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La mujer del César: 13

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La mujer del César
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Capítulo XIII

de José María de Pereda

Veamos ahora qué hacía Carlos entre tanto.

Cuando se vio en la calle, y a pie, porque su afán no cabía en ningún carruaje, pensó que todos los transeúntes le señalaban con el dedo, y leían cuanto pasaba por su corazón. Con ésta y otras análogas preocupaciones, aceleró el paso, y en muy pocos minutos llegó a casa del vizconde. Hízose conducir a su presencia inmediatamente, y le halló departiendo con los dos personajes que habían ido poco antes a conferenciar con Ramón.

Al verle el vizconde enfrente de sí, sintió algo, como escalofrío, que subiendo del pecho le puso el semblante más pálido que lo de costumbre. No diré que aquello fuese señal de miedo, pero tampoco que se pareciese al color de la arrogancia.

Cuando dos hombres se hablan por primera vez, en las circunstancias ordinarias de la vida, siempre la mirada del uno domina a la del otro, porque es muy raro que los dos valgan lo mismo, y desde aquel instante queda el dominado a merced de la razón del dominante. Cuando los que se encuentran son el juez y el reo, no hay para qué decir quién vence a quién. Por eso no digo yo cómo miraba Carlos al vizconde y cómo miraba el vizconde a Carlos.

-¿Me esperaba usted? -le preguntó éste con voz entera y en una actitud en que jamás se le había visto.

-No por cierto -respondió el interrogado, menos seguro de sí mismo-. Ningún asunto había pendiente entre nosotros, y ésta es la primera vez que he tenido el gusto de ver a usted en mi casa.

-Es que quizá me reservaba para pagar en una sola visita todas las que usted me ha hecho.

-No comprendo...

-Va usted a comprenderme.

-Advierto a usted que estos dos caballeros son de confianza.

-Me importa poco que lo sean o dejen de serlo.

-Es que puede usted decir delante de ellos cuanto guste.

-Pienso que nos han de oír algunos más.

-Tampoco lo entiendo; pero, en fin, usted se explicará.

-Vengo a decirle a usted que necesito su sangre y su vida...

-Me permitirá usted que le advierta -observó muy mesuradamente el apostrofado-, en primer lugar, que no es usted con quien yo tengo que arreglar un asunto de esa especie; y, en segundo, que si usted insiste en hacer suya la cuestión de su hermano, aquí tengo dos personas de mi confianza: entiéndase usted con ellas, o nombre otras dos que le representen, y cuando se hayan entendido me tendrá usted a sus órdenes. Entre tanto, hemos concluido.

Y dicho esto, el vizconde trató de salir del aposento afectando aires de altivez, que sólo contribuyeron a encender más la cólera de Carlos; pero éste le cerró el paso, mientras le decía enfurecido:

-Y yo, en cambio de esas advertencias, sólo tengo que repetir que, en cuestiones de honra propia, no delego mis poderes en nadie; que yo soy la ley, el juez y el ejecutor, y que no abrigue usted la más remota esperanza de que este compromiso pueda terminarse como tantos otros lances mal llamados de honor.

-Y yo insisto en que no tengo con usted ninguno pendiente.

-Es decir, que usted rehúsa...

-Repito que no tengo satisfacción alguna que dar.

-Si no son satisfacciones lo que yo busco. Ya le he dicho que quiero arrancarle la vida...

-Pues yo no quiero, no debo proporcionarle a usted ese gusto sin un motivo justificado.

-¿Luego no es bastante el que usted conoce y aquí me trae?

-¡No!

-¿Ni éste tampoco? -dijo Carlos sacudiendo tan estupenda bofetada al vizconde, que le hizo caer hecho un ovillo entre un sillón y la puerta.

-¡Oh! -rugía el insensato al verse en tan humillante situación-. ¡Mi revólver!.. ¡Mis espadas!

Echáronse en esto sobre Carlos los dos, hasta entonces, mudos testigos de aquella escena. Levantóse el caído, y quiso, en un momento de exaltación nerviosa, arrojarse sobre su agresor; pero al hallarse otra vez con aquel rostro de mármol y con aquella mirada de acero, faltáronle los bríos, y corrido y acobardado cayó en brazos de uno de sus amigos, llorando como un niño.

-Bien le está llorar como una mujer a quien ofende como las víboras -dijo Carlos mirándole con desprecio.

-Hasta aquí -observó entonces el que le sostenía-, hemos respetado la actitud en que respectivamente se iban colocando ustedes; mas desde ahora estamos resueltos a impedir todo género de violencias, indignas de dos personas que se precian de bien nacidas.

-Lo verdaderamente indigno -respondió Carlos con altivez-, es atacar traidoramente el honor ajeno, y buscar después la impunidad en la propia cobardía.

-Es que yo no dudo que el señor vizconde sabrá aceptar como un caballero la responsabilidad de esos cargos -replicó su amigo mirándole con mucha intención.

-Y sólo en ese supuesto puede contar con nosotros -añadió el segundo testigo con no mejor intención que el primero.

El vizconde en tanto mordía el pañuelo con que secaba a hurtadillas las lágrimas que se le escapaban y la sangre que brotaba de algunas rozaduras de su cara; luchaba con la furia de su afrenta y el temor que le infundía la resuelta actitud de Carlos. Un duelo con aquel hombre tenía que ser a muerte, y él no encontraba en su corazón fuerzas para tanto. Tampoco podía confiar en la esperanza de una tramitación larga y diplomática que prepara un desenlace menos sangriento, porque su contrario no daba treguas. Era, pues, preciso decidirse en seguida. La lucha fue atroz, aunque duró pocos minutos. Sus dos amigos y Carlos pudieron observar cómo aquella exaltación febril fue cediendo, hasta que el desdichado cayó en un abatimiento que alarmó a los testigos.

-¿Necesitas algo que podamos hacer por ti? -le preguntó uno de ellos.

-No -respondió a poco el vizconde, mirando a todos con rostro sereno-. Lo que necesito es dar la mayor prueba de valor que puede exigirse a un hombre que blasona de caballero... Necesito decir que no tengo corazón bastante para vengar la afrenta que acabo de recibir, en la forma en que el señor lo pretende, y, por consiguiente, que estoy dispuesto a darle la única respuesta que me cumple y que puede reparar, en parte siquiera, el daño que ayer he podido causarle cegado del demonio de mi vanidad.

Los dos amigos se miraron asombrados. Carlos empezaba a compadecer a aquel desdichado, que prosiguió así:

-Ayer presenciasteis todo lo ocurrido en el asunto que aquí nos reúne; os prestasteis después a representarme en el que tenía pendiente con el hermano del señor: no me neguéis vuestra asistencia en el momento más solemne de los varios que va teniendo para mí este desdichado quid pro quo. Si asentís a mi deseo, seguidme a donde voy a conduciros, si el señor está dispuesto también a acompañarme, en la seguridad de que es mayor el sacrificio que voy a hacer por su honra, que dañada fue la intención con que se la comprometí.

Los dos amigos no se opusieron a este deseo. Carlos también asistió a él. ¿Qué más había de exigir a aquel miserable?

Mandó el vizconde preparar un carruaje; y en él colocados nuestros cuatro personajes, fueron conducidos, por orden de aquél, hasta la puerta de la consabida joyería, que se hallaba ocupada por la tertulia de costumbre a tales horas.

Grande fue la sorpresa de los ociosos cuando aparecieron ante ellos los cuatro personajes del coche. La palidez de Carlos, ciertas huellas que se dejaban ver demasiado en la cara del vizconde y el aspecto sombrío y mustio de los otros dos acompañantes, tras de las noticias que habían circulado ya, y acababan de aumentarse allí sobre la cachetina de la noche anterior, hicieron al punto creer a aquellos murmuradores que iban a ser testigos de alguna escena desagradable.

Y así fue, en efecto. El vizconde, apenas entró el último de los que le acompañaban, cerró la vidriera de la calle, y, reclamando la atención de los circunstantes, les recordó su manera de proceder allí mismo el día anterior; juró que sólo un impulso de necia vanidad y de injustificable despecho le había obligado a escribir unas palabras y a pronunciar otras que había lastimado el honor de una señora que no nombró por respeto a la misma, y porque todos los allí presentes sabían de quién se trataba. En seguida refirió la verdadera causa de todo, exigiendo como un deber de los que le escuchaban, que repitiesen aquella retractación para restablecer la verdad, donde quiera que la viesen alterada con daño de la honra de la persona calumniada por él.

Carlos, al oír hablar al vizconde, podía contener mal sus iras, porque no tenía noticia de que también allí hubiera andado su honra por los suelos; pero en buena justicia no debía exigir más a aquel hombre después de lo que con él había hecho en su casa. Molestábale mucho también el estar presenciando semejante escena, por si había delante una sola persona que pusiese en duda la sinceridad de aquellas explicaciones, caso en- el cual era su papel bien poco simpático; mas ¿cómo salvar tantos inconvenientes sin desatender el asunto principal? Hervíale la sangre con éstas y otras consideraciones, e iba a poner término breve a la escena, cuando paró a la puerta un carruaje, del cual descendieron Isabel, pálida y ojerosa, y Ramón, con gesto avinagrado. Detúvose un instante la primera, atemorizada con la presencia de tanta gente, y tal vez hubiera retrocedido sin realizar su plan, a no haberse fijado en su marido y en el vizconde. Diéronle ánimos la idea del amparo del primero y la indignación que de nuevo la hizo sentir la vista del segundo, y entró con aire resuelto.

-¡Tú aquí, Isabel! -la dijo Carlos admirado, saliendo a su encuentro.

-Sí -respondió Isabel de modo que se la oyera- Venía a pagar un aderezo que ayer me enviaron de aquí por conducto de nuestro buen amigo el vizconde, que quiso cedérmele, pues era ya suyo, y sólo con su orden podía adquirirle yo... Circunstancia que, por cierto, ha sabido explotar bien en beneficio de su vanidad ese... miserable.

Los ojos de Isabel se arrasaron en lágrimas al pronunciar esta palabra con voz trémula, dirigiéndose al autor de su desdicha.

-Señora -le dijo entonces el vizconde adelantándose respetuosamente-. Por duro que sea el martirio a que ha sometido a usted una fatal ligereza mía, puedo asegurar que es infinitamente mayor la tortura que a mí me cuesta... Y la que habrá de costarme en la situación a que voluntariamente me condeno.

Iba a replicar Isabel, pero Carlos se adelantó.

-No más -dijo con voz cariñosa, pero solemne-; mi presencia aquí y la de algunas otras personas, como estos dos señores, a quienes ya conoce Ramón, debe probaros que este asunto está ya juzgado y castigado en forma. Asunto en extremo delicado, puesto que se relaciona contigo, no debe tocarse más en sus detalles, ni aun para tributársete el respeto a que eres acreedora. En ellos se ocupará el señor vizconde con el afán que ha mostrado aquí al dar el primer paso en el camino de las reparaciones, que son hoy el mayor peso que tiene sobre su conciencia; y no dudes que así lo hará, pues sabe, por dolorosa experiencia, cuánto le va en ello.

Y esto dicho, Carlos dio el brazo a Isabel, y salieron los dos a la calle, seguidos de Ramón.