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La mujer del César: 11

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La mujer del César
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Capítulo XI

de José María de Pereda

Habíase ésta levantado rato hacía, porque su sueño de aquella noche no había sido tan tranquilo como los de costumbre, merced al recuerdo del lance de su cuñado; recuerdo a que, en la soledad de sus meditaciones, daba mil formas y colores diferentes, aunque, en honor de la verdad, le examinó por todas partes menos por donde debía, lo cual prueba la gran tranquilidad de su conciencia en ese particular, y hasta qué punto se embotan los espíritus más sutiles cuando solo se alimenta la cabeza de pueriles vanidades.

Grande fue su sorpresa cuando vio entrar a Carlos, cuyo semblante disimulaba mal el estado de su alma.

-Isabel -la dijo, sentándose a su lado-, seguramente que no podrás tacharme, en buena justicia, ni de hombre egoísta ni de marido intolerante.

La sorpresa de Isabel rayó en asombro al oírle hablar así.

-Y ¿por qué me dices eso? -le preguntó.

-Porque no me califiques de importuno ni de ligero por lo que pienso decirte; porque entiendas que estás en este momento en el caso de hablarme con la lealtad que tengo derecho a esperar de tu carácter y de las consideraciones que te he guardado siempre.

-Por favor, Carlos -dijo Isabel angustiada-; si quieres que responda a tus propósitos, dime claro cuáles son éstos, y no me atormentes más con ese lenguaje tan extraño en ti.

-Voy a hacerlo. Respetos a la memoria, para mí siempre sagrada, de tu padre, y a tus propios merecimientos, me impidieron, desde que soy tu marido, decirte lo que, pesándome demasiado sobre el corazón, ha venido haciendo de mi vida un martirio insoportable.

-¡Carlos!

-Sí, Isabel: un martirio horrible, un calvario angustioso.

-Pero, ¿por qué?

-Por no atreverme a decirte: «El género de vida que traes, el elemento en que vives, lejos de mí, lejos de toda verdad, es la senda que conduce más fácilmente al olvido de todos tus deberes.»

-Pero, ¿me hablas de veras, Carlos?

-Con el corazón en los labios, Isabel; y déjame continuar. No me atrevía a decirte: «La mujer que se consagra toda a los triunfos livianos del mundo, está muy próxima a arrastrar por los salones su propio decoro y la honra de su marido.»

-¡Pero eso es enorme, Carlos! Yo no te he autorizado ni con mis actos ni con mis palabras para que tan duras me las dirijas.

-Déjame concluir, Isabel, porque me abrasan los labios otras que necesitas oír por tu propio bien y para desahogo de mi corazón. No quise decirte nunca: «En la imposibilidad en que me hallo de ajustarme a tus costumbres, porque en ese mundo no quepo yo, porque me ahogo en él, amóldate tú a mis hábitos sencillos y tratemos de hacer en nuestro hogar una residencia de amor y de ventura, a lo que podemos aspirar por muchos títulos.» Yo no podía decirte esto, porque, diciéndotelo, creía ofender la rectitud de tus miras y la nobleza de tu corazón, en las cuales creía con ciega fe. Pero al mismo tiempo que te creía incapaz de faltar a lo que a mí me debes y a lo que te debes a ti propia, temía las apariencias de ello; porque es ley de ese mundo que habitas, quemar lo que se le acerca o manchar lo que quemar no puede... Desgraciadamente -añadió Carlos con voz sorda-, ya no es posible evitar que caigas en uno de estos dos peligros.

-¡Jesús! -exclamó Isabel fuera de sí.

-¡Es la verdad!

-¿Y después de decírmela de ese modo, pretendes que te agradezca esas contemplaciones que me has guardado y han sido la causa de que lleguemos a ese extremo... que tú conocerás, porque yo no sé todavía de qué se trata?

-No busco tu agradecimiento, Isabel, sino tu lealtad. ¡Demasiado lamento y maldigo esas contemplaciones!

-¡Y bien!...

-¡Que me calme! -dijo Isabel con voz terrible, levantándose erguida-; ¡que me calme cuando me acusas quizá de una infamia! ¡que me calme cuando me afrentas!

-¡Oh, repara, Isabel, que, al afrentarte a ti, me afrentaría a mí propio! Yo no soy, pues, quien te afrenta.

-Pero, Carlos, ¿me quieres volver loca, o lo estás tú?... ¿Quién puede ser capaz de sospechar de la rectitud de mis acciones, ni siquiera de la de mis pensamientos?

Óyeme un instante más. Anoche ocurrió un lance de mal género en los salones de la condesa de Rocaverde.

-Lo sé.

-Los protagonistas fueron mi hermano y el vizconde de siempre.

-¿Y qué tiene que ver?...

-¿Sabes por qué abofeteó Ramón a ese... infame?

-No... ¡Acaba!...

-Porque le oyó jactarse, entre otros como él, de haber vencido tu, por lo visto, proverbial esquivez.

-¡Virgen María!

-¿Sabes con qué probaba su aserto el procaz?

-¡Con qué?...

-Con un aderezo que tú lucías, y que, según parece, te había sido... enviado por él.

-¡Y tú has podido creerlo, Carlos? -exclamó Isabel en el paroxismo de la desesperación, arrasados sus ojos en lágrimas.

-Yo -respondió Carlos sordamente- no he tenido más remedio que leer lo que dice este billete.

Y alargó a Isabel el que le había dado Ramón.

Isabel, que en un momento había comprendido la verdad de lo que pasaba, recordando la ligereza con que se fió el día antes del vizconde, tomó el papel y le leyó precipitadamente.

-Está -dijo a poco, regándole con sus lágrimas-, bien tendido el lazo. Pero ¿de dónde ha salido este papel que yo no he visto? ¿Cómo ha llegado a tus manos?

-Este papel venía dentro del estuche...

-Y cayó en poder de Ramón -continuó Isabel, que recordó entonces que éste fue quien le entregó a ella el aderezo-; y Ramón, como si también se conjurara contra mí, te le dio como una prueba de mi crimen.

-No culpes a Ramón todavía -dijo Carlos intencionalmente.

-Tienes razón -repuso Isabel adivinándole-: mal puedo culparle cuando aún no me he disculpado yo. ¿No es así?

Carlos guardó silencio. Su mujer sollozaba. A poco se enjugó ésta el llanto, miró a aquél serena y majestuosa, y

-Carlos-le dijo con voz entera-, comprendo que me sería imposible desvirtuar en este instante a tus ojos todas las pruebas con que me acusas: es ese tejido de infamias demasiado fuerte para que yo pueda deshacerle con una palabra. Sin embargo, antes de contarte la historia de ese que crees regalo, quiero, por lo que valga, hacerte una advertencia: si algún día hubiera sido yo capaz de faltar a lo que debo a tu honra y a la mía, mi propio decoro me hubiera obligado a decirte antes: «Carlos, me faltan fuerzas para resistirme; préstame las tuyas.» Ahora, oye la verdad de lo ocurrido.

Y esto dicho, Isabel refirió punto por punto cuanto había pasado el día antes entre ella y el vizconde.

Carlos no podía tranquilizarse con aquella explicación ni con otra alguna, por muy palpable que apareciese la verdad; que en asuntos de honra, tanto duele perderla como el temor de que nos la crean perdida. Mas con respecto a la supuesta delincuencia de su mujer, daba más importancia a las aseveraciones, y sobre todo a la actitud de ésta, que a las alarmas y exageraciones de su hermano. Así, pues, no le sorprendieron los descargos de Isabel, porque los esperaba por el estilo desde que conoció los antecedentes del fatal asunto.

Pero quedaba en pie otro muy grave, para el que desgraciadamente no había disculpa ni remedio: el escándalo. Isabel y el vizconde eran demasiado conocidos en la alta sociedad para que el suceso dejara de haber trascendido ya a corrillos y salones. Este era el verdadero clavo que atravesaba el corazón de Carlos. ¿Qué merecía el hombre que le había colocado a él en tan terrible situación? Por eso, desde que habló con su hermano, todos sus odios se convirtieron a un solo punto, a una sola persona: el vizconde.

Isabel, por su parte, era demasiado discreta para desconocer la inmensidad de su desdicha. No dudaba que ante Carlos, que la conocía bien, le sería dable justificarse; pero ¿cómo se justificaría ante el mundo? Esta idea le arrancó del corazón un torrente de lágrimas.

Carlos, que no le había contestado una palabra al oír sus explicaciones, la dejó intencionadamente sumida en aquel dolor, y salió del gabinete. Entró en el suyo, se vistió precipitadamente, rogó a su hermano que acompañase a Isabel, cuyo estado le refirió, mientras él volvía, que sería muy pronto; encargóle también que entre tanto no dijese a nadie que faltaba de casa, y salió de ella apresurado.