El cuervo (Leconte de Lisle)
El cuervo
El viejo Abad Serapio de Arsinoe.
Prior de once monasterios, sometido
De su orden á las prácticas severas,
Bajo Valentiniano, rey de Oriente,
Paseábase una tarde, melancólico,
Por las obscuras bóvedas del claustro.
Ya el sol partido había ; tenues sombras
Se alzaban del desierto en los confines:
Los astros parpadeaban en el cielo,
Y del fondo de agrestes soledades,
Rugidos de león, breves y rudos,
En torno al monasterio interrumpían
El profundo silencio de la noche.
El viejo Abad Serapio, lentamente,
Marchaba, meditando en el Edicto
Imperial, que á los siervos de la iglesia
Alistarse mandaba en numerosas
Legiones, que á batir fuesen los Godos.
Que ya en aquellos tiempos abundaban
Los que buscando la quietud, querían
Olvidarse del siglo y á Dios sólo
La flajelada mente alzar contritos.
El terror dominaba en los conventos;
Y los monjes, con rígidos ayunos,
Invocando á Jesús se atormentaban.
El Abad en todo ello, meditando
Lleno de angustia, fervoroso exclama
Con los brazos en alto: — ¡Dios me asista!
Y al alejarse entristecido y mudo,
Baja la frente, entre la sombra escucha
Un ronco, extraño acento que le dice:
— ¡Venerable señor, compadecedme!
Y el viejo Abad se signa, por el diablo
Tomando al que le hablaba entre la sombra.
La voz siniestra sigue: — Ópimos tiempos
Hé visto y contemplé magnos festines!
Alas hoy el hambre me atormenta;
No os extrañe, señor, si os aseguro
Que cuando Abraham nació, yo era ya viejo...
— En nombre de Jesús, demonio ó ángel,
Quien quiera que tú seas, y que me hablas,
El Abad dijo: ¡ven! — Señor, repuso
El otro: ¡vedme aquí! Y al mismo instante,
Sobre la balaustrada, horrible en formas,
Delante de Serapio estremecido,
Cayó un pájaro enorme, el ala abierta,
Cuyos brillantes ojos centelleaban.
Vió el Abad asombrado que era un cuervo
De una especie gigante, extraordinaria.
La edad, su córneo pico había encorvado,
Y su cuerpo sin plumas, parecía
Consumido del hambre en los extremos.
Aunque la fe del monje era robusta,
Místico muro, espiritual baluarte,
Esa extraña visión teniendo al lado,
Temblaba á su pesar, de espanto lleno;
Y los ojos del cuervo en las tinieblas
Centelleaban con lívidos fulgores,
Mientras sus alas fúnebres movía.
Serapio dijo: — Si Satán te nombras,
Perro, demonio, reprobo, maldito,
¡Parte! ¡yo en nombre de Jesús te arrojo!
¡Vuelve á caer en las eternas llamas!
Y esto diciendo, persignóse el monje.
— Yo no soy el que crees, Abad santo,
Dijo el pájaro negro, en són de burla;
Pierdes el tiempo, pues, en maldecirme.
Nací cuervo, señor, cual soy ahora,
Pero hace muchos siglos que he nacido.
El hambre me devora, y si eres bueno,
Dame un poco de carne, gorda ó flaca.
En cambio, monje amigo, te prometo
Un remedio al dolor que te atormenta.
— Impídenme tocar mis santas leyes,
De los lobos, los cuervos y las águilas,
El brutal alimento, dijo el monje.
Ve á roer, si la carne te complace,
Sobre los negros campos de batalla.
Para tu hambre calmar y tu fatiga,
De negro pan te ofreceré un mendrugo.
— Sea, el cuervo exclamó, que venga al punto;
Toda vianda sabrosa es, la mendigo,
Que un largo ayuno de tres siglos sufro.
— Vamos, dijo el Abad, hasta mi celda. —
Y el otro, por los negros corredores,
Fué á Serapio siguiendo presuroso.
Cuando el pobre festín hubo acabado,
Sacudió el Cuervo, como un haz de flechas,
Las plumas de su lomo enflaquecido,
Y cerrando los ojos, olvidarse
Del monje pareció, que lo observaba.
Este, cruzó los brazos sobre el pecho
Murmurando: Jesús, las emboscadas
Deshace, que a mi honor el Diablo tiende!
Ángeles santos, reveladme al punto,
¿Qué es lo que anhela el pájaro antiquísimo?
Un huésped más extraño nunca, nunca,
Recibió algún mortal: Señor, salvadme!
Y, mientras tanto que el Abad murmura,
Súbito, el cuervo dice con voz fuerte:
— No estoy dormido como habéis pensado,
Venerable Rabí; sondeo al tiempo,
De qué fueron las almas preguntando:
Pues conocí en otrora los profetas,
Que también lo ignoraban.
— No blasfemes
Porque el infierno puede consumirte!
Dijo el monje; ¿importarte puede acaso,
A tí, vil carne, podredumbre inerte,
Que volverás bien pronto á lo que fuiste,
Al seno de la gran naturaleza,
Con la arcilla, la lluvia, el agua, el viento,
Vana sombra á los ojos del Dios vivo;
A ti que hoy eres fango y serás polvo,
El reino de los Santos en la altura?
El león, el asno, el águila y el perro,
Di ¿qué es todo esto ante la muerte? Nada!
— Señor, el Cuervo dijo, hablais como hombre
Que espera despertar del postrer sueño;
Mas yo Reyes he visto, y vi naciones,
Que en la obscura morada permanecen.
De ellos, señor, bastantes he comido,
Cuerpo y alma á la vez, de un solo golpe.
— Pagano vil. el viejo Abad repuso,
Cuando el cuerpo ha caído, el alma pura,
Sube al cielo con álas invisibles,
Como blancas palomas, los espíritus
Giran al sol eterno en los espacios!
En verdad, te lo digo.
—Yo lo dudo,
El Cuervo murmuró, mas, en fin, sea!
Si lo que asegurais es tan notorio:
¿Quereis oirme por un breve instante?
La absolución también yo necesito.
— Escucho, dijo el monje. El que se humilla,
Es digno de perdón, su culpa lava,
Y estremece a los ángeles de gozo!
— Desde el principio, mi relato empiezo:
Era el tiempo, señor, en que las aguas
Cubrieron los confines de la tierra,
Y hasta la cima de los altos montes
Llegaron de su limo las espumas;
De reyes y de imperios fenecidos,
Era el último día. Si eran buenos,
O malos, no lo sé. Buenos ó malos,
Poco nos interesan si están muertos.
— Que eran perversos lo probó el Diluvio,
Repuso el monje, y era un mundo impío
Aquel en que las lúbricas mujeres
Sedujeron los ángeles.
— No hay duda
Que así fué, dijo el pájaro, prosigo:
Sobre el antiguo mundo anonadado,
Flotaba leve el arca gigantesca,
Y el oceano sin fin, sobre sus ondas,
Como ligera cuna la mecía.
Inmóvil en la sombra yo esperaba,
Del Arca en un rincón, el descenlace.
Un día, los torrentes agotados,
Cesaron de llover, lució en el éter
El sol brillante; descendió el abismo:
Vete! dijo el Patriarca, y en la cumbre
De una montaña, al Universo anuncia
El perdón de Jehová. Tendí mi vuelo
Acariciando líquidas llanuras,
E ignoro de aquella época hasta ahora,
Lo que al negro bajel ha sucedido.
— Fué aquella, mala acción, díjole el monje.
— Es que, señor, el Cuervo le repuso,
Me agradaba viajar por donde quiera,
Y el aire libre a la prisión prefiero.
Verdes cimas, Rabí, contemplé entonces,
De algas cubiertas, por el sol heridas;
Y en altísimo cedro fui á posarme
Para tender mi vista en los espacios.
Tres largos días con sus largas noches
Allí permanecí; del sol la lumbre
Mostróme el mar, que del profundo abismo
El universo renacer dejaba,
Pero aun vacío, envuelto en las espumas,
Y erizado de lúgubres escombros.
Al pié de la montaña inaccesible,
Una enorme ciudad de rojos muros
Que construyeron las antiguas razas,
Dormitaba entre fétidos vapores.
Arrancados de cuajo por las olas,
Murallas y palacios confundidos,
Como negros follajes, los despojos
Del oceano mostraban por doquiera,
En largas espirales enlazando
Rotas columnas y derruidos techos,
Y de los Reyes, hijos de los Ángeles,
Los gigantes cadáveres cubriendo
Entre su manto de espumosos limos.
De ellos, dos contemplé, señor Abad,
A un trono unidos por cadenas de oro:
Un hombre de ancha frente, alta estatura,
Que con nervudos brazos estrechaba
A una hermosa mujer, contra su seno,
En cuya helada y entreabierta boca,
El gozo de morir resplandecía;
El, firme la cerviz ante la muerte,
Domado y no vencido, aun conservando
Con su beldad, su orgullo y su fiereza.
En torno á la ciudad, bajo la lumbre
Del sol siniestro, lago silencioso
Dilataba sus fúnebres orillas,
Donde inertes, inmundos animales,
Sus contornos mostraban entre el cieno.
Osos, grandes lagartos, elefantes
Inmensos, sobre el fango corrompido,
Águilas gigantescas, fatigadas
De vagar por las nubes, que las cimas
De las rudas montañas no encontraron,
Toros abriendo las enormes fauces,
Leviatanes rendidos por las olas,
De la tierra, los viejos pobladores,
Llenaban todos, el pantano inmundo,
Y de vapores cálidos los vientos.
Y como sé que pasto de los vivos,
Los muertos son, Abad, por muchos años
Habité allí, contento de la suerte,
Y del trabajo de la mar ; que á todos,
Hombre ó cuervo, comer es agradable,
Si extremado apetito nos acosa.
Muchos soles, después, en mi morada,
Se deslizaron para mí tranquilos,
Cuando una tarde vi desde la cima
Del árbol secular, hacia el Oriente
Por insólitas llamas inflamado,
Poderoso fantasma, que en las nubes,
Llevaba el torbellino entre su seno.
Sus alas agitábanse en los aires,
Sus cabellos brillaban en la sombra,
Y extendidos los brazos, aventaba
Los fétidos vapores sobre el mundo.
Al límpido fulgor de sus miradas,
El impuro pantano despedía
Bajo dosel de flores, tibio aliento;
Cual rojos pebeteros, humeaban
Los montes, cuyos flancos de granito
En hinchados torrentes por los valles,
Las saladas espumas convirtieron.
Giró el espacio, ante mi vista, entonces,
Santo Abad, y caí desde la altura,
Al pie del cedro, cual despojo inerte.
¿Cuánto tiempo duró mi largo sueño?
Cuando me desperté de aquel letargo
Después de algunos siglos, fué á la sombra
Negra y sin fin de las calladas selvas.
Todo despareció: diseminada
En leve polvo la ciudad gigante,
Sobre la fina hierba de los campos,
Recorrí los follajes florecidos,
Viendo que el hombre conquistado había
De nuevo el Universo Hondos clamores
Sentí del horizonte en los confines;
Del Norte al Sud, del Este al Occidente
Ebrios de sangre y respirando enojos,
Los pueblos con los puéblos combatían.
Nudosas masas, con feroz empuje,
Aplastaban la frente á los guerreros;
Las mujeres, los niños, los ancianos,
Sangrando entre el montón de la pelea;
Todo, todo, probaba que el diluvio,
Al mundo renaciente transformara!
Doquiera los cadáveres tendidos,
Presa vil de los buitres, de las águilas,
Y de los cuervos, bajo el sol radiante,
Perfumes exhalaban ofreciendo
Como grande holocausto á nuevos Dioses!
— No te burles, aborto del Infierno!
Dijo el monje. Tan sólo has contemplado
Bajo el prisma del mal, el universo,
Y del diablo, á través de las pupilas,
La pobre humanidad tan sólo viste :
Oh! mónstruo inexorable! No te burles!
— Ay! señor, perdonad, mas pienso ahora,
Que siempre el hombre tuvo sed de sangre,
Cual su carne ambiciono, viva ó muerta.
En idénticos rumbos nos empujan
A los dos, los afanes del destino.
Nada puede allí el diablo, y Dios tampoco;
Las cosas de la muerte ó de la vida,
Yo las estimo por igual, lo juro.
Si en mi sinceridad pude reirme,
Me he reído, señor, con inocencia.
— Jesús, Rey de los ángeles, Maestro,
Sellad los labios del traidor, os pido,
Que sin cesar blasfema! dijo el Monje.
— Asi, no os irriteis, Abad piadoso:
Ved que materia vil, no tengo espíritu,
É indigno soy de elogio y de censura,
Y que si hoy enmudezco, cien mil monjes
A los combates llevareis mañana.
Fuertes guerreros, en verdad, serían,
Que una sangre bendita derramando,
Volarán sin obstáculos al cielo!
Cosa que es, según vos, ineludible.
— Sigue! dijo Serapio; Dios dispone
Para expiar mis pecados, que te atienda;
Habla, pues, y prosigue sin tardanza,
Porque el tiempo se pierde al escucharte.
— En tanto deslizábanse los días;
Yo avanzaba en edad y en fortaleza,
Ebrio siempre de sangre cuaj otrora,
En que sobre las líquidas llanuras
La luz resplandeció de la mañana.
Crecer, vivir, morir, miré á los hombres,
Y pasar como sueños impalpables,
Que del ciclo la ráfaga insensible
Arrojase al olvido silencioso;
Germinaban las selvas y en el fango
Los seculares troncos carcomidos,
Retoñaban después, dejando apenas,
Áridas rocas donde vi el rocío
Bajo la fresca sombra columpiarse.
Las ciudades de pórfido construidas
Ante mis ojos, rápidas se hundieron;
El huracán las aventó en la noche,
Sepultando en la nada su memoria
Con sus lenguas antiguas, que grabadas
En páginas graníticas, pasaron.
En fin, señor Abad, misterioso
Germen, de siglo en siglo aprisionado,
Los Dioses vi nacer — y aquellos Dioses,
Los vi también morir! En donde quiera,
Los mares, las montañas, las llanuras,
Por millares, los Dioses producían;
Armados unos con la espada, y otros,
Armados del relámpago brillante,
Jóvenes, viejos, crueles, bondadosos,
Bellos, deformes, de marfil y mármol,
Adorados, temidos é inmortales!
Vi al tiempo sus altares demoliendo,
El odio palpitar entre sus fiestas,
El mundo sus profetas degollando,
Y la burlona risa, tan amarga
Como la muerte, en el común abismo,
Vi que en tropel á todos sumergía;
Y miré nuevos Dioses y hombres nuevos
Alzarse de sus fúnebres despojos.
Yo viví, el espantoso torbellino,
Con mis salvajes alas disipando,
Feliz, sin amarguras ni dolores,
Al hedor de la sangre sólo atento.
Viví! bajo del ciclo y sobre el mundo,
Agonizaba todo, y yo vivía!
Yo viví, recorriendo sin reposo
De las cimas del Cáucaso al Carmelo,
Al banquete inmutable convidado,
Diciendo: todo muere, porque viva!
Y yo viví! Oh! Abad! Hermosos siglos
Llenos de convulsiones y batallas,
Para mi dicha fueron. ¡Quién pensara
Que mi mejor festín, adverso el hado,
Interrumpiese súbito y de entonces
Los senderos del hambre recorriera!
Sea maldito aquel día, entre los días
Pasados y futuros, para siempre!
Maldito, en sus mañanas y en sus tardes,
En su luz y en su sombra! Sí, malditos
Todos los hombres cuyos ojos vieron
Aquel lúgubre sol en el oriente
Y en el ocaso! Sí, malditos sean!
Quenada, de ellos quede, nada!... nada!
Y que jamás olvide la memoria,
Su recuerdo, cien veces maldecido!
Terminado su fúnebre anatema,
Dicho trágicamente, furibundo,
Calló un instante y erizó sus plumas,
El Cuervo, en actitud desesperante.
— El justo brazo del Señor te ha herido,
Dijo el monje, vengando así tus víctimas,
Odioso Cuervo, al flagelar tus crímenes!
— Rabi, repuso el Cuervo, me parece
Que el hecho y no el designio se condena.
Cosa inicua, en verdad, fué mi castigo
Que todo lo ignoraba, obedeciendo
A mis instintos, sin rencor alguno.
— Acaba! dijo el monje: ya los astros
Se inclinan y las sombras se recogen.
— Siguió el Pájaro negro, estremecido:
Bajo el reinado de Tiberio, un día,
Olfateando mi presa acostumbrada,
En torno á las ciudades de Iduméa
El huracán llevóme presuroso.
Recuerdo que era viernes, por la tarde,
Cuando vi, suspendidos en la cumbre
De árido Monte á tres crucificados.
— Misericordia! dijo el monje trémulo:
Era Jesús entre los dos ladrones!
— La colina se alzaba silenciosa;
Rojiza nube bajo el sol poniente,
En la inmóvil atmósfera abrasada
Semejaba la piedra de una tumba.
Dos de los condenados, en la cima,
Retorciéndose lívidos gritaban
Por su ronco estertor interrumpidos.
Mas el tercero, herido en un costado,
Suspendido á tres clavos, por agudas
Espinas coronado, reposaba
De la agonía en el postrer instante,
Yertos los brazos, flojas las rodillas.
Era joven y hermoso, y su cabeza
De dorados cabellos, apacible,
Sobre el hombro inclinando se dormía,
Y con sonrisa cándida, sin duelo,
Sin penas, sin orgullo, semejaba
Gozarse en el oprobio y en la muerte.
No era aquel, en verdad, tan sólo un hombre,
Pues de su cabellera y de sus formas
Irradiaban fulgores por los aires,
Con colores de ópalo bañando
El cadáver, tan gélido y tan mudo;
Y yo lo contemplaba, porque nunca
Otro igual, de los reyes en sus tronos,
Ó de los Dioses, en sus templos viera.
— ¡Jesús! el Abad dijo — levantando
Las enlazadas manos — pura fuente
De gracias infinitas, de Dios Verbo,
Sol de verdad del místico seguro,
Y verdadero Redentor sublime,
Que apuraste la hiel y con la sangre
De tus santas heridas, el pecado
Primero de los hombres redimiste!
Era ¡oh Cristo! ¡tu cuerpo! ¡eran tus llagas!
Tu cuerpo era, Jesús, el suspendido
En el arbol infame cuyo fruto
La vida al Universo restituye!
Gloria á tí, mi Señor, en las edades,
Gloria en la eternidad, en lo remoto,
Gloria á tí, que eres fuerza, luz y vida!
— Amén! exclamó el Cuervo. Francamente,
Hablais muy bien, Rabí, mas ignorando
Todo lo que decís, levanté el vuelo,
Del hambre á los impulsos...
— Maldecido!
Gritó el Abad con cólera y espanto
Y con horror profundo, basta! basta!
Osaste, pues, al fin, bestia sacrílega,
Su carne profanar? Cómo pudiera
Expiar con mis sollozos y mi sangre,
El crimen de escuchar tu atroz injuria!
Vil comilón de muertos, que has osado
Sobre la eterna Cruz en hora triste,
Un instante posar tu garra inmunda!
Profanación horrible! En el infierno
Habrá llamas que truequen en cenizas
Á este cuervo voraz?
— Tranquilizaos,
Dijo el Pájaro negro, y escuchadme
Con paciencia, señor, que ya concluyo.
Dirijíme á la cruz; y esto fué todo.
Un espectro radiante, parecido
Á ese gran Angel que en la edad primera
Del fango, al mundo levantado había,
Y cuya viva luz postróme inerte,
Cobijó con su diestra fulgurante
Al muerto Dios; y con solemne acento
Que imagino escuchar, díjome entonces:
— Si el Divino Cordero lograr pudo
Tu apetito excitar sobre la tumba,
Supremo ultraje, sin igual oprobio,
Más que la hiel amargos; pues que tu obra
Todo intentó concluir, bestia insaciable:
Á no comer tres siglos, te condeno!
Y su soplo llevóme, como lleva
La hoja seca, el airado torbellino,
Y el cuerpo ensangrentado, el ala herida,
Lanzóme desde el Gólgotha á Samaria.
— En verdad, que aquel Angel, dijo el Monje
Fué contigo clemente y bondadoso.
— Suplicio'extraño aquel, os lo aseguro,
De vivir de la muerte! Cuando el hambre
Tenaz nos roe, sin piedad, sin término,
Errar, sin detenerse en los festines,
Y aumentando las bárbaras torturas,
Sobre mil presas divagar en torno!
Desde entonces, señor, nada he comido;
Mordió en vano mi pico encarnizado
Al hombre vuelto roca, y en el bosque,
Al dulce fruto, convertido en piedra;
Y siempre hambriento y acechando siempre
Una presa imposible, fui sin rumbo,
Flaco, viejo, abatido, miserable!
— El castigo fué bueno, con voz ruda,
Dijo el Monje irritado. Desde el día
Del diluvio, devoras sin reposo,
Y que! no puedes ayunar tres siglos?
— Si una antigua costumbre se abandona,
Dura la prueba hallamos, dijo el Cuervo;
Una semana que ayuneis, me basta,
Y veréis donde van vuestras razones;
Que vos, en mi lugar, tal vez pudierais
Devorar mi festín de tres mil años!
Pero, señor Scrapio, á vos os plugo
Que en el instante mi expiación termine.
Si es duro vuestro pan, secos los higos,
El Danubio, repleto de cadáveres,
Condujo ayer al mar, á los Romanos,
Las olas con su sangre enrojeciendo.
Vivid en la oración que reconforta;
Un rey Godo, á los golpes de su espada,
Mató á Valentiniano y al Edicto.
Absolvedme, señor en mi partida!
Quiero ver al Danubio y á sus huéspedes.
Me habéis oido y conoceis mis faltas:
Absolvedme, señor, para que logre
Del guerrero festín tener mi parte.
Pueda beber la sangre de los bravos,
Y renazca otra vez, fiero y robusto,
Como en mi juventud!
— Dios de la altura,
El Abad dijo, concededle ahora,
El eternal reposo! —
Batió el Cuervo
Sus alas moribundas, y de pronto
Desplomóse en las losas monacales.