La mujer del César: 08

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La mujer del César
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Capítulo VIII​
 de José María de Pereda

Tan pronto como vio penetrar un rayo de luz por las vidrieras, saltó de la cama, dejó su habitación, se fue derecho a la de su hermano, en la cual entró sin anunciarse de modo alguno, y no se sorprendió poco cuando halló a Carlos paseándose y con señales de haber dormido tanto como él.

Al verle así, no tuvo valor para decirle de pronto toda la verdad. Sin embargo, juzgó preciso decírsela de alguna manera.

Carlos, por su parte, no pudo disimular el dolor que le causó la tan temprana visita de su hermano, cuyo aspecto sombrío no revelaba ninguna noticia tranquilizadora.

-Vengo -dijo Ramón por todo prefacio- a que echemos un párrafo, y te ruego que te sientes.

Carlos se dejó caer como una máquina en un sillón, mientras su hermano se sentaba en otro a su lado.

El infeliz abogado se hallaba en la situación moral del reo a quien van a leer la sentencia que puede llevarle al patíbulo. El único resto de fuerza que le quedaba le empleó en sonreírse por todo disimulo. Después exclamó en son de broma:

-Bien está lo del párrafo: la hora es lo que me choca un poco.

-Pues no debe chocarte -repuso Ramón-. He dormido mal, porque no estoy acostumbrado a fiestas como la de anoche; y, por otra parte, ayer me autorizaste implícitamente, puesto que madrugas tanto como yo, a que entrara en tu aposento si me encontraba aburrido y solo en el mío.

-Corriente. ¿Y qué quieres decirme?

-Quiero... insistir en mis trece: en que eres poco venturoso.

-¡Otra vez!

-Otra vez y ciento.

-Pues yo insisto en que te equivocas... y te suplico que no volvamos a hablar del asunto. Soy rico, tengo algún nombre, Isabel es bella... en una palabra, tengo hasta el derecho de que se me crea feliz.

-Todo lo tienes, en efecto, menos una mujer que lea en tu corazón y que se amolde a tus hábitos.

-Ya te he dicho que Isabel...

-Isabel no te comprende, o, por mejor decir, no se toma la molestia de estudiarte. Tú te desvelas, tú consumes la vida miserablemente por ella; y ella, entre tanto, triunfa y despilfarra, y jamás tiene en sus labios una palabra de cariño en pago de tu sacrificio.

-Pero Isabel es muy honrada...

-Y por ventura, ¿te atreverás a asegurarlo? ¡Harto hará si lo parece!

-¡Ramón!...

-No te amontones, y escúchame: tu mujer vive en una atmósfera en que la vanidad, la lisonja, las rivalidades del lujo y la coquetería entran por mucho, si no por todo; tu mujer es libre en esa atmósfera como el pájaro en la suya; en esa atmósfera vive perpetuamente la seducción, y tu mujer es muy hermosa. ¿Tendría nada de extraño que, mientras tú duermes descuidado en la soledad de tu casa, tendieran en la del vecino redes a tu honra? ¿Y sería tu honra la primera que ha sido presa en esas redes?

-¡Por caridad, no me atormentes más!

-¿Luego lo crees posible?

-Sí -exclamó Carlos con voz terrible y con los puños crispados, dejando ya todo disimulo-; hay momentos en que hasta eso creo, y... ¡sábelo de una vez! padezco horriblemente. Mi dignidad, mi carácter, la gratitud que debo a su padre, el amor que he llegado a sentir por ella, su desvío aparente o cierto hacia mí, su sistema de vida, el mundo, mi conciencia, mis deberes... todo esto junto en revuelta y agitada lucha, es un puñal que tengo clavado en el corazón, y me va matando poco a poco.

-¡Desdichado! Y ¿por qué no le arrancaste?

-Porque no pude... ni puedo.

-Eres un niño débil, Carlos, y esa debilidad no te la perdonará Dios, ni el mundo tampoco.

-Y ¿qué he de hacer?

-¿Qué? Tener carácter. Tenle una vez, si aún es tiempo, o te pierdes.

-¡Ay, Ramón! -exclamó Carlos con amargura-, eso mismo me lo digo yo cien veces al día; pero al llegar el momento decisivo, al recurrir a mi carácter, al imponerme con mi autoridad y mis derechos, me faltan las fuerzas, y, te lo confieso, hasta llego a creer que soy yo el reprensible, porque no me ajusto a sus costumbres.

-Pero ven acá, alma de Dios -dijo Ramón, ensañado contra aquella inaudita manera de discurrir-. ¿No has pensado nunca en que lo que es hoy en Isabel un descuido, hijo de la agitación en que la trae el mundo, podrá trocarse mañana en indiferencia, y otro día en olvido, y después en desprecio... y, por último, en una afrenta para ti, porque ya no será el recuerdo de sus deberes ni el de tu honra valladar suficiente de su virtud, si hay quien sepa asediarla?

-Pero ¿por qué insistes tú con tan horrible tenacidad en ese tema, pregunto yo a mi vez? -repuso Carlos con mal reprimida desesperación.

-Porque me enciende la sangre el ver cómo te desvives por contemplar a tu mujer, y cómo haces traición a tu carácter y a tu talento para disculparla, cuando yo tengo pruebas de que Isabel... no lo merece.

Al oír esto Carlos, pensó ver abierto a sus pies el abismo de todos los dolores y de todas las afrentas. Faltáronle las fuerzas y el valor para preguntar cuanto le ocurría en su natural deseo de descubrir la amarga y temida realidad, y sólo pudo decir con voz ahogada, y mirando a su hermano con expresión de anhelo, de angustia, de horror y de esperanza, todo junto:

-¡Pruebas!... ¿De qué?

Ramón se disponía a responder algo que fuese la verdad, sin lo cruel de la verdad misma, cuando apareció un criado anunciando la llegada de dos personas que deseaban hablarle con urgencia, y no pudo menos de bendecir en sus adentros aquella casualidad que alejaba un poco más el momento de dar a Carlos el golpe fatal. Carlos, por el contrario, la maldecía, porque a la altura a que habían llegado las explicaciones, no podía permanecer más tiempo sin conocer la verdad. Entre tanto, uno y otro extrañaban aquella visita, supuesto que Ramón, fuera de su familia, no conocía a nadie en Madrid.

De pronto asaltó a éste el recuerdo del lance de la noche anterior, y antes que Carlos pudiera adquirir la menor sospecha, se levantó rápido y se hizo conducir por el criado a la presencia de los dos visitantes.