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En casa del oculista:007

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VI
En casa del oculista (1893)
de Dimitrios Vikelas
traducción de Antonio Rubió y Lluch
VII

EN aquel momento el reloj de la iglesia vecina dió las doce, y al mismo tiempo por una puerta lateral, entró en el comedor la cocinera, llevando una ancha bandeja llena de platos y vasos.

—Lo siento mucho, buena mujer, dijo el médico adelantándose hacia la vieja, pero ya lo ve usted, es mediodía y tengo que salir inmediatamente después de la comida. Vengan mañana, se lo ruego, ó mejor vengan por la mañanita al Hospital.

—¿No lo véis? Ya os lo dije, añadió la cocinera, mientras dejaba la pesada azafata encima la mesa.

Y dirigiéndose á su señor, dijo todavía.

—Me sequé la garganta para convencerla de que fuera de mañanita al Hospital, y no hubo medio de que me atendiera.

La señora Loxia sintió que la sangre le subía á la cabeza, pero se dominó y sin volverse á la cocinera, con voz dulce se dirigió otra vez al médico:

—No será usted capaz de hacer una cosa semejante, señor doctor, á unas gentes que han emprendido un viaje tan largo, tan solo para verle. No estaremos mucho tiempo. Con sólo examinarle ya comprenderá lo que tiene. ¡Se lo ruego por Dios, mi buen doctor!

El médico se sintió conmovido.

—¡Ah me olvidaba! prosiguió la vieja. Traigo una carta para usted de nuestro médico.

Y soltando la mano del ciego sacó de su bordada camisa una carta que mostró al doctor.

—Me dijo cuán bueno era usted, y como su corazón de oro consuela con su bondad á los enfermos, antes de que los cure su ciencia.

—¡Ah! ¡Qué aduladora es usted! exclamó sonriendo el médico; y abriendo la carta de su compañero de profesión, se dirigió hacia su gabinete.

La señora Loxia arrastrando al ciego, lanzó sobre la cocinera una mirada de triunfo, y Siguió á su despacho al médico que iba leyendo la carta.

Hé aquí su contenido:

«Querido y respetado profesor:

»Os recomiendo calurosamente á la dadora de la presente. La señora Loxia es la bondad personificada: es quizás la mujer más rica del pueblo y aun de la isla entera, y sin embargo, vive pobremente, como una lugareña, gastando todo su dinero en obras buenas y consolando á los que tienen necesidad de su auxilio. Esto no le impide conocer lo que conviene á sus intereses y no permite nunca que nadie abuse de su bondad, y sabe ponerse seria cuando tropieza con quien quiera burlarse de ella. Por lo demás es la misma caridad en persona, como la llaman los aldeanos. Supe confidencialmente por su notario que después de su muerte deja toda su fortuna á la escuela de su pueblo.

»Pero la señora Loxia no sólo piensa en hacer buenas obras, sobreviviéndose á su muerte; es también una verdadera potencia ejerciendo una influencia no despreciable, la cual espero que no me será del todo inútil en las próximas elecciones á las que me propongo presentarme candidato, con vuestro permiso, para corresponder á las exhortaciones de muchos amigos míos políticos.

»Confiando en que vuestra atenta acogida me proporcionará nuevos títulos á la benevolencia de mi querida paisana, tengo el honor de suscribirme, etc.»

¡Ni una sola palabra para el ciego! El médico no dió mucha importancia á esta omisión. De todo cuanto en la carta se decía lo que le hizo más impresión, hay que confesarlo, no del todo agradable, fué la pretensión de su compañero de profesión de presentarse candidato.

—¡Imbécil! dijo para sí arrojando la carta sobre la mesa.

Volvióse entonces hacia el viejo, le tomó por la mano, le condujo cerca la ventana, y abriendo los párpados con los dedos, observó un momento con gran atención sus ojos privados de luz; después mirando á la vieja que seguía fijamente todos sus movimientos, extendió horizontalmente la mano, como queriendo significar: ¡Ya no hay remedio!

La vieja puso rápidamente el dedo en sus labios y juntó después ambas manos con aire suplicante. Quería ocultar al viejo lo incurable de su dolencia. El médico comprendió la muda súplica; estaba acostumbrado á animar á los pacientes con engañosas esperanzas.

—¿Cuánto tiempo hace que no véis? preguntó al ciego. La señora Loxia se apresuró á contestar en su lugar.

—Hace ahora tres años que su vista comenzó á disminuir. El pobre muchacho dejó el país cuando todavía era joven. Trabajó mucho para ganar el pan; mas todas sus economías las gastó con los médicos de por allá. Entonces resolvió volver á su país, hará de esto cosa de un año. Todavía veía un poco; distinguía el día de la noche. De tres meses á esta parte no vé nada. Todo es negro, dice.

—Todo negro, repitió el ciego, con su lúgubre voz.

La vieja enjugó sus párpados con sus dedos, para detener una lágrima próxima á caer.

El médico la observó con mirada llena de simpatía.

—¿Es acaso su marido? preguntó.

—No, respondió la vieja, sin que su respuesta expresase ni la irritación ni la impaciencia con que poco antes acogió la misma pregunta hecha por el subprefecto.

—¿Su hermano, pues? continuó preguntando el médico.

—Tampoco.

—¿Su amante? dijo el doctor sonriendo.

La señora Loxia se llevó otra vez la mano sus labios, según su costumbre, para ocultar una maliciosa sonrisa.

—Es mi compatriota, dijo al fin, tras de algunos momentos de silencio. El doctor la observaba sonriendo también.

—El pobre, continuó, no tiene pariente alguno. Le conozco desde que éramos muchachos. Yo también estoy sola, sin familia. Los dos estamos muy cerca del término de nuestra vida. Si el me viera á mí ciega, me enseñaría el camino del sepulcro. Yo conservo mis ojos todavía y... ¿Me comprende usted?...

—Comprendo sí, que es usted una excelente cristiana, respondió el doctor. Y dirigiéndose al ciego, añadió:

—Habéis de estar muy agradecido á Dios, por haberos hecho conocer una persona tan caritativa.

—¡Alabado sea Dios! suspiró el viejo.

—Y qué medicina le recetará usted, preguntó al doctor la señora Loxia, guiñando un ojo, para darle á comprender la intención de su pregunta.

—Voy á ordenarle una poción para lavarse los ojos; mas es preciso que se ocupe en hacer algo con las manos.

—¡Es lo que y o le digo siempre, doctor! Con las manos cruzadas y los ojos cerrados la inteligencia concluye por embotarse. Yo le aconsejo que teja cestos.

—La señora os da un buen consejo y hay que obedecerla, dijo el doctor al ciego.

Este sacudió la cabeza y guardó silencio. El pobre no se forjaba ilusiones; bien conocía que no vería la luz mientras estuviese en este mundo. El médico se sentó en su despacho para escribir la receta y entre tanto la señora Loxia sacó el pañuelo de su seno, deshizo un nudo que había hecho en un extremo y tomando dos piezas de plata de cinco dracmas cada una, las dejó sin hacer ruido, encima de la mesa.

—¿Qué es esto? exclamó el doctor. Recoja aprisa su dinero; á esta hora no recibo á los clientes; sólo recibo á mis amigos.

Y tomando entre las piezas de dinero que había encima de la mesa, una de oro, quiso añadirla á las dos de plata, obligando á la vieja á recibirla.

—Para los cestos, murmuró señalando al viejo.

—Esto no es justo, dijo la señora Loxia. No sólo no quiere usted aceptar el dinero, sino que aun quiere usted regalarlo. No; eso de ninguna manera. Y rechazó decididamente la limosna.

—No se equivocaron los que me dijeron que era usted una persona excelente, continuó ella.

—Usted si que es una excelente mujer. Yo le aseguro que en su lugar, no me hubiera puesto en camino, ni corrido el peligro de ahogarme, por un hombre que no fuera ni mi marido, ni mi hermano, ni mi amante.

—Pues bien; es preciso que se lo diga todo, mi querido doctor, y volvió á ocultar con su mano una sonrisa. Es verdad que no es ni mi marido, ni mi hermano, v que tampoco es mi amante... mas, ¿cómo he de decirlo?... Hubo un tiempo en que lo fué. ¿Me comprende usted? Por causa mía dejó su país cuando me casaron. Mis padres no le querían porque no tenia nada. Mas si me hubieran consultado á mí, yo no hubiera escogido otro que él. Era entonces un arrogante mozo y muy fiel. ¡Oh! lo que es fiel bien lo ha demostrado, pues nunca se ha casado. Se marchó joven y guapo; y ha vuelto viejo y ciego... Durante su ausencia he enterrado á mi marido y á todos mis hijos. Después nos hemos encontrado todavía, uno al lado del otro, y los dos desgraciados. Mas ¿qué hacerle? La juventud pasa y no vuelve más... ¿Me comprende usted?... Ahora aunque sola y triste no me hace falta; pero no por eso he de abandonarle sin ayuda alguna, en la obscuridad, en las tinieblas. ¿Me comprende usted? ¿No es verdad que no debo hacerlo?

—¡María, María! gritó el doctor llamando á la criada, poned dos cubiertos más á la mesa.

Y dirigiéndose á la señora Loxia, le dijo.

—Mi buena señora, me contará usted todoesto, con calma, en la mesa, porque me gusta mucho.

—¡Oh! esto no es posible, señor doctor. ¡Sentarnos á la misma mesa que usted!...

—Pues así será y sin réplica, dijo el doctor. La señora Loxia persistió en su negativa, más de pronto pensando en la criada, no pudo resistir al placer de vengarse de ella, sentándose en la misma mesa de su amo, ella que había querido darles con la puerta en las narices.

—Pues que así lo quiere usted, señor doctor, sea. Beberemos un vaso de vino á su salud después le dejaremos.

Y tomando al ciego por la mano, siguió al doctor al comedor.

—¡Dios misericordiosísimo!... comenzó de nuevo el ciego.

—¡Silencio Yanni! Que no te oiga el doctor. Y Yanni calló.

Mi compañero, pensó el doctor, ya á creer que he hecho todos estos cumplidos á esa buena mujer para procurarle votos. ¡Conque quiere también ser diputado! Que lo sea; ya verá lo bueno que es.

—¡Ah señor doctor! dijo la señora Loxia, mientras el médico llenaba los vasos, ¡si quisiera usted ser nuestro diputado! Yo removería la isla para que saliese elegido.

—¡Muchas gracias! no tengo ningunas ganas de serlo. Tome usted á mi compañero bajo su protección, en mi lugar.

Y levantando los vasos llenos:

—¡A la salud de usted y á la de... su antiguo novio!

—¡A la de usted, señor doctor!