Ángel Guerra/064

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Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo III – Días toledanos​
 de Benito Pérez Galdós


V[editar]

-Buena caridad sería esa -dijo D. Pito, arrimándose más al ascua que calentaba su aterido espíritu-. Y dígame, señor: ¿no me dejará estar aquí, donde me encuentro tan a gusto?

-Esta casa no es mía. Creo que debe usted marcharse... y luego podrá venirse por aquí cuando le parezca.

-Bien: con esa condición, apechugo con la posada. Mi sobrinita me estará echando muy de menos, por que soy el único que la consuela. Bien haría usted en correrse un poco por allá, pues de veras le quiere...

Las insinuaciones de aquel desdichado hallaban un eco piadoso en el corazón de Guerra, cuya sensibilidad, fácilmente excitable, respondía prontamente a cualquier demanda hecha por voz humilde. Compadecía sinceramente a la que fue su ilegal esposa, y casi casi sentía deseos de verla y abrazarla. La idea de que pudiera sufrir escaseces y miseria le mortificaba.

-Y crea usted -añadió D. Pito acomodándose junto al brasero que la criada introdujo-, crea usted que está muy mal la pobre. La madre y la hija siempre de puntas, porque ahora Catalina se empeña en casarla con un conde, digo, conde no es, sino un paleto rico, primo de ella; sólo que mi cuñada dice que el tal desciende del conde D. Duarte o D. Carando. También Dulce y su padre andan a la greña, porque Simón pretende que ella le trasborde el poquito dinero que le queda de lo que usted le dio al despedirse, y la noche que salimos de Madrid, el bruto de mi hermano la amenazó con sacudirle si no le largaba el portamonedas. Yo me cuadré, y como tengo este carácter hecho al mando, Simón se tuvo que callar. ¡Pobrecilla Dulce, es tan buena; pero tan buena...!

Ángel repetía el es tan buena; sus dudas y escrúpulos iban disipándose, y ganaba terreno en su espíritu la idea de consolar a la infeliz mujer, y servirle de escudo contra aquellos demonios de Babeles.

Toda la mañana se pasó en estas cosas, y hasta el mediodía no se decidió Guerra a dar el paso que don Pito le indicaba; pero estando próxima la hora de comer, acordaron despachar primero aquella importante función de la vida. Satisfecho y regocijado estaba el capitán de que su protector le convidara, y no poco se alegró también de ello Palomeque, que, como hombre ilustrado, gustaba de oír narrar proezas y trabajos de navegantes. El buen canónigo se asustó cuando Ángel dijo que saldría después de comer. «Hombre de Dios, ¿sabe usted cómo están esos pisos? En la nevada de hace tres años, había que bajar a gatas la cuesta del Locum, y aun así me resbalé, y por poco me rompo el espinazo. No, lo que es a mí no me coge la calle hasta que no haya blandura. No soy tampoco de esos que en días de nieve salen a ver ¡el panorama!... que suele ser un magnífico reuma, o pulmonía doble. Créanme, no hay en estos días panorama tan bonito como el de una buena cama, a las nueve de la noche. ¡Qué belleza, qué poesía la de las sábanas a poco de meterse usted en ellas! No, señores, a yantar se ha dicho.

Sentáronse a la mesa, y desde la sopa, lo mismo Guerra que Palomeque pinchaban a D. Pito para que se arrancase a contar las traídas de negros, cómo los sacaba del África ardiente, cómo los alijaba en Cuba pero el marino se resistía, con cierto pudor de humanidad, pareciendo más aficionado al buen cabrito que a la Historia. Por fin, con la persuasión de un soberbio Jerez que D. Isidro tenía en su armario y que reservaba para las grandes solemnidades, se desató la lengua del inválido, y a brochazo limpio refirió sus hazañas, dándoles, aunque parezca mentira, una significación humanitaria.

-Mire usted -decía dirigiéndose a Palomeque-, la cosa era sencilla. Arranchaba usted su goletica en la Madera o en Canarias, embarcando bastante agua y víveres, y ¡listo! al Sur. Se proveía usted de pintura para desfigurarse... un día el casco negro con troneras, otro día todo blanco, y con esto y cambiar algo el aparejo, se les daba la castaña a los cruceros. Hala, hala para el Sur cortando los alisios, con el viento siempre en la aleta de babor; pasaba usted rascando a San Vicente; quince grados más allá, la línea, y luego, mete para el golfo gobernando al Sudeste, demorando afuera si ventaba Levante duro, siempre con mucho quinqué en los cruceros ingleses, hasta que al fin reconocía usted la costa y el sitio que se le designaba, donde ya estaban los factores con el género tratado y dispuesto para embarcar. Le avisaban a usted desde tierra por medio de fogatas y otras señales convenidas. De noche se aproximaba usted, barajando la costa, y de día mar afuera. Venía la noche, y usted para dentro a meter otra partida, que se recogía en lanchas, veinte o treinta de cada barcada, bien amarraditos para que no se le escapasen. Digan lo que quieran, se les hacía un favor en sacarlos de allí, porque los reyes aquellos, más brutos que todas las cosas, les tenían ya por esclavos netos, y les hacían mil herejías, sacándoles los ojos y arrancándoles a latigazos las tiras de pellejo. ¡Pobrecitos! De aquel martirio les salvábamos nosotros, llevándolos a país civilizado. Y que les tratábamos bien a bordo, sí señor... Pues se echaba usted a la mar con su cargamento bien estivado en la bodega, ciento cincuenta, doscientas cabezas, unos chicarrones como castillos, bien trincados, se entiende, y si alguno enseñaba los colmillos, le daba usted un poquito de jabón... a contrapelo, y con este ten con ten, tan ricamente. Es raza humilde... ¡Animalitos de Dios! yo les quería mucho, y les daba de comer hasta que se hartaban. Cuando el tufo de sus cuerpos en la bodega era demasiado pestífero, les subía usted de dos en dos sobre cubierta y les baldeaba... Y ellos tan agradecidos... Y larga para la costa del Brasil en busca de los Sures, ¡hala, hala! ciñendo el viento, siempre con el ojo en el horizonte por si asomaba algún inglés. Podía suceder que con todas las precauciones no pudiera usted zafarse, y el crucero se le venía a usted encima. Cañonazo, pare usted y adiós mi dinero. El oficial entraba a bordo, y en cuanto ponía el pie sobre cubierta, ¡puf! se tapaba la nariz. No necesitaba mirar por las escotillas: el olfato denunciaba la estiva. Y ya tenemos trocados los papeles: le ponían a usted grillos y esposas, y me le soplaban allá donde Napoleón dio las tres voces... y no le oyeron; y lo más probable era que le ahorcaran a usted.

-¿Y los pobrecitos negros?

-A los pobres morenitos les había caído la lotería, pues en vez de ir a Cuba, donde estarían tan contentos, les llevaban a las posesiones inglesas, y allí... les vendían... Pues qué creía usted, ¿que les daban la libertad y un huevecito pasado encima?

Don Tomé estaba horrorizado. De sobremesa obsequiaron al capitán con aguardiente, del cual cató también D. Isidro en discreta cantidad para templar el estómago. Mas no fue posible conseguir del autor del Epítome que otro tanto hiciera, pues antes se dejara cortar el pescuezo que llevar a sus labios aquel infernal líquido.

Dejaron a Palomeque instalado en su cuarto, junto a un buen brasero, la lámpara encendida, y en la mesa los libros, dibujos y papeles, y salieron cerca ya del anochecer, tardando más de una hora en llegar a la plaza. Las calles ofrecían a cada instante tropiezos, estorbos y peligros: en algunos sitios, el suelo cristalizado obligábales a realizar actos de arriesgada gimnasia, en otros tenían que ir de la mano haciendo figuras como pareja de bailarines. Hallábase Guerra bien preparado para el frío, con mucha lana de pies a cabeza, calzado recio; no así don Pito, que llevaba botas veraniegas muy usadas y con mil averías; menguado gabán que al mísero cuerpo se ceñía, rasgando ojales y violentando botones, y el inseparable collarín de piel, de los de quita y pon, en medio de cuyos erizados pelos amarillos su cara de corcho ofrecía un aspecto de ferocidad felina que causaba miedo a los transeúntes. Por fin llegaron, y D. Pito se adelantó para subir presuroso y dar a Dulce la buena noticia.

Por el ancho portalón pasó Guerra a la extensa crujía, que más bien parecía patio cubierto, en el cual eran descargados los caballos y mulas antes de pasar a las cuadras por un hueco que a mano derecha se abría. Una de las puertas del fondo debía de ser de la cocina, pues allí brillaba lumbre, y de ella salían humo y vapor de condimentos castellanos, la nacional olla, compañera de la raza en todo el curso de la Historia, el patriótico aceite frito, que rechaza las invasiones extranjeras. A la izquierda, una desvencijada escalera, entre tabiques deslucidos, conducía a las habitaciones de dormir. En el suelo, paja y restos de granos, mezclados con la tierra, en la cual escarbaban las gallinas; el techo festoneado de telarañas; aquí y allí carros inclinados sobre las lanzas, y serones repletos unos sobre otros, ristras de ajos y cebollas, aperos, cabezales y arneses.

Lo primero que se echó Ángel a la cara al entrar en aquel recinto fue la respetable persona de D. Simón Babel, que salía de la cocina, acompañado de un sujeto de zamarra y gorra de pelo de conejo, con zapatones y faja negra, el cual, no era otro que el dueño del establecimiento, vástago ilustre de la rama primera de los Alencastres.

-Te repito, querido Blas -le decía D. Simón atusándose los bigotes-, que no admito tu hospedaje, si no me pones la cuenta. No hay parentesco que valga. No están los tiempos para estas generosidades. Cada uno mire por sí, a la inglesa, pues de otro modo no hay libertad para...



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Ángel Guerra (Tercera parte)