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El brazalete de rubíes

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El brazalete de rubíes: Novelas (1920)
de Aleksandr Kuprín
traducción de Nicolás Tasín
El brazalete de rubíes

EL BRAZALETE DE RUBIES



I

Al mediar agosto, poco antes del nacimiento de la luna, el tiempo se había tornado de pronto abominable, como sucede con frecuencia en la costa norte del mar negro. Ya una niebla pesada y espesa se extendía durante días enteros sobre la tierra y sobre el mar, y la enorme sirena del faro mugía furiosamente día y noche, como un buey iracundo. Ya caía sin tregua una lluvia fina, como polvo de agua, que convertía en barro la arcilla de los caminos y las sendas e imposibilitaba el tránsito de carros y coches. Ya un terrible huracán soplaba del Noroeste, del lado de la estepa, y sacudía los árboles, que se encorvaban y se erguían, en un a modo de oleaje, y casi arrancaba los tejados de cinc de las casas de campo, sobre los que parecía que andaba algún ser invisible calzado con pesadas botas. Las ventanas temblaban, crujían las puertas, se oía en las chimeneas el silbo rabioso del viento. Durante uno de los últimos huracanes, algunas lanchas de pesca se habían perdido, y una semana después habían sido hallados, en diferentes puntos de la costa, los cadáveres de los pescadores, arrojados por el mar.

La colonia veraniega del próximo pueblecito marítimo, en su mayoría compuesta de griegos y judíos, gente, como toda la meridional, amiga de gozar de la vida, se apresuraba a retornar a la gran ciudad vecina, por encontrarse ya a disgusto en la playa.

Por los caminos fangosos avanzaban trabajosamente carros cargados de todo género de efectos:

colchones, divanes, cajones, sillas, lavabos, samovares, etc. Daba lástima ver, al través de la fina lluvia incesante, todos aquellos objetos, que parecían miserables, sórdidos, y en lo alto de cuyo hacinamiento iban sentadas las criadas y las cocineras, llevando en la mano planchas, latas y cestas; los caballos, cansados, jadeantes, cubiertos de espuma, no pudiendo a veces andar y deteniéndose en medio del camino, daban también lástima, lo mismo que los cocheros, mojados, envueltos en esteras para protegerse contra la lluvia y gritando con voz acatarrada para hacer andar a los caballos.

Era todavía más triste ver las casas de campo abandonadas, rodeadas de una súbita soledad, con sus jandines devastados y mutilados, sus cristales rotos, sus perros solitarios y todos los vestigios que suelen dejar de su presencia los habitantes efímeros del campo: los pedacitos de papel, los platos rotos, las cajas y los frascos vacíos.

Pero a principios de septiembre el tiempo cambió de un modo inesperado. Los días se tornaron súbitamente claros, soleados, calurosos, como no habían sido ni en julio. Los campos desnudos y enjutos se cubrieron de telas de araña plateadas.

Los árboles, quietos, dejaban caer sin ruido sus hojas amarillas.

La princesa Vera Nicolaievna Cheina, esposa del presidente de la nobleza del distrito, no podía abandonar su casa de campo, porque su casa de la ciudad se hallaba en reparación todavía. Y la regocijaban mucho la vuelta de los días hermosos, la tranquilidad, la soledad, el aire puro, las golondrinas que se posaban en los hilos del telégrafo y se disponían ya a partir a los países meridionales; da ligera brisa, un poco salada, del mar.

II

Además, áquel día, el 17 de septiembre, era su cumpleaños. Siempre había amado aquel día, lleno para ella de recuerdos encantadores de la infancia. Esperaba todos los años, en tal fecha, no sabía qué acontecimiento milagroso y feliz. Su marido, antes de marcharse por la mañana a la ciudad, adonde había sido llamado para un asunto urgente, le había dejado en la mesa de noche un estuche con unos magníficos pendientes de perlas, en forma de peras, y aquel regalo la había llenado de alegría.

Estaba sola en la casa. Su hermano soltero, Nicolás, el fiscal substituto, que vivía con ellos, se había marchado a la ciudad para asistir a la vista de una causa. Su marido le había prometido llevarle de la ciudad, a comer con ellos, a algunos de sus amigos íntimos. Se alegraba mucho de pasar su cumpleaños en el campo. En la ciudad hubiera habido que gastar mucho dinero en una gran comida de gala; acaso hubiera habido que dar un baile, mientras que allí, en el campo, bastaba con algunos gastos insignificantes. El príncipe Chein, a pesar de la alta posición que ocupaba—o quizá con motivo de ella—, tenía que luchar con serias dificultades económicas. Su enorme patrimonio había sufrido no pocos menoscabos. Sin embargo, el príncipe se veía obligado a vivir con esplendidez, a recibir, a emplear en obras de beneficencia sumas considerables, a vestir bien, a tener caballos y coches.

La princesa Vera, cuyo amor apasionado a su marido se había convertido hacía tiempo en una amistad fuerte, fiel y verdadera, le ayudaba lo que le era dable a evitar la ruina completa. Sin que él lo notase, renunciaba a muchas cosas y se esforzaba en límitar cuanto podía los gastos de la casa.

Se encontraba en aquel momento en el jardín, cortando flores para adornar la mesa. No quedaban más flores de verano que algunos claveles de diversos colores y algunas rosas medio mustias; pero, en cambio, había magníficas flores de otoño, georginas y crisantemos, orgullosos de su belleza y fragantes con una fragancia melancólica. Las otras flores, después de un festín de amor y de maternidad ubérrima del verano, dejaban caer sin ruido, en tierra, las innumerables semillas de la vida futura.

Muy cerca, en el camino, se oyeron los sonidos de una sirena de automóvil. La hermana de la princesa Vera, Ana Nicolaievna Friese, llegaba.

Le había prometido por teléfono aquella mañana a Vera ir a ayudarla en los preparativos de la comida. La princesa Vera reconoció la sirena y salió al encuentro de su hermana. Algunos minutos después, una elegante limousine se detuvo ante la puerta; el chauffeur bajó del pescante y abrió la portezuela.

Las dos hermanas se abrazaron cariñosamente.

Desde su tierna infancia estaban unidas por una gran amistad. Sus tipos diferían de un modo asombroso. La mayor, Vera, había heredado de su madre, que era inglesa, la gran estatura flexible, el rostro delicado, pero frío y orgulloso; las manos, bellas, aunque un poco grandes, y los magníficos hombros caídos como los que se ven en algunos retratos antiguos. La menor, Ana, por el contrario, había heredado la sangre mongola de su padre, un príncipe tártaro, descendiente en línea recta, según la leyenda, del propio Tamerlán, el famoso asesino. Era cosa de medio palmo más baja que su hermana, ancha de hombros, muy viva, ligera y burlona. Su rostro, de un tipo mongol muy marcado, de pómulos salientes, de ojos estrechos, que, además, acostumbraba ella a guiñar; de boquita sensual—sobre todo por la prominencia del labio inferior—, tenía un encanto inexplicable, cuyo secreto quizá se encontrase en su sonrisa, quizá en el carácter extremadamente femenino de sus rasgos, o acaso en su mímica pin toresca, provocativa y coqueta. La graciosa fealdad de Ana Nicolaievna atraía a los hombres mucho más que la belleza aristocrática de su hermana.

Estaba casada con un hombre muy rico y muy estúpido, que no hacía absolutamente nada, pero que figuraba como presidente honorario de cierta sociedad filantrópica, y poseía un título sonoro.

Detestaba a su marido, pero tenía dos hijos de él, un niño y una niña. Después de su segundo parto había decidido no tener más hijos, y seguía firme en su decisión. Vera, en cambio, soñaba, no ya con tener hijos, sino con tener los más posibles, y, no obstante, no los tenía; amaba de un modo enfermizo, adoraba a los enclenques, aunque lindos, hijos de su hermana, muy bien educados y dóciles, de carita pálida, como enharinada, y cabellos rizados de muñeca.

Ana se distinguía por su alegre descuido y sus contradicciones gentiles, a veces extrañas. Se entregaba con placer al "flirt" más arriesgado en todos los balnearios de Europa; pero no le era nunca infiel a su marido, lo que no obstaba para que se burlara de él hasta en su presencia. Le gustaba tirar el dinero, se pirraba por la ruleta, por los bailes, por las impresiones fuertes, por los espectáculos extravagantes; en el extranjero frecuentaba las tabernas de mala fama; pero al mismo tiempo era muy generosa, muy creyente, y hasta se había convertido secretamente al catolicismo. De hombros y pecho esculturales, se descotaba, para ir a los bailes, harto más de lo que la moda y las conveniencias le permitían. Por el contrario, su hermana Vera era sencilla y severa, fría y altivamente amable con todo el mundo, celosa de su independencia y regiamente serena.

III

—¡ Dios mío, qué bien se está aquí! ¡Esto es delicioso!—decía Ana, marchando junto a Veracon paso rápido y menudo, por la senda—. ¿Quieres que nos sentemos un poco en el banco, al borde del precipicio? Hace mucho tiempo que no he visto el mar. Este aire es un encanto, da gusto respirarlo. En Crimea, el año pasado hice un descubrimiento admirable: ¿sabes a qué huele el agua del mar durante la marea ? ¡A reseda!

Vera sonrió con cariño:

—¡Tienes unas fantasías!...

¡No, no! Recuerdo que se burlaron de mí cuando afirmé una noche que en la luz de la luna hay un ligero matiz rosa. Y, sin embargo, el pintor Boritsky—que está haciendo ahora mi retrato—dice que tengo razón, y que los pintores lo sabían hacía mucho tiempo.

Parece que estás un poco enamorada de tir pintor.

—Qué cosas tienes!—dijo riendo Ana.

Después, acercándose al borde del precipicio, que descendía al mar en una pendiente casi vertical, miró abajo. Lanzando un grito de terror, dió apresuradamente algunos pasos hacia atrás, palidísima.

¡Dios mío, qué altura!—dijo con voz débil y trémula. Siempre que miro abajo desde una gran altura, siento una especie de cosquilleo dulce y desagradable al mismo tiempo en el pecho..., ysin embargo, me gusta mirar...

Quiso asomarse de nuevo; pero su hermana no se lo permitió.

Querida Ana, no hagas tonterías! Me da vértigo sólo de verte acercarte al precipicio. Siéntate, te lo ruego.

—Bueno, bueno. Cálmate. Ya estoy sentada.

Mira qué hermoso espectáculo... No me cansaría nunca de admirarlo. ¡Qué agradecida estoy a Dios Todopoderoso de que haya creado para nosotros todas estas maravillas!

Ambas se quedaron pensativas unos instantes.

A sus pies, muy honda, se extendía la tranquila inmensidad del mar. Desde el banco no se veía la playa, lo que acentuaba la impresión de espacio infinito y majestad. El agua, serena, acariciante, era de un azul alegre, más claro en ciertos lugares de la costa y más obscuro en el horizonte.

Lanchas de pesca tan pequeñas que apenas se veían—dormitaban cerca de la orilla. Más lejos se divisaba un barco de tres palos, con todo el blanco velamen hinchado por el viento. Parecía inmóvil, suspendido en el aire.

—Comprendo tu entusiasmo—dijo Vera—. Pero sobre mí, el mar produce una impresión muy diferente. Cuando lo veo por primera vez después de mucho tiempo, me conmueve, me llena de alegría, hiere mi imaginación. Parece que veo por primera vez un milagro grandioso y solemne. Pero luego, cuando me acostumbro a su contemplación, su inmensidad desierta me aburre. Me canso de mirarlo, y lo miro lo menos posible. Tengo ya bastar.te mar.

Ana sonrió.

—¿Por qué te sonríes?—preguntó Vera.

—El verano pasado—dijo Ana—hicimos una excursión a caballo desde Yalta a las montañas. Subiendo, subiendo, nos metimos en las entrañas de una espesa nube. Se sentía una gran humedad y casi no se veía. Seguimos subiendo por una senda muy en cuesta, que atravesaba una pinada. De pronto salimos de la pinada y de la niebla, y el espacio libre se abrió ante nosotros. Figúrate un claro del bosque entre rocas enormes, junto a un precipicio terriblemente hondo. Las aldeas se veían desde allí pequeñísimas, no mayores que cajas de cerillas; los bosques y los parques parecían trocitos de tierra y cubiertos de menuda hierba. Todo el valle descendía hacia el mar y parecía un mapa inmenso. ¡Y el mar se extendía a lo lejos, majestuoso, resplandeciente! Se me figuraba encontrarme suspendida en el aire. ¡Me sentía ligera comc una pluma! ¡Aquello era hermoso sobre toda ponderación! Pues bien: me vuelvo a nuestro guía, un tártaro, y le pregunto entusiasmada: "¿Verdad que esto es precioso, Seid—Obli?" El hizo una mueca de desagrado, y contestó: "¡Ah, señora!

¡Si usted supiera lo que me aburre! Lo veo todos los días..." ¡Gracias por la comparación! —dijo riendo Vera. Pero me parece que nosotros, la gente del Norte, no somos capaces de apreciar toda la belleza del mar. Yo prefiero el bosque. ¿Te acuerdas del bosque de nuestra finca? Puede una contemplarlo siempre sin cansarse. ¡Qué pinos! ¡Qué espléndida flora! ¡Qué calma! ¡Qué aire!

—A mí me es igual. Me gusta todo—respondió Ana—. Pero mi predilección es mi hermanita, mi prudente Vera. No somos más que dos en todo el mundo.

Abrazó a su hermana mayor y juntó su rostro al de ella.

Se levantó de pronto.

—¡Dios mío, estoy en Babia! Estamos tan abstraídas en nuestra estúpida conversación romántica sobre los encantos de la naturaleza, que no me he acordado hasta ahora del regalo que te traigo. Míralo. Temo que no te guste...

Ana sacó de su bolso un pequeño "carnet" encuadernado de un modo admirable: sobre un ondo de terciopelo antiguo, que el tiempo había descolorido, resaltaba un dibujo de oro viejo, de una finura y una belleza notables, obra, a todas luces, de un artista de primer orden. Las hojas del "carnet", enganchado a una cadenita de oro fina como un hilo, eran tabletas de marfil.

—¡Qué preciosidad! ¡Es una verdadera obra de arte!—exclamó Vera abrazando a su hermana—. Gracias, querida. ¿Dónde lo has encontrado?

—En un almacén de antigüedades. Ya sabes lo que me gusta escudriñar las cosas viejas. He tenido la suerte de tropezar con este "carnet"... Mira la cadenita... Es una verdadera cadena de Venecia, muy antigua además.

—Sí, se ve que es muy antigua. ¿Qué tiempo tendrá este "carnet"?

—Yo creo que su antigüedad debe de remontarse a fines del siglo diez y siete o principios del diez y ocho.

—Es curioso, ¿verdad?—dijo Vera pensativa—. Tengo ahora en la mano un objeto que acaso haya pertenecido a la marquesa de Pompadour o a la propia María Antonieta... Pero vamos a ver lo que ocurre por casa.

Atravesaron una amplia terraza de piedra, cubierta de espesos parrales, al través de cuyas hojas la luz adquiría un matiz verdoso que hizo palidecer levemente la cara de las dos mujeres.

—¿Harás servir aquí la comida?—preguntó Ana.

—Eso había pensado; pero he reflexionado luego; las noches refrescan ahora mucho. Es mejor que comamos en el comedor. Luego, los hombres saldrán a fumar a la terraza.

—¿Habrá alguno interesante?

—No sé todavía. Sólo sé que vendrá el abuelito.

—¡Ah, el querido abuelito! Me alegraré mucho de verle. hace mucho tiempo que no le he visto Ana empezó a dar palmadas de alegría.

—Vendrá mi cuñada, y quizá el profesor Spechnikov. Me encontraba en un gran aprieto: ya sabes que el abuelito y el profesor son unos gastronomos; pero ni aquí ni en el pueblo es posible hallar nada bueno. Luka, el cocinero, ha conseguido unas perdices que ha matado un cazador. Me ha prometido hacer un plato excelente. Después tendremos el inevitable "rostbeaf", cangrejos...

—Bueno, no está mal... No te inquietes. Verda:l es que a ti también, aquí, para "inter nos", te gusta comer bien.

—Tendremos además un plato poco vulgar: esta mañana, un pescador ha traído un gallo de mar.

¡Un verdadero monstruo! Me ha dado miedo.

Ana, siempre curiosa, se empeñó en ver el monstruo, y mandó que se lo llevasen. Un minuto después se presentó el cocinero Luka, alto, afeitado, amarillo, con una ancha cubeta.

¡Doce libras y media, excelencia!—dijo con orgullo cocineril—. Lo hemos pesado.

El pescado era demasiado grande para la cubeta, y estaba enrollado en el agua. Su escama era de un matiz dorado, y sus aletas, de un vivo color rojo. A ambos lados de la boca enorme y rapaz tenía unas anchas alas, que se plegaban como abanicos. Estaba todavía vivo y agitaba las branquias.

Ana le tocó suavemente la cabeza con el dedo, y al verle sacudir la cola retrocedió dando un chillido.

—¡Esté tranquila su excelencia!—le dijo el cocinero a Vera, comprendiendo que la comida la inquietaba—. Todo estará muy bien. Acaban de traer unos buenos melones... Permítame que le pregunte en qué salsa quiere que se prepare el gallo: ¿en salsa provenzal, o polaca? ¿O quizá en salsa tártara?

—Como quieras, y puedes marcharte— ordenó la princesa.

IV

Minutos después empezaron a llegar los invita dos. El príncipe Chein llevó a su hermana, la viuda Ludmila Lvovna Durasova, una mujer gruesa, suave y silente; a un joven muy rico, un Don Juan, alegre como unas castañuelas, a quien todos llamaban cariñosamente Vasiuchok[1], y que era utilísimo en sociedad, pues sabía organizar espectáculos y fiestas de caridad, y a la pianista Yenny Reiter, que había estudiado en el Instituto Smolny con la princesa Vera. No tardaron en llegar el hermano de ésta, Nicolás Nicolaievich; el marido de Ana; el profesor Spechnikov, gordísimo, con una enorme barbilla afeitada; VonZek, vicegobernador de la provincia. En fin, ya muy tarde, llegó en un hermoso landeau el general Anosov, acompañado de dos oficiales: el coronel de Estado Mayor Ponomarev, un hombre gastado, envejecido prematuramente por el abrumador trabajo oficinesco, y el teniente de la Guardia Imperial Bajtinsky, considerado en Petrogrado uno de los mejores bailarines y directores de cotillón.

El general Anosov, un viejo fornido, de cabellos plateados, bajó pesadamente del coche. En la mano derecha llevaba un tubo que se colocaba a cada instante ante la oreja—pues era muy sordo—, y en la mano derecha, un bastón con contera de goma. Su ancho rostro rojo, de gruesa nariz y ojos hinchados, risueños y un si es o no es irónicos, tenía una expresión a la vez dulce y majestuosa, muy común entre los hombres sencillos y valientes que han arrostrado todo género de peligros y expuesto a menudo la vida.

Las dos hermanas, que le habían reconocido desde lejos, corrieron a su encuentro. Llegaron a tiempo de sostenerle, medio en broma medio en serio, cada una por un brazo.

—¡Como un arzobispo!—dijo el general con voz de bajo y tono de chanza.

Querido abuelito!—dijo Vera con dulce reproche. ¡Le esperamos todos los días y no viene nunca!

—El abuelo se ha vuelto aquí, en el Mediodía, muy malo—rió Ana—. Ha olvidado completamente a su ahijada. Le hace usted la corte a todas las mujeres, viejo Don Juan; pero nosotras no existimos para usted...

El general, la majestuosa cabeza descubierta, les besó la mano a ambas hermanas; después les besó las mejillas, luego las manos otra vez.

—Pequeñas, oíd... no me riñáis...—dijo, haciendo una pausa a cada palabra, y respirando pesadamente. Palabra de honor, esos miserables doctores... han estado todo el verano curándome al reuma con... porquerías... y no me han dejado...

Yo era su prisionero... Mi primera visita ha sido para vosotras... Bueno, ¿qué tal?... Tú, Verita, pareces completamente una lady... como tu pobre madre... Siempre estoy esperando que me llames para bautizar a tu hijo.

—Temo, abuelito, que eso no ocurra nunca.

—No pierdas la esperanza... Ruégale a Dios....

Y tú, Anita, no has cambiado nada. Tendrás sesenta años y saltarás como una cigarra. Pero dejadme presentaros a los señores oficiales.

—¡Hace mucho tiempo que tuve el honor de ser presentado! — dijo el coronel Ponomarev saludando.

—Yo fuí presentado a la princesa en Petrogrado manifestó a su vez el teniente.

—Entonces, tengo el gusto, Ana, de presentarte al señor Baitinsky. un gran bailarín y una mala cabeza, pero un bravo oficial... Tenga la bondad, Bajtinsky, de coger del coche ese objeto...

Ya sabes tú de qué se trata... Vamos, hijas mías...

¿Qué nos vais a dar de comer? Después del régimen alimenticio a que me han tenido sometido esos malditos doctores, tengo un hambre terrible... digna de un cadete.

El general Anosov era compañero de armas y amigo entrañable del padre de Vera y de Ana.

Toda su amistad y todo su amor al difunto los había puesto en sus hijas, a quienes conocía desde su más tierna infancia, y de una de las cuales, Ana, era padrino. Cuando eran pequeñitas las visitaba diariamente. Las niñas le adoraban; nadie sabía jugar con ellas de un modo tan encantador; además, les llevaba siempre bonitos regalos y las convidaba con frecuencia al teatro y al circo.

Pero lo que las divertía sobre todo y se había grabado en su memoria para siempre—eran sus relatos de expediciones militares, de batallas, de campamentos, de victorias y retiradas, de muertos y heridos, que él las hacía con una calma épica y un tono bonachón, por la noche, mientras no se iban a acostar.

A la sazón, aquel resto viviente de los viejos tiempos era una figura pintoresca y simpática.

Aunque era general, había en él una extremada sencillez, que rara vez se encuentra en los oficiales; era un creyente profundo e ingenuo, al modo de un simple soldado, fríamente valeroso, sumiso ante la muerte, piadoso con los vencidos y de una paciencia sin límites.

Había tomado parte en todas las guerras de los últimos cincuenta años, excepto en la del Japón, en la que la hubiera tomado también de buena gana, pero a la que no le habían llamado.

Durante su larga carrera no le había pegado a ningún soldado. En la insurrección polaca de 1863 se negó terminantemente a fusilar a los prisioneros, a pesar de la orden de su jefe.

—Si fueran espías—manifestó—, los fusilaría por mi propia mano; pero me niego en absoluto a fusilar prisioneros.

Lo dijo de un modo tan sencillo y al mismo tiempo tan respetuoso, mirando a su jefe con una mirada franca y firme, que, en vez de mandarle fusilar por desobediencia, le dejaron en paz.

Ya viejo, enfermo, sordo, mutilada una pierna por una explosión de obús, fué nombrado comandante de una fortaleza de segundo orden. Era un puesto casi honorario, del que dependía en muy pequeña parte la seguridad del Estado. Todo el mundo conocía en la ciudad al viejo general, cuyas costumbres, debilidades y manera de vestir hacían gracia. Se paseaba por las calles sin armas, con una levita pasada de moda, una gorra enorme, de visera ancha y recta, un bastón en la mano derecha y una trompetilla acústica en la izquierda, acompañado de dos grandes y perezosos bulldogs con la lengua fuera. Si durante el pasen se encontraba a algún conocido, los transeuntes oían desde lejos su voz atronadora, a la que se mezclaba el ladrido furioso de los dos perros.

Como muchos sordos, era un gran aficionado a la ópera. A veces, cuando los artistas estaban cantando un dúo suave y sentimental, gritaba de pronto con su voz de bajo:

—¡Diablo, está muy bien!

Todo el público se esforzaba en contener la risa; pero el general no se daba cuenta: creía ingenuamente haberle hecho a su vecino una observación en voz queda, casi murmurando.

En cumplimiento de su deber de comandantevisitaba con mucha frecuencia, siempre acompañado de sus dos perros, la prisión militar, donde se encontraban los oficiales arrestados. Los ofi ciales lo pasaban allí muy bien; jugaban a las cartas, tomaban te en alegre tertulia, contaban anécdotas. El arresto era para ellos un descanso de las fatigas del servicio.

El general le preguntaba a cada oficial por qué estaba arrestado, por quién y por cuánto tiemp:

A veces elogiaba la conducta del oficial, castigado por un delito a todas luces contrario a las leyes; en cambio, a veces, empezaba a reñirle con tales voces que se le oía desde la calle. Pero, después de gritar así un rato, olvidaba su cólera y le preguntaba al oficial si tenía bastante dinero para hacerse llevar la comida de la ciudad, en sustitución de los poco apetitosos alimentos que les daban en la prisión. Y si se enteraba de que el oficial, escaso de blanca, no podía permitirse tal lujo, ordenaba se le llevase todos los días la comida de su propia casa, que se hallaba a doscientos pasos.

En aquella ciudad conoció a los Tuganovsky—tal era el nombre de la familia de Ana y Vera, no tardando en aficionarse de tal modo a las niñas, que no podía pasar un día sin verlas. Cuando las niñas estaban fuera o las exigencias de su propio servicio le impedían visitarlas. se ponía de un humor endiablado y se aburría de un modo horrible en los vastos aposentos de su casa. Todos los veranos pedía licencia y se pasaba un mes entero en la finca de los Tuganovsky, distante de la ciudad cincuenta verstas.

Consideraba a las dos niñas como sus propias hijas. Aunque había sido casado, casi no se acordaba ya. Su mujer se había escapado con un tenor de ópera, enamorada de su chaqueta de terciopelo y de sus puños de encaje. El general le envió dinero hasta su muerte; pero cuando manifestó el deseo de volver con él, se negó terminantemente, a pesar de todos sus ruegos.

No había tenido hijos de aquel matrimonio.

V

Contra todas las previsiones, la noche era tan apacible, que ni el más leve soplo de viento agitaba la llama de las bujías encendidas en la terraza.

Durante la comida, el marido de Vera, el príncipe Basilio Lvovich, hizo los delicias de todos con sus relatos. Tenía una manera de narrar singular e interesante. Tomaba como base de sus relatos un episodio de la vida real, en el que uno de los asistentes o alguno a quien todos los asistentes conocían, jugaba el papel principal: pero al referirlas, exageraba las cosas de un modo grotesco, poniendo una cara tan seria que los que le oían se desternillaban de risa.

Contó el fracaso sufrido por su cuñado Nicolás Nicolaievitch en sus pretensiones matrimoniales respecto a una hermosa y rica dama. Lo único verdadero era que el marido de aquella dama ne había querido divorciarse; pero la imaginación del príncipe añadió a tal hecho detalles por completo fantásticos. El narrador representó a Nicolás, hombre ordinariamente grave, seco y un poco afectado, corriendo a media noche por la calle, en calcetines, con las botas debajo del brazo; luego seguía una escena cómica: un policía quería detenerle, y Nicolás se veía muy apurado para probarle que no era un ladrón, sino el sustituto del fiscal. Después de largas peripecias dramáticas.

Nicolás casi conseguía su objeto; pero minutos antes de la boda, la banda de testigos falsos a quienes había recurrido para obtener el divorcio se declaraba en huelga pidiendo aumento de silario, y Nicolás, por avaricia—en efecto, era un poco avaro, y como enemigo de las huelgas, se negaba a pagarles más, basándose en ciertos artículos de la ley. Entonces, los falsos testigos, en el momento crítico, declaraban que cuanto habían afirmado antes era mentira; que el marido de la dama era el hombre más honrado y casto del mundo y que, por consiguiente, no había motivo alguno de divorcio.

Después de esta historia, el príncipe contó otra cuyo héroe era el marido de Ana, más cómica aún.

Todos se rieron mucho, el héroe de la anécdota más que ninguno. Aquel hombre delgado, de cara de muerto y ojos profundos, amaba tan locamente a su mujer como al día siguiente de su bodaprocuraba siempre sentarse junto a ella y tocarla y le hacía la corte con tal asiduidad que daba pena verle.

Al levantarse de la mesa, Vera Nicolaievna contó maquinalmente los comensales, cuyo número ascendía a trece. Era supersticiosa y se pusc triste. "Debía haberlos contado antes de sentarnos a la mesa—se dijo con descontento. Además, mi marido debía haberme dicho por teléfono cuántas personas había invitado a comer..." En casa de Vera, lo mismo que en casa de Ana, se ponían siempre, después de comer, a jugar a las cartas. A las dos hermanas les gustaban con locura los juegos de azar. En una y otra casa existía ya, en lo tocante al juego, una especie de tradición: todos los jugadores recibían un número determinado de fichas de hueso, cada una de las cuales tenía su valor, y el juego duraba hast que todas las fichas pasaban a manos de un solo jugador; entonces el juego cesaba, aunque todos los jugadores insistiesen en seguir jugando. Esta ley severa había sido introducida principalmente en consideración a Ana y Vera, que jugaban con sobrada pasión y hubieran sido capaces de perder fuertes sumas. En virtud de tal reglamento, el dinero perdido por todos los jugadores no pasaba nunca de doscientos rublos por velada.

Aquella noche Vera no quiso jugar. Cuando todos se hubieron sentado a la mesa de juego, salio a la terraza, donde se preparaba la mesa para ei te; pero en el mismo instante, Dacha, su doncella, la llamó de un modo misterioso.

—¿Qué significa esto? — preguntó Vera con enojo, pasando en compañía de Dacha a su gabinetito de junto a la alcoba—. ¿Por qué pone usted esa cara de estúpida? ¿Qué tiene usted en la mano?

Dacha dejó sobre la mesa un paquetito cua drado, envuelto en papel blanco y atado con una cinta color rosa.

—No es culpa mía, excelencia — dijo Dacha, ofendida por las palabras de Vera, y poniéndose colorada. Llegó y dijo...

—¿Quién?

—Un mozo... con gorra encarnada...

—¿Y qué?

—Entró en la cocina y puso este paquete encima de la mesa, diciendo: "Entregue usted esto 3 la señora, pero en su propia mano." Yo le pregunté: "¿De parte de quién?" Y él me contestó:

"Ahí lo dice", y se fué.

—¡Llámele usted en seguida!

¡Imposible, señora! Hace mucho tiempo que se ha ido. Era a mitad de la comida, y no me atreví a molestar a usted. Hace lo menos media hora que se marchó.

—Bueno, puede usted retirarse.

La princesa cogió las tijeras, cortó la cinta y la tiró al cesto con el papel en que estaba escrita su dirección. Tenía en la mano un estuche de terciopelo rojo. Levantó la tapa, forrada de seda azul pálido, y vió, destacándose sobre un fondo de terciopelo negro, un brazalete oval de oro y un papelito cuidadosamente doblado.

Se apresuró a desdoblar el papelito. Le parecía haber visto ya alguna vez aquella letra; pero como mujer que era, antes de leer la misiva examinó la alhaja. Era el brazalete de un oro mediano, muy gruesó, pero hueco, y lo cubrían pequeños rubíes antiguos, mal tallados. Mas había en medio, alrededor de una extraña piedrecita verde, cinco rubíes de verdadera belleza, cada uno del tamaño de un guisante. Cuando Vera, de un modo fortuito, los volvió hacia la lámpara eléc trica, brillaron con magníficos fulgores rojos.

—Parecen de sangre—se dijo con angustia.

Luego se acordó de la carta y empezó a leerla.

He aquí lo que una mano, casi de pendolista, había escrito en ella:

"A su excelencia la princesa Vera Nicolaievna.

Distinguida señora: dirigiéndole mis saludos más respetuosos con motivo de su cumpleaños, me atrevo a enviar a usted, con la expresión de mis más humildes sentimientos, ese modesto objeto." ¡Ah, el de siempre!—se dijo con disgusto Vera. Sin embargo, continuó leyendo.

"Nunca me hubiera permitido enviar a usted ur regalo escogido por mí, para lo que no tengo derecho, ni gusto, ni—lo confieso francamente—dinero. Además, creo que en el mundo entero no se puede encontrar un tesoro digno de usted.

Pero ese brazalete pertenecía a mi abuela, y la última mujer que lo usó fué mi difunta madre.

En medio, entre las piedras gruesas, verá uste?

una verde. Es un rubí de una especie muy rara, un rubí verde, y, según una leyenda familiar, tiene la facultad de dotar a las mujeres que lo llevan del don de la previsión y de disipar sus ideas negras, así como de preservar a los hombres de la muerte violenta.

Todas las piedras han sido cuidadosa y exactamente transportadas a ese brazalete de otro antiguo de plata, y puede usted estar segura de que nadie lo ha llevado nunca.

Puede usted, si quiere, tirar ese juguete, que le parecerá quizá absurdo, o regalárselo a cualquiera; yo, de todos modos, seré feliz al pensar que sus manos de usted lo han tocado.

Le ruego a usted que no se enfade conmigo.

Aun me avergüenzo al recordar que hace siete años, cuando usted era todavía soltera, tuve la osadía de escribirle cartas estúpidas, y hasta de esperar contestación. Ahora sólo guardo para usted una rendida adoración, un respeto infinito y una devoción de esclavo. Le pido constantemente a Dios que la haga a usted dichosa, y me recre en el pensamiento de su dicha. Amo las butacas en que usted se sienta, el suelo que usted pisa, los árboles que roza usted ligeramente al pasar; amo a los servidores a quienes usted habla. No me inspiran celos ni los hombres ni las cosas.

Le ruego nuevamente que me perdone el haberla molestado con esta larga carta inútil.

Suvo hasta la muerte y después de la muertesu humilde servidor G. S. Y." —¿Debo enseñarle esta carta a mi marido, 0 no? ¿Y si se la enseño, lo hago en seguida o cuando todos se hayan ido? No, lo mejor será esperar a que nos quedemos solos; de lo contrario, este desgraciado será objeto de la hilaridad general, y yo también me pondré en ridículo...

Mientras pensaba así, la princesa Vera admiraba las cinco llamas escarlata que rutilaban en el interior de los cinco rubíes.

VI

El coronel Ponomarev no sabía jugar al póker, y no quería sumarse a los jugadores. Pero al cabo cedió a sus instancias y se sentó con ellos.

Hubo que empezar por enseñarle a jugar, mas aprendió bastante pronto, y media hora después todas las fichas habían ido a parar a sus manos.

¡Es usted terrible!—le dijo Ana, cómicamente encolerizada—. Ni siquiera nos ha dado usted tiempo para emocionarnos un poco.

Tres invitados el profesor Spechnicov, el coronel y el vicegobernador, un alemán muy cortésde pocos alcances y nada ameno preocupaban sobre todo a Vera; se aburrían y no sabía qué hacer para distraerlos un poco. Por fin organizóespecialmente para ellos, una partida aparte, a la que invitó, como cuarto jugador, al marido de Ana, la que le manifestó su agradecimiento con una guiñadura de ojos imperceptible para los demás, pero que Vera advirtió al punto; de no haberle invitado, hubiera seguido toda la tarde como una sombra a su mujer, aburriéndola con sus miradas amorosas y poniéndola de mal humor.

Así todo marchaba a las mil maravillas. La velada se deslizaba dulcemente y con animación.

Se jugaba, se charlaba. El Don Juan Vasiuchok cantaba a media voz, acompañado al piano por Yenny Reiter, canciones populares italianas y canciones orientales de Rubinstein. Su voz, aunque no muy extensa, era de un timbre bastante agradable. Yenny Reiter, pianista de muchas pretensiones, le acompañaba siempre con gusto. Verdad es que, según se decía, Vasiuchok le hacía la corte.

Sentada en el canapé, Ana bromeaba con ei joven oficial Bajtinsky. Vera se acercó a ellos, ysonriendo, se puso a escucharlos.

—No, no, hablo muy en serio—decía alegremente Ana, fijando sus provocativos ojos tártaros en el oficial—. No crea usted que sólo los hombres trabajan. ¿En qué consiste su trabajo de ustedes? En correr locamente a caballo, en centaurear ante el escuadrón, mientras que nosotras... Mire usted: acabamos de terminar la lotería de beneficencia. ¡Dios mío, qué horror! Por todas partes la muchedumbre atropellándose, la plebe, los cocheros, los porteros, los... El aire impregnado de humo, gritos, juramentos, lamentaciones, quejas, ¡y todo el día de pie en los quioscos! Ahora tenemos que organizar un concierto a beneficio de los trabajadores intelectuales, después un baile...

—En el que espero que me concederá usted un vals...—dijo Bajtinsky con un gracioso saludo y un sonoro choque de espuelas bajo el sillón.

—Bueno, puede usted contar con él... Pero lo que me preocupa sobre todo es nuestro asilo... Un asilo para los niños viciosos, ¿comprende usted?

—Sí, sí, comprendo. Debe de ser una diversión.

—¿No le da a usted vergüenza tomar a broma cosas así? Como sabe usted, existen niños que han heredado de sus padres muchos vicios, que no han visto sino malos ejemplos... Pues bien, nosotras queremos corregirlos, hacerlos mejores...

—¡Admirable!

—...Elevar su moral, despertar en su alma la conciencia del deber... Comprende usted? Pues bien, figúrese que nos llevan diariamente docenas, centenares de niños, pero... ¡no hay entre ellos niños viciosos! Cuando una les pregunta a los padres si el niño que llevan es vicioso, se creen insultados, ofendidos. Bueno, el asilo se ha abierto, se ha inaugurado solemnemente, todo está dispuesto para recibir a los niños viciosos; pero... ¡no hay ni uno! Y el establecimiento sigue vacío... Sólo queda un medio: anunciar un premio para cada niño vicioso...

—Ana Nicolaievna—interrumpió con tono grave y rendido el oficial—, ¿para qué distribuir premios? Tómenme ustedes a mí como pensionista de asilo. Le garantizo a usted que en el mundo entero no se encontrará un niño más vicios, que yo.

—¡Por Dios, señor! ¡Es imposible hablar con usted de cosas serias!—dijo Ana riendo, derribada la cabeza sobre el respaldo del sofá y brillantes los bellos ojos.

El príncipe Basilio Lvovich, sentado ante una gran mesa redonda, enseñaba a su hermana, al general Asonov ya su cuñado un álbum humorístico que llenaban sus propios dibujos. Los cuatre se reían a carcajadas. Su regocijo atrajo a la mesa a todos los demás invitados que no jugaban a las cartas.

El álbum era a modo de un suplemento ilustrado de los relatos humorísticos del príncipe Basilio, que, con su calma imperturbable, mostraba al público sus dibujos cómicos con leyendas come las siguientes: "Aventuras amorosas del brav:

general Anosov, en Turquía, Bulgaria y otros países", "Aventuras pintorescas del príncipe Nicolás en Montecarlo", etc.

—Van ustedes a ver ahora, señoras y señores, la historia breve e ilustrada de nuestra cara hermana Ludmila—dijo el príncipe, dirigiéndole a su hermana una mirada risueña—. Primera parte: la infancia; la niña crecía. Miren ustedes.

En una página del álbum estaba dibujada con rasgos caricaturescos una niñita, toda de líneas quebradas, con dos líneas rectas por piernas y muy separados los dedos de las manos.

—Ahora, la segunda parte: primer amor. Un alumno de la Academia de Caballería, de rodillas ante la heroína, le presenta una poesía escrita por él en su honor, y en la que hay estrofas magníficas, por ejemplo:

"Tu pie gentil y breve me vuelve lelo, y cuando lo contemplo me elevo al cielo." He aquí, señores, el pie admirable... Pero no nos detengamos, y continuemos. El dibujo representa al mismo admirador de mi cara hermana, que pretende inspirarle la idea de huir con él.

Aquí tienen ustedes la fuga. Aquí pueden ustedes ver las consecuencias lamentables de ese acto:

el padre, ardiendo en ira, se lanza tras los fugitivos y los alcanza. El héroe, a quien la cólera del padre llena de espanto, huye bravamente a todo correr, y se esconde detrás de unos árbolesabandonando a la heroína a su triste destino.

Después el príncipe le mostró al público otra novela en caricaturas: "La princesa Vera y el te legrafista enamorado".

—Este poema conmovedor—dijo—sólo se compone de dibujos; el texto no se ha escrito aún.

¡Caramba! ¡Esto es nuevo!—dijo el general Anosov. Yo no lo había visto aún.

—Es la última novedad del mercado literario, señores. ¡La última publicación!

Vera le apoyó suavemente la mano en el hombro.

—Deja eso—le dijo en voz baja.

Pero el príncipe no hizo caso de sus palabra, o no las oyó.

—El comienzo de este poema— siguió diciendo—acaece en los tiempos prehistóricos. Un hermoso día del mes de mayo, una muchacha llamada Vera recibe por correo una carta con dos palomas arrullándose. Aquí las tienen ustedes, señoras y señores. La carta contiene una pomposa declaración de amor, escrita en abierta rebeldía contra toda regla ortográfica, y que empieza con las frases siguientes: "¡Oh, bella rubia! Proceloso mar de llamas agita mi corazón. Tu mirada, como una serpiente venenosa, emponzoña mi alma atormentada", etc., etc. Firma modestamente: "Un pobre telegrafista con sentimientos de caballero, que no se atreve a firmar con su nombre; demasiado modesto, y se limita a poner sus iniciales: P. P. G." Hay una postdata que dice: "Tenga la bondad de contestarme a lista de Correos." El príncipe volvió la hoja y continuó:

—Aquí, señoras y señores, pueden ustedes admirar el retrato del caballero sin miedo y sin tacha, muy bien dibujado con lápices de colores.

He aquí el corazón de Vera atravesado por una flecha. Pero como Vera es una muchacha ejemplar y bien educada, le enseña la carta a sus padres y al amigo de la infancia a quien está prometida, el guapo mozo Vasia Chein. Este, vertiendo lágrimas, le devuelve a Vera su anillo de alianza.

"No seré yo le dice—quien turbe tu felicidad; pero te suplico que no obres sin reflexionar antes No sabes nada de la vida, hija mía, y eres como una mariposa atraída por la luz de la lámpara, mientras que yo... ¡Ay, yo conozco el mundo cruel e hipócrita! Desengáñate: los telegrafistas son unos encantadores pérfidos. Experimentan un enorme placer engañando con su belleza y con su labia a las muchachas para burlarse después de ellas cruelmente." Bueno, señoras y señores—añadić tras una corta pausa el príncipe—; han pasado seis meses. Arrastrada por el torbellino del vals de la vida, Vera ha olvidado a su telegrafista y se ha casado con el joven y hermoso Vasia. Pero el telegrafista no puede olvidarla. Miren ustedes este dibujo: representa al digno héroe, disfrazado de deshollinador, todo negro, que penetra en el cuarto de la princesa. Por todas partes se ven las señales de sus cinco dedos y de sus labios: en los tapices, en los cojines, en el papel de las paredes, hasta en el suelo... Este otro dibujo lo representa disfrazado de doncella en la cocina de casa. Pero, perseguido por el amor de nuestro cocinero Luca, se ve obligado a huir. En este dibujo aparece en una casa de locos. En este otro, en un convento; los sufrimientos de su amor desgraciado le han hecho renunciar al mundo. Sin embargo, sigue enviándole a Vera todos los días cartas apasionadas. Miren ustedes las huellas de sus lágrimas en las cartas. Al fin muere de pena, no sin antes enviarle a Vera, como recuerdo eterno, dos botones de su uniforme y un frasco llen } de sus lágrimas.

—Señores, el te está servido—anunció Vera Nicolaievna.

VII

El sol se ponía lentamente. La banda de cielo rosada, estrecha como una rendija, que se veía aún en el horizonte, entre una gran nube y la tierra, desaparecía. No tardaron en hacerse invisibles tierra, cielo y árboles. En lo alto brillaban grandes estrellas parpadeantes. El faro lanzaba al cielo una fina columna de luz azulada y proyectaba en él un círculo luminoso y vago.

Las mariposas nocturnas chocaban con las pantallas de cristal de las bujías. El tabaco que florecía en la terraza exhalaba un olor más acre que durante el día.

El profesor Spechnicov, el vicegobernador y el coronel Ponomarev, habían sido llevados a la estación hacía rato, en automóvil, por el marido de Ana.

Los demás invitados estaban sentados en la terraza. Las dos hermanas habían obligado al ge neral Anosov, a pesar de todas sus protestas, a ponerse el gabán y envolverse las piernas en una manta de viaje. Habían colocado al alcance de sa mano una botella de "Pommard", su vino preferido, y ambas se habían sentado junto a él, cada una a un lado. Le rodeaban cariñosamente de pequeños cuidados, le llenaban el vaso de vino, le encendían cerillas... El viejo general parecía por completo feliz.

—Sí, ya llega el otoño, chiquitas—decía, mirando, pensativo, la llama de la bujía y sacudiendo la senil cabeza—, el otoño... Se ha acabado el verano. ¡Qué lástima tener que irme! Se estará tan bien aquí, junto al mar, en medio de esta calma...

—¿Y qué le impide a usted quedarse con nosotros?—preguntó Vera.

—No puedo, querida; no tengo derecho a descuidar mi servicio. Yo me quedaría muy gustoso, eso no hay que decirlo... ¡Qué perfume! Adoro e!

perfume de las flores de otoño..., sobre todo el de las rosas tardías...

Vera cogió de un vasito dos rosas, una rosa y otra escarlata, y se las colocó al general en la solapa del gabán.

—Gracias, Verita.

El anciano bajó un poco la cabeza para respirar el perfume de las flores, y su rostro se iluminó con una sonrisa venerable.

—Recuerdo que una vez..., hace mucho tiempo..en Bucarest, donde habíamos entrado, y entre cuyos habitantes nos habíamos instalado, me paseaba por la calle y sentí un fuerte olor a rosas Me detuve y vi que unos soldados llevaban un magnífico frasco de cristal lleno de esencia de rosas, de la que habían impregnado sus botas y sus fusiles. "¿Qué es eso?", les pregunté. "Una esencia—me contestaron—; hemos echado una poca en la sopa y le ha dado un sabor muy malo." Les compré el frasco por un rublo. Aunque sólo quedaba la mitad de la esencia, valía cien lo menos. Los soldados me dijeron que habían encontrado también "una cosa que se parecía a los guisantes turcos, pero negra y no comestible". Eran granos de café...

—Diga usted, abuelito—preguntó Ana—: ¿ha tenido usted alguna vez miedo en el combate?

—¡Claro que sí, hija mía! Si alguien te dice que no ha tenido nunca miedo y que el silbido de las balas es para él una dulce música, no le hagas caso. Es un embustero o un loco. Todos tiener miedo, con la única diferencia de que unos pierden toda su sangre fría y otros se dominan. El miedo es siempre el mismo, sólo que algunos aprenden poco a poco a tener a raya sus nervios Esos son los que llamamos héroes, valientes... De mí sé decir que una vez tuve un miedo terrible.

—Cuéntenos usted eso—pidieron las dos hermanas.

Los relatos del viejo general las entusiasmabar aún como cuando eran niñas. Ana hasta colocó, a la manera de una niña, ambos codos sobre la mesa y apoyó la cabeza en las manos. Existía un encanto particular en los relatos serenos e ingenuo del anciano. Su estilo, un poco tosco, recordaba el de ciertos libros antiguos.

—No es muy largo de contar—dijo—. Era en los Balkanes, en la célebre montaña Chipka, en pleno invierno. Yo estaba ligeramente herido en la cabeza. Vivía con otros tres oficiales en una es.pecie de caverna. Una mañana me sucedió una cosa horrible: me levanté, y de pronto se me antojó que yo no era Jacobo, sino Nicolás. En vano me esforzaba en convencerme de que no era Nicolás, sino Jacobo. Pensé que me había vuelto loco, y empecé a pedir a grandes voces agua fría. Me vertí un cubo en la cabeza, y, al fin, recobré la razón.

—¡Cuántos éxitos amorosos habrá tenido usted!—dijo la pianista Yenny Reiter—. Debe usted de haber sido muy guapo en su juventud.

—¡El abuelo sigue siendo guapo!—protestó Ana.

—Yo no era guapo—contestó con una sonrisa serena el general—; pero gustaba. En Bucarest también me ocurrió una aventura conmovedora. Me alojaron en una casa donde había una muchacha muy linda. Pues bien: desde el primer momento me enamoré locamente de ella... Mi amor fué como una chispa eléctrica que hubiera pasado por entre nosotros...

Calló y se llevó a los labios el vaso de vino.

—¿Y se le declaró usted?

—Naturalmente; pero... sin palabras... He aquí do que pasó...

—Abuelito, espero que no nos hará usted ruborizarnos dijo Ana con una sonrisa picaresca.

—No, no. Nuestra novela fué muy correcta. En Bucarest, el vecindario era muy amable con nosotros. Un día que me puse a tocar el violín, las muchachas acudieron a bailar. Y desde entonces tuvimos baile casi todas las tardes. Una tardedurante el baile, salí al vestíbulo, adonde poco antes había salido la heroína de mi novela, la joven búlgara, que al verme empezó a hundir las manos en el gran montón de pétalos de rosa secos que suele haber en muchas casas de Bucarest.

Yo la abracé, la estreché contra mi corazón y le di mil besos en la boca.

El general calló un instante como para reunir sus recuerdos, y continuó:

—Desde entonces, todas las noches tuve entrevistas con mi amada, junto a la que olvidaba todas mis penas y preocupaciones. Y cuando recibimos la orden de dejar la ciudad, cambiamos un juramento de amor eterno.

—¿Y a eso se redujo todo?—dijo con desencanto Ludmila Lvovna, la cuñada de Vera.

—¿Qué más quería usted, señora?

—¡Vamos! Eso no es una novela, es una sencilla aventura de vivac de un oficial.

—No sé, señora; acaso tenga usted razón. Yo pensaba que aquello era un verdadero amor.

—No diga usted eso. ¿No ha sentido usted en su vida un verdadero amor..., un amor..., en fin, santo, eterno, divino?

—A la verdad, no puedo decírselo a usted—dijo el anciano levantándose del sillón—. Me parece que no. Cuando joven no tenía yo tiempo de eso.

Las hazañas de la mocedad, las cartas, la guerra, me absorbían por entero. Se me antojaba en aquel tiempo que iba a ser eternamente joven y pujante, y un día muy triste para mí advertí, de pronto, que era viejo y que no valía ya nada... Y ahora, hijas mías, dejadme irme... Voy a despedirme de todos.

Y dirigiéndose a Bajtinsky, añadió:

—Hace una hermosa noche. Salgamos, si le parece a usted, al encuentro del automóvil.

—¡Yo iré con usted, abuelo!—exclamó Ana.

—Y yo también!—manifestó Vera.

Antes de salir, la princesa se acercó a su marido y le dijo en voz baja:

—Ve a mi cuarto... En el cajón de mi mesa verás un estuche de terciopelo rojo con una carta dentro. Léela.

VIII

Ana y Bajtinsky iban delante. A unos veinte pasos de ellos iba el general Anosov, del brazo de Vera. La noche era tan obscura que en los primeros momentos, mientras los ojos no se habituaban a las tinieblas, no se distinguía el camino.

Anosov, que a pesar de sus años tenía buena vista, servíale a Vera de guía. De cuando en cuand.acariciaba cariñosamente con su gran mano fría la mano fina de la joven, que descansaba sobre la manga de su abrigo.

—¡Tiene gracia esta Ludmila Lvovna! —dijo de pronto el viejo, como si continuase en alta voz su pensamiento. En cuanto una mujer pasa de los cincuenta años, se aficiona terriblemente a mezclarse en los amores de los demás, sobre todo si es soltera o viuda, o espía y calumnia, o se complace en hacer felices a los enamorados, o —es el caso más inofensivo—habla a toda hora del amor sublime, ideal... A mi juicio, la gente de nuestra época no sabe amar. Yo no veo ya verdadero amor. No lo veía tampoco en mi juventud.

—¡Vamos, abuelo!—objetó cariñosamente Vera, estrechándole con suavidad la mano—. Se calumnia usted... Usted se casó, luego amó...

—Niego la consecuencia, Verita... ¿Sabes tú cómo me casé? Ella era joven, fresca, y se me figuraba en extremo modesta y tímida. Casi no se atrevía a mirarme; bajaba los ojos, que sombreaban largas pestañas; se ruborizaba a cada instante. Sus mejillas eran sonrosadas; su cuello, cándido; sus manos, sedosas y tibias. Me parece que la tentación, para un mozo como yo, no era pequeña... Mientras estaba junto a ella, su papá y su mamá vagaban en torno nuestro, nos espíaban. escondidos detrás de las puertas; me miraba siempre con ojos tristes y devotos de perro. Cuando estábamos tomando el te, ella me tocaba, como sin querer, con la pierna por debajo de la mesa.

¿Te parece poco, chiquita? ¡Sobraba! Era una farsa admirablemente representada, en la que a mí me habían adjudicado el papel de tonto. Un día me presenté a su papá: "Querido Nikita Antonovich, vengo a pedir a usted la mano de su hija.

Crea usted que la noble joven...", etc. etc. Naturalmente, el buen papá tenía ya las lágrimas en los ojos, como preparadas de antemano, y se apresuró a cubrirme de besos paternales. "Lo sospechaba ya, querido, hacía mucho tiempo... Dios le bendiga a usted... Prométame guardar bien ese tesoro..." Bueno, a los tres meses, aquel tesoro se paseaba por la casa envuelta en un sucio peinador, en zapatillas, sin medias, con una porción de papelitos en la cabeza para que se le rizara el pelo, y les armaba unos escándalos terribles, dig..nos de una verdulera, a la cocinera y al ordenanza; coqueteaba impúdicamente con mis compañeros, hacía mil cursilerías y ceceaba... En sociedad, no sé por qué, me llamaba "Jacques", de un modo canoro y lánguido: "Ja—a—a—cques". Era derrochadora, falsa, sucia, ávida. En sus ojos se pintaba siempre la mentira... Ahora sólo es para mí un recuerdo; pero entonces... ¡Cuán agradecido le estoy al infeliz actor que se la llevó de mi casa!... Por fortuna, no teníamos hijos.

—¿La ha perdonado usted, abuelito?

—Perdonado... No es ésa la palabra. Los primeros días que siguieron a su fuga yo estaba furioso. Los hubiera matado a los dos, de haberlos encontrado. Después, poco a poco, me calmé, y sucedió a mi furia un desprecio profundo. Y me alegro mucho de no heber vertido sangre inútil. Además, aquello fué para mí una liberación; sin aquel acontecimiento tragicómico, yo hubiera seguido eternamente unido a aquella criatura desleal, sirviéndole de bestia de carga, siendo la cortina ocultadora de sus vicios... ¡No, Verita, más vale así!

—Y no obstante, estoy segura, abuelo, de que usted no ha olvidado aún la ofensa, y..., a eso se debe que sea usted pesimista. Generaliza usted su experiencia personal, y hace mal. Por ejemplo, yo y Vasia, ¿no somos una pareja feliz?

Anosov tardó un poco en contestar, y dijo al cabo con voz fatigada:

—Vuestro caso es una excepción. La mayoría de la gente, ¿para qué se casa? Empecemos por la mujer: le da vergüenza quedarse para vestir imágenes, sobre todo cuando ve casadas a toda sus amigas; no quiere ser una carga para su familia; desea convertirse en ama de casa, en señora independiente; el instinto de la maternidad y la necesidad de un nido propio la aguijonean.

En cuanto al hombre, le guían otras razones: la vida de soltero suele acabar por fatigarle, con el desórden de la habitación, las comidas en los "restaurants", la poca limpieza, las colillas esparcidas por todas partes, la ropa blanca rota, las deudas, la conducta desconsiderada de los amigos, etcétera, etc. La vida de familia es mejor, más sana, más económica; además es grato tener hijos para vivir en ellos después de muerto..., una ilusión de inmortalidad... También a veces cree haber encontrado una criatura inocente, santa..., como me pasó a mí. En fin, no pocas veces se deja seducir por la idea de recibir con la mujer una buena dote. ¿Dónde está el amor en todo esto? ¿Dónde está el amor desinteresado, que no busca nada, que no espera recompensa alguna; ese amor del que se dice que es más fuerte que la muerte, ese amor, comprendes?, al que se sacrifica la vida y la libertad, y en aras del cual se está dispuesto a sufrir todos los padecimientos y todos los martirios? Me hablarás de tu Vasia. Yo le quiero mucho. Es un buen muchacho. Quizá con el tiempo tenga ocasión de demostrarte que su amor es verdaderamente grande, dispuesto a todo; pero por ahora... No, el amor de que yo hablo, el verdader amor, debe ser una tragedia, estar exento de toda preocupación mezquina, práctica.

—¿Ha conocido usted un amor semejante?

—No!—respondió el viejo con tono firme. Es verdad que conozco dos casos que se acercan algo a tal amor; pero uno de ellos es más bien un caso de estupidez, y el otro es un caso de morbosidad, de anormalidad. Puedo contártelos, si quieres, en pocas palabras.

—Se lo ruego a usted, abuelito.

—Bueno. En un regimiento de nuestra división tenían, naturalmente, un coronel, el cual a su vez tenía una mujer. Esta mujer era muy fea: flaca, huesosa, larga, roja, con una boca enorme. Abusaba terriblemente de los cosméticos y se empolvaba de un modo atroz. Sin embargo, era una ver dadera Mesalina: un temperamento fogoso, un volcán de pasión. Autoritaria, altiva, trataba a todo el mundo con un desprecio sin límites. Era una aventurera..., y una morfinómana.

—El retrato es encantador—dijo Vera sonriendo.

—Pues bien: un día fué destinado al regimiento un teniente muy joven, un pipiolo, recién salido de la academia. Al cabo de un mes, la vieja Mesalina se había adueñado completamente de él.

El pobre muchacho era su paje, su esclavo, su caballero en las fiestas mudanas. Le llevaba el abanico, el pañuelo; le avisaba y le despedía el . coche. ¡Es terrible que un joven puro deposite su primer amor a los pies de una vieja perversa y dominante! Es hombre perdido. El estigma le dura toda la vida.

El viejo general hizo una corta pausa.

—Bueno, a los pocos meses estaba ya cansada de él, y reanudó sus relaciones con uno de sus antiguos amantes. Peró el pobre muchacho no podía olvidarla. La seguía siempre como su sombra. Se puso delgado, languideció. Hablando en estilo elevado, llevaba la muerte en el alma. Los celos le atormentaban atrozmente, y se pasaba noches enteras bajo la ventana de la Mesalina. Un día se organizó en el regimiento una jira, y, como ocurre siempre en esos casos, se bebió bastante. Ya de noche, los excursionistas volvían a pie a la ciudad. De pronto, un tren de mercancías apareció ante ellos subiendo lentamente una cuesta muy pina. Cuando el tren estuvo muy cerca, la Mesalina le dijo al oído al joven oficial: "Usted estä hablándome siempre de su gran amor, y si yo le mandase que se tirase bajo el tren, no lo haría usted." Y él, sin contestar una palabra, echó a correr y se dejó caer en la vía de modo que el tren al pasar le dividiese en dos; pero un idiota intentó salvarle, y el loco, rechazándole, se asi a un riel con entrambas manos, y, naturalmente, las ruedas del tren se las cortaron.

—¡Qué horror!—exclamó Vera.

—Excuso decirte que tuvo que dejar el servicio. Los compañeros le dieron dinero para que se mar chase, pues no podía permanecer en la ciudad después de aquel drama. Se había perdido por completo. No siéndolo posible ganarse la vida, se de ES Y E dicó a la mendicidad... Después supe que había muerto helado a orillas del Neva.

Vera suspiró.

Hubo una breve pausa.

—Conozco también otro caso más triste aún —dijo el general—. En él la heroína es joven y bella, pero perversa como la del anterior. Se conducía como una verdadera prostituta. No éramos rigurosos en demasía en lo tocante a las pequeñas intrigas de amor; pero aquello pasaba de castaño obscuro. El marido se percataba de todo, y no se inmutaba. Cuando los amigos aludíamos a la conducta de su mujer, respondía: "¡No importa! Yo no me meto en nada. Con tal de que Elenita sea feliz..." ¡Imbécil! Ultimamente ella se puso en relaciones con un joven teniente llamado Vichniakov, de la misma compañía. Y vivían en una especie de matrimonio trilateral, como si fuera la cosa más natural del mundo. Nuestro regimient» no tardó en recibir orden de marchar al teatro de la guerra. Nuestras mujeres fueron a despedirnos a la estación. Ella salió también, y era un espectáculo vergonzoso verla abrazar con efusión a su teniente ante todos los circunstantes, sin hacer caso de su marido, a quien le gritó cuando estábamos ya en el tren: "Ten cuidado de Volodia—tal era el nombre de su amante—. Si le ocurre alguna desgracia, no volverás a verme nunca."

—¿Y el marido se sometía a todo?—preguntó Vera.

—Sí. Y, sin embargo, era un hombre de corazón, valiente, intrépido. Hacía milagros en los campos de batalla. En un combate lanzó a su compañía catorce veces al asalto de una posición turca, y de doscientos hombres sólo le quedaron catorce, a los que, herido y todo, continuó mandando. Pero su mujer era para él un ser superior, y por serle agradable aceptaba todas las humillaciones. Cuidaba como una madre al tenientillo, le abrigaba con su propio capote para que no se enfriase, le reemplazaba en el servicio mientras jugaba a las cartas. Pero Vichniacov contrajo unas fiebres tifoideas y falleció en el hospital. Aunque me dé vergüenza, he de confesarte que a todos nos regocijó la noticia...

—¿Y las mujeres? ¿Ha encontrado usted mujeres que sepan amar con amor verdadero?

—¡Oh, si! Y te diré más: estoy seguro de que la mujer es capaz, por amor, de grandes sacrificios. El instinto de la maternidad la impulsa hasta al heroísmo. Cuando ama, el amor es para ella toda la vida, todo el universo. No tiene ella la culpa de que el amor se haya convertido en una cosa tan trivial, en un pasatiempo. La culpa la tienen los hombres, que, a los veinte años, ya tienen el alma gastada y son incapaces de grandes pasiones, de heroísmos en aras del amor, que no saben lo que es el verdadero cariño, la verdadera ternura y la adoración de la mujer. Se nos asegura que en los tiempos antiguos los hombres sabían amar. Tal vez. Al menos, los espíritus selectos de la humanidad—los poetas, los novelistas, los artistas han soñado siempre con el verdadero amor. Hace poco he leído le historia de Manon Lescaut... ¡Qué conmovedora es! Te confieso que he llorado, leyéndola, como un niño. ¿No es verdad, querida, que toda mujer sueña en el fondo de su corazón con un amor ideal, sublime, dispuesto a todos los sacrificios, tierno y suave?

—¡Oh, sí, abuelo!

Y cuando no lo encuentra se venga. Quizá dentro de treinta años... Yo no lo veré ya, pers tú lo verás aún... Dentro de treinta años, estoy seguro, las mujeres representarán un papel enor me er. el mundo. Gozarán de un poder formidable.

Se vestirán como ídolos indios. Nos tratarán con desprecio, como a seres inferiores, como a esclavos. Sus caprichos y sus deseos insensatos serán para nosotros leyes que nos veremos forzados a acatar. Y obedecerá todo a que no sabemos apreciar y respetar el amor. Será la veganza de las mujeres.

El viejo calló un instante, y preguntó de pronto:

—Dime, Verita, si no te molesta, ¿qué histo ria es ésa del telegrafista de que hablaba antes tu marido? Naturalmente, habrá exagerado mucho las cosas, según su costumbre; pero supongo que algunas serán verdaderas.

— Le interesa a usted?

—Sí. Pero si te es desagradable...

—¡Qué ha de serme! Se lo contaré a usted toda con mucho gusto.

Y Vera le contó al general, con todo lujo de detalles, la historia de un loco que desde dos años antes de su matrimonio la perseguía con su amor.

Ella no le había visto nunca, y ni siquiera le conocía de nombre, pues se limitaba a escribirle, firmando sus iniciales, G. S. Y., y una vez le había escrito que era empleado público, sin mencionar el telégrafo. Debía de vigilarla sin cesar, pues le decía en sus cartas dónde pasaba las tardes, en qué compañía y con qué "toilette". Sus cartas, al principio, eran algo vulgares, llenas de protestas de amor, aunque muy respetuosas. Pero una vez ella le escribió—era un secreto para todos—rogándole que diese fin a sus declaraciones. Desde entonces no le había escrito sino raras veces—en Pascua, en Año Nuevo, el día de su cumpleaños, y sin hablarle de amor.

Vera le contó al general que acababa de recibir un brazalete acompañado de una carta.

—Sí—dijo Anosov cuando ella acabó su relato—, es posible que no se trate sino de un maniatico, de un anormal; pero... ¿quién sabe? Puede también que sea un verdadero amor ideal que hayas encontrado en tu camino, ese amor con que sueñan siempre las mujeres, y de que no son capaces los hombres... Pero me parece que veo acercarse unas linternas. Debe de ser el automóvil.

En aquel instante, en efecto, dos linternas de acetileno iluminaron el camino, y el silbido agudo de una sirena horadó el silencio de la noche.

El marido de Ana llegaba.

El general se despidió:

—Hasta la vista, Verita. Ahora vendré con más frecuencia.

El automóvil dejó a Vera en su casa y volvió a partir conduciendo al viejo general, a Ana con su marido y al teniente Bajtinsky.

IX

Vera subió, malhumorada, a la terraza, y entó en la casa. Desde lejos oyó la penetrante voz de su hermano Nicolás y le vió pasearse nerviosamente. Su marido, Basilio Lvovich, estaba sentado junto a la mesa, baja la gran cabeza rubia y rapada.

—¡Hace mucho tiempo que vengo diciéndolo!

—gritaba Nicolás con acento de enojo—. ¡Hace mucho tiempo que insisto en que se les debe poner fin a esas cartas imbéciles! Ya antes de que Vera se casara contigo os divertíais con las cartas de ese telegrafista, no viendo en ellas sino el lado cómico... A propósito; aquí está Vera.

Se volvió a su hermana y continuó:

—Hablábamos, Verita, de tu telegrafista, que no deja de perseguirte. A mí me parece inadmisible esa correspondencia.

—No hay tal correspondencia—rectificó fríamente el príncipe. Sólo escribe él. Vera no toma parte.

Vera se ruborizó y se sentó en el canapé, a la sombra de las plantas.

—Perdón, no me he expresado bien—dijo Nicolás.

—Y no comprendo por qué le llamas "mi telegrafista"—objetó Vera, animada por el apoyo de su marido—. No tienes ningún motivo para eso.

—Perdón otra vez. Sólo quiero decir que hay que poner fin, cueste lo que cueste, a esas tonterías. Creo que el asunto toma un sesgo más grave, y que no podéis ya contentaros con bromas y caricaturas. Creed que lo único que me preocupa es tu buen nombre, Vera, y el tuyo, Basilio Lvovich.

—Sí; pero me parece que tomas la cosa muy por lo trágico dijo el príncipe.

—Tal vez. Vosotros estáis abocados a poneros en una situación ridícula.

—¿Cómo?—preguntó el príncipe.

—Pues muy sencillamente. Figúrate que...—Nicolás cogió de la mesa el estuche con el brazalete y lo dejó de nuevo en su sitio con un gesto de desagrado—que este objeto monstruoso se queda aquí o lo tiramos o se lo damos a la doncella. El telegrafista puede vanagloriarse ante todo el mundo de que la princesa Vera Nicolaievna Cheina acepta sus regalos, y animarse, además, para hacerle otros. Acaso mañana le envíe una sortija de brillantes, y pasado un collar de perlas, y el mejor día sea detenido por robo o por desfalco. Enentonces los príncipes Chein figurarían en el proceso entre los testigos... ¡Sería precioso!

—¡No; hay que devolver ese brazalete!—exclamó el príncipe.

—Soy de tu opinión—dijo Vera—. Y hay que devolverlo lo más pronto posible. Pero ¿cómo lo haremos no sabiendo la dirección?

—¡Eso es lo de menos—dijo Nicolás—. Nosotros conoceinos sus iniciales...

—Sí: G. S. Y.

—Muy bien. Sabemos además que es telegrafista. No necesitamos más señas. Mañana, en la Guía Oficial, buscaré un telegrafista con esas iniciales. O si no, llamaré a un agente de policía y le mandaré que me lo encuentre. Para facilitar las indagaciones utilizaré este papelito escrito por él. En fin, mañana al mediodía sabré con exactitud el nombre y la dirección de ese caballero, hasta las horas en que se le puede hallar en su casa Y una vez enterados de todo eso, no sólo podremos devolverle el tesoro, sino tomar algunas medidas eficaces para que no nos moleste más.

—¿Qué pretendes hacer?—preguntó el príncipe.

—Visitar al gobernador y rogarle...

—No, eso no. Ya sabes lo tirante de nuestras relaciones con el gobernador, que se alegraría mucho y nos cubriría de ridículo.

—Bueno, entonces visitaré al coronel de la gendarmería, de quien soy muy amigo, y le rogaré que llame a ese telegrafista y le amenace con el dedo. Ya sabes que lo hace de un modo muy artístico. Metiéndole el dedo por los ojos al inculpado y agitándolo furiosamente, grita: "¡No estoy dispuesto a consentir esas marranadas!"

—¡Oh, mezclar a los gendarmes!—exclamó Vera con un gesto de repugnancia.

—Tienes razón, Vera—aprobó su marido—; más vale no mezclar a nadie en este asunto. Empezarían a murmurar, a fantasear. Prefiero visitar yo mismo a ese joven—. ¿O acaso no será ya joven? Tal vez sea un señor de sesenta años... Es lo mismo, le visitaré, le devolveré el brazalete y le haré ver lo inconveniente de su conducta.

—¡Yo iré contigo!—le interrumpió bruscamente Nicolás—. Eres demasiado suave. Déjame a mí hablarle... Y ahora, amigos míos, permitidme que me vaya a mi cuarto. Tengo todavía que leer dos legajos.

Consultó su reloj y se dirigió a la puerta.

—No sé por qué, pero me da lástima ese desgraciado—dijo Vera con acento de indecisión.

—¡Haces mal en compadecerle!—contestó Nicolás—. No se lo merece. Si un hombre de nuestro círculo se hubiera, permitido una cosa seme.jante, tu marido le hubiera provocado un duelo. Y si no lo hubiera hecho él, lo hubiera hecho yo. Con tu telegrafista, naturalmente, no podemos batirnos. En otra época me hubiera limitado a ordenar a la servidumbre que se lo llevase a la cuadra y le diesen unos centenares de vergajazos...

Y volviéndose a su cuñado, añadió:

—Espérame mañana en tu despacho; te telefonearé el resultado de mis indagaciones.

X

La escalera estaba sucia; olía a ratones, a gatos, a petróleo y a ropa mojada.

En el sexto piso el príncipe se detuvo.

—Espera un poco—le dijo a su cuñado—. Voy a descansar un instante... ¡Está muy mal, querido, lo que vamos a hacer!

Subieron aún algunos escalones, y se encontraron, por fin, ante la puerta que les habían indicado. La obscuridad era tan grande que Nicolás tuvo que encender unas cuantas cerillas para ase gurarse de que no se habían equivocado de número.

Cuando sonó la campanilla, la puerta se abrió y apareció en el umbral una mujer gruesa, canosa y con gafas. Su cuerpo hallábase encorvado, al parecer, por una enfermedad.

—¿El señor Yeltkov, está en casa?—preguntó Nicolás.

La mujer dirigió una mirada inquieta a los dos hombres. Su exterior correcto pareció tranquilizarla.

—Sí, está en su cuarto. Tengan ustedes la bondad de pasar. La primera puerta a la izquierda.

El príncipe dió tres sonoros golpes en la puerta indicada.

Se oyó un ligero movimiento, y luego una voz débil, que dijo:

—¡Adelante!

La habitación, casi cuadrada, era baja de techo, pero espaciosa. La iluminaba débilmente la luz que penetraba por dos ventanitas redondas semejantes a las de los barcos. Toda ella, en conjunto, parecía un camarote de un buque mercante. Junto a una pared había una cama muy estrecha; junto a otra, un amplio canapé cubierto con un magnífico y viejo tapiz persa; en medio, una mesa con un tapete bordado a la ukrania.

En los primeros momentos, los dos visitantes apenas distinguieron la fisonomía del dueño de la habitación, que se hallaba vuelto de espaldas a la luz, y se frotaba, confuso, las manos. Era alto, delgado, de larga cabellera rubia.

—Si no me engaño, usted es el señor Yeltkov —inquirió con acento altivo Nicolás.

—Sí. Servidor de usted. Tengo mucho gusto en conocerle. Permítame presentarme.

Yeltkov dió dos pasos en dirección a Nicolás con la mano terdida. Pero el fiscal, como si no la hubiera visto, se volvió al príncipe Chein.

—¿Ves? ¿No te decía que no me engañaba?

Yeltkov, con sus dedos agudos y largos, comenzó a abotonarse y desabotonarse la americana.

Al cabo logró dominarse, y señalando al canapé y saludando torpemente, trabajosamente, con voz débil, dijo:

—Les ruego a ustedes que tomen asiento.

Ya los visitantes distinguían su fisonomía. Era muy pálido, de rostro delicado como el de una muchacha, y barbilla infantil con un agujerito en medio. Se le podía suponer entre los treinta y lostreinta y cinco años.

—¡Muchas gracias!—dijo sencillamente el príncipe, que le miraba con atención.

—¡Gracias!—dijo a su vez, pero más secamente, Nicolás.

Y ni uno ni otro se sentaron.

—No venimos sino por algunos minutos—empezó Nicolás—. Este señor es el príncipe Basilio Lvovich Chein, presidente de la nobleza de la región; yo soy el fiscal sustituto, Nicolás Nicolaievich. El asunto de que voy a tener en seguida el honor de hablar a usted nos concierne al príncipe y a mí, o, más bien, a la esposa del príncipe, es decir, mi hermana.

Yeltkov, terriblemente confuso, se dejó caer en el canapé, y balbuceó con los labios mortalmente pálidos:

—¡Les ruego a ustedes, señores, que se sienten!

Luego, recordando quizá que les había ya hecho, sin éxito, tal proposición, se levantó bruscamente, corrió a la ventana y volvió al mismo sitio. Sus manos, nerviosas, inquietas, ya tocaban los botones de su americana, ya su bigote rubio, ya su rostro.

—¡Estoy a las órdenes de vuestra excelencia!—dijo al fin, con voz sorda, dirigiéndole al príncipe miradas suplicantes.

Pero el príncipe callaba. Quien tomó la palabra fué su cuñado.

Ante todo—dijo—, permítame usted que le devuelva su regalo.

Sacó de su bolsillo el estuche con el brazalete, y lo puso cuidadosamente sobre la mesa.

—Este brazalete hace, sin duda, honor a su gusto de usted; pero le rogamos encarecidamente que tales... sorpresas no se renueven.

—Les ruego a ustedes que me perdonen... Harto se me alcanza la incorrección de mi conducta —balbució Yeltkov, con los ojos bajos y poniéndose colorado. ¿Puedo permitirme, señores, ofrecer a ustedes una taza de te?

—Celebro mucho, señor Yeltkov—continuó Nicolás, fingiendo no haber oído las últimas palabras ver que es usted un hombre bien educado, un "gentleman" capaz de comprender una insinuación. Estoy seguro de que nos pondremos inmediatamente de acuerdo. Usted persigue a la princesa Vera Nicolaievna hace siete u ocho años, ¿no es eso?

—Sí—respondió Yeltkov suavemente, bajando los ojos ante aquel nombre sagrado para él.

—Y hasta ahora no hemos tomado ninguna medida contra usted; aunque no se le ocultará que no sólo nos asiste el derecho, sino que tenemos el deber de tomarla, ¿ verdad?

—Sí.

—Pero su último acto de usted, el envío de este brazalete, ha traspasado los límites de nuestra paciencia. Comprende usted? Nuestra paciencia se ha agotado. No le ocultaré a usted que nuestro primer pensamiento ha sido... recurrir a la autoridad; pero no lo hemos hecho, y me alegro, al ver, lo repito, que es usted un "gentleman", un hombre bien nacido...

—Perdón, ha dicho usted...—preguntó de pronto Yeltkov echándose a reír—ha dicho asted que tenía la intención de recurrir a la autoridad? ¿ No es eso? ¿Es eso lo que ha dicho usted?

Se metió las manos en los bolsillos, se repanti gó en el extremo del canapé, sacó después un cigarrillo y lo encendió.

—¿Con que ha dicho usted que su intención era dirigirse a la Policía?... Perdóneme, príncipe, que me haya sentado. Bueno; puede usted continuar, señor.

El príncipe acercó la silla a la mesa y se sentó también. Miraba atentamente, con profunda curiosidad, a aquel hombre extraño.

—Y tenga usted en cuenta, querido, que dicha medida queda siempre a nuestra disposición—dijo con una sonrisa insolente Nicolás. Su conducta de usted constituye una verdadera irrupción en una casa honorable...

—Permítame que le interrumpa....

—¡No, déjeme usted hablar!—gritó casi groseramente el fiscal sustituto.

—Como usted quiera. Hable, le escucho. Pero quisiera decirle algunas palabras al príncipe Basilio Lvovich.

Y sin hacer caso de Nicolás, Yeltkov se dirigió al príncipe:

Este es el momento más penoso de toda mi vida. Es necesario, príncipe, que yo le hable a usted francamente y por encima de todas las conveniencias sociales. ¿Quiere usted escucharme?

—Le escucho a usted—contestó el príncipe.

Y advirtiendo que su cuñado manifestaba de nuevo la intención de hablar, le dijo con tono de impaciencia:

—¡Pero cállate, Kolia, deja hablar!

Durante algunos instantes, Yeltkov respiró trabajosamente, como si se ahogase, y luego, como si se lanzase de una montaña al fondo de un abismo, comenzó a hablar de una manera apresurada, sin mover apenas los labios, cuya mortal palidez no había desaparecido.

—Es difícil, príncipe, dirigirle a un hombre unas palabras tan fuera de lo usual como... "Amo a su mujer de usted". Pero siete años de un amor desesperado... y muy correcto, me dan, me atrevo a decirlo, cierto derecho. Confieso que al principio, cuando Vera Nicolaievna era todavía soltera, tuve la audacia de escribirle algunas cartas estúpidas, y hasta de esperar contestación. Confieso también que mi último acto, el envío del brazalete, ha sido más estúpido aún. Pero... le miro a usted a los ojos, y veo que me comprende usted... Siento que nunca tendré fuerzas para dejar de amarla... Dígame usted, príncipe, dígame francamente qué haría usted para poner fin a... mi sentimiento. Usteri podría, por ejemplo, conseguir que me expulsaran de la ciudad, como ha dicho Nicolás Nicolaievich; pero eso no me impediría seguir amándola. Usted podría meterme en la cárcel; pero desde allí también podría yo, de vez en cuando, darle muestras de mi existencia. Como ve usted, esas medidas serían inútiles. Sólo queda un remedio: que yo desaparezca de la vida. Y yo estoy dispuesto a morir. Acepto la muerte en la forma que a usted le plazca.

—En vez de ir al grano—dijo Nicolás poniéndose el sombrero—, estamos hablando de exquisiteces sentimentales. Y, sin embargo, la cuestión es bien clara: se le propone a usted el dilema de renunciar definitivamente a la persecución de la princesa, o atenerse a las consecuencias de su tenacidad, dada nuestra posición, nuestras relaciones, etc., etc.

Yeltkov ni le miró siquiera, aunque oyó sus palabras. Dirigiéndose siempre al príncipe, pre guntó:

Me permite usted salir diez minutos? No se lo oculto a usted: quiero hablar por teléfon» con la princesa Vera Nicolaievna. Le prometo a usted referirle nuestra conversación tan al detalle como me sea posible.

—Vaya usted—dijo Chein.

Cuando el príncipe y su cuñado se quedaron solos, Nicolás, encolerizado, protestó:

—¡Es imposible! ¡Es inadmisible! En lugar de dejarme, como te he rogado, arreglar este asunto, entablas con este insensato un diálogo sentimental, le permites que hable de su amor... ¡Yo hubiera terminado en dos palabras la cuestión!

—Espera—dijo el príncipe—. En seguida va a aclararse todo. Yo sólo te puedo decir que al verle ante mí, al mirar su rostro, no dudo un momento que este hombre es incapaz de mentir, que este hombre es sincero. Y, en efecto, Kolia, hazte cargo: ¿tiene él la culpa de amar así? ¿Se puede dominar un sentimiento de ese género?

Calló un instante y añadió:

—Le compadezco con toda mi alma. Advierto que me hallo ante una profunda tragedia espiritual que me inspira respeto.

— ¡Decadencia pura!—dijo Nicolás.

Al cabo de diez minutos volvió Yeltkov. Sus ojos brillaban y parecían aún más profundos; se diría que los mundaban lágrimas invisibles. Se veía que el joven había olvidado por completo las conveniencias y no ponía ya cuidado en su modo de conducirse ante la gente. El príncipe comprendió su estado de alma.

—Bueno, estoy dispuesto—dijo Yeltkov—. Desde mañana no oirá usted hablar más de mí. Podrá usted considerarme como muerto. Supongamos que he cometido un delito; por ejemplo: un desfalco, que me obliga a huír de la ciudad. Pero pongo una condición... Le hablo a usted, príncipe; pongo una sola condición: me permitirá usted es cribirle por última vez a la princesa Vera Nicolaievna.

¡No! ¡Hay que acabar de una vez para siempre! gritó Nicolás—. ¡Nada de cartas!

—Bueno, puede usted escribir—dijo el príncipe con dulzura.

—Se acabó, pues—manifestó Yeltkov con una sonrisa extraña—. No volverá usted a oír hablar de mí, y, naturalmente, no volverá a verme. La princesa Vera Nicolaievna no quería al pronto hablar conmigo. Cuando le he preguntado si me permitía quedarme en la ciudad para verla, aunque fuera muy de tarde en tarde, sin importunarla, como es natural, con mi presencia, me ha contestado: "¡Si supiera usted hasta qué punto me m»lesta esta historia! Le ruego que la acabe lo más pronto posible." Bueno, voy a acabarla. Me parece que he hecho cuanto he podido hacer...

Por la noche, de vuelta en la casa de campo, el príncipe Basilio Lvovich le contó a su mujer todos los detalles de su entrevista con Yeltkcv.

Creía de su deber hacerlo.

Vera, aunque muy turbada por el relato, no manifestó asombro alguno.

Cuando, más tarde, su marido fué a su habitación, contestó con un obstinado silencio a todas sus preguntas. Luego, de pronto, se volvió hacia la pared y dijo:

—Déjame. Estoy segura de que ese hombre va a matarse.

XI

La princesa Vera Nicolaievna nunca leía periódicos, porque le ensuciaban las manos y porque su lenguaje le parecía demasiado obscuro y casi no lo entendía.

Pero quiso el destino que abriera uno precisamente por la plana donde se leía el siguiente suelto:

"Muerte misteriosa. Ayer tarde, a las siete aproximadamente, puso fin a sus días el telegrafista G. S. Yeltkov. Su trágica resolución, según explica en una carta, obedeció a una malversación de fondos del Estado." Vera se quedó aterrada.

"Yo presentía—pensó—este fin trágico... ¿Era amor, o locura?"

Se pasó todo el día paseando por el jardín; su turbación creciente no le permitía estarse quieta. Pensaba sin cesar en aquel hombre desconocido, a quien nunca había visto ni vería ya nunca.

"Acaso hayas encontrado en tu camino un verdadero amor, dispuesto a todos los sacrificios", recordó que le había dicho el general Anasov.

A las seis de la tarde, el cartero dejó una carta para ella. Vera reconoció en seguida la letra de Yeltkov. Con una ternura que la sorprendió rompió el sobre. He aquí lo que le escribía Yeltkov:

"No tengo yo la culpa, Vera Nicolaievna, de que Dios haya querido inspirarme como una felicidad inmensa el amor a usted. No sé por qué, pero nada me interesa en la vida: ni la política, ni la ciencia, ni la filosofía, ni la idea de hacer feliz a la humanidad. Así es que mi vida entera estaba reconcentrada en usted.

Advierto ahora que yo había entrado en su vida de usted como una cuña aguda y molesta. Si puede usted, perdóneme. Hoy parto y no volveré nunca, y nada ya la hablará a usted de mí.

Le estoy a usted infinitamente agradecido por el mero hecho de existir. He sondeado cuidadosamente mi alma, y puedo asegurar que no es una locura, una idea fija lo que la turba, sino el amor en que Dios la ha inflamado para hacerme feliz.

Harto se me alcanza que soy un ser ridículo a sus ojos de usted y a los de su hermano Nicolás Nicolaievich. A partir, le doy a Dios ardientes gracias por todo.

Hace ocho años que la vi a usted en un palco del circo, y en seguida me dije: La amo porque no hay nada en el mundo que se le parezca y porque es más bella que todas las demás criaturas del mundo. En ella se encarna toda la belleza de la tierra. ¿Qué puedo hacer? ¿Huir? ¿Trasladarme a otra ciudad? No serviría de nada; mi corazón seguiría siempre lleno de usted, a sus plantas; tɔdos los momentos de mi vida estarían ocupados por su recuerdo de usted; mis pensamientos, mis sueños, estarían consagrados a usted.

Me hace enrojecer de vergüenza el estúpido envío del brazalete. Ha sido una grave inconveniencia. Me imagino lo que se habrán reído ustedes cuando haya llegado el regalo.

Dentro de diez minutos parto; sólo me queda el tiempo de ponerle un sobre a esta carta y echarla al buzón, pues no quiero confiársela a nadie. Quémela usted. Tengo la chimenea encendida, y estoy viendo quemarse en ella cuanto me es caro: su pañuelo de usted, que—lo confieso—le robé un día que se lo dejó usted olvidado en una silla al irse del Club; la cartita en que me prohibía usted escribirle, y que yo cubrí de besos locos; el programa que dejó usted caer al salir de la exposión de Bellas Artes... Todo se acabó. Todo lo he echado al fuego.

Estoy casi seguro de que alguna vez se acordará usted de mí. Si, en efecto, se acuerda, aunque sea un instante, tenga la bondad de tocar la sonata de Beethoven Son. N. 2, op. 2. Sé que es usted muy filarmónica y que no falta a ningún concierto donde se interpreta a Beethoven.

No sé cómo acabar esta carta. De todo corazón le doy a usted las gracias por haber sido mi única alegría, mi único consuelo, mi única fuente de felicidad. Que Dios se la dé a usted muy grande sobre la tierra, y que nada mezquino ni efímero turbe su hermosa alma.

Le besa a usted las manos, G. S. Y." Vera entró en el cuarto de su marido, con los ojos rojos de llanto, y después de enseñarle la carta le dijo:

—No quiero ocultarte nada: siento que algo terrible ha entrado en nuestra vida. Tú y Nicolás debéis de haber cometido algún error en vuestra entrevista con este desgraciado...

El príncipe leyó atentamente la carta, la dobló con cuidado, y, tras un largo silencio, dijo:

—No me cabe duda de que este hombre era sincero.

— Ha muerto?—preguntó Vera.

—Sí, ha muerto. Estoy seguro de que te amaba con un verdadero amor. No era un loco. Cuando estuve en su casa pude estudiar su rostro, sus gestos, sus movimientos, y adquirí la convicción de que estaba en ti toda su vida. Me parecía asistir a un terrible drama, no soportable por un hombre. Casi me parecía verle ya muerto. Yo no sabía qué decirle ni qué hacer...

—Oye, querido—le interrumpió Vera—, si me lo permites, iré a la ciudad a verle.

—Te lo ruego, Vera.

XII

Vera Nicolaievna dejó su coche en una calle próxima a aquella en que vivía Yeltkov.

Como sabía la dirección, encontró con facilidad su alojamiento.

La mujer gruesa y enferma le abrió la puerta y preguntó:

—¿A quién busca usted, señora?

—Al señor Yeltkov.

La "toilette" de Vera y su tono un poco imperioso debieron de impresionar a la mujer, que contestó:

—Tenga usted la bondad de entrar. La primera puerta a la izquierda. ¡Pobre desgraciado! ¡Qué fin tan trágico! Y la desgracia que le había ocurrido era reparable: había malversado fondos del Estado; pero eso no valía la pena de que se su:cidase. Debía habérmelo dicho. Aunque no soy rica y sólo vivo de lo que me pagan mis huéspedes, sin embargo..., siempre hubiera podido encontrar seiscientos a setecientos rublos para que él llenase la laguna... ¡Si supiera usted qué bueno era! Llevaba ocho años en casa, y yo le consideraba como mi propio hijo...

Vera se sentó en una silla que había en el recibidor.

—Su difunto huésped era amigo mío—dijo—.

Cuénteme algo de él, de sus últimos días, de sus últimas palabras...

—Mire usted, señora: ayer tarde vinieron dos caballeros... Tuvieron con él una larga conversación. Me dijo que le ofrecían la plaza de gerente de una gran empresa; salió a hablar por teléfono y volvió muy contento. Cuando se fueron los dos señores, se puso a escribir una carta y fué a echarla después al correo. A los pocos minutos de su vuelta, oímos algo como el disparo de un revólver de juguete y no hicimos caso. A las siete de la tarde tomaba siempre el te. La doncella que se lo llevaba llamó a la puerta, y viendo que no contestaban, nos asustamos atrozmente. Descerrajada la puerta, lo encontramos muerto...

—Cuénteme usted algo del brazalete!—suplicó Vera.

—¡Ah, sí, se me había olvidado! ¿Cómo lo sabe usted?... Antes de escribir la carta entró en mi cuarto y me preguntó: "Es usted católica?" "Sí", le dije. "Entonces—continuó—muy bien: ustedes los católicos tienen la buena costumbre de engalanar la imagen de la Santísima Virgen con sortijas, collares y toda clase de joyas. Hágame usted la merced de ponerle este brazalete." Naturalmente, se lo prometí.

—Yo quisiera verle. ¿Sería posible ?—preguntó Vera.

—¿Por qué no? Por aquí, la primera puerta a la izquierda. Querían llevarse el cuerpo a la clínica para hacerle la autopsia; pero su hermano se ha opuesto... Tenga la bondad de pasar.

Vera hizo acopio de toda su presencia de ánimo y abrió la puerta.

En la habitación olía a incienso. Había tres velas encendidas. En medio, sobre una mesa, yacía Yeltkov. Su cabeza descansaba en una almohadita muy baja. Había algo solemne en sus ojos cerrados. Sus labios apretados conservaban una sonrisa feliz y tranquila, como si hubiera descubierto al morir un misterio profundo y dulce que aclarase toda su vida. Vera había visto la misma expresión de paz y de dicha en las mascarillas de Puckiny, de Napoleón.

—¿Quiere usted que la deje sola?—preguntó la buena mujer en voz baja.

—Sí... Luego la llamaré a usted...

Cuando se quedó sola, Vera sacó del bolsillo de su corpiño una gran rosa roja; levantó un poco la cabeza del cadáver y colocó la flor debajo.

En aquel instante comprendió que el amor verdadero, ideal con que sueñan todas las mujeres, estaba sepultado en el fondo de aquel corazón muerto. Y se acordó de las palabras del viejo general Anosov, que le hablaba de un amor únic), sublime, dispuesto a todos los sacrificios.

Apartando con ambas manos los cabellos de la frente del muerto, oprimió sus sienes y le dió en la frente fría y húmeda un cariñoso beso.

Cuando se marchaba, le dijo la buena mujer:

—Veo que ha sentido usted sinceramente la muerte del infeliz. Mire usted, el señor Yeltkov, poco antes de su suicidio, me dijo: "Si yo me muriese lo que le puede suceder a todo el mundo, y una señora viniese a verme, dígale usted que la mejor obra de Beethoven es..." Se registró el bolsillo y sacó un papelito.

—Aquí está... Me lo apuntó ex profeso... Mire usted.

—A ver...—dijo Vera alargando la mano.

Pero las fuerzas le faltaron de pronto y se dejó caer en la silla llorando.

—Le pido a usted perdón... ¡Es tan doloroso! Tengo el corazón oprimido...

Y al través de las lágrimas, la princesa leyó las palabras siguientes: "L. van Beethoven. Son. N. 2, op. 2. Largo apassionato."

XIII

Vera Nicolaievna volvió a su casa muy tarde, y se alegró mucho de que ni su marido ni su hermano se encontrasen allí. Quien la esperaba era la pianista Yenny Reiter. Turbada, conmovida, Vera corrió hacia ella, y besando sus bellas y lar gas manos, exclamó:

—¡Querida Yenny, toca algo!

Y en seguida salió al jardín y se sentó en un banco, muy cerca de la ventana abierta para escuchar la música.

—¿Qué quieres que toque?—preguntó Yenny.

—La sonata de Beethoven N. 2, op. 2. Largo apassionato.

Un instante después resonaban en el jardín los acordes admirables, únicos por su profundidad.

Conmovidísima, Vera escuchaba, con los ojos cerrados. Le parecía que los sones dulces y emocionantes de aquella sonata contaban la historia de una vida gustosamente sacrificada en aras del amor, sin una queja, sin un reproche. Hasta le parecía oír las palabras que los acompañaban:

"No temo a los sufrimientos ni a la muerte, y antes de morir canto tu gloria, hermosa mía.

Recuerdo cada uno de tus movimientos, recuerdo tu voz, tu sonrisa, y esas añoranzas son dulces cual la puesta de sol de una tarde de mayo. Mas no quiero que sufras, y me voy de la vida. Dios lo quiere así.

En mi último instante, a ti vuelan todas mis plegarias. La vida podría ser bella para mí, pero es preciso que me vaya. ¡Cállate, pobre corazón, es preciso!

Cuantos te veían admiraban tu belleza, y yo te adoraba como a mi sol, como a la más hermosa estrella de mi cielo. Pero es preciso que me vaya, que deje de turbar tu vida.

El tiempo pasa. Ya es hora. ¡Muero, pero antes de morir canto tu gloria, hermosa! He aquí la muerte. Llega. Con mis últimas fuerzas, con mi último aliento bendigo tu nombre. ¡Gloria, gloria a ti!" Vera abrazó el tronco de la acacia bajo cuya fronda estaba sentada, y empezó a llorar dulcemente. El árbol se movía de un modo suave. Un viento acariciante, como apiadado del hondo dolor, agitaba las hojas. El olor de las flores se hizo más intenso. Y los acordes admirables siguieron resonando en el aire vesperal, acompañados—tal se le antojaba a la princesa—de nuevas palabras de amor...

"Cálmate, querida. Piensas en mí, ¿verdad? Tú eres mi única, mi última pasión. Cálmate, no llores más. Estoy contigo. Acuérdate de mí y estaré contigo, pues nos hemos amado durante un instante muy corto, pero que supera a la eternidad Piensas en mí? Piensas en mí? Percibo tu llanto, y tus lágrimas ponen una dulzura en mi reposo eterno..." Yenny Reiter acabó de tocar; salió al jardín y se acercó a Vera.

—¿Qué te pasa?—le preguntó al verla llorar.

Y Vera, con los ojos brillantes de lágrimas, empezó a besar febrilmente el rostro, los labios y los ojos de Yenny, diciendo:

Gracias a Dios! Ya estoy tranquila... ¡Me ha perdonado!...


  1. Diminutivo de Vasily.