Un brindis
UN BRINDIS
El año 200 de la nueva era tocaba a su término. Sólo faltaban quince minutos para la hora en que, el mismo mes y el mismo día, doscientos años antes, el último estado gobernado conforme al viejo sistema, el país más obstinado, conservador y rutinario—a lo que parece, Alemania—, había renunciado, al fin, a su ciego chauvinismo, y con alegría de toda la tierra había entrado en la unión anarquista de hombres libres del mundo entero. Según el calendario antiguo, eso había ocurrido el año 2906 después de Jesucristo.
Pero en ninguna parte se festejaba la entrada del Año Nuevo con tanto esplendor y alegría como en los polos Norte y Sur, en las estaciones centrales de la gran Asociación Electro-Maguética.
Durante los últimos treinta años, millares y millares de ingenieros, de mecánicos, de técnicos, de astrónomos, de matemáticos, de arquitectos y de otros sabios especialistas, habían trabajado infatigablemente en la realización de la más grandiosa y heroica idea del siglo xxxn. Acariciaban el proyecto de convertir el globo terráqueo en una gigantesca bobina electro-magnética y con ese objeto lo habían envuelto de Norte a Sur en una espiral de hilo metálico revestido de caucho, cuya longitud se aproximaba a cuatro mil millones de kilómetros. En ambos polos habían construído dínamos de increíble potencia, y habían unido todos los puntos de la superficie del planeta con innumerables hilos.
No sólo los habitantes de la Tierra, sino también los de otros planetas con los que la Tierra estaba en constantes relaciones, habían seguido con interés apasionado la marcha de los trabajos.
A unos, la empresa de la Asociación les inspirata gran desconfianza, y a otros les inspiraba horror.
Pero la Asociación acababa de realizar brillantemente su proyecto gigantesco, triunfando de todas las previsiones pesimistas. Y la fiesta de Año Nuevo era al mismo tiempo la solemnización de dicho triunfo. La inagotable fuerza magnética de la Tierra ponía en movimiento las fábricas, las máquinas agrícolas, los trenes y los barcos. Alumbraba las calles y las casas, calentaba las habitaciones. Hacía innecesario el carbón, cuyas minas se habían agotado mucho tiempo antes. Desterraba completamente las chimeneas, que impurificaban el aire y mataban con su humo las flores, los árboles y las hierbas, verdadera alegría de la tierra. En fin, hacía milagros en lo tocante a agricultura y cuadriplicaba las cosechas.
Uno de los ingenieros de la estación del Norte, elegido presidente de la reunión de aquella noche, se levantó con un vaso en la mano.
" Un silencio profundo reinó.
—Compañeros—dijo el presidente: si os parece, voy a ponerme inmediatamente en contacto con nuestros queridos colaboradores de la estación del Sur. Acaban de hacernos señales.
La enorme sala donde se encontraban era una magnífica construcción de cristal, hierro y mármol, adornada con flores exóticas y hermosos árboles, y más parecida a una "serre" que a un sitio público.
Tras las paredes, la noche polar lo envolvía todo en sus tinieblas; pero unos condensadores especiales inundaban la sala—con el gran gentín, las flores, las mesas admirablemente servidas, las gentiles columnas que sustentaban el techo, las innumerables estatuas—de una luz no menos alegre y brillante que la del sol.
Tres paredes de la sala eran opacas; pero la cuarta, a la que el presidente hallábase vuelto de espaldas, era un a modo de tablero de proyecci »nes cuadrado, de un cristal en extremo fino y lustroso.
Recibido el consentimiento de la sociedad, el presidente oprimió con el dedo un pequeño botón eléctrico que había sobre la mesa.
El tablero se iluminó inmediatamente con una luz interior deslumbradora, y luego se diría que se disipó. En su lugar apareció de pronto otra sala también magnífica, también llena de gente sentada alrededor de mesas admirablemente servidas. Unos y otros seres humanos—todos bellos, fuertes, alegres, vestidos con esplendidez—se reconocían, cambiaban sonrisas, se saludaban levantando sus vasos, a través de una distancia de 20.000 kilómetros. Pero a causa del ruido general, de las sonoras risas, ni unos ni otros oían aún la voz de los amigos lejanos.
El presidente entonces se levantó de nuevo y manifestó con un gesto que quería hablar. Todos, al punto, enmudecieron en los dos extremos de!
mundo.
He aquí lo que dijo el presidente:
"Mis queridas hermanas y queridos hermanos! Vosotras, encantadoras mujeres, a quienes admiro con pasión, y vosotros, a quienes amé en otro tiempo y para quienes mi corazón está lleno de gratitud, escuchad! ¡Gloria a la vida eternamente joven, bella, inagotable! ¡Gloria al Hombre, único dios de la tierra! ¡Gloria a su cuerpo taumatúrgico y a su espíritu inmortal!
Os miro, amigos soberbios, alegres, audaces, seguros de vosotros mismos, y un gran afecto llena mi corazón. Nuestra mente no conoce obstáculos, nada puede oponerse a nuestros designios.
No hay entre nosotros sumisión, ni dominación, ni celos, ni hostilidad, ni violencia, ni engaño. Todos los días abren ante nuestros ojos misterios que dejan de serlo para nosotros, y la ciencia se desenvuelve de un modo admirable. La muerte misma no nos espanta ya, porque nos vamos de la vida sin que la vejez nos haya desfigurado, sin que se pinte en nuestros ojos un horror salvaje y sin que la maldición brote de nuestros labios, porque nos vamos de la vida hermosos, semejantes a dioses, sonrientes. No nos asimos desesperadamente a nuestros últimos días, sino que, a manera de viajeros cansados, cerramos dulcemente los ojos. Nuestro trabajo es una delicia. Nuestro amor, rotas las cadenas de la esclavitud y la trivialidad, se parece al amor de las flores: tan libre y bello es. Y nuestro único soberano es el genio del Hombre...
Quizá, caros amigos, lo que estoy dicendo sean vulgaridades, cosas que todo el mundo conoce hace tiempo; pero no puedo hablaros de otra manera Esta mañana he leído un libro tan interesante como horrible: "La historia de las revoluciones del siglo xx." No pocas veces he pensado mientras lo leía:
¿Será esto quizá un cuento fantástico? Tan inverosímil, tan estúpida, tan llena de horror me parecía la vida de nuestros antepasados.
Sí, amigos míos: aquellas gentes de quien nos separan nueve siglos parecían serpientes venenc.sas encerradas en la misma jaula. Viciosas, sucias, infectadas de morbos, feas, cobardes, se mataban unas a otras sin cesar, se robaban un p dazo de pan y lo escondían en los escondrijos más obscuros para que un tercero no se lo llevase; se quitaban la tierra, el agua, los bosques, las casas, hasta el aire. Hatajos de gandules ávidos, apoyándose en hipócritas religiosos, en ladrones y en impostores, enviaban muchedumbres de miserables esclavos a matarse mutuamente, y vivían como parásitos sobre la podredumbre de la descomposición social. Y la tierra, tan grande, tan bella, era para aquellos hombres angosta como una prisión, y el aire en ella era pesado como en una caverna.
Pero en aquella época terrible, junto a las bestias de carga, junto a los esclavos cobardes y sin dignidad, se alzaban de vez en cuando hombres altivos, héroes de alma noble, independientes, dispuestos al sacrificio. No acierto a explicarme cómo podían nacer en tal época vil, vergonzosa. En aquellos tiempos sanguinarios, cuando ni el hogar era un abrigo seguro para nadie, cuando la viclencia y el asesinato eran pagados con larguezaaquellos héroes, en su santa locura, gritaban:
"¡Abajo los tiranos!" Y su sangre teñía las piedras de las calles y las losas de las aceras; los infelices perdían la razón en los calabozos; morían ahorcados, fusilados.
Renunciaban gustosos a todas las alegrías de la vida, salvo a la de morir por la libertad de las generaciones futuras.
No veis, caros amigos, ese puente de cadáveres humanos que enlaza nuestro luminoso presente con aquel horrible, tenebroso pasado? ¿No os imagináis ese terrible río de sangre cuyas ondas han empujado a la humanidad al mar radiante y vasto de la felicidad universal?
¡Honor a vosotros, antiguos amigos desconoc™dos, de quienes nos separan siglos y siglos! ¡Honor a vosotros, que tanto padecisteis! Ibais a la muerte con una sonrisa en los ojos, que miraban siempre adelante, al porvenir remoto. Preveíais a las generaciones futuras emancipadas, fuertes, triunfantes, y les enviábais vuestra bendición al morir...
¡Queridos amigos! Beba cada uno de nosotros, sin pronunciar una palabra, en un silencio religioso, un vaso de vino a la memoria de aquellos mártires lejanos. Y sienta cada uno de nosotros en su corazón la bendición de su mirada." Y todos bebieron en silencio.
Pero una mujer de maravillosa belleza que estaba sentada junto al orador se apretó de pronto contra él y empezó a llorar dulcemente. Y cuand el orador le preguntó por qué lloraba, le contestó con voz muy queda:
—A pesar de todo, yo quisiera haber vivido en aquella terrible época..., con ellos..., con los mártires...