Ángel Guerra/065

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Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo III – Días toledanos

de Benito Pérez Galdós


VI[editar]

La presencia de Ángel le cortó la palabra, y dejando al otro con la suya en la boca, se fue derecho hacia el que había sido su yerno por detrás de la iglesia, y con benevolencia y tiesura le dijo:

«Querido Ángel, ¡cuánto bueno por aquí...! Me alegro de verle. ¿Y qué me dice usted de mi destino? Yo no lo pretendí, pero tanto se empeñó el Ministro, que no tuve más remedio que aceptarlo, sacrificando mis ideas. Pero, ¡qué demonio! todos nos debemos al país, y si los que conocemos bien el tinglado, abandonáramos la Administración, ¿qué sería de ella? El Director me mandó venir sin pérdida de tiempo, porque está la provincia muy descuidada. Me he traído un auxiliar, que es de oro, y conoce perfectamente la localidad por haber sido aquí delegado de policía. Ya estamos con las manos en la masa. Amigo mío, no hay más remedio que ser inflexible, y reventar al que no tenga los libros corrientes, porque si no, ¿a dónde iríamos a parar? Yo le dije a D. Juan Francisco Camacho cuando se hizo cargo del Ministerio por tercera vez: «D. Juan Francisco, a recaudar, a recaudar a todo trance, y triplicaremos las rentas...»

El posadero, oyendo estas fanfarronadas, parecía orgulloso de su pariente, el cual comprendió al fin que ni la ocasión ni el sitio eran apropiados a una conferencia rentística, y dijo: «Pero le estoy entreteniendo, y usted querrá subir a ver a las... señoras».

A cada instante entraban arrieros con caballerías, en cuyas cargas blanqueaban los toques de nieve, así como en los sombreros redondos de los hombres, vestidos de paño de color de oveja negra, algunos con capa burda, que sacudían al entrar. Descargaban las caballerías y las llevaban a darles pienso, y pateando fuerte para entrar en calor, se iban a la cocina a calentarse. Tufo espeso de fritangas, humazo de leña verde y de paja llenaban el edificio, y por todo él oíanse las entonadas voces de los huéspedes, que a gritos, como es costumbre en la gente aldeana, daban cuenta del mal estado de los caminos. Subió Ángel, y en el pasillo de puertas verdes numeradas, encontró a Dulce que al encuentro le salía, y se abrazaron con muestras de mutuo cariño, como si nada hubiera pasado».

«Hijo mío, te esperaba, cree que te esperaba. No podías tú dejar de venir, ni yo acostumbrarme a la idea de que no vinieras».

A Guerra le sorprendió la flaqueza cimbreante de su antiguo amor, a quien veía como si hubiera mediado una ausencia de dos o tres años. Llevole Dulce a un aposento cuyo techo se cogía con las manos, y cuyo piso de baldosín más bien parecía tejado, por la inclinación. En el mezquino rectángulo de la tal pieza había dos camas jorobadas, con mantas rucias y sin colcha, como las de los hospitales, un espejo guasón que ponía en solfa las caras, torciéndoles los ojos y llenándolas de flemones, una percha manca, un barreño con lañaduras, y dos o tres baúles en representación de las sillas y sofás ausentes.

-¡Ay, hijo -prosiguió Dulce-, no puedes figurarte lo mal que estoy! Yo me habría ido a otra casa mejor; pero mamá se empeñó en venir aquí por estar al lado de la familia. No puedo acostumbrarme a estos cuartos horribles, a estos pisos que parecen la montaña rusa, a este desamparo, a este frío. Luego, el ruido, ¡pero qué ruido, qué barullo toda la noche y todo el santo día! No cesan de entrar y salir paletos con mulas y caballos, dando unas patadas... A media noche salen el coche de Illescas, el de Orgaz, y qué sé yo qué... Todo se vuelve gritos, relinchos, coces... ¿Has visto alguna vez cuartos más indecentes? No soy yo para esto, acostumbrada a mi casita modesta, pero cómoda y limpia.

Compadecido y lleno de piedad, Guerra le prometió mejorarla de alojamiento, y cuidar de ella y de su salud.

-Yo me avengo a todo -añadió Dulce con ternura-, con tal que me quieras. Contigo, viviría... aquí, que es cuanto hay que decir.

En esto entró doña Catalina, con el mantón por la cabeza, diciendo: «¿En dónde está ese pícaro? ¡Ay, Ángel, qué gusto verle! ¿Y qué tal? ¿Pero ha visto usted qué frío? Anoche creí que nos helábamos, porque como aquí no se estilan alfombras, ni chimeneas, ni portieres... Con que cuénteme... Pero nosotras somos las que tenemos que contar, porque al fin, gracias a Dios, hemos mejorado de fortuna, y además me ha caído una herencia. Ahora vamos bien; pondremos casa en Toledo; allá la quitamos; D. José Bailón se encargó de mandarnos los muebles en pequeña velocidad, y para entonces vendrá también Arístides. Tomaremos una casa baratita, porque aún estamos algo atrasados, y aunque Simón gana, conviene economizar y prepararse para otra tormenta que pueda venir. Mala cabeza es Simón; pero, descuide usted, que yo le meteré en cintura. Trabajando se enderezan los caracteres torcidos y no hay cosa más mala que la holganza, porque vicia al sano, embrutece al agudo y, como la polilla, va minando y destruyendo las casas.

Admirábase Guerra de ver a doña Catalina tan razonable, y bendijo el cambio de fortuna, que parecía haber echado tapas y medias suelas a los cerebros de toda la familia. En esto apareció de nuevo D. Simón dando resoplidos y estirándose los bigotes en toda su imponente largura.

-Ángel se quedará a cenar con nosotros -dijo-. Esto no es un Lhardy, ni mucho menos; pero hay voluntad. En nombre de los dueños de la casa que son gentes muy guapas, está usted convidado.

-Éste no cena aquí, papá. Cenad vosotros -dijo Dulce, que deseaba quedarse sola con su antiguo y para ella reconquistado amor.

Dando una prueba más de discreción, doña Catalina se fue, llevándose al investigador del Timbre, a quien su hermano llamaba desde abajo para cenar.

-Conque cuéntame. (Abrazándole otra vez.) ¿Te has cansado ya de las tonterías esas de la santidad? No creas que he perdido el tiempo. En dos días que llevo aquí, he brujuleado, y por unas conocidas mías que son vecinas del padre Mancebo, sé que ese caprichillo tuyo persiste en ser beata y no te hace maldito caso. Más vale así.

Muy mal supieron a Guerra estas palabras, y reprimiendo su enojo, contestó:

-Si quieres que seamos amigos, no nombres a esa persona delante de mí, ni te ocupes de ella.

-Bueno: eso quiere decir, o que el chasco ha sido tremendo, o que...

-Significa que esa persona es sagrada para mí, y debe serlo para todos los que me aprecian. No tengo que decirte más.

Dulce sofocaba su pena, haciendo presión fuerte, sobre sí misma para no reñir. Largo rato charlaron, Guerra con propósito de no herirla, ella hiriéndose tontamente en los avances que daba para descubrir lo que su amante no quería revelarle. Otra vez les llamó a cenar doña Catalina, dando golpecitos en la puerta, y para que no se interpretara mal encierro tan a deshora, bajaron ambos y se sentaron a la mesa en un aposento próximo a la cocina y que más bien parecía prolongación de ella. La mesa en que cenaban los Alencastres tenía privilegio de manteles, loza menos tosca que los servicios ordinarios de la casa, y en vez de jarros de vino, botellas y copas. En la cocina comían los arrieros con villanesca algazara, atizándose tragos como puños, consumiendo en un decir Jesús las calderadas de patatas, las sartenadas de migas, y los cabritos asados con cabeza, que parecían gatos. A Guerra le hacía muchísima gracia aquella sociedad rancia y castiza, y veía cierta dignidad quijotil en los enjutos tipos vestidos de paño pardo, pantalón corto de trampa, sombrero de veludillo y medias azules, otros de capote y gorra de piel. Las mujeres con sus abigarrados refajos, la saya de estameña negra y los moños de picaporte, no le resultaban tan airosas como los hombres; pero el habla de todos ellos era gallarda, noble en su elemental rudeza, bien matizada de acentos e inflexiones robustas, y si no enteramente limpia de algún feo barbarismo, de los que suenan en las ciudades y repercuten en las aldeas, retumbaba como párrafos de Mariana o metros de Jorge Manrique. Los manjares también eran de lo español neto, el vino raspante y de sabor a pez, los asados con ricos pebres olorosos y un picor que levantaba en vilo, las fritangas sabrosísimas, de esas cuyo dejo se agarra por tres o cuatro días al paladar. De la manera más ceremoniosa fueron presentados a Guerra por la rica-hembra de Alencastre los dueños de la posada, aquel Blas panzudo, y Vicenta su mujer, ambos cincuentones, personas sencillas y corteses, de esa hidalguía de barro tosco que ya no se encuentra más que en las zonas exclusivamente populares de campo y ciudad, tipos emparentados con los villanos de Lope y Tirso, y que Ángel creía perdidos en el oleaje turbio de las generaciones. Lo mismo Vicenta que Blas se desvivían por obsequiar al caballero amigo de sus parientes, y creyendo que echaría de menos viandas exquisitas, mandaron abrir una lata de pimientos morrones y otra de sardinas en aceite, sacaron un vinillo blanco manchego, muy parecido al Jerez, y por fin, hicieron traer de la pastelería más próxima una empanada de pescado. La confianza y la alegría reinaron en la mesa hasta más de las diez, hora de descanso en la posada. Algunos arrieros roncaban ya como cerdos, tumbados sobre mantas, entre vacíos serones o sacos llenos de trigo; las mujeres subían a los aposentos altos con las sayas por la cabeza, comiéndose un chorizo y un pedazo de pan. Retiráronse Babeles y Alencastres a sus cámaras respectivas, y D. Pito no se atrevió a salir a la calle por miedo a perderse.

Guerra y Dulce metiéronse en el cuarto de ésta. Sentimientos diversos, tales como la compasión, el cariño refrescado por la memoria, la curiosidad, eslabonándose y confundiéndose con accidentes circunstanciales, como el efecto de una cena suculenta, el intensísimo frío, que quitaba las ganas de salir a la calle, motivaron que Ángel pasase toda la noche en compañía de su jubilada esposa ilegal.


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Ángel Guerra (Tercera parte)