Ángel Guerra/049

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Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo I – Parentela. – Vagancia​
 de Benito Pérez Galdós


I[editar]

En efecto, Ángel Guerra tomó el tren de Toledo el 2 de Diciembre por la mañana. Sus primeros pasos en la histórica ciudad fueron vacilantes, sus horas aburridísimas, conforme al estado de indecisión de su voluntad y al cansancio del viaje. Dio con su cuerpo en una de las detestables fondas toledanas, y por la tarde, después de vagar a la aventura de calle en calle, sentándose a ratos en solitaria plazoleta, o persiguiendo el misterio que precedía sus pasos a la vuelta de cada esquina y en la curva de las retorcidas calles, pensó en la obligación de visitar a sus parientes. Sentía el desasosiego, la inapetencia moral que inspira la proximidad de personas con quienes se tiene más parentesco que relaciones amistosas, y de buena gana habría prescindido de la visita.

Conviene repetir que esta parentela se dividía en dos ramas: rica y pobre. La pobre hallábase reducida últimamente a una prima hermana del padre de Guerra, llamada Teresa Pantoja, viuda de un cerero de la calle Ancha. Ángel la había visto algunas veces en Madrid y en su casa, por San Isidro, y conservaba de ella buen recuerdo. Apreciábala mucho doña Sales, que puntualmente recibía de ella, por Navidad, una caja de mazapán y otra de los celebrados bizcochos de Labrador para chocolate; y le correspondía con un mantón de ocho puntas o un corte de vestido. Al enviudar, la doña Teresa suspendió sus excursiones de Mayo a Madrid; pero seguía en amistoso carteo con doña Sales.

Personificaba la parentela rica D. José Suárez de Monegro, a quien Ángel solía llamar por chanza don Suero, persona de buena posición en la ciudad. No pocas veces le había visto también en Madrid en la temporada Isidril, aunque nunca le tuvo de huésped en su casa, pues D. Suero paraba siempre en el Hotel de Embajadores o en Las Cuatro Naciones. Era primo carnal de doña Sales, cuyas fincas rústicas y urbanas de Toledo administraba con escrupulosa honradez, y también tenía parentesco con Braulio, hermano de su esposa, doña María de Rojas. Así como el de Suárez hizo Guerra el Don Suero, de la doña María hizo doña Mayor, mote que le cuadraba admirablemente por rivalizar la buena señora en estatura con los granaderos de Federico el Grande.

De este matrimonio habían nacido tres hijos: Pelayo, que el 85 era oficial de artillería, y dos hembras, la mayor de las cuales se casó a disgusto de los padres con un joven que fue secretario del Gobierno civil de la provincia; la menor permanecía en estado de merecer. A su primo el artillero le conocía Guerra; pero a las dos primas no las había visto desde muy niñas, y por ciertas referencias se las figuraba, ya mujeres, bastante antipáticas. Que D. José Suárez pertenecía al elemento más ilustrado de la ciudad era cosa vulgar de pura sabida, y también era público y notorio que dio la última mano de barniz a su ilustración con la visita que hizo a la Exposición de París del 79. Por dicha de la localidad, casi siempre figuraba en la Diputación Provincial o en el Ayuntamiento, entre aquellos nobles discretos varones a quienes amonesta el autor de la espinela estampada en la escalera de la Casa Consistorial, y en ambas Corporaciones dejaba sentir un año y otro el empuje formidable de su ilustrada iniciativa.

Fatigado de dar vueltas al acaso por el dédalo de calles, sentose Guerra en el escalón de una puerta, en solitaria encrucijada, para meditar en el grave problema de la visita a sus parientes. ¿Por qué rama empezaría? Decidíase al fin por la parentela humilde, y buscó el itinerario de la morada de Teresa Pantoja, preguntando a los pocos transeúntes que encontraba.

Había visitado Toledo bastantes veces, pero por poco tiempo, y siempre con escolta de habitantes de la ciudad que le ahorraban el trabajo de estudiar la inextricable topografía de ésta. Fuera de las vías que conducen de Zocodover a la Catedral, y de la calle Ancha a la de la Plata, no sabía dar un paso sin perderse. Pero preguntando se llega a todas partes, a Roma inclusive, y a la calle del Locum, donde la viuda del cerero vivía.

El mendigo y el cicerone suelen ser allí una sola persona. Los chiquillos pobres, y aún los que no lo parecen, dedícanse también, si al salir de la escuela tropiezan con algún forastero, al oficio de guías por el rompecabezas toledano. Guerra utilizó los servicios de uno de éstos, y pudo llegar a donde quería, rodeando la Catedral, y acometiendo después el empinado y tortuoso callejón que sube desde las inmediaciones de la Posada de la Hermandad hacia San Miguel el Alto, y enlaza también, por otra calleja inverosímil, con San Justo y San Juan de la Penitencia. El madrileño se vio en una plazoleta de tres dobleces, de esas en que los muros de las casas parecen jugar al escondite; pasó a la calle del Cristo de la Calavera que culebrea y se enrosca hasta volver a liarse con la del Locum; vio puertas que no se han abierto en siglo y medio lo menos; balcones o miradores nuevecitos con floridos tiestos; rejas mohosas, cuyo metal se pulveriza en laminillas rojizas; huecos de blanqueado marco, abiertos en el ladrillo obscuro de antiquísima fábrica; vio gatos que se asomaban con timidez a ventanuchos increíbles; labrados aleros, cuya roña ostenta los tonos más calientes de la gama sienosa; de trecho en trecho, azulejos con la figura de la Virgen poniendo la casulla a San Ildefonso, y por fin llegó a una puerta modernizada, que fue el límite de su viaje.

La entrada y patio de la casa de Teresa Pantoja eran de puro tipo toledano, mitad de empedradillo, mitad de baldosín rojo, muy limpio, recién fregoteado; las paredes como acabadas de enlucir; el patio ajardinado con matas de evónymus en arriates o en barriles pintados de verde; y a lo largo del zócalo azulejos descabalados de mil trazas y dibujos distintos, como procedentes de demoliciones de palacios o monasterios, los unos con grotescas figuras, los otros con retazos de cenefa, muchos dejando ver trozos de un paramento decorativo, el cuartel de un escudo, o sílabas de un letrero. Los postes que daban forma claustral a dos lados del patio eran de pino antiquísimo sin pintar, de un caliente tono de yesca, secos y un poco desplomado, sosteniendo con la carcomida zapata las apandadas vigas. Las ventanas altas lucían pintura de un verde agrio, las paredes el blanco cegador del yeso. Concluía la decoración, en un ángulo del patio, brocal de berroqueña, musgoso en la base, reforzado por zunchos de hierro, con su polea pendiente de la horca y un historiado cacharro para extraer el agua.

No tuvo tiempo Guerra de observar bien todas estas cosas porque salió su tía dando voces, y le abrazó en medio del patio, invitándole a entrar en una salita baja, que por lo fría debía de ser la sucursal del Polo Norte. Representaba Teresa cincuenta y cinco años, mujercita de tipo muy de Toledo, ojinegra, corta de estatura, suelta de miembros y de lengua, graciosa y ágil, cara de estas que a cierta edad se curten, y en una vida reposada, metódicamente vulgar y sin afanes, se conservan con cierta dureza reluciente y picoteada como la cáscara de la almendra. Ostentaba completa y sana su dentadura y tenía el pelo casi enteramente blanco. Los agasajos que hizo a su pariente no acababan nunca, ni las memorias tristes y cariñosas que consagró a doña Sales y a la pobrecita Ción. Díjole después que si se proponía pasar una temporada en Toledo huyendo de los trajines de Madrid, debía hospedarse en aquella casa, pues las fondas eran rematadamente malas y bulliciosas, como Ángel había podido observar.

-Aquí estarás como en la Gloria. No hallarás en todo el mundo lugar más sosegado, más silencioso. Hay aquí dos huéspedes... vamos, aunque esto no es casa de huéspedes, tengo dos señores para ayudarme, sacerdotes, personas tan tranquilas, que no se las siente, cada uno en su cuarto, calladitos como en misa. No gasto criadas: yo lo hago todo. Sólo viene aquí una mujer que me lava los suelos y me ayuda durante el día. Te daré mi habitación que es... un verdadero nido de canónigo. Sube y la verás, y yo me pasaré a otra.

A Guerra, en efecto, pareciole aquello el Paraíso; ¡Qué silencio, qué apartamiento, qué paz! Podría creer que un fabuloso hipogrifo le había transportado, en un decir Jesús, a cien mil leguas de Madrid. Aceptó sin vacilar; aquella misma noche trajo de la fonda su equipaje, y se instaló. Su cuarto era un verdadero rincón arqueológico, cuya limpieza y chabacanería ingenua le encantaron; las paredes blanqueadas; en la cómoda panzuda un Niño Jesús de talla, monísimo con témporas de metal y zapatos de tisú, trajecito muy hueco de raso con lentejuelas; las maderas de la ventana pesadísimas, de cuarterones pintados al temple; la vidriera verdosa, con más plomo que vidrio; en la pared un cuadro torcido con estampa manchada de humedad, representando al cardenal Lorenzana, y otro con el célebre Transparente en el momento de ser visitado por los reyes Carlos IV y María Luisa; el piso del baldosín bruñido, cubierto en parte por valenciana estera de las más sencillas; tocador de espejo sobre pivotes, y otras varias rarezas que él no había visto nunca más que en las prenderías. Púsole además su patrona, por si quería escribir, un tintero de Talavera, que debió de prestar servicio a los que redactaron el Fuero Juzgo, con otros objetos cuya aplicación no entendió Guerra, como dos o tres acericos muy lindos colocados allí con un fin puramente ornamental, porque no tenían alfileres.

La cena fue tan clásica como familiar, compuesta de las inmemoriales sopas de ajo, acartonaditas, el huevo, el guisado de carnero y la ensalada, minuta o documento gastronómico que ya no debía de ser nuevo en tiempo del arrianismo. Sirviola Teresa con diligencia y aseo. Los cubiertos traían a la memoria industrias que fenecieron, y las servilletas raspaban poco menos que papel de lija. Pero todo era limpio, inocente, patriarcal, y constituía para el advenedizo un mundo enteramente nuevo. Cenando, conoció a sus dos compañeros de hospedaje, el uno canónigo de la catedral, D. Isidro Palomeque, sexagenario muy corriente y francote, dado a las investigaciones arqueológicas; el otro capellán de las monjas de San Juan de la Penitencia, varón de una timidez inenarrable. Llamábanle D. Tomé; se ruborizaba siempre que tenía que decir algo, por insignificante que fuera, y apenas alzaba del plato sus ojos lánguidos, exentos de toda malicia.

A entrambos les observó Ángel, empezando por Palomeque, rostro muy de paleto, con cejas de guardapolvo, piel curtida, bien cortada nariz, que empezaba en nuez y acababa en tomate, orejas como aventadores, fisonomía vivísima y modales corteses con gravedad, de ese tipo de hidalguía que se va perdiendo como otras muchas cosas. Picando en varios asuntos, dio a conocer el canónigo su temple conciliador y propicio a la amistad, exento de pasión hasta en materias religiosas, carácter que intelectual y moralmente se gozaba en su propia inepcia, en las delicias intermedias y opacas de un presente sin brillantez, pero también sin afanes. Asimismo reveló el buen prebendado, en las breves pláticas de la primera noche, su caudalosa erudición de menudencias y chismes históricos. En cambio, el capellán de monjas parecía mudo. Su cortedad causaba pena. Ángel observó de soslayo aquella cara, al propio tiempo aniñada y decrépita, tan desprovista de expresión varonil, que bien podría pasar, si le pusieran tocas, por cara de mujer.

No durmió Guerra muy bien, porque la paz desvela como el bullicio, y la primera noche de silencio excita a los que vienen del tumulto. Extrañaba la cama, harto menos blanda que las suyas de Madrid; extrañaba el calzado elegante del Niño Jesús, la imagen borrosa de Lorenzana y la inmaculada blancura de las paredes. Durante largo rato atormentó su cerebro caldeado por el insomnio una enfadosa cavilación sobre el uso que tendrían los acericos que en número tan desproporcionado veía en su alcoba. Su imaginación se los reprodujo, y ya no eran tres sino treinta o más los adminículos de aquella clase que por todas partes le cercaban, no ya sin alfileres, sino tan guarnecidos de ellos que parecían puerco-espines acechando su sueño. No apagó la luz hasta muy tarde, y allá de madrugada, durmiendo a pedacitos, oía campanas de diferente timbre, que tocaban a misa. Unas sonaban chillonas, otras graves, con distintas intensidades y tonos, música ondulada según los caprichos del aire, y que a veces se venía encima hasta herir de cerca los oídos del durmiente, a veces se alejaba, dejando sus ecos en las cavidades del sentido. Era como los términos de un lenguaje que se comprende a medias, palabra sí, palabra no, y que por su propia ininteligencia embelesa más el alma, meciéndola entre dos dudas, la duda de que vela y la de que reposa.



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Ángel Guerra (Tercera parte)