertad de tratarme de vil ó de bajo, ¿sabeis lo que sois? ¡un mendigo impudente! Siempre sois un mendigo, ya lo sabeis; pero cuando me falteis al respeto, sereis un mendigo impudente.

Yo no sé lo que iba á pasar entre ellos : ¿Mr. Mell hubiera pegado á Steerforth ó este al pasante? Quizás ninguno de los dos tenia la intencion, pero de repente los muchachos se quedaron como petrificados : Mr. Creakle apareció en medio de ellos trayendo a Tungay á su derecha; mistress y miss Creakle asustadas se habian detenido en la puerta. Hasta el mismo Mr. Mell, con los codos sobre su pupitre y el rostro entre sus manos, guardaba un profundo silencio.

— Mr. Mell, le dijo el director, sacudiéndole de un brazo, y dejándose oir tan distintamente à pesar de su extincion de voz, que el hombre de la pata de palo juzgó inútil repetir sus palabras, Mr. Mell, ¿espero que no habreis olvidado quien sois?

— No, señor, no, respondió el pasante, descubriéndose el rostro y restregándose las manos en señal de una viva agitacion... No, señor, no. No me he olvidado, y quisiera... que os hubierais acordado algo mas de mí, Mr. Creakle. Hubiera sido por vuestra parte una prueba de solicitud y justicia, y eso me hubiera ahorrado un...

Mr. Creakle, fijando en Mr. Mell su mas dura mirada y apoyándose en el hombro de Tungay, se volvió hácia Steerforth y le dijo :

— Veamos, señor mio, una vez que Mr. Mell no se digna informarme de lo que ha habido, sepamos de que se trata.

Steerforth eludió al principio la respuesta, contentándose con echar una mirada colérica y despreciativa : confieso que al comparar entonces el aire orgulloso de Steerforth con el humilde de Mr. Mell, el discípulo tenia sobre el profesor todas las ventajas de una noble distincion. Por fin, Steerforth se decidió á hablar.

— Preguntadle, le dijo á Mr. Creakle, lo que él entiende por favoritismo.

— ¡Favoritismo! repetió Mr. Creakle, cuyas venas frontales se hincharon insensiblemente, ¡favoritismo! ¿Quién ha hablado de favoritismo?

— Mr. Mell, dijo Steerforth.

— Os suplico, continuó Mr. Creakle volviéndose con cólera hácia donde estaba su pasante, que me digais qué entendeis por favoritismo.

— Creia, señor, replicó Mr. Mell con aire modesto, que ningun discípulo tenia el derecho de prevalerse de los privilegios del favoritismo para denigrarme.

— ¡Para denigraros! ¡á vos! dijo Mr. Creakle cruzándose de brazos y arrugando el entrecejo. ¡Eh! Dios mio, ¿permitidme que os pregunte cómo os llamais?... si, ya que hablais de favoritismo ¿habeis mostrado hácia mí el respeto que me debiais; hácia mí, que soy el jefe de este establecimiento, y á quien debeis vuestro empleo?

— Señor, respondió Mr. Mell, convengo en que no lo hubiera hecho á no estar sobreexcitado.

Aquí volvió á intervenir Steerforth en estos términos :

— Ha añadido que yo era vil y bajo, y yo le he llamado mendigo. A haberme hallado en mi estado natural, no le hubiese llamado mendigo; pero lo he hecho, y estoy dispuesto á sufrir las consecuencias.

Semejante discurso nos pareció á todos nosotros un discurso tumultuoso, y nos entusiasmó por Steerforth, sin que nadie de nosotros se tomase el trabajo de considerar qué consecuencias podian ser aquellas que Steerforth tenia el valor de arriesgar

— Vuestra franqueza os honra, Steerforth, dijo Mr. Creakle; sí, ciertamente que os honra, por mas que esté sorprendido, debo declararlo, de que apliqueis un término semejante á un individuo que está empleado en esta casa y por cuyos servicios recibe un sueldo.

Steerforth murmuró algo entre dientes.

— Noto que eso no es responder, dijo Mr. Creakle. Espero algo de mas esplícito, Steerforth.

Si Mr. Mell me habia parecido vulgar á mis ojos de niño al lado del altivo y noble discípulo, no sabré decir cuánto mas vulgar se me apareció en aquel momento Mr. Creakle.

— Que se atreva á negarlo, dijo Steerforth.

— ¿Negar que es un mendigo, Steerforth? exclamó Mr. Creakle. ¿Dónde vá á mendigar?

— Si él no lo es, en cambio lo es su parienta mas cercana, dijo Steerforth, y eso viene á ser lo mismo.

Steerforth me miró y Mr. Mell me apoyó suavemente la mano sobre el hombro: si hubiese apartado la vista de Steerforth y la hubiese fijado en mis ojos, en ellos hubiera podido leer la expresion de mis remordimientos.

— Ya que quereis que me justifique, continuó Steerforth, y que me explique, — tengo entendido que su madre vive en un hospicio de mendigos.

La mano de Mr. Mell no se separó de mi hombro, y se me figuró que decia en voz baja : « Me lo esperaba. »

Mr. Creakle se volvió hácia su pasante con ceño severo y una cortesanía afectada.

— Ya lo ois, Mr. Mell, dijo; tened la bondad de desmentir esto delante de toda la clase.

— Señor, respondió Mr. Mell en medio de un profundo silencio, no tengo nada que desmentir; lo que ha dicho es verdad.

— Entonces, sed suficientemente bueno, prosiguió Mr. Creakle echando una mirada al rededor de la sala, para declarar públicamente que por mi parte ignoraba hasta ahora semejante cosa.

— Se me figura que no lo sabiais positivamente, replicó Mr. Mell.

— ¿Nada mas que positivamente?

— Quiero decir que no habeis sospechado nunca que mi situacion fuese excesivamente ventajosa. Bien sabeis qué cargos desempeño aquí.

— Ya que hablais de eso, dijo Mr. Creakle hinchándosele cada vez mas las venas, temo que hayais tomado mi colegio por una escuela de caridad. Mr. Mell, creo que debemos separarnos, y cuanto antes mucho mejor.

— Mas pronto, será ahora mismo, replicó Mr. Mell.

— A vuestro gusto, añadió Mr. Creakle.

— Me despido de vos, Mr. Creakle, y de todos vosotros, mis queridos discípulos, dijo Mr. Mell echando una mirada alrededor y dandome nuevos golpecitos en el hombro. Steerforth, el mejor deseo que puedo dejaros al partir, es que llegue un dia en que os avergonceis de lo que habeis hecho hoy. En cuanto á ahora, no os querria como amigo, ni como amigo de las personas que me interesan.

Apoyó por última vez la mano encima de mi hombro, luego, cogiendo su flauta y algunos libros de su pupitre, se marchó del colegio con todo su equipaje debajo del brazo. Mr. Creakle pronunció entonces un discurso por el órgano de Tungay, agradeciendo á Steerforth que hubiese defendido (aunque quizás muy calorosamente) la independencia y consideracion de Salem-House : acabó dando un apreton de manos á Steerforth, y lanzamos tres gritos... Aquellos tres gritos eran tambien en obsequio de Steerforth, al menos esa fué mi intencion, á pesar del penoso sentimiento que embargaba mi alma. Por fin, Mr. Creakle sacudió algunos palos á Traddles, para castigarle porque lloraba en vez de aplaudir como los demas la marcha de Mr. Mell.

Despues de esta ejecucion, volvió á su lecho ó á su sofá.

Abandonados así á nosotros mismos, cambiamos miradas poco triunfantes. En cuanto á mí, experimenté tal remordimiento por lo que habia sucedido, que creo que me hubiese echado á llorar como Traddles, á no ser por el temor de que creyesen que abandonaba la causa de mi amigo Steerforth... ó mejor dicho mi protector, si pienso en la diferencia de edades. Se enfadó mucho con Traddles, y le dijo que se alegraba mucho que se hubiese presentado una ocasion para conocerle.

El pobre Traddles, que trataba de distraerse de los últimos golpes que acababa de recibir al dar vida y ser á una nueva familia de esqueletos, segun su costumbre, respondió que no le importaba nada la opinion de Steerforth y que creia que Mr. Mell habia sido tratado de un modo infame.

— ¿Y quién le ha tratado infamemente, especie de holgazanzuelo? le dijo Steerforth.

— Vos mismo, replicó el otro.

— ¿Y qué habia hecho yo á Mr. Mell?

— ¿Que qué le habiais hecho? replicó Traddles; habeis herido su amor propio y le habeis quitado su colocacion.

— Su amor propio, respondió desdeñosamente Steerforth; su amor propio se curará bien pronto, estad seguro; no es como el vuestro, señorito Traddles; en cuanto á su empleo... famoso empleo, ¿no es esto? ¿Creeis que no voy á escribir á mi madre para que se le dé una indemnizacion?

Hallamos que Steerforth tenia nobles intenciones : la madre de mi condiscípulo era una señora viuda, muy rica, que, segun decian, no rehusaba nada á su hijo. Acabamos por alegrarnos mucho que respondiese á Traddles de aquel modo, y subimos á Steerforth al quinto cielo, — sobre todo cuando se dignó declararnos que lo que habia hecho era en interés nuestro.

A pesar de todo lo que me dijo, lo que es aquella noche, en tanto que contaba una historia en la oscuridad del dormitorio, se me figuró oir mas de una vez la flauta de Mr. Mell que resonaba melancólicamente, y cuando Steerforth se durmió, sufrí mucho al cerrar los ojos para querer dormirme, pues pensaba que probablemente el desgraciado preceptor buscaba algun sitio en que consolarse con su querido instrumento.

Olvidéle, sin embargo, á fuerza de admirar á Steerforth que, hasta que llegó su sucesor, le reemplazó con el aire de confianza de un aficionado, sin la ayuda de un libro, como si lo hubiese sabido todo de memoria.

El nuevo inspector, antes de ocuparse de su cargo, comió en la mesa de Mr. Creakle en compañía de Steerforth, á quien se le presentó de aquel modo á fin de que pudiera dar su parecer. Steerforth le halló á su gusto y nos le ponderó como muy superior á Mr. Mell. Quizás realmente lo era, pero no se tomó el mismo trabajo que se habia tomado Mr. Mell para instruirme.

Voy á citar aquí, pues tengo varias razones para ello, otro hecho que, fuera de los incidentes diarios del colegio, hizo época para mí.

Una tarde, Tungay dejó oir en la clase su voz de trueno para decir :

— Una visita para Copperfield.

Mr. Creakle y Tungay, despues de haber cambiado entre si algunas palabras para decidir si recibiria ó no la visita, se acordó que saliese á verla al refectorio. Acudí con gran zozobra, preguntándome quién podia ser, creyendo al principio en Mr. ó en miss Murdstone, luego en mi madre, á cuya idea no tuve valor para abrir el pestillo de la puerta que ya habia cogido mi mano : me detuve para que mi corazon cobrara aliento.

Al entrar no ví á nadie : así que se calmó mi emocion, reconocí á Mr. Peggoty y á Cham que, apoyados contra la pared, me saludaban quitándose el sombrero hasta los piés. No pude menos de reirme, sobre todo de gozo : las lágrimas reemplazaron á la risa y nos estrechamos la mano cordialmente.

Mr. Peggoty halló que yo habia crecido mucho, lo mismo que Cham. Les pregunté cómo seguia mi madre, mi querida Peggoty, mistress Gummidge y Emilia, — série de preguntas á las que me respondieron sucesivamente; — luego, despues de un intervalo de silencio, Mr. Peggoty sacó de su bolsillo dos langostas enormes, un gran cangrejo de mar y un saco de langostinos.

Al dármelos, me dijo :

— Ya veis cómo no nos hemos olvidado que era lo que mas os gustaba; la vieja, la viuda del compañero, los ha cocido.

Agradecíselo en el alma.

Mr. Peggoty me participó en seguida que su hermana, sabiendo que él debia ir con su barco desde Yarmouth á Gravesend, le habia enviado las señas del colegio, encargándole que no dejase de ir á verme á Salem-House.

— Y como el viento y la marea nos han ayudado, continuó, aquí nos teneis.

Cada vez estaba mas loco de alegría, y las preguntas menudeaban que era un gusto.

— ¿Con que creeis que he crecido mucho y que me he desarrollado? le dije á Mr. Peggoty. ¿Tambien Emilia debe estar muy crecidita?

— Sí, respondió; está hecha una mujercita.

Y con el entusiasmo de una verdadera afeccion paternal, Mr. Peggoty me contó todos los progresos, todas las perfecciones de tan encantadora criatura. En esto llegó Steerforth, y viéndome en un rincon con dos extraños, interrumpió una cancion que tarareaba para decirme :

— No sabia que os halláseis aquí, mi querido Copperfield.

En efecto, Mr. Creakle no habia juzgado á propósito recibir á dos pescadores, por mas que estuviesen vestidos con sus trajes de dia de fiesta, en la sala destinada á las visitas.

— No os vayais, Steerforth, le respondí; pues estaba orgulloso pudiéndole presentar á mis dos individuos, y dándole á conocer Peggoty y Cham. No os vayais, Sleerforth, os lo suplico. Os presento á dos pescadores de Yarmouth, — dos personas tan buenas como amables, — parientes de mi querida Peggoty, y que han venido á verme desde Gravesend.

— Sí, sí, dijo Steerforth, me alegraré mucho conocerles. Señores, tengo el gusto de saludaros.

¡Qué franqueza en sus modales! ¡qué gracia natural y qué distincion! Su voz tenia un timbre que seducia. Verdaderamente tenia un atractivo al que pocas personas podian resistir. No me extrañó que produjese su efecto de costumbre en el tio y el sobrino.

— Cuando veais á mi querida Peggoty, les dije, ó cuando Emilia le escriba, quiero que sepan en casa que Steerforth ha sido sumamente bueno para mí, y que á no ser por él no sé qué seria de mí en este colegio.

— ¡Vaya, vaya, no hay que decir nada de eso! exclamó Steerforth echándose á reir.

— Y si Steerforth va alguna vez al condado de Suffolk, estad seguro, Mr. Peggoty, proseguí, que le conduciré á Yarmouth, para que vea vuestra casa. No habeis visto nunca, estoy seguro, una casa semejante, amigo mio; está dentro de un barco.

— ¡Es posible! exclamó Steerforth. En ese caso, ¡es la casa que convenia á unos marinos como estos!

— Teneis razon, señorito, exclamó Cham, sumamente orgulloso por el cumplido que dirigia á su tio; es un marino consumado.

A Mr. Peggoty le halagó tanto como á su sobrino, por mas que su modestia le impidiese recibir aquel cumplido con tanto júbilo como á su sobrino.

— Gracias, mil gracias, hago mi oficio lo mejor que puedo, respondió él.

— Pues eso es ya mucho hacer, replicó Steerforth.

Los cumplimientos que cambiamos entre nosotros aun fueron mas allá, tan contentos estábamos unos de otros.

Cuando Mr. Peggoty y Cham se hubieron despedido al fin de nosotros, trasladamos secretamente nuestras langostas y demas al dormitorio, donde tuvimos un gran festin. Pero ¡ay! el único desgraciado fué, como siempre, Traddles. En medio de la noche se despertó presa de horribles cólicos; tuvo una indigestion, para la que fué preciso tragar una infinidad de píldoras y de medicamentos mas negros que la pez. En seguida, como rehusó decir la causa de su enfermedad, recibió por castigo unos cuantos bastonazos y seis capítulos del Nuevo Testamento que tuvo que traducir del griego.

Mis recuerdos de aquel semestre son un caos de nuestras lecciones cotidianas, de pésimas comidas en que el carnero y el buey asados y cocidos alternaban con el buey ó el carnero cocidos ó asados, de puddings grasientos y de tostadas de manteca, de rudimentos con tirones de orejas á cada instante, de pizarras despuntadas ó rotas, de bastonazos y palmetas, de cabellos rapados, de domingos lluviosos, y de diversiones de invierno en la gran sala de estudios, vasto local en que tiritábamos de frio desde por la mañana hasta por la noche, etc.

Por último, en medio de aquella atmósfera de polvo y tinta, la lejana idea de las vacaciones, despues de haberse señalado largo tiempo como un punto imperceptible y estacionario en el horizonte, se adelantó poco á poco como una realidad cada vez mas próxima; despues de haber contado por meses, contamos por semanas, luego por dias. Entonces me llegó mi vez y me pregunté con cierta inquietud si me sacarian del colegio; ¡cual no fué mi alegria cuando Steerforth me dijo que sabia por Mr. Creakle que le habian escrito que me enviase á Blunderstone, y que ya estaba tomado mi asiento en la diligencia de Yarmouth!

Lector, héme aquí en camino en el interior de aquella diligencia : el sueño se apodera de mí; sueño, aun creo hallarme en Salem-House : ¿qué ruido me ha despertado? ¡Alabado sea el cielo! es el mayoral que chasquea su látigo, y no Mr. Creakle rompiendo su baston en las espaldas de Traddles.