Ángel Guerra/058

De Wikisource, la biblioteca libre.
Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo II – Tío Providencia​
 de Benito Pérez Galdós


V[editar]

Tan caviloso dejó al buen presbítero su conversación con el madrileño, que se sentía tocado de insomnio, y antes de acostarse se paseó largo rato por su leonera, rezando o intentando rezar las oraciones de costumbre. Pero si las palabras religiosas retozaban en sus labios, los pensamientos no eran de los que saben el camino del Cielo, sino antes bien de los que rastrean acá, entre los rincones y callejuelas del egoísmo.

«¡Vaya con la muñeca mística... qué ventolera le ha dado! Olvidarse así del interés de la familia... ¡Y que no es floja carga para el pobre tío de tanta gente! Yo pensé que Roque, después de la caída en que se rompió la pata, no traería más chiquillos a casa; pero nada... como si tal cosa, y si el hombre no sirve para ganarlo, en cambio para padre no tiene precio. Justina me regala un sobrinito nuevo cada año, y vamos viviendo, criándolos a todo, hasta que yo no pueda más, como no venga el milagro de los panes y los peces... que no ha de venir. Bueno, señor... A lo que iba: como soy perro viejo y penetro en el magín de las personas más disimuladas, he comprendido bien que a ese caballero le peta mi sobrinilla, vamos, que está prendado de ella... ¡Si será simple la mocosa esta de los ojos danzantes...! Yo no he visto otro caso ni creo que lo haya. Un hombre riquísimo ¡zapa! que a todos nos haría felices... Mientras más viejo es uno, mayores rarezas ve en este mundo, y lo que a mí me confunde más es que esta chiquilla no haya comprendido que su amo la quiere, o comprendiéndolo se quede tan fresca, sin pizca de ambición... noble ambición sin duda, no confundamos, sagrado amor de la familia.

Decidió al fin D. Francisco despojar su cuerpo de las negras vestiduras, y poco a poco se fue quedando en reducidos paños, hasta que se zambulló en la cama. Mascullando una oración, pensaba de esta suerte:

-¡Dios sacramentado, cuantísimo dinero! Me dijo el hermano de Braulio que este señor cuenta su caudal por millones... ¿Cómo será un millón? Quisiera yo verlo. Dehesas, casas, renta del Estado. Ya lo creo... no apandó poco su padre, y también su abuelo, comprando todito lo que era de la Santa Iglesia. Y dicen que es más hereje que Calvino, de estos que quieren traernos más libertad, más pueblo soberano y más Marsellesa. ¡Patrañas! (Con agudeza.) Así pensaría D. Ángel cuando su mamá no le daba un sacre; pero ahora que es rico y dueño de todo... El hombre de capital mira mucho por el orden, hasta por la Iglesia, y no quiere que la nación se ponga a dar zapatetas en el aire. ¡Virgen pura, cuantísimos dinerales! Se me figura que no voy a dormir esta noche, porque ya se sabe, si me da por ver cosas de moneda me despabilo y... (Inquieto, dando vueltas.) Ahora que me acuerdo... no sé si eché la llave del armario. ¡Qué cabeza! Pues lo que es yo no me duermo sin la seguridad de que todo está bien cerrado. (Raspa un fósforo y enciende luz.) No, no podré pegar los ojos con esta duda. (Échase de la cama, envuélvese en una colcha, y con los pies desnudos, las canillas al aire, más parecido a pavorosa fantasma que a hombre, va al cuarto próximo e inspecciona la puerta del armario.) ¡Ah! echada la llave... Pero se me olvidó quitarla. Ven acá, llavecita. Ahora caigo... ¿pero cómo tengo hoy esta cabeza?... en que se me pasó del pensamiento poner en el cofre los dos duros que tengo en el bolsillo de los calzones. En fin, guardemos esto en el sitio donde pongo lo de las misas, y después me dormiré como un santo.

En aquel extraño pergenio, tiritando de frío, púsose a gatas y tiró de un pesado cofre forrado de pelo de cabra que bajo la cama había; abriolo, sacó de él libros viejos, zapatillas y paquetes de clavos, revolvió hasta encontrar algunos cartuchos de monedas, los cuales examinó minuciosamente, procurando que no sonaran; introdujo en uno de ellos las dos piezas de plata, y colocando después encima con estudiado desorden lo que había sacado, cerró con llave, y de un salto a la cama otra vez.

«Si yo no hiciera esto, si no guardara lo que guardo, ¿qué sería de este familiaje el día de mi muerte? Bien sabe Dios que no ahorro por mí, sino por ellos; bien sabe Dios que yo sin ellos viviría como un patriarca, pues mis necesidades son muy cortas; bien sabe Dios también que esto no es avaricia, sino arreglo, y que no junto por vicio de juntar sino por previsión; bien sabe Dios que nunca he querido prestar dinero a interés, aunque me lo han propuesto mil veces, y que todo mi afán es llegar a reunir para un titulito de 4 por 100, y sacarle rédito al Gobierno, que es quien debe pagarlo. Pero... ¡ni que anduviese el Demonio en ello! cuando parece que me voy acercando a la cantidad precisa; cuando casi la toco con las puntas de los dedos, ¡zapa! vienen las necesidades... que las botas, que la escuela, que la esterita, que el médico, y adiós mi montoncito. Vuelta a empezar, grano a grano, y arriba con él... Cuando yo cierre el ojo, aquí lo encontrarán todo, junto con las disposiciones que tengo escritas en aquel papel. ¡Vaya, que el día en que Justina empiece a sacar plata y más plata...! Quisiera ver la cara que pone al ir descubriendo cartuchos. ¡Ah, picaronaza, qué gran vida os vais a dar tú y tus hijos! (Como hablando con Justina.) Pero, vamos a ver: ¿a que no me encuentras el orito, la única pella de doblones y centenes que he podido amasar en tantísimos años? ¿A que no se te ocurre a ti ni al ganso de Roque levantar aquel baldosín, radicante en el ángulo del cuarto, debajo de la percha mayor? Bobos, ¿creíais que yo lo iba a poner donde todo el mundo pudiera verlo? Pero no tengáis cuidado, que en sus disposiciones añadirá el tío un rengloncito que lo rece. El oro no se deja en cualquier parte. Es menester que cueste algún trabajo llegar hasta él. (Adormeciéndose un poco, se despabila repentinamente, con vivo sobresalto.) ¡Zapa! Satanás maldito... ¿pues no se me ocurre ahora que el baldosín está levantado? ¡Zapa, contra-zapa! Pues lo que es mi Francisco no se duerme sin cerciorarse por sus propios ojos. (Rechaza las sábanas, vuelve a raspar el fósforo y se arroja del camastro, dirigiéndose al ángulo del otro aposento, donde levanta la estera y examina el piso.) Si estaré yo trastornado... El baldosín no tiene novedad. Sólo Dios y yo sabemos lo que hay aquí. Ea, acuéstate, hijo, y duerme sin miedo. (Recorre la estancia como alma en pena, y se hunde de nuevo en el colchón, después de apagar la luz.) Pues, a lo que iba: esa bendita de Dios, esa Lorenza podría hacernos a todos felices. No hay mujer, que no tenga su poquitín de habilidad, su poquitín de gancho para la pesca del marido; pero tus anzuelos no pinchan, ¡oh sobrina mía, tocada de la vanidad de la perfección! ¡Cuántas hay por esos mundos, que con arte y sandunga, ya haciéndose las recatadas, ya resbalándose una miaja, han conquistado a sus amos, y de criadas cátalas señoras! Considera lo que resultaría de que fueras como otras, que son muy buenas y hasta muy santas: por de pronto, la pobre Justina descansando de su ajetreo de perros; Roque sin necesidad de ir a pedir un mal salario, que más bien es limosna... y la chiquillería esta, que yo he criado con tantos afanes, en camino de ser algo: Ildefonso, ingeniero; Paco, abogado; luego vendrían el militarcito, el arquitecto, el médico, según la disposición que fueran sacando, y en cuanto a mí, pues algo me había de tocar... en cuanto a mí, ¡zapa! mi canonjía no había quien me la quitara... Porque este señor ha de tener influencia en Madrid, y siendo yo el tío de su costilla, de su peso se cae que... Mucho poder tienen allá los Guerras. Pues quién sino doña Sales hizo canónigo a ese farol de León Pintado, que era un mísero capellán de monjas en Madrid?... Pero, en fin, me descartaré si es preciso, y para mí no quiero nada, nada más que irme al Cielo a descansar de las fatigas que me causa el problema colosal de la manutención sobrinesca. (Pausa.) Debe de ser muy tarde. ¿Te duermes, hijo, sí o no? Mira que mañana vas a tener la cabeza pesada, y no podrás decir tu misita. Deja a tu sobrina que haga lo que quiera, y duérmete... Imposible tener sosiego pensando en estas cosas... Porque, Señor, si sucediera lo que está en el orden natural, el matrimonio se vendría a vivir a Toledo... como que ella debe imponer esto por condición, y así se lo aconsejaré yo, y todos viviremos juntos, y yo no tendría que pagar casa, y me ahorraría mi paga toda entera, mi paga de canónigo... ¡Madre y Señora sacratísima me da el corazón que al fin las cosas irán al derecho, y que además, como los bienes nunca vienen solos, lo mismo que los males, me caerá la lotería, y...

Durmiose al fin profundamente, después de rezar un rato, y soñó que le había caído el premio gordo. Porque conviene advertir ahora, para redondear la figura de D. Francisco Mancebo, que éste no tenía ni tuvo jamás ningún vicio, pues no podía tenerse por tal el aprovechamiento de las colillas que dejaba sobre su mesa el canónigo Obrero. Bebida, mujeres, naipes, fueron siempre para él letra muerta. Por donde únicamente podía prepararle la zancadilla el tuno de Luzbel era por su desmedida afición al sórdido ahorro, y por la antigua maña de tantear la suerte en la lotería, con la codiciosa ilusión de sacarse una buena porrada de dinero. Todos los meses compraba en compañía de un amigo el indispensable decimito de la extracción más barata, y su constancia tuvo alguna vez corta recompensa. Pero le alentaba la risueña esperanza de dar un toque maestro el mejor día, y siempre que se metía en la cama con algo de excitación cerebral, daba vueltas en su cabeza al número adquirido, como si fuera el propio bombo lotérico, haciendo veinte mil cálculos que paraban siempre en que salía el ansiado premio gordo. Aquella noche, su sueño fue más que nunca tormentoso y preñado de confusos líos aritméticos. Despertó de madrugada con la certidumbre de haber dado el golpe.

«Claro, alguna vez tenía que venir. Eso de estar treinta años haciéndole cucamonas a la suerte sin alcanzar de ella más que algún triste reintegro, no puede ser. El número de ahora es de los que no podían fallar; tres doses seguidos de un siete. Infalible, Señor, infalible. Bien se lo dije a Fabián cuando lo tomamos: «Fabián, éste nos arma», (Excitadísimo.) Gracias a Dios, hijo mío, que sales de pobre, tú y todo el familiaje. Hoy, cuando entres en la sacristía, te dirá Fabián: «D. Francisco, al fin esa perra se ha portado». Porque Fabián debe tener ya en su poder la lista grande, venida por el tren de ayer tarde, y habrá visto el número nuestro en el primer renglón... Ahora si que voy yo a Madrid a cobrar el premio gordo, o lo que sea, pues si en vez de ser el mayor, fuese el tercero, también me alegraría... (Dudando.) ¿Pero en qué me fundo para afirmar que ahora va de veras? ¿Esto ha sido sueño, revelación o qué ha sido? ¿De dónde viene esta incertidumbre, que es como si tuviera la lista delante de los ojos? (Con perplejidad e impaciencia.) ¡Ven pronto, diita, para salir de dudas! ¡Madre amorosa del Sagrario, que me la saque, que no me muera sin sacármela alguna vez!


Capítulo I: I - II - III - IV - V «» Capítulo II: I - II - III - IV - V - VI «» Capítulo III I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Capítulo IV: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII «» Capítulo V: I - II - III - IV «» Capítulo VI: I - II - III
Capítulo VII: I - II - III - IV

Ángel Guerra (Tercera parte)