El mareo
EL MAREO
I
El mar, en la bahía, era de un color verde sucio; pero la lengua de tierra que se divisaba en el horizonte parecía de un violeta pálido. En el muelle olía a pescado y a brea.
Eran las seis de la tarde.
Había ya sonado por tercera vez la campana en el puente del barco. Aulló la sirena, al principio con voz acatarrada, algunos instantes después con una voz de bajo tan formidable que todo el barco parecía sacudido hasta el fondo. Y el terrible aullido no cesaba. Las mujeres que había sobre cubierta se tapaban, riendo, las orejas, y bajaban la cabeza; no se oía una palabra, por más que la gente se desgañitaba. Y cuando la sirena enmudeció por fin, todos experimentaron un gran alivio. Reinaba entre los viajeros la alegre agitación que suele preceder a la salida de un barco.
—¡Bueno, feliz viaje, compañera Elena!—dijo Vasiutinsky. Van a quitar en seguida la escalera. Tengo que bajar.
—¡Hasta la vista, querido!—dijo la señora Travin estrechándole la mano—. ¡Gracias por todo!
¡He sido tan feliz en su compañía de usted y de sus amigos!... Me sentía más joven...
—Gracias a usted también, querida. Usted nos ha reanimado un poco. Somos teorizantes, tragadores de libros, y usted nos ha reavivado, nos ha sacudido.
Y Vasiutinsky estrechó la mano de la viajera con tal fuerza que le hizo daño en los dedos.
—En cuanto al mareo, no tenga usted cuidado—añadió. Sólo cerca de Taranjut está un poco picado el mar; lo mejor será que se acueste usted, y no le sucederá nada... Salude de mi parte a su esposo y maestro. Dígale que todos esperamos con impaciencia su folleto. Si no puede publicarlo aquí, lo publicaremos en el extranjero...
Se aburre usted sin él, ¿verdad?
Sin soltar la mano de Elena, la miraba cariñosamente a los ojos.
Ella se sonrió.
—Sí. Un poquito.
—Me lo figuraba. Hace diez días que no lo ve usted, y eso es grave. Bueno, "addio, mi carissimo amico". Saludos a todos nuestros amigos de Yalta... ¡Es usted una mujercita de arrestos! ¡Palabra de honor! Hasta la vista.
Vasiutinsky bajó del barco y se colocó frente al sitio en que se hallaba Elena, la cual se apoyó en la barandilla. El viento agitaba su pelerina gris. De elevada estatura, extremadamente delgado, con su aguda perilla y sus largos cabellos grisáceos sacudidos por la brisa; con su sombrero de anchas alas, y su rostro benigno, a la vez que cómicamente belicoso, parecía un Don Quijote vestido a la usanza de hace cincuenta años.
Elena le miraba. Aquel hombre, dotado de un corazón de oro, puro como un niño, que había pasado largos años deportado en la Siberia, y que, a pesar de todos sus sufrimientos, permanecía inquebrantablemente fiel a sus ideales, conservando una esperanza ardiente en la próxima emancipación del pueblo, le inspiraba una gran simpatía.
Ejercía una enorme influencia sobre la juventud.
El los había atraído a ella y a su esposo a la causa revolucionaria.
Sonriéndole desde lo alto del puente, Elena lamentaba no haberle besado la mano y no haberle llamado "querido maestro".
El embarque de los baúles, las maletas y demás bultos terminó por fin.
—¡Todo está a punto!—gritó abajo una voz.
— Quitad la escalera! — respondió otra voz arriba.
La sirena silbó por última vez.
Unos marineros con blusas azules levantaron la escalera en hombros y la dejaron a un lado. Et agua comenzó a bullir bajo el barco.
Una muchachita harapienta y con la cara sucia se paseaba a lo largo del muelle con un cesto de flores.
—¿Quién quiere flores?—gritaba a cada instante.
Vasiutinsky compró un ramito de violetas me dio mustias y lo lanzó a la cubierta. El ramito, antes de caer a los pies de Elena, tropezó en el sombrero de un señor fornido y anciano, que se apresuró a excusarse, como si él hubiera tenido la culpa.
Elena recogió el ramito, y, mirando con una sonrisa amistosa a Vasiutinsky, se llevó a los labios las violetas.
Mientras tanto, el barco, obediente a las voces de mando y a los silbidos, se apartaba poco a poco de la orilla, lanzando por sus agujeros inferiores chorros de agua espumosa. Como una enorme bestia mansa, consciente de inmensa fuerza y temerosa de hacer daño, avanzaba con precauciones, eligiendo, cuidadoso, el camino.
Elena no perdió de vista, durante largo rato, a Vasiutinsky, casi un palmo más alto que los demás hombres estacionados en el muelle. El ag:taba su sombrero de bandido, y ella le respondía agitando su pañuelo. Pero poco a poco las personas que había en el muelle se fueron confundiendo en una masa vaga, sobre la que se agitaban, como un enjambre de mariposas multicolores, pañuelos, sombreros, paraguas.
II
Era por Navidad, y el barco iba llenísimo. Toda la popa, todos los pasadizos del puente y todos íos camarotes estaban atestados de gente. En los NO corredores, en los divanes, en los bancos, se amontonaban hombres, maletas, ropas. Se oían por todas partes gritos de niños. Los camareros aumentaban la batahola corriendo en todas direcciones sin ninguna necesidad. Las mujeres, como acostumbran a hacer siempre en los sitios públicos, se paraban a comadrear precisamente donde no había espacio, es decir, junto a las puertas, en los pasadizos y en los corredores estrechos, dificultando el movimiento de un modo terrible y obstruyendo el paso a todo el mundo.
Parecía imposible que se acomodase en el barco toda aquella muchedumbre de hombres, mujeres y niños. Pero poco a poco todo se arregló, se redujo, se ordenó, y cuando el barco, en medio de la bahía, empezó descuidadamente a marchar a todo vapor, había ya bastante espacio libre sobre el puente.
La señora de Travin, de pie en la popa, miraba hacia atrás, hacia la ciudad, que se alzaba, en anfiteatro blanco, sobre las montañas, y parecía coronada por un bosquecillo de finas columnas. Se distinguía sin dificultad la línea donde terminaba el agua verde—sucio de la bahía y empezaba el mar hondo y azul.
Más allá, cerca de la orilla, como un bosque despojado de hojas, erguíase un conjunto de chimeneas y de mástiles.
El mar estaba un poco agitado. Bajo la hélice, el agua parecía leche; detrás del barco se veía, en medio de la azul anchura del mar, una angosta EL BRAZALETE BY EDICIONESS. MATED, senda verdosa y espumante. Las blancas gaviotas, agitando pesadamente las alas, volaban al encuentro del buque.
Elena no había tenido tiempo de comer antes de partir y pensaba comer a bordo. Pero de repente notó que había perdido el apetito. Entonces bajó al camarote y le pidió una cama a la doncella. Pero ya no quedaba ni una cama libre. Aunque, ruborosa, confusa, sacó del portamonedas un rublo, la doncella se negó a tomarlo.
—Si dependiese de mí, señorita—dijo la sirvienta, yo tendría mucho gusto en complacer a usted; pero no hay sitio. Le he cedido a una se—, ñora mi propia cama. Espero que en Sebastopol se desocupará alguna.
Elena volvió a subir a cubierta. El fuerte viento le ceñía la falda a las piernas y la obligaba a inclinarse a cada instante y a sujetarse el sombrero con la mano.
Un viejo marinero de nariz roja colgaba a la derecha del puente un instrumento cilíndrico con un cuadrante y una aguja.
—¿Qué es eso?—le preguntó Elena.
—Un instrumento para medir la velocidad del barco, señorita explicó el marinero.
Elena llevaba ya dos años casada; pero la gente seguía llamándola casi siempre "señorita". Aunque esto la halagaba, a veces la ponía de mal humor.
Parecía, en efecto, una muchacha de diez y ocho años, con su fino talle flexible, su pecho poco desarrollado y sus caderas estrechas. Iba, además, vestida como una muchacha. Una faldita, una blusa inglesa y un sencillo sombrero de paja con una cintita de terciopelo.
El segundo de a bordo, un joven grueso, de hombros y pecho muy anchos, de cabellos negros, que vestía una guerrera blanca con botones dorados, inspeccionaba los billetes. Elena había reparado ya en él al subir por primera vez al barco.
Estaba en pie junto a la escalera por donde subía el público. Al otro lado se encontraba otro empleado, un alumno de la Escuela marítima, fino, ágil y esbelto, con su blusa de marinero, vivo como un mono joven. Ambos seguían con la mirada a cuantas mujeres subían, y cambiaban risitas, palabras de doble sentido y muecas.
Elena se había fijado en la escena. Los rostros orientales, bellos y sensuales como el del segundo de a bordo le inspiraban honda repugnancia.
El oficial debía de ser griego; sus labios carnosos, que parecían no cerrarse nunca; su barbilla rasurada, sus finos bigotes pretenciosos, sus ojos negros, semejantes a granos de café tostado, con su expresión siempre amorosa y estúpida, le eran sumamente antipáticos.
Cuando llegó a lo alto de la escalera, él y una mujer con un gran envoltorio en la mano le obstruyeron el paso. El segundo de a bordo la miró de un modo insolente y provocativo, sin dejarla pasar. Ella le dirigió una mirada indiferente y dijo, como si le hablase a un criado inoportuno:
Déjeme usted pasar.
Y observó con placer la expresión de susto y de confusión de su rostro. Inmediatamente, el oficial, con un apresuramiento un poco ridículo, se apartó.
Inspeccionando ahora los billetes se acercó a ella. Al devolverle el billete que ella le tendió, le rozó los dedos con su mano ardorosa y, dirigiendo una mirada rápida a su anillo de boda, le preguntó, con una sonrisa maligna, tratando de poner en su acento cierta mundanidad:
—Perdón, señora... i viaja usted con su esposo?
—No. Voy sola—respondió ella, volviendo a otro lado la cabeza y poniéndose a mirar al mar.
Pero en aquel momento sintió un ligero vértigo. Le pareció que el puente vacilaba bajo sus pies y que su propio cuerpo perdía gran parte de su peso. Se sentó en el extremo de un banco.
Se veía apenas la ciudad entre la niebla dorada del sol poniente. Era difícil distinguir sus contornos sobre la montaña. A la izquierda, la playa arenosa, baja, ligeramente sonrosada, se confundía con el mar.
III
El segundo de a bordo pasaba a cada instante por delante de Elena en compañía de otro marino que vestía, como él, una guerrera blanca con botones dorados. Aunque no le miraba, la viajera advertía que se pavoneaba, se acariciaba con cɔquetería el bigote y clavaba en ella, insolente, sus ojos negros de carnero. Una vez le oyó decir, dirigiéndose a su camarada:
—¡Vaya una mujer!
Sin duda ninguna, lo. dijo para que ella lo oyese.
—¡Sí, una mujer magnífica!—contestó el otro.
Ella se levantó con ánimo de pasar a la otra banda; pero las piernas no la obedecían. El puente vacilaba de tal modo bajo sus pies, que se veía forzada a caminar haciendo eses. Hasta entonces no había advertido que estaba muy picado el mar. Con mucho trabajo llegó a un banco de la banda opuesta y se dejó caer en él.
Las tinieblas, a poco, lo envolvieron todo. En lo alto del mástil se encendió una luz eléctrica amarillenta. Inmediatamente después se encendieron las bombillas de todo el barco. Las claraboyas del salón de primera clase y del fumadero resplandecían alegremente.
Bajó la temperatura. Un viento muy fuerte azotaba la banda donde estaba sentada Elena. Salpicaduras de agua salada le azotaban a veces el rostro y mojaban sus labios; pero se encontraba sin fuerzas para levantarse.
Experimentaba una sensación penosa, dolorosa, en el pecho, en el vientre; su frente se cubría de gotas de frío sudor, y su boca se llenaba de una saliva amarga.
Un extremo del puente se elevaba con gran lentitud, permanecía un segundo en alto, vacilando, empezaba a bajar de pronto de un modo muy rápido, y, terminado su descenso, empezaba de nuevo a elevarse. Parecía que el barco respiraba pesadamente como un monstruo. Al vaivén de sus movimientos, Elena se sentía, ora pesadísima y como clavada en el banco, ora ingrávida e inestable sobremanera. Aquellos cambios le preducían sufrimientos que no había experimentado en su vida.
La ciudad y la costa habían desaparecido hacía tiempo. La vista podía recorrer, sin encontrar ningún obstáculo, la circunferencia del horizonte. A lo lejos el mar estaba cubierto como de borreguitos blancos; junto al barco se abrían anchos agujeros en el agua, sobre la que blanquea ba una espuma espesa.
—¡Perdón, señora! — oyó decir, de pronto, Elena.
Alzó los ojos y vió junto a ella al segundo de a bordo, que la miraba con ojos acariciadores, inflamados por el deseo, y decía:
—Permítame, señora, que le dé un consejo:
no mire usted abajo; eso produce vértigos. Es mejor mirar a lo alto y a un punto fijo, por ejemplo, una estrella. Pero lo más conveniente sería que se acostase usted.
—Gracias, no necesito nada respondió ella, volviendo la cabeza a otro lado.
Mas él no se iba y seguía diciendo, con la voz halagadora y tierna de un hombre acostumbrado a conquistar los corazones femeninos:
Le pido mil perdones, señora, por haberme atrevido a acercarme a usted sin tener el honor de conocerla; pero me parece que he tenido ya el gusto de encontrarla en otra ocasión. ¿No hizo usted, señora, el verano pasado un viaje con nosotros a Odesa? ¿Me permite usted, señora, sentarme un poco?
Elena se levantó sin mirarle.
—Escuche usted—dijo—. Se lo prevengo; si se atreve usted otra vez a ofrecerme sus servicius o sus consejos, le telegrafiaré, en cuanto llegue a Sbastopol, a Basilio Eduardovich para que le eche a usted en seguida de esta Compañía marítima. ¿Estamos?
Había dicho el primer nombre que se le había ocurrido; no conocía a ningún Basilio Eduardovich. Era una vieja treta muy graciosa, que había ya salvado a uno de sus amigos de la persecución de un espía, y que entonces le dió un resultado prodigioso. Creyendo que aquel falso Basilio Eduardovich era algún alto personaje con bastante influencia para hacerle perder su empleo, el griego se levantó apresuradamente y se quitó la gorra. A la luz de la luna, Elena le vió turbadísimo y muy colorado.
—En nombre de Dios—balbuceó el marino—, no crea usted, señora... palabra de honor, no ha sido mi intención...
Pero en aquel instante, de una manera súbita, el barco se inclinó hacia un lado. Elena, de seguro se hubiera caído si el segundo de a bordo no la hubiera sostenido, cogiéndola por la cintura sin malicia alguna. Ella dijo con tono más suave:
—Muchas gracias, pero déjeme usted... Me encuentro mal.
El marino le hizo un saludo militar, tocándose con los dedos la gorra.
—¡A sus órdenes, señora!—se despidió.
Y se alejó a toda prisa.
Elena, acomodándose mejor en el banco, apoyó los brazos en la balaustrada, y en ellos la frente, y cerró los ojos. El griego, que acababa de dejarla tranquila, no le parecía ya peligroso. Lo consideraba un cobarde, miserable y ridículo.
Luego, de repente, sin ninguna razón lógica, se acordó de una canción frívola que le gustaba cantar a su hermano. Después empezó a pensar en Vasiutinsky y sus amigos y en su marido, en el trabajo que ella hacía para él en una máquina de escribir.
Trataba de imaginarse lo feliz que sería al volver a verle, después de la ausencia; pero todos sus pensamientos resbalaban por la superficie de su cerebro, parecían incoloros, lejanos, indiferentes y no conmovían el corazón. Su cuerpo estaba quebrantado y se sentía débil, como después de un síncope. Un sudor frío la cubría de pies a cabeza. Tenía las manos húmedas y como de algodón. Temía un nuevo desvanecimiento.
De pronto todo se nubló ante sus ojos; sintió en la garganta un cosquilleo extraño; su corazón empezó a palpitar con furia y le pareció hundirse, hundirse... Apenas tuvo tiempo de ponerse en pic y de inclinarse por encima de la balaustrada...
IV
Se sintió aliviada unos instantes.
—Sería mejor, señora, que anduviese usted un poquito—le dijo, compasivo, el señor anciano en cuyo sombrero habían tropezado las violetas de Vasiutinsky.
Estaba sentado en un banco vecino y había visto todo lo que le había sucedido.
—Pasee usted un poco al aire, tratando de respirar con menos frecuencia, pero con más fuerza.
Eso es bueno.
Pero ella sacudió negativamente la cabeza, y, apoyando de nuevo la frente en la balaustrada, cerró los ojos.
Se durmió. Su sueño duró cerca de dos horas, y la sacó de él una ola que la mojó toda.
Ya era noche cerrada, una noche negra, nubosa, sin luna. El viento soplaba con violencia. El barco era fuertemente sacudido por todos lados.
Una lluvia menuda caía sin cesar. El puente estaba desierto. Sólo en los lugares protegidos contra la lluvia se veían viajeros acostados.
A la izquierda, en el espacio inmenso e impenetrable de la noche, donde ya parecía rematado el mundo, se encendió de repente la clara luz de un faro. Aquella luz aperecía y desaparecía con intervalos regulares. Elena sintió en su corazón una vaga ternura.
—Dios sabe dónde, en el desierto, en un cabo aislado—pensó—, en medio de la noche negra y de la tempestad, hay un hombre en vela, que cuida de ese faro y su luz. Quizá en este instante, mientras yo pienso en él, piense él, a su vez, en los seres perdidos en el mar, a bordo de un barco desconocido, al que el faro indica el camino.
Recordó su extravío en la estepa, en compañía de su esposo, el invierno anterior. Volvían de la estación, de noche, en medio de una horrible tempestad de nieve. El cochero, un muchacho de catorce años, se desvió del camino, entre las montañas de nieve, y empezaron a vagar, perdidos, desesperados, sin saber qué hacer. Tras ellos, ante ellos, a derecha e izquierda, la noche blancuzca no dejaba ver otra cosa que la nieve y el cielo gris.
A veces se caía el caballo, rendido de fatiga, y los tres se esforzaban, hundidos en la nieve hasta las rodillas, en levantar a la pobre bestia. A ella se le helaron casi por completo las piernas y comenzó a perder la sensibilidad.
La invadió una negra desesperación. Su marido guardaba silencio, temeroso de descubrir su inquietud. El cochero, muy abatido, ni siquiera trataba ya de encontrar el camino.
De pronto gritó alegremente:
— Un hito!
Elena, al principio, no comprendió; no había estado nunca en el campo, del que no conocía nada. Pero cuando vió una gran rama de pino que surgía de la nieve y divisó otra a alguna distancia y le explicaron que los campesinos marcaban con aquellas ramas el camino, sintió en su corazón una ola cálida de ternura y agradecimiento. Alguien, a quien, probablemente, no vería en la vida, se había tomado el trabajo de plantar a ambos lados del camino aquellos faros primitivos, lo cual era conmovedor, aunque lo hubiera hecho sin pensar en los viajeros extraviados.
Acaso el torrero no pensase tampoco en la gratitud de la viajera sentada en el puente del barco y con los ojos fijos en el faro lejano.
Mirando aquel punto luminoso en medio del mar negro y turbado, pensaba con admiración en los grandes actos de sacrificio, en las nobles ideas que agitan a la humanidad, en los libros inmortales legados a la posteridad por sus autores.
¿No eran tales actos, tales ideas y tales libros hitos plantados a lo largo del camino misterioso por donde avanza el género humano?
El viejo marinero de nariz encarnada que Elena conocía ya, envuelto en un gabán amarillo de tela encerada, con un capuchón que le cubría la cabeza, pasó presuroso por el puente, alumbrándose con una linternita. Reconoció a Elena y se detuvo ante ella.
—No duerme usted, señorita? ¿Está usted mareada? Este sitio es muy malo. Cerca de Taranjut hay marejada siempre.
¿Por qué?
—A un lado está al cabo, al otro hay enormes rocas, y el agua no está tranquila nunca. El paso, además, es muy estrecho... Ocurren muchas desgracias en este sitio. Precisamente aquí, por donde pasamos ahora, zozobró hace poco el "Vladimir", después de chocar con el "Colombie". La profundidad es aquí de ochocientos metros.
Se oyó un silbido arriba, en el camarote del capitán. El viejo marinero echó a correr, no sin antes decir precipitadamente:
—Veo, señorita, que se encuentra usted mal.
Chupe usted un poco de limón; eso le sentará bien.
Elena se levantó con trabajo y comenzó a andar por el puente, apoyándose en la balaustrada y en los asideros de las puertas. Llegó así al puente de tercera clase, en el que por todas partes, en los pasadizos, sobre el toldo, sobre los cajones y los fardos, había acostados, casi amontonados unos sobre otros, numerosos viajeros, hombres, mujeres, niños. Cuando la luz eléctrica alumbraba un momento sus rostros. Elena los veía amarillos y advertía en ellos las huellas de los sufrimientos producidos por el mareo. Siguió andando.
En la proa, tras un tabique de madera, había unos caballitos muy gentiles, con la cola cortada; se les transportaba a un circo de Sebastopol. Los inteligentes animales sufrían también el mareo y miraban con ojos de espanto las olas amenazadoras.
Elena bajó luego a los camarotes de segunda, donde todos los sitios estaban ocupados. Hasta sobre los bancos del comedor yacían, vestidas, pobres gentes que gemían de dolor. El mareo las había nivelado y les hacía olvidar todas las conveniencias. A veces, la pierna de un mercader judío, calzada con una bota vieja, casi tocaba la cabeza de una hermosa mujer, elegantemente vestida.
La pesada atmósfera de los camarotes cerrados olía tan mal que Elena casi tuvo náuseas y se apresuró a subir al puente de nuevo.
El mar estaba más agitado aún. Cuando la proa, detenida un momento en lo alto de una enorme ola, descendía de pronto con rapidez vertiginosa, Elena oía bullir alrededor las ondas encrespadas.
Se encontró de nuevo muy mal. Círculos verdes danzaban ante sus ojos y lo veía todo como al través de espesa niebla. De nuevo su frente se cubrió de sudor frío y estaba a punto de desvanecerse. Se inclinó por encima de la balaustra la esperando un alivio; pero la visión de las olas embravecidas acrecentó su vértigo.
Sufría tanto que hubiera querido morirse en seguida, en el acto, no experimentar más aquella sensación de angustia que le subía a la garganta. Hubiera podido tirarse al agua por la borda; pero su voluntad estaba paralizada por completo y no se sentía capaz del menor movimiento.
V
De nuevo se aproximó a ella el segundo de a bordo. Se detuvo respetuosamente a cierta distancia, con las piernas separadas, para conservar el equilibrio y balanceando el cuerpo para no caerse.
—Por Dios, señora—dijo—, no se enfade usted, no interprete mal mis palabras. Lamento .nfinito que no haya comprendido usted mis intenciones, cuando le hablé antes. Acaso me expresara mal; pero le juro a usted, señora, que sólo me anima el deseo de serle a usted útil. No puedo verla sufrir así. Le suplico que no me desaire...
Hasta mañana estoy de guardia, y mi camarote queda completamente libre. Está a su disposición. Encontrará usted en él sábanas limpias y todo cuanto necesite... Le enviaré a la camarera...
Permítame, señora, ayudarla...
Ella no contestaba; pero la idea de poder tenderse en una cama confortable y de estar acostada tranquilamente, aunque sólo fuera media hora, la encantaba. No veía nada malo en la proposición.
—Le ruego que me dé la mano... La acompañaré a usted—dijo él con voz acariciante. Le enviaré a la camarera... Le daré a usted la llave del camarote, y podrá desnudarse, si quiere...
Poseía una voz agradable, de un timbre sincero y respetuoso, que disipaba toda duda y toda sospecha; la voz de todos los Don Juanes que saben mentir a las mujeres y hacerles creer en su buena fe. Además, la voluntad de Elena estaba completamente paralizada, anulada, por el acceso terrible de mareo.
¡Si supiera usted cómo sufro!—gimió débilmente, casi sin fuerzas para despegar los labios y pálida como un cadáver.
—Vamos, vamos —insistió él con afectuoso acento.
Y con la tierna delicadeza de un hermano, la ayudó a levartarse, sosteniéndola por un brazo.
Elena no se resistió.
El camarote del segundo de a bordo era muy pequeño. Apenas había en él sitio para una cama y una mesita; entre una y otra existía el espacio preciso para una sillita plegable. Pero todo era nuevo, limpio, resplandeciente, cuco. La colcha, de terciopelo, estaba a medio levantar; las sábanas inmaculadas, sin ninguna arruga, encantaban con su blancura.
Una lamparita eléctrica proyectaba una suave luz, tamizada por una pantalla verde. Junto al espejo, sobre el tocador de anacardo, había un violetero con narcisos y lirios.
—Le suplico a usted—dijo el griego, evitando las miradas de Elena—que se considere en su cuarto... Aquí encontrará cuanto necesite para la "toilette". El camarote está a su disposición, señora. Es nuestro deber de marinos servir a la bella mitad del género humano.
Con una risita dió a entender que aquellas palabras no eran sino una broma amistosa, inocente.
—Considérese en su cuarto. No tema nada—re pitió.
Y salió del camarote.
Sólo un momento, desde el umbral de la puerta, miró a la viajera; y no a los ojos, sino más arriba, a la línea donde acababa la nieve de su frente y comenzaba el oro de su cabellera.
Un miedo instintivo, algo como un resto de prudencia, turbó de pronto a Elena; pero en aquel momento el suelo del camarote sufrió una sacudida tan fuerte, que la joven, casi desmayada, se dejó caer en el lecho, cruzadas las manos bajo la nuca. Cuando se sintió un poco mejor, extendió la colcha sobre la cama y comenzó a desabrocharse los botones y los corchetes de la blusa, el corpiño y el corsé, que la apretaba demasiado y dificultaba su respiración. Luego se acostó boca arriba, colocó la cabeza sobre las almohadas y estiró las piernas entumecidas.
Al punto se sintió aliviada, casi feliz.
—Voy a descansar un poco, y luego me desnudaré pensó con placer.
Cerró los ojos. La luz de la lámpara acariciaba dulcemente sus pupilas al través de sus párpados. Los vaivenes del barco no la molestaban ya tanto. Advertía la aproximación de un dulce sueño, portador del descanso y del olvido de sus sufrimientos, y temerosa de ahuyentarlo, no se movía.
Pero alquien llamó a la puerta. Recordando que no la había cerrado con llave, se atemorizó an poco; mas no tardó en tranquilizarse al pensar que podía ser la camarera quien llamaba, y grits, incorporándose:
—¡Adelante!
Se abrió la puerta y penetró el segundo de a bordo. El terror estremeció a la joven.
El griego llevaba la cabeza baja y no la miró; pero Elena oyó con alarma su pesada y profunda respiración.
—Perdón, señora—dijo el marino con voz sorda. Me he dejado aquí el periódico. Pareció buscarlo sobre la mesita, encorvado y vuelto de espaldas a Elena. A ella se le ocurrió levantarse y salir del camarote; pero, como si hubiera adivinado su pensamiento, el griego se lanzó, con la violencia de una fiera, a la puerta, y le dió dos vueltas a la llave.
—¿ Qué hace usted?—gritó ella, pintado el horror en el semblante.
De una manera suave y al mismo tiempo enérgica, él la hizo sentarse de nuevo en la cama y se sentó a su lado. Con mano temblorosa empezó a desabrocharle la blusa. La pasión ponía en sus manos un calor de fiebre. Su respiración se tornó jadeante. Su rostro se tiñó de púrpura y las venas de su frente se hincharon.
—Querida—dijo con brutal y ciego arrebatoQuerida... quiero ayudarla a usted... quiero ser su doncella... No, no... no crea usted que me guian EL BRAZALETE NES—E1% malas intenciones... ¡Dios mío, qué pecho!... ¡Qué cuerpo!
Apoyó en el pecho desnudo de la joven su cabeza inflamada, y balbuceó:
—Hay que desabrocharla a usted por completo... será muy conveniente... No crea usted, por Dios. Nada más que un minuto... nada más que un minuto... Nadie lo sabrá... die en el mundo...
Nada más que un minuto Ella le rechazaba con todas sus fuerzas, apoyando las manos contra su pecho, y repetía, llena de asco, con voz ahogada por la cólera:
¡Déjeme usted! ¡Puerco... canalla!... Nadie se ha atrevido jamás a tocarme... ¡Váyase! ¡Oh, canalla!
Luego, bajo el imperio del horror y la furia, empezó a dar gritos inarticulados, con voz penetrante; pero él se apresuró a taparle la boca con sus labios húmedos. La joven se resistía desesperadamente, le mordía los labios, y cuando con seguía apartarlo por un momento, gritaba y le escupía a la cara.
De pronto sintió que la debilidad se apoderaba nuevamente de todo su ser y que estaba a punto de desvanecers. Le pareció que sus piernas y sus brazos se volvían de algodón y perdió toda fuerza de resistencia.
—¡Dios mío, Dios mío!—gimió—. Lo que ha he cho usted es peor que un asesinato... ¡Dios mío, Dios mío!
En aquel momento llamaron a la puerta. El segundo de a bordo abrió y apareció en el umbral el alumno de la Escuela marítima, el joven parecido a un mico que Elena había visto junto a la escalera, cuando subía al barco.
La viajera se tapó los ojos con las manos y lanzó un grito desgarrador.
VI
Amaneció. Se descargaban las mercancías y desembarcaban los viajeros en Eupatoria, cuando Elena se despertó, en el puente, a causa de la niebla fría. El mar estaba tranquilo y acariciador. Al través de la niebla se veían ya los rayos del sol naciente. Se distinguía apenas a lo lejos la línea amarilla de la playa.
Sólo entonces, al recobrar el conocimiento a la luz del día, comprendió todo el horror de la noche pasada. Recordó al segundo de a bordo, después al alumno de la Escuela marítima, luego nuevamente al segundo de a bordo. Recordó cómo el griego, después de su crimen, la había sacado brutal y cínicamente del camarote. Y este recuerdo era el más doloroso de todos. En Sebastopol, el barco se detuvo durante tres horas, para desembarcar y embarcar innumerables cajones, baú les, fardos, barras de acero, sacos, planchas, etc.
La niebla se disipó. La hermosa bahía redonda, rodeada de playas amarillas, parecía dormir plácidamente. Lanchitas de vapor, ligeras y hábiles, surcaban en tcdas direcciones la superficie del agua. Iban y venían veloces los botes blancos de la marina militar. Los marineros remaban metódicamente, con movimientos isócronos, como un solo hombre.
Elena bajó a tierra y, sin objeto determinado, atravesó la ciudad en tranvía eléctrico. La ciudad, montañosa y blanca, parecía desierta, moribunda.
Se diría que no había en ella sino oficiales de marina, marineros y soldados, como en una plaza conquistada.
Estuvo sentada un rato en el jardín público, mirando con indiferencia el césped, las palmeras y los arbustos, cuidadosamente podados, y oyendo con no mayor interés la música de la charanga. Luego volvió al barco.
A la una de la tarde el barco zarpó. Entonces, cuando ya todo el mundo había acabado de almorzar, bajó ella, casi escondiéndose, como una ladrona, al comedor. Se sentía tan humiliada, que evitaba la presencia de los demás seres humanos y prefería la soledad. Luego que hubo almorzado, tuvo que hacer un gran esfuerzo para subir de nuevo a cubierta: tal era su temor de encontrase con gente. Hasta la llegada a Yalta permaneció sentada en un rincón esquivo, la cabeza apoyada en la barandilla.
La playa, arenosa y amarillenta, se iba elevando poco a poco. Se veían de vez en cuando en ella manchas de verdura. Un viajero senta.lo ne lejos de Elena, con una guía abierta en la mano, hablaba en voz alta, para atraer sobre él la atención, de los sitios por donde pasaba el barco.
Elena le escuchaba con absoluta indiferencia, abrumada por la pesadilla que había vivido durante aquella horrible noche. Se sentía como cu:
bierta, de pies, a cabeza, de lodo, y contemplaba tristemente los encantadores paisajes de la Crimea.
Ante sus ojos iban pasando el cabo Fiolet, rojc, enhiesto, con sus rocas agudas y como a punto de caer al mar, sobre las que se alzaba en otra tiempo el templo de una diosa cruel, a quien los creyentes sacrificaban hombres vivos, y desde las que eran lanzados al mar los prisioneros; la ciudad de Balaclava, con la silueta vaga de una torre en ruinas sobre la montaña; el cabo Aya, cubierto de bosque; el cabo Lasti, todo verde; Foros, con su iglesia bizantina alzándose sobre una a modo de bandeja. Más lejos extendíanse parques magníficos alrededor de blancas villas, y se veían los tejados planos de algunos caseríos tártaros.
El mar, tranquilo, acariciaba con sus ondas el casco del buque. Algunos grandes peces jugaban en el agua.
Un fuerte olor acre de mar penetraba en los pulmones. Pero Elena lo respiraba sin placer.
Experimentaba una sensación extraña. Parecíale que no habían sido hombres, sino algún ser superior, omnipotente, malvado y burlón, quien había, de un modo estúpido, mancillado su cuerp y su pensamiento, abatido su orgullo y robádole para toda la vida la confiada y serena alegría de vivir. No sabía qué debía hacer, y pensaba en ello de la misma manera vaga e indiferente que miraba a la costa, al cielo y al mar.
El pasaje se agrupaba en la banda izquierda del barco. Entre los pasajeros vió Elena al segundo de a bordo, que le dirigió una mirada rápida y furtiva, volvió la espalda y se ocultó tras un camarote cercano. En su faz, en su actitud y en su mirada, Elena leyó la repugnancia y el desprecio. Y se sintió enlazada a él para toda la vida, le pareció haber descendido irreparablemente a su nivel moral.
El barco pasó luego por cerca de Alupka, con su vasto palacio de mármol de estilo morisco, y su espléndido parque; después, ante los ojos encantados de los pasajeros, fueron apareciendo otros parajes pintorescos. El barco se acercaba a Yalta. Todos los viajeros preparaban sus equipajes para el desembarque. Como sucede sienpre en los barcos, en los trenes y en las estaciones, la gente, llena de una estúpida nerviosidad, estaba agitada y desapacible. Tropezaba con Elena, le pisaba los pies y la falda. La joven ni siquiera volvía la cabeza. Pensaba con terror en su esposo. Intentaba en vano imaginarse la cara que pondría al verle y lo que le diría. ¿Tendría valor para decírselo todo? ¿Y qué haría él entonces? ¿La perdonaría? ¿Montaría en cólera? ¿Sentiría por ella una piedad profunda, o la rechazaría como a una mujer liviana y pérfida?
Siempre que pensaba en el momento en que se decidiría al cabo, a abrirle su lacerado corazón, se ponía pálida y cerraba los ojos de espanto.
Fueron desfilando ante el barco el umbrío parque de Oreanda, las nobles ruinas del Palacio de Mármol, el palacio rojo de Livadia, las montañas cubiertas de viña, y, por último, circundado de una gigantesca herradura de montañas apareció el anfiteatro alegre y policromo de la ciudad de Yalta con las cúpulas áureas de la catedral, los finos, esbeltos y obscuros cipreses; el muelle de piedra, pululante de hombres, caballos y coches, que parecían a lo lejos de juguete.
Luego de dar lenta y prudentemente una vuelta sobre sí mismo, el barco se detuvo junto al embarcadero. Al punto, la muchedumbre de viajeros, con un estúpido apresuramiento de rebaño, se lanzó hacia la escalera atropellándose y estrujándose. Elena sintió un vivo movimiento de repulsión ante aquellas nucas de hombres congestionadas, aquellos rostros excitados y malévolos de mujeres, aquellos centenares de manus cubiertas de sudor, aquellos codos amenazadores.
En toda aquella gente advertía la presencia de la fiera que la había ofendido mortalmente la noche anterior.
Hasta que no hubieron bajado casi todos los pasajeros y no quedó desierto el puente, Elena no se aproximó a la escalera. En seguida vió a su marido. Todo en él—su camisa de seda azul, su ancho cinturón, sus pantalones de verano, su sombrero de anchas alas, usado a la sazón por tod»s los social—demócratas; su corta estatura, su barriguita, sus lentes de oro y sus ojos que el sol obligaba a entornarse—le pareció infinitamente conocido y, al mismo tiempo, hostil y desagradable. Se arrepintió de no haberle telegrafiado desde Sebastopol diciéndole sencillamente, sin dar e explicaciones, que no volvería ya nunca. Pero él la había visto desde lejos y agitaba en el aire el sombrero y el bastón.
VII
A media noche, Elena se bajó de la cama, separada de la de su marido por un tocadorcito.
Sin encender la lámpara, se sentó al borde de la cama de su marido y le tocó ligeramente con la mano. El se incorporó bruscamente y preguntó asustado:
—¿Qué pasa, Elenita?
Estaba extrañado e inquieto por su silencio de todo el día. Aunque ella lo había achacado al dɔlor de cabeza producido por la travesía, él había adivinado tras sus palabras una desgracia o un misterio. No había querido molestarla con preguntas, esperando que de "motu proprio" le diría lo que pesaba sobre su corazón. Y en aquel momento, a pesar de que su sueño no se había disipa.lo aún del todo, sentía en las profundidades misteriosas de su alma la inminencia de algo terrible, bárbaro, que sólo podía acontecer una vez en la vida.
Las dos ventanas estaban abiertas de par en par. El dulce perfume de los jazmines invisibles saturaba el aire. En el jardín público tocaba una orquesta, y los acordes de la música, amortiguados por la distancia, sonaban melancólicos.
Sergio, es necesario que me escuches—dijo Elena. No, no, sin luz—añadió rápida al oírle a él coger la caja de cerillas—. Será mejor así, en las tinieblas... Lo que voy a decirte será para ti muy doloroso, casi no podrás soportarlo..., pero no tengo más remedio. No puedo evitarte esta prueba. Tú me perdonarás...
Apenas distinguía la silueta de su marido, cuya camisa blanqueaba en las tinieblas. El encontró, a tientas, la botella del agua y el vaso, y se le oyó escanciarse y beber.
¡Habla, pues, Elenita!—dijo con voz queda.
—Escucha. ¿Qué harías si yo te dijese lo si guiente: querido Sergio, yo, tu mujer, que hasta ahora sólo te había amado a ti, te he sido infiel, fíjate bien, te he sido infiel completamente, hasta el último límite posible?... Espera, no te precipites. Atiende: la infidelidad no ha sido furtiva, no ha sido un engaño, sino cometida contra mi propia voluntad, bajo el imperio de las circunstancias... Figúrate..., supongamos un capricho de un ser morboso, un acceso de sensualidad súbita, la violencia de un borracho...; supongamos de un oficial... Querido Sergio, te suplico que me contestes con toda franqueza, sin ambages, sin rodeos.
Y ten en cuenta que, aunque te he sido infiei, no he cesado ni por un segundo de amarte más que a todo el mundo.
Guardó él silencio algunos instantes; cogió la mano de su mujer y quiso estrecharla, pero ella la retiró.
—Me has asustado, Elenita... No sé qué contestarte. Te juro que no lo sé. Si te hubieras enamorado de otro, no me hubieras engañado...
Hubieras venido a mí y me hubieras dicho: "Ser gio: ambos somos honrados y libres; yo ya no te amo; amo a otro. Perdóname y separémonos." Y yo te hubiera besado, antes de separarnos, la mano, y hubiera respondido: "Te agradezco cuanto me has dado, bendeciré siempre tu nombre, y sólo te pido una cosa: el derecho de considerarte un amigo mío." —No, no... No es eso..., no es eso. No amo a ningún otro; sencillamente te he sido infiel de un modo brutal. Te he sido infiel porque no he podido evitarlo, sin querer, sin responsabilidad.
—Pero ¿te ha gustado? ¿Has sentido placer en los brazos... del... ?
¡Oh, no, no! Sólo he sentido una repulsión profunda, irresistible... Figúrate que he sido víctima de una violencia...
Sergio atrajo a su esposa suavemente hacia sí.
Ella entonces no se resistió.
—Querida Elenita, no pensemos más en esc.
Es como si me preguntases si te seguiría queriendo al verte desfigurada por la viruela o con una pierna cortada por el tren. Si, en efecto, un canalla te hubiera violado—¡todo es posible en nuestra época!, yo apoyaría tu pobre cabeza en mi pecho, como lo hago ahora, y te diría: "¡Pobre niña! Te compadezco con toda mi alma como tu marido, tu hermano, tu único amigo, y haré con mis besos desaparecer todo el lodo con que han querido cubrirte." Reinó un largo silencio. Luego dijo él:
—Cuéntamelo todo.
Y ella comenzó:
—Supón que... Pero no olvides, Sergio, que no es más que una suposición... Supón que durante la noche he sido presa a bordo de un terrible acceso de mareo...
Y con todo lujo de detalles, sin omitir nada, le contó cuanto le había sucedido la noche anterior.
Mas de cuando en cuando intercalaba en su relat» las palabras siguientes: "Ya sabes que no es más que una suposición. No vayas a creer que todo esto ha ocurrido realmente; no es más que una suposición. Invento todos los horrores que pue le forjar mi fantasía." Cuando calló, preguntó él con voz dulce, casi solemne:
— Ha ocurrido en efecto todo eso? ¿Todo es es verdad? Yo no tengo ningún derecho a acusarte ni a perdonarte. Tú no eres responsable sino de una estúpida pesadilla nocturna. ¡Dame la mano!
Y besándola, preguntó:
—¿Ha sucedido, pues todo eso, Elenita?
—Sí, querido. ¡Soy tan desgraciada, tan pro fundamente desgraciada!... Gracias por haberme consolado, por no haber destrozado mi corazón.
Te agradeceré toda mi vida este momento...
Y con los ojos llenos de lágrimas amargas y alegres a la par, Elena se apretó contra el pecho de su marido, y todo su cuerpo fué sacudido por los sollozos. El la acariciaba cariñosamente los cabellos.
—Acuéstate, querida; descansa. Mañana te despertarás fresca y serena, como si todo no fuera más que una pesadilla lejana.
Ella se acostó.
Transcurrió un cuarto de hora. Las flores seguían exhalando su perfume enervante. Oíanse, bellos y tristes, los sones de la música; pero ni el marido ni la mujer podían dormirse y no se movían, para no inquietarse uno a otro, ni abrían siquiera los ojos, ahogando los suspiros, sabedor cada uno de ellos de que el otro estaba despierto.
De pronto él se incorporó bruscamente y exclamó con terror:
¡Elenita! ¿Y si tuvieras un niño?
Ella tardó un instante en contestar, y dijo:
—Lo aborrecerías?
—No, no lo aborrecería. Los niños son siempre bellos. Siempre te he dicho que no debe existir ninguna diferencia entre el amor a los hijos propios y el amor a los ajenos. Yo he afirmado siempre que el amor materno exclusivo sin más objeto que el propio hijo es criminal; que una mujer dispuesta a sacrificar centenares de hijos ajenos por salvar al suyo de la fiebre es una mujer abo minable, un monstruo, aunque la gente la califique de santa. El hijo que pudieras tener a consecuencia de tu desgracia sería considerado por mí como mío... Pero, Elenita mía..., ese hombre habrá tenido durante su vida millares de aventuras.
Acaso tenga enfermedades vergonzosas... No se puede asegurar... Quién sabe si será un alcohólico... O un sifilítico... Ahí está, querida Elenita, todo el horror del problema. Ella respondió, con voz débil, cansada:
—Bueno, haré lo que quieras.
Reinó nuevamente el silencio, que se prolongó entonces de un modo penoso.
Por fin él dijo con timidez:
—No quiero mentirte. Quiero confesarte francamente que una sola cosa me hace sufrir: el que tú hayas conocido el goce del amor físico, no conmigo, sino con ese canalla. ¡Ah, Dios mío! ¿Por qué habrá sucedido esto?... ¡Es tan doloroso!...
¡Qué doloroso es!
Y con voz trémula y suplicante añadió:
—Oye, Elena... ¿Acaso no ha ocurrido nada de eso y has querido sencillamente someterme a una prueba? ¡Di!
Ella dejó oír una risita.
—¡Qué tonto eres! ¿Te has creído en serio que yo podía serte infiel? Claro que tan sólo he querido someterte a una prueba. Ahora se acabó. Has estado muy bien en los exámenes, y puedes dormir tranquilo. Yo también voy a dormir.
—¿No bromeas? ¿Es verdad, Elenita adorada?
¡Ah, qué feliz soy! Figúrate que casi había acabado por creerte... Ja, ja, ja! ¡Qué tontería! No era, pues, cierto nada de eso, ¿verdad?
—Nada—respondió ella secamente.
Su marido no tardó en dormirse.
Por la mañana le despertó un ligero ruido. La iur del día penetraba en la habitación. Elena, pálida a causa del insomnio, demacrada, con círculos obscuros en torno de los ojos y los labios secos, estaba casi vestida y terminaba apresuradamente su "toilette".
—¿Dónde vas, querida?—preguntó Sergio con angustia.
—En seguida vuelvo—respondió ella—. Me duele un poco la cabeza. Daré un paseíto y dormiré un rato después de almorzar.
El se acordó de su reciente conversación, y, tendiéndole los brazos, le dijo:
—¡Cómo me asustaste anoche, infame mujercita! ¡Si supieras el daño que me hiciste! Aquel horror se hubiera interpuesto entre nosotros toda la vida. Ni tú ni yo hubiéramos podido olvidar nunca... Toda esa historia del segundo de a bordo, el alumno de la escuela marítima, el mareo, es pura imaginación, ¿verdad, querida?
Elena, asombrada ella misma de mentir de un modo tan fácil, habiendo tenido siempre a gala no decir más que la verdad, respondió con acento completamente natural:
—Claro, todo es invención mía. Una señora nos contó en el camarote un caso análogo que había, en realidad, tenido lugar en un barco durante una travesía. Su relato me impresionó mucho; me supuse en la situación de la pobre víctima y me llené de horror a la idea de que tu amor, entonces, se convirtiera en odio... Sufrí terriblemente al pensarlo y quise convencerme de lo contrario. ¿Comprendes?... Ahora, todo se acabó... felizmente.
—Sí, felizmente confirmó él, tranquilo del todo y muy alegre. Pero te engañas suponiendo que yo pudiera odiarte... No hubieras perdido el valor a mis ojos con motivo de una desgracia así... ¡No, nunca!...
Elena salió.
Sergio volvió a dormirse y no se despertó hasta las diez. A las once comenzó a inquietarle la ausencia de su mujer. Al mediodía un botones le llevó una breve carta suya.
"Salgo de nuevo para Odesa—escribía en el vapor de las nueve. No te ocultaré que voy a casa de Vasiutinsky, a cuyo lado trabajaré toda mi vida por la causa que nos es cara. Eres el único hombre a quien he amado; el único y el último, porque el amor no existe ya para mí. Tú eres el más puro y el más honrado de los hombres que he conocido.
Pero tú también, como los otros, según ahora veo, no eres más que un hombrecillo suspicaz, mal pensado, celoso. Tú también consideras a la mujer que amas como un propietario mezquino, egoísta.
Seguramente cualquier día nos encontraremos en el camino que pienso seguir toda mi vida. Y en nombre de nuestro amor pasado, te ruego que nada me preguntes, que no me pidas ninguna explicación, que no me hagas reproches y que no pretendas que nos reconciliemos. Ya sabes que nunca renuncio a mis decisiones.
No creo necesario repetirte que lo que te he contado del barco no ha ocurrido jamás.—Elena."