Las 120 Jornadas de Sodoma: Primera Parte: Jornada Primera

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El 1 de noviembre se levantaron a las diez de la mañana, tal como estaba prescrito por los reglamentos, de los que se habían jurado mutuamente no apartarse en nada. Los cuatro folladores que no habían compartido la cama de los amigos les llevaron, a su despertar, a Zéphire ante el duque, Adonis a Curval, Narcisse a Durcet, y Zélamir al obispo. Los cuatro eran muy tímidos, todavía muy modosos, pero, animados por su guía, ejecutaron muy bien su tarea, y el duque se corrió. Los otros tres, más reservados y menos pródigos de su leche, se hicieron penetrar tanto como él, pero sin poner nada de la suya. A las once pasaron al apartamento de las mujeres, donde las ocho jóvenes sultanas aparecieron desnudas y así sirvieron el chocolate. Marie y Louison, que presidían este serrallo, las ayudaban y las dirigían. Manosearon, besaron mucho, y las ocho pobres y desdichadas niñas, víctimas de la más insigne lubricidad, se sonrojaban, se ocultaban con sus manos, intentaban defender sus encantos, y lo mostraban de inmediato todo tan pronto como veían que sus pudores irritaban y enfadaban a sus amos. El duque, que no tardó en volver a empalmar, midió el contorno de su instrumento con la fina y ligera cintura de Michette, y solo hubo 3 pulgadas de diferencia. Durcet, que estaba de mes, realizó los exámenes y las visitas prescritas. A Hébé y Colombe se las halló en falta, y su castigo fue prescrito y asignado acto seguido para el próximo sábado a la hora de las orgías. Lloraron, pero no enternecieron. De allí pasaron a los muchachos. Los cuatro que no habían aparecido por la mañana, a saber Cupidon, Céladon, Hyacinthe y Giton, se quitaron los calzones siguiendo la orden, y se divirtieron un instante con la mirada. Curval los folló a los cuatro en la boca y el obispo les masturbó la polla un momento, mientras que el duque y Durcet hacían otra cosa. Se efectuaron las visitas, no se encontró a nadie en falta. A la una, los amigos se trasladaron a la capilla, donde ya se sabe que estaba instalado el gabinete de las letrinas. Como las necesidades que se preveía tener por la noche habían hecho negar muchos permisos, solo aparecieron Constance, la Duclos, Augustine, Sophie, Zélamir, Cupidon y Louison. Todos los demás lo habían pedido, y se les había ordenado que se reservaran para la noche. Nuestros cuatro amigos, apostados alrededor del mismo asiento construido para este fin, hicieron aposentarse en este asiento a los siete sujetos uno tras otro y se retiraron después de haberse saciado del espectáculo. Bajaron al salón donde, mientras las mujeres comían, charlaron entre ellos hasta el momento en que se les sirvió. Cada uno de los cuatro amigos se situó entre dos folladores, siguiendo la regla que se habían impuesto de no admitir jamás mujeres a su mesa, y las cuatro esposas desnudas, ayudadas por viejas vestidas de hermanas grises, sirvieron la más magnífica y la más suculenta comida jamás imaginable. Nada más delicado ni más hábil que las cocineras que habían traído, y estaban tan bien pagadas y tan bien provistas que todo no podía sino ir a las mil maravillas. Debiendo ser esta comida menos fuerte que la cena, se contentaron con cuatro servicios soberbios, compuesto cada uno de 12 platos. El vino de Borgoña apareció con los entremeses, se sirvió Burdeos en los entrantes, Champagne en los asados, Hermitage en los dulces, Tokai y Madeira en el postre. Poco a poco las cabezas se calentaron. Los folladores, a los que se había concedido en ese momento todos los derechos sobre las esposas, las maltrataron un poco. Constance fue incluso más o menos zarandeada y golpeada por no haber servido inmediatamente un plato a Hercule, el cual, viéndose crecer en los favores del duque, creyó poder llevar su insolencia hasta el punto de pegar y molestar a su mujer, ante lo cual este no hizo sino reír. Curval, muy achispado en el postre, arrojó un plato a la cara de su mujer, que le habría abierto la cabeza si esta no lo hubiera esquivado. Durcet, al ver empalmar a uno de sus vecinos, prescindió de todo tipo de ceremonias y pese a estar en la mesa, se desabrochó el calzón y presentó su culo. El vecino le enfiló y, terminada la operación, siguieron bebiendo como si nada. El duque no tardó en imitar con Bande-au-ciel la pequeña infamia de su antiguo amigo y apostó, aunque la polla fuera enorme, a que se bebería con toda sangre fría tres botellas de vino mientras le encularan. ¡Qué hábito, qué tranquilidad, qué sangre fría en el libertinaje! Ganó su apuesta, y como no las bebía en ayunas, porque estas tres botellas caían sobre otras 15 más, se levantó de allí un poco aturdido. El primer objeto que se presentó ante él fue su mujer, llorando por los malos tratos de Hercule, y esta visión le animó hasta tal punto que se entregó inmediatamente a unos excesos con ella que todavía nos es imposible contar. El lector, que ve lo molestos que estamos en estos comienzos para poner orden en nuestras materias, nos disculpará que le dejemos todavía bajo velo unos pequeños detalles. Al fin pasaron al salón, donde nuevos placeres y nuevas voluptuosidades esperaban a nuestros campeones. Allí, el café y los licores les fueron presentados por un grupo encantador: estaba compuesto por los guapos muchachos Adonis y Hyacinthe, y por las muchachas Zelmire y Fanny. Thérèse, una de las dueñas, los dirigía, pues estaba reglamentado que, siempre que dos o tres criaturas estuvieran juntas, debía acompañarlas una dueña. Nuestros cuatro libertinos, medio borrachos, pero decididos sin embargo a respetar sus leyes, se contentaron con besos y caricias, que su mente libertina supo sazonar con todos los refinamientos del libertinaje y de la lubricidad. Se creyó por un momento que el obispo iba a correrse ante las cosas muy extraordinarias que exigía de Hyacinthe, mientras Zelmire le masturbaba. Sus nervios ya se estremecían y su crisis de espasmo se apoderaba de todo su cuerpo, pero se contuvo, alejó de sí los objetos tentadores dispuestos a triunfar de sus sentidos y, sabiendo que todavía le quedaba mucho por hacer, se reservó por lo menos hasta el final del día. Bebieron seis tipos diferentes de licores y tres clases de café, y, sonando al fin la hora, las dos parejas se retiraron para ir a vestirse. Nuestros amigos hicieron un cuarto de hora de siesta, y pasaron al salón del trono. Este era el nombre dado al apartamento destinado a las narraciones. Los amigos se colocaron en sus canapés, teniendo el duque a su querido Hercule a sus pies, a su lado, desnuda, a Adélaide, esposa de Durcet e hija del presidente, y como grupo frente a él, respondiendo a su camarín por unas guirnaldas, tal como se ha explicado, Zéphire, Giton, Augustine y Sophie vestidos de bucólicos pastorcillos, presididos por Louison de vieja campesina y desempeñando el papel de madre. Curval tenía a sus pies a Bande-au-ciel, en su canapé a Constance, esposa del duque e hija de Durcet, y como grupo cuatro jóvenes españoles, vestido cada sexo con su traje correspondiente y lo más elegantemente posible, a saber: Adonis, Céladon, Fanny y Zelmire, presididos por Fanchon de dueña. El obispo tenía a sus pies a Antinoiis, en el canapé a su sobrina Julie y cuatro salvajes casi desnudos como grupo: eran, los muchachos, Cupidon y Narcisse, y, las muchachas, Hébé y Rosette, presididos por una vieja amazona interpretada por Thérèse. Durcet tenía a Brise-cul de follador, a su lado a Aline, hija del obispo, y frente a él cuatro sultanitas, a los muchachos, ahí vestidos como las muchachas, y este arreglo realzaba al máximo las figuras encantadoras de Zélamir, Hyacinthe, Colombe y Michette. Una vieja esclava árabe, representada por Marie, conducía este grupo. Las tres historiadoras, magníficamente vestidas a la manera de las prostitutas elegantes de París, se sentaron al pie del trono, en un canapé puesto allí ex profeso, y Madame Duclos, narradora del mes, en un deshabillé muy ligero y muy elegante, con mucho rojo y diamantes, habiéndose asentado en su estrado, comenzó así la historia de los acontecimientos de su vida, en la que tenía que introducir los pormenores de las 150 primeras pasiones, designadas bajo el nombre de pasiones simples:

«No es asunto baladí, señores, expresarse ante un círculo como el vuestro. Acostumbrados a todo lo que las letras producen de más fino y de más delicado, ¿cómo podréis soportar el relato informe y grosero de una desdichada criatura como yo, que jamás ha recibido otra educación que la que el libertinaje me ha dado? Pero vuestra indulgencia me tranquiliza; solo exigís naturalidad y verdad, y a este título me atreveré sin duda a pretender vuestros elogios. Mi madre tenía veinticinco años cuando me trajo al mundo, y yo era su segundo hijo; el primero era una niña seis años mayor que yo. Su nacimiento no era ilustre. Era huérfana de padre y madre; lo había sido desde muy joven, y como sus padres vivían cerca de los Recoletos, en París, cuando se vio abandonada y sin ningún recurso, obtuvo de los buenos Padres el permiso de ir a pedir limosna en su iglesia. Pero, como tenía un poco de juventud y de lozanía, no tardaron en fijarse en ella y, poco a poco, de la iglesia subió a las habitaciones, de las que no tardó en bajar preñada. A semejantes aventuras debía la vida mi hermana, y es más que verosímil que mi nacimiento no tuviera otro origen. Sin embargo, los buenos Padres, contentos de la docilidad de mi madre y viendo cuánto fructificaba para la comunidad, la recompensaron de sus trabajos concediéndole el alquiler de las sillas de su iglesia; empleo que mi madre no tuvo antes de que, con el permiso de sus superiores, se casara con un aguador de la casa que nos adoptó inmediatamente, a mi hermana y a mí, sin la menor repugnancia. Nacida en la iglesia, yo vivía, por así decirlo, mucho más la iglesia que nuestra casa. Ayudaba a mi madre a colocar las sillas, secundaba a los sacristanes en sus diferentes operaciones, habría ayudado a decir misa si hubiera hecho falta, en caso necesario, aunque todavía no había cumplido cinco años. Un día, cuando volvía de mis santas ocupaciones, mi hermana me preguntó si todavía no había encontrado al padre Laurent... “No”, le dije. “Bien”, me dijo ella, “sé que te busca; quiere enseñarte lo que me enseñó a mí. No te escapes, obsérvale bien sin asustarte; no te tocará, pero te hará ver algo muy divertido y, si le dejas hacer, te recompensará bien. Ya somos más de quince, aquí, por los alrededores, a las que nos ha hecho ver lo mismo. En todo su placer y a todas nos ha hecho algún regalo”. Ya podéis imaginaros, señores, que no necesité más, no solo para no escapar del padre Laurent, sino incluso para buscarle. El pudor habla en voz muy baja a la edad que yo tenía, y su silencio, al salir de las manos de la naturaleza, ¿no es una prueba segura de que ese sentimiento ficticio depende mucho menos de esta primera madre que de la educación? Corrí inmediatamente a la iglesia y, mientras cruzaba un pequeño patio que se encontraba entre el portal de la iglesia, del lado del convento, y el convento, me di de narices con el padre Laurent. Era un religioso de unos cuarenta años, muy agraciado. Me detiene: “¿Adónde vas, Francon?”, me dice. “A colocar las sillas, Padre”. “Bueno, bueno, ya las colocará tu madre. Ven, ven a este gabinete”, me dice arrastrándome a un cuartucho próximo, “te enseñaré algo que no has visto nunca”. Le sigo, cierra la puerta a nuestras espaldas, y colocándome justo frente a él: “Mira, Francon”, me dice, sacando una polla monstruosa de su calzón, yo creí que me caía de espaldas de miedo, “mira, hija mía”, proseguía masturbándose, “¿has visto alguna vez algo parecido?... Se llama una polla, pequeña, sí, una polla... Sirve para follar, y lo que vas a ver, lo que ahora mismo saldrá, es la semilla con que tú estás hecha. Se la enseñé a tu hermana, se la enseño a todas las niñitas de tu edad; tráeme, tráeme, haz como tu hermana que me ha hecho conocer más de veinte... Les enseñaré mi polla y les salpicaré la cara con la leche... Es mi pasión, hija mía, no tengo otra... ahora verás”. Y al instante me sentí completamente cubierta de un rocío blanco que me manchó por entero y del que unas cuantas gotas me saltaron a los ojos, porque mi cabecita se hallaba justo a la altura de los botones de su calzón. Mientras tanto Laurent gesticulaba. “¡Ah! La buena leche..., la buena leche que pierdo”, exclamaba; “¡te he cubierto con ella!” Y, calmándose poco a poco, devolvió tranquilamente su instrumento a su sitio y se fue dejándome 12 sueldos en la mano y recomendándome que le trajera mis amiguitas. Como podéis imaginaros fácilmente, lo primero que hice fue correr a contárselo todo a mi hermana, que me secó por todas partes con el mayor cuidado para que no se notara nada y que, por haberme buscado esta pequeña suerte, no dejó de pedirme la mitad de mi ganancia. Aleccionada por este ejemplo, me apresuré a buscar, con la esperanza de un reparto igual, el mayor número posible de niñas al padre Laurent. Pero cuando le traje una que ya conocía, la rechazó y, dándome tres sueldos para estimularme, me dijo: “Jamás las veo dos veces, hija mía, tráeme las que no conozca y nunca las que te digan que ya han tenido algo que ver conmigo”. Me esmeré más: en tres meses, hice conocer al padre Laurent más de veinte chiquillas nuevas, con las que utilizó, para su placer, exactamente los mismos procedimientos que había usado conmigo. Junto a la condición de elegirlas desconocidas, también observé otra que me había infinitamente recomendado, respecto a la edad: no tenía que estar por debajo de cuatro años, ni por encima de siete. Y mi fortunita iba creciendo cuando mi hermana, descubriendo que le estaba pisando el terreno, me amenazó con contárselo todo a mi madre si no abandonaba este bonito comercio, y dejé de ver al padre Laurent.

» Entretanto, mis funciones seguían llevándome por los alrededores del convento, y el mismo día en que acababa de cumplir los siete años encontré un nuevo amante cuya manía, aunque muy infantil, era sin embargo algo más seria. Este se llamaba padre Louis; era más viejo que Laurent y tenía un aspecto algo más libertino. Me enganchó al pasar por la puerta de la iglesia y me obligó a subir a su habitación. Al principio, opuse cierta resistencia, pero tras asegurarme él que mi hermana, hacía tres años, también había subido y que, todos los días, recibía allí chiquillas de mi edad, le seguí.

»No bien llegamos a su celda la cerró cuidadosamente y, vertiendo jarabe en un cubilete, me hizo tragar tres vasos llenos seguidos. Efectuado este preparativo, el reverendo, más cariñoso que su colega, comenzó a besarme y, sin dejar de bromear, soltó mis enaguas, y subiendo mi camisa debajo de mi corpiño, pese a mis ligeras defensas, se apoderó de todas las partes delanteras que acababa de dejar al descubierto, y después de haberlas manipulado y examinado a conciencia, me preguntó si no tenía ganas de mear. Singularmente impelida a esta necesidad por la gran dosis de bebida que acababa de hacerme tragar, le aseguré que mi necesidad era de lo más considerable, pero que no quería hacerlo delante de él. “¡Oh!, pues claro que sí, bribonzuela”, añadió el rijoso, “¡oh!, claro que sí, lo harás delante de mí, y, lo que es más, encima de mí. Mira”, me dijo, sacando su polla del calzón, “ahí tienes el aparato que vas a inundar; tienes que mearte encima”. Entonces, cogiéndome y colocándome sobre dos sillas, una pierna sobre la una y la otra pierna sobre la otra, me abrió lo más que pudo, y después me dijo que me agachara. Manteniéndome en esta actitud, colocó un orinal debajo de mí, se sentó en un pequeño taburete a la altura del orinal, con su instrumento en la mano, justo debajo de mi coño. Una de sus manos sostenía mis caderas, con la otra se masturbaba, y como mi boca, dada la posición, quedaba paralela a la suya, la besaba. “Vamos, pequeña, mea”, me dijo, “inunda ahora mi polla con este líquido encantador, cuyo chorro cálido tiene tanto poder sobre mis sentidos. Mea, corazón, mea y procura inundar mi leche”. Louis se animaba, se excitaba, era fácil ver que esta singular operación era la que más estimulaba todos sus sentidos. El más dulce éxtasis vino a coronarle en el mismo momento en que las aguas con que me había hinchado el estómago brotaban con mayor abundancia, y ambos llenamos a la vez el mismo orinal, él de leche y yo de orina. Terminada la operación, Louis me dirigió prácticamente el mismo discurso que Laurent; quiso convertir a su putita en una alcahueta, y esta vez, despreocupándome casi por completo de las amenazas de mi hermana, busqué osadamente para Louis a cuantas criaturas conocía. Les hizo hacer lo mismo a todas, y como las repetía perfectamente hasta dos o tres veces sin repugnancia y siempre me pagaba aparte, independientemente de lo que yo sacara de mis amiguitas, antes de seis meses me vi con una pequeña suma de la que disfruté a mis anchas con la única precaución de ocultarlo a mi hermana».

«Duclos», interrumpió aquí el presidente, «¿no se os ha advertido que vuestros relatos deben tener los máximos y más prolijos detalles?, ¿que solo podremos juzgar la relación que la pasión que contáis tiene con las costumbres y con el carácter del hombre cuando no disimuléis ninguna circunstancia?, ¿que las menores circunstancias sirven además infinitamente para la irritación de nuestros sentidos que esperamos de vuestros relatos?» «Sí, monseñor», dijo la Duclos, «me avisaron que no descuidara ningún detalle y que entrara en las menores minucias siempre que sirvieran para aclarar los caracteres o el género. ¿He cometido alguna omisión de ese tipo?» «Sí», dijo el presidente, «no tengo la menor idea de la polla de vuestro segundo recoleto, ni la menor idea de su eyaculación. Además, ¿os masturbó el coño, y os hizo tocar su polla? ¿Veis?, ¡cuántos detalles olvidados!» «Perdón», dijo la Duclos, «repararé mis faltas actuales y las evitaré en el futuro. El padre Louis tenía un miembro muy vulgar, más largo que grueso y en general de un aspecto muy común. Recuerdo incluso que empalmaba bastante mal y que solo adquirió un poco de consistencia en el instante de la crisis. No me masturbó para nada el coño, se limitó a ensancharlo lo más que pudo con los dedos para que la orina saliera mejor. Acercó mucho su polla dos o tres veces y su eyaculación fue avara, breve, y sin más frases extraviadas por su parte que: “¡Ah!, joder, mea ya, criatura, mea ya, bonita fuente, mea ya, mea ya, ¿no ves que me corro?”. Y mezclaba todo esto con besos en mi boca que no tenían nada de muy libertino». «Sí, Duclos», dijo Durcet, «el presidente tenía razón; no podía figurarme nada de eso en el primer relato, y ahora imagino a vuestro hombre». «Un momento, Duclos», dijo el obispo, viendo que ella se disponía a continuar, «siento por mi parte una necesidad algo más urgente que la de mear, hace tiempo que me aguanto y siento que es preciso que salga». Y al mismo tiempo atrajo hacia sí a Narcisse. El fuego salía de los ojos del prelado, tenía la polla pegada al vientre, sacaba espuma por la boca, era una leche retenida que quería absolutamente escapar y que solo podía hacerlo por procedimientos violentos. Arrastró a su sobrina y al chiquillo al gabinete. Todo se paró: una eyaculación era considerada como algo demasiado importante para que no se suspendiera todo, en el momento en que se quisiera realizar, y que todo contribuyera a que fuera de manera deliciosa. Pero esta vez la naturaleza no respondió a los deseos del prelado, y unos minutos después de que se encerrara en su gabinete, salió de él furioso, en el mismo estado de erección, y dirigiéndose a Durcet, que estaba de mes: «Anota en la lista de castigos del sábado a este bribonzuelo», le dijo, arrojando violentamente a la criatura lejos de él, «y que sea severo, por favor». Se vio claramente, entonces, que el muchacho, sin duda, no había podido satisfacerle, y Julie corrió a contárselo en voz baja a su padre.

«¡Vamos, anda!, toma otro», le dijo el duque, «elige en nuestros grupos, si el tuyo no te satisface». «¡Oh!, mi satisfacción quedaría por el momento muy alejada de lo que deseaba hace un instante», dijo el prelado. «Ya sabéis adonde nos lleva un deseo frustrado. Prefiero contenerme, pero no seáis indulgentes con ese bribonzuelo», prosiguió, «es todo lo que pido...» «¡Oh!, te aseguro que será reprendido», dijo Durcet. «Es bueno que el primero dé ejemplo a los demás. Me molesta verte en ese estado; prueba otra cosa, que te den por el culo». «Monseñor», dijo la Martaine, «yo me siento muy capaz de satisfaceros, y si su Ilustrísima quisiera...» «¡No, no y no!», dijo el obispo; «¿acaso no sabéis que hay muchas ocasiones en que no se quiere un culo de mujer? Esperaré, esperaré... Que siga Duclos, ya saldrá esta noche; ya encontraré uno de mi gusto. Sigue, Duclos». Y después de que los amigos rieran con ganas de la franqueza libertina del obispo («hay muchas ocasiones en que no se quiere un culo de mujer»), la historiadora prosiguió su relato en estos términos:

«Acababa de alcanzar mi séptimo año, cuando un día en que, siguiendo mi costumbre, había llevado a Louis una de mis amiguitas, encontré en su casa a otro religioso de su orden. Como eso no había ocurrido nunca, me sorprendí y quise retirarme, pero, después de que Louis me tranquilizara, entramos atrevidamente mi amiguita y yo. “Mira, padre Geoffroi”, dijo Louis a su amigo, empujándome hacia él, “¿no te había dicho que era bonita?” “Sí, es cierto”, dijo Geoffroi sentándome sobre sus rodillas y besándome. “¿Qué edad tienes, pequeña?” “Siete años, Padre”. “O sea, cincuenta menos que yo”, dijo el buen Padre besándome de nuevo. Y durante este pequeño monólogo se preparaba el jarabe, y, como siempre, nos hicieron tragar tres grandes vasos a cada una. Pero como yo no estaba acostumbrada a beber cuando le llevaba presas a Louis, porque solo se lo daba a la que yo le llevaba, y generalmente yo no me quedaba y me retiraba inmediatamente, me sorprendió en este caso la precaución, y, en un tono de la más ingenua inocencia, le dije: “¿Y por qué me hace beber, Padre? ¿Quiere que mee?”. “Sí, hija mía”, dijo Geoffroi, que seguía sosteniéndome entre sus muslos y que ya paseaba sus manos por mi delantera, “sí, queremos que mees, y esta vez la aventura será conmigo, y, quizás un poco diferente de la que te ha ocurrido aquí. Ven a mi celda, dejemos al padre Louis con su amiguita, y ocupémonos nosotros de lo nuestro. Cuando hayamos terminado ya nos reuniremos”. Salimos; Louis me dijo en voz muy baja que fuera complaciente con su amigo y que no me arrepentiría. La celda de Geoffroi estaba bastante cerca de la de Louis y llegamos a ella sin que nos vieran. Tan pronto como hubimos entrado, Geoffroi, después de cerrar a cal y canto, me dijo que me quitara las faldas. Obedecí; él mismo me arremangó la blusa hasta encima del ombligo y, después de sentarme en el borde de su cama, me espatarró todo lo que pudo, sin dejar de bajarme, de modo que yo ofrecía la totalidad del vientre y todo mi cuerpo se sostenía por la rabadilla. Me ordenó que me mantuviera en esta posición y que comenzara a mear tan pronto como tocara ligeramente uno de mis muslos con su mano. Entonces, contemplándome por un instante en esta actitud y empeñado siempre en abrir con una mano los labios del coño, con la otra se desabrochó el calzón y comenzó a menearse con unos movimientos rápidos y violentos un pequeño miembro negro y desmirriado que no se veía muy dispuesto a responder a lo que parecía exigirse de él. Para conseguirlo con mayor éxito, nuestro hombre se dedicó, procediendo a su pequeña costumbre predilecta, a procurarle el mayor grado de excitación posible: así pues, se arrodilló entre mis piernas, examinó un instante el interior del pequeño orificio que yo le ofrecía, acercó su boca repetidas veces mascullando entre dientes algunas palabras lujuriosas que no retuve, porque en aquel entonces no las entendía, y todo ello sin dejar de menearse su miembro, que no se emocionaba demasiado. Al fin sus labios se pegaron herméticamente a los de mi coño, recibí la señal convenida y, desbordando inmediatamente en la boca del buen hombre el sobrante de mis entrañas, lo inundé con los chorros de una orina que tragó con la misma rapidez con que yo se la arrojaba al gaznate. De repente, su miembro se puso de manifiesto y su cabeza altiva se arrojó sobre uno de mis muslos. Noté que lo regaba orgullosamente con las estériles marcas de su débil vigor. Todo había ido tan bien acompasado que él engullía las últimas gotas en el mismo momento en que su polla, confusísima por su victoria, la lloraba con lágrimas de sangre. Geoffroi se levantó tambaleante, y creí descubrir que no sentía por su ídolo, cuando el incienso acababa de apagarse, un fervor de culto tan religioso como cuando el delirio, inflamando su homenaje, sostenía todavía el prestigio. Me entregó doce sueldos con bastante brusquedad, me abrió la puerta, sin pedirme como los demás que le trajera muchachas (al parecer se abastecía en otra parte), y, mostrándome el camino de la celda de su amigo, me dijo que me fuera, que la hora de su oficio se le echaba encima, no podía acompañarme, y se encerró en su pieza sin darme tiempo a contestarle».

«¡Ya!, pero es cierto», dijo el duque, «que hay muchas personas que no pueden soportar en absoluto el instante de la pérdida de la ilusión. Parece que el orgullo sufra por haberse mostrado ante una mujer en semejante estado de debilidad y que la repugnancia nace del malestar que entonces sienten». «No», dijo Curval, al que Adonis masturbaba de rodillas y que paseaba sus manos sobre Zelmire, «no, amigo mío, el orgullo no tiene nada que ver en todo esto, sino que el objeto que básicamente no tiene más valor que el que nuestra lubricidad le presta se muestra exactamente tal cual es cuando la lubricidad se ha apagado. Cuanto más violenta ha sido la irritación, más se afea el objeto cuando esta irritación ya no le apoya, al igual que nosotros estamos más o menos fatigados en razón del mayor o menor ejercicio que hayamos hecho, y la repugnancia que sentimos entonces no es más que el sentimiento de un espíritu saciado al que la felicidad disgusta porque acaba de fatigarle». «Pero, sin embargo, de esta repugnancia», dijo Durcet, «nace con frecuencia un proyecto de venganza cuyas consecuencias funestas hemos visto». «Entonces es otra cosa», dijo Curval, «y como la continuación de estas narraciones nos ofrecerá quizás unos ejemplos de lo que estáis diciendo, no adelantemos las disertaciones que los hechos producirán naturalmente». «Presidente, di la verdad», dijo Durcet: «en vísperas de extraviarte tú mismo, creo que en este momento prefieres prepararte para sentir cómo se disfruta a disertar sobre cómo se disgusta». «En absoluto, nada de eso», dijo Curval, «tengo la mayor sangre fría... Es cierto», seguía besando a Adonis en la boca, «que esa criatura es encantadora... pero no se la puede follar; no conozco nada peor que vuestras leyes... Hay que limitarse a cosas..., a Cosas... Vamos, vamos, continúa, Duclos, porque siento que haría tonterías, y quiero que mi ilusión se mantenga por lo menos hasta que vaya a acostarme». El presidente, que veía que su instrumento comenzaba a amotinarse, mandó a las dos criaturas a Su sitio y, recostándose al lado de Constance que por muy bonita que fuera no le calentaba suficientemente, urgió por segunda vez a la Duclos a que continuara, quien obedeció inmediatamente en estos términos:

«Busqué a mi amiguita. La operación de Louis había terminado y, bastante descontentas ambas, abandonamos el convento, yo con la casi firme resolución de no volver a él jamás. El tono de Geoffroi había humillado mi pequeño amor propio y, sin profundizar de dónde venía el rechazo, no me gustaban los resultados ni las consecuencias. Estaba escrito en mi destino, sin embargo, que todavía tendría algunas aventuras en el convento, y el ejemplo de mi hermana, que, según me había dicho, había tratado con más de catorce, debía convencerme de que no había llegado al final de mis peregrinaciones. Lo descubrí, tres meses después de esta última aventura, por las solicitaciones que me hizo uno de aquellos buenos reverendos, hombre de unos sesenta años. No hubo estratagema que no inventara para decidirme a acudir a su cuarto. Al fin una de ellas lo consiguió tan bien que una hermosa mañana de domingo me encontré en él sin saber cómo ni por qué. El viejo verde, que se llamaba padre Henri, me encerró con él no bien me vio entrar, y me abrazó de todo corazón. “¡Ah!, bribonzuela”, exclamó en el colmo de su alegría, “ya te tengo, esta vez no te escaparás”. Hacía mucho frío, mi naricita estaba llena de mocos, como suele ocurrirles a los niños. Quise sonarme. “¿Eh?, no, no”, dijo Henri oponiéndose, “soy yo, soy yo quien te hará esa operación, pequeña”. Y después de acostarme en su cama con la cabeza un poco inclinada, se sentó a mi lado, colocando mi cabeza echada hacia atrás sobre sus rodillas. Diríase que en esta posición devoraba con los ojos la secreción de mi cerebro. “¡Oh!, la preciosa mocosita”, decía extasiándose, “¡cómo voy a chuparla!” Inclinándose entonces sobre mi cabeza e introduciendo toda mi nariz en su boca, no solo devoró todos los mocos que me cubrían sino que asaeteó lúbricamente con la punta de la lengua los orificios de mi nariz alternativamente, y con tanto arte, que provocó dos o tres estornudos que redoblaron el derrame que él deseaba y devoraba con tanto celo. Pero de todo esto, señores, no me pidáis más detalles: nada apareció, y sea que él no hiciera nada o que se lo hiciera en los calzones, no descubrí nada de nada, y en la multitud de sus besos y de sus lamidas nada señaló un éxtasis mayor, y por consiguiente creo que no se corrió. No me arremangó más, sus manos no me manosearon, y puedo aseguraros que la fantasía de aquel viejo libertino podría ejercerse con la muchacha más honesta y más inexperta del mundo, sin que ella pudiera sospechar la menor lubricidad.

»No ocurrió lo mismo con aquel que el azar me ofreció el mismo día en que acababa de cumplir nueve años. El padre Étienne, así se llamaba el libertino, ya había dicho varias veces a mi hermana que me llevara a él, y ella me había animado a ir a verle (sin querer de todos modos acompañarme, por miedo a que nuestra madre, que ya sospechaba algo, acabara por enterarse), cuando me encontré finalmente cara a cara con él, en un rincón de la iglesia, cerca de la sacristía. Se comportó con tanta gracia, utilizó unas razones tan persuasivas, que no tuvo que arrastrarme por la oreja. El padre Étienne tenía unos cuarenta años, era de tez fresca, apuesto y vigoroso. Tan pronto como llegamos a su habitación me preguntó si sabía masturbar una polla. “¡Ay!”, le dije sonrojándome, “ni siquiera entiendo lo que quiere decirme”. “¡Pues bien!, voy a enseñártelo, pequeña”, me dijo besándome de todo corazón en la boca y en los ojos; “mi único placer es instruir a las chiquillas, y las lecciones que les doy son tan excelentes que jamás las olvidan. Comienza por quitarte las faldas, pues si yo te enseño lo que hay que hacer para darme placer, justo es que te enseñe al mismo tiempo qué debes hacer tú para recibirlo, y es preciso que nada nos estorbe para esa lección. Vamos, comencemos por ti. Eso que ves ahí”, me dijo, poniéndome la mano sobre el pubis, “se llama un coño, y he aquí lo que debes hacer para conseguir ahí unos cosquilleos deliciosos: hay que frotar ligeramente con un dedo la pequeña elevación que notas ahí y que se llama el clítoris”. Después, haciéndome actuar: “Ahí, ¿ves?, pequeña, así, mientras una de tus manos trabaja ahí, que un dedo de la otra se meta imperceptiblemente en esta rendija deliciosa...”. Después colocándome la mano: “Así, eso es... ¡Bien!, ¿no sientes nada?”, continuaba haciéndome seguir su lección. “No, Padre, se lo aseguro”, contesté con ingenuidad. “¡Ah!, vaya, todavía eres demasiado joven, pero, dentro de dos años, ya verás el placer que esto te dará”. “Espere”, le dije, “creo que ya siento algo”. Y yo frotaba, todo lo que podía, en los lugares que me había señalado... Efectivamente, unas suaves titilaciones voluptuosas acababan de convencerme de que la receta no era una quimera, y el gran uso que después he hecho de este caritativo método ha acabado de convencerme más de una vez de la habilidad de mi maestro. “Ahora me toca a mí”, dijo Étienne, “pues tus placeres excitan mis sentidos, y es preciso que yo los comparta, ángel mío. Toma”, me dijo, haciéndome empuñar un instrumento tan monstruoso que mis dos manitas apenas podían rodearlo, “toma, hija mía, esto se llama una polla, y este movimiento”, proseguía guiando mi puño con rápidas sacudidas, “este movimiento se llama masturbar. Así pues, en este momento, me masturbas la polla. Adelante, hija mía, adelante, adelante con todas tus fuerzas. Cuanto más rápidos y repetidos sean tus movimientos, más apresurarás el instante de mi ebriedad. Pero cuida de una cosa esencial”, añadía dirigiendo siempre mis sacudidas, “cuida de mantener siempre la cabeza al desnudo. No la cubras jamás con esta piel que llamamos el prepucio: si el prepucio cubriera esta parte que llamamos el glande, todo mi placer se desvanecería. Vamos, pequeña, veamos”, proseguía mi maestro, “veamos que yo haga contigo lo que tú haces conmigo”. Y arrimándose a mi pecho al decir esto, mientras yo seguía meneándosela, colocó sus dos manos tan hábilmente, movió sus dedos con tanto arte, que el placer acabó por asaltarme, y es a él a quien debo en verdad la primera lección. Entonces, como la cabeza comenzó a darme vueltas, abandoné mi faena, y el reverendo, que no estaba dispuesto a terminarla, consintió en renunciar por un instante a su placer para ocuparse únicamente del mío. Y cuando me lo hubo hecho saborear por entero, me hizo reanudar el trabajo que mi éxtasis me había obligado a interrumpir, y me ordenó muy claramente que no volviera a distraerme y que solo me ocupara de él. Lo hice con toda mi alma. Era justo: le debía alguna gratitud. Lo hacía con tantas ganas, y obedecía tan bien todo lo que me ordenaba, que el monstruo, vencido por los repetidos meneos, vomitó finalmente toda su rabia y me cubrió con su veneno. Étienne pareció entonces transportado por el delirio más voluptuoso. Besaba mi boca con ardor, manoseaba y masturbaba mi coño y el extravío de sus palabras anunciaba aún mejor su trastorno. Los j... y los f..., enlazados con los nombres más tiernos, caracterizaban este delirio que duró mucho rato y del que el galante Étienne, muy diferente de su colega el bebedor de orina, solo se apartó para decirme que era encantadora, que me rogaba que volviera a verle, y que me trataría siempre como acababa de hacerlo. Deslizándome un pequeño escudo en la mano, me acompañó al lugar donde me había encontrado y me dejó completamente maravillada y encantada de aquella nueva buena suerte que, reconciliándome con el convento, me hizo tomar a mí misma la decisión de volver a él con frecuencia en el futuro, convencida de que cuanto más avanzara en edad más agradables aventuras encontraría en ese lugar. Pero mi destino ya no estaba allí: acontecimientos más importantes me aguardaban en un nuevo mundo, y, volviendo a casa, me enteré de unas noticias que no tardaron en turbar la embriaguez que acababa de darme el afortunado sesgo de mi última historia».

Aquí una campana se dejó oír en el salón: era la que anunciaba que la cena estaba servida. En consecuencia, Duclos, unánimemente aplaudida por los interesantes comienzos de su historia, bajó de su tribuna y, después de haber remediado un poco la agitación en la que todos se encontraban, se ocuparon de nuevos placeres dirigiéndose a buscar con prisa los que Cornos ofrecía. Esta comida debían servirla las ocho muchachas desnudas. Estaban preparadas en el momento en que se cambió de salón, habiendo tenido la precaución de salir unos minutos antes. Los comensales debían ser en número de 20: los cuatro amigos, los ocho folladores y los ocho muchachos. Pero el obispo, siempre furioso contra Narcisse, no quiso permitir que participara de la fiesta, y como habían convenido tener entre sí complacencias mutuas y recíprocas, nadie se preocupó de pedir la revocación de la disposición, y el chiquillo fue encerrado a solas en un cuarto oscuro esperando el instante de las orgías en que quizá monseñor se reconciliaría con él. Las esposas y las historiadoras fueron a cenar rápidamente a su habitación privada, para estar preparadas para las orgías; las viejas dirigieron el servicio de las ocho muchachas, y se sentaron a la mesa. Este banquete, mucho más copioso que el almuerzo, fue servido con mucha mayor magnificencia, brillo y esplendor. Hubo para comenzar un servicio de sopa de cangrejos y de entremeses compuestos de 20 platos. 20 entrantes los sustituyeron y fueron a su vez relevados por otros 20 entrantes finos, compuestos únicamente de pechugas de aves, de caza disfrazada bajo todo tipo de formas. Les siguió un servicio de asado donde apareció todo lo más raro que pueda imaginarse. Llegó después un relevo de repostería fría, que no tardó en ceder el lugar a 26 dulces de cocina de todas las figuras y de todas las formas. Vaciaron la mesa y sustituyeron lo que acababa de ser retirado por una guarnición completa de pasteles azucarados, fríos y Calientes. Al fin, apareció el postre, que ofreció un número prodigioso de frutas, pese a la estación, seguidas de los helados, el chocolate y los licores, que se tomaron en la mesa. Respecto a los vinos, habían variado en cada servicio: en el primero el Borgoña, en el segundo y en el tercero dos tipos diferentes de vinos de Italia, en el cuarto vino del Rhin, en el quinto vinos del Ródano, en el sexto el Champagne espumoso y vinos griegos de dos tipos con dos diferentes servicios. Las cabezas se habían calentado prodigiosamente. Ni en la cena, ni en el almuerzo, tenían permiso para reprender a las sirvientas: siendo estas la quintaesencia de lo que ofrecía la sociedad, debían ser tratadas con los mayores miramientos, pero, en cambio, se permitieron con ellas una furiosa dosis de impurezas. El duque, medio borracho, dijo que solo quería beber la orina de Zelmire, y tragó dos grandes vasos que le hizo mear haciéndola subir a la mesa, agazapada sobre su plato. «¡Vaya gracia», dijo Curval, «beber meados de virgen!» y, atrayendo a Fanchon, le dijo: «Ven, zorra, yo quiero beberlo de la misma fuente». Y, metiendo su cabeza entre las piernas de la vieja bruja, tragó golosamente los raudales impuros de la orina envenenada que ella le arrojó en el estómago. Finalmente, las conversaciones se calentaron, tocaron diferentes puntos de costumbres y de filosofía, y dejo al lector pensar que la moral quedó bien depurada. El duque emprendió un elogio del libertinaje y demostró que estaba en la naturaleza y que, cuanto más se multiplicaban sus extravíos, mejor la servían. Su opinión fue unánimemente aceptada y aplaudida, y se levantaron para ir a poner en práctica los principios que acababan de establecerse. Todo estaba dispuesto en el salón de las orgías: las mujeres estaban ya desnudas, acostadas en el suelo sobre montones de cojines, mezcladas con los jóvenes putos retirados de la mesa con esta intención un poco antes del postre. Nuestros amigos entraron tambaleándose; dos viejas les desnudaron, y cayeron en medio del rebaño como unos lobos que asaltan un aprisco. El obispo, cuyas pasiones estaban cruelmente excitadas por los obstáculos que habían encontrado para su salida, se apoderó del culo sublime de Antinoús mientras Hercule le enculaba a él y, vencido por esta última sensación y por el importante y tan deseado servicio que Antinoús le prestó sin duda, vomitó al final unos chorros de semen tan precipitados y tan agrios que se desvaneció en el éxtasis. Los humos de Baco acabaron de encadenar unos sentidos que embotaba el exceso de lujuria, y nuestro héroe pasó del desvanecimiento a un sueño tan profundo que fue imprescindible llevarlo a la cama. El duque no se quedó atrás. Curval, recordando la oferta que había hecho la Martaine al obispo, la conminó a cumplir este ofrecimiento y se atiborró mientras lo enculaban. Mil horrores más, mil infamias más acompañaron y siguieron a estas, y nuestros tres bravos campeones, pues el obispo ya no pertenecía a este mundo, nuestros valerosos atletas, digo, escoltados por los cuatro folladores del servicio nocturno, que no se encontraban ahí y que vinieron a buscarles, se retiraron con las mismas mujeres que habían tenido en los Canapés, durante la narración. Desdichadas víctimas de sus brutalidades, a las que es más que verosímil que hicieron más ultrajes que caricias y a las que, sin duda, dieron más repugnancia que placer. Así fue la historia de la primera jornada.