El desierto (Leconte de Lisle)
El desierto
Cuando el Beduino, que de Horeb vá á Siria,
Su caballo ata al pie del datilero,
Y allí, bajo la sombra polvorienta,
En su burdo sayal reposa envuelto:
¿Sueña, una tregua dando á las fatigas,
Con el lejano oásis, donde vieron
Sus ojos madurar los dulces higos,
Y de su tribu con el valle estrecho,
Y con la fuente en que templó sus labios,
Y con los bueyes, cuando van mugiendo,
Y junto d las cisternas platicando
Las mujeres, ó bien los camelleros
Sobre la arena en circulo sentados,
Al fulgor de la luna departiendo?
No... Más veloz que el curso de las horas,
Su alma vuela al país de los ensueños,
Y piensa que Alborak, corcel glorioso,
Le lleva á hendir los ámbitos excelsos;
Tiembla y cree ver, en las ardientes noches,
Las hijas del Djennet darle sus férvidos
Encantos voluptuosos — y el perfume
Acre y sensual que exhalan sus cabellos —
Sus cabellos obscuros cual la noche —
En el despiertan lúbricos deseos!
Mas, el chacal aulló sobre la duna;
Su caballo, al piafar, turba su sueño:
Sus quimeras disípanse; tan sólo
Le circundan la llama y el silencio,
Y, sobre la llanura interminable,
Extiéndese, cobrizo, el vasto cielo.