Ángel Guerra/070

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Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo IV – Plus ultra​
 de Benito Pérez Galdós


III[editar]

Salía Guerra de allí con la cabeza medio trastornada, porque las ideas expuestas con tanto donaire y sencillez por su amiga le seducían y cautivaban sin meterse a examinarlas con auxilio de la razón. Había llegado Leré a ejercer sobre él un dominio tan avasallador, se revestía de tal prestigio y autoridad, que llegó a representársele como la primera persona de la humanidad, como un ser superior, excepcional, investido de cualidades y atributos negados al común de los mortales; y cediendo a una ley de gravitación moral, sentíase atraído a la órbita de ella, llamado a seguirla y a imitarla.

Recordando en la soledad campestre las expresiones de su amiga, las comentaba, las desentrañaba, y de ellas partía buscando hacia arriba alguna síntesis suprema, o hacia abajo aplicaciones a la vida general. La semana entera se la llevó tratando de digerir -aquel refinado misticismo, que un año antes le habría parecido absolutamente indigesto. Lo que más sentía era que todas las visitas semanales no fueran igualmente afortunadas, porque en algunas creeríase que el Demonio lo enredaba, llevando a otras personas que hacían difícil la comunicación inmediata con Leré. Como para las visitas se designaban días de la semana, no pocas veces reuníase tal caterva de señoras y caballeros, que era cosa de salir renegando. Una de las tardes más desgraciadas fue, aquella en que, a poco de entrar Guerra, vio penetrar en la sala la respetable trinidad de D. Suero, doña Mayor y Mariquita Fernanda, no tardando en agravarse la situación con la llegada de la superiora, Madre Victoria de la Cruz, y de otras dos monjas más. Generalizada la conversación, D. Suero se puso insoportable ponderando los beneficios que iba a reportar Toledo de personas tan ilustradas como las hermanitas del Socorro. Burla burlando, echó unas puntaditas a las órdenes de clausura, que no responden a los fines de la vida moderna y de la ilustración, porque aun en el ramo de almíbares y huevos hilados, ahí están las confiterías, que son una industria y ayudan al sostenimiento de las cargas del Estado. Doña Mayor y la superiora picotearon bastante, y María Fernanda pidió explicaciones a la novicia de ciertas laborcillas de gancho que hacía con gran primor, y después hablaron de las señoras de Rojas, sintiendo mucho que se hubieran muerto, ¡pobrecitas! y la tarde fue para Ángel desabrida, larga y tediosa.

A veces solía llevar a D. Tomé, con intención de echárselo a las demás visitas al modo de quite, para que le dejaran libre a Leré; pero las escasas facultades sociales y de palabra del autor del Epítome inutilizaban casi siempre su plan.

En cambio las tardes felices, aquellas en que se encontraba solo con la novicia y la hermana blanca, que parecía la estatua de una negra bozal esculpida en alabastro, con las pestañas blancas y los ajos de pizarra, Ángel se consideraba dichoso; y si la conversación no recaía desde el primer instante en cosas supremas, él la llevaba por las vías y zonas más altas. Fácilmente seguía la imaginación alada de Leré los vuelos de su amigo, y apreciaba con brío mental y convicción fortísima la humana existencia, dejando muy mal parado el mundo, por el suelo sus afanes y vanidades, y resueltamente establecido el principio de que fuera del fin de salvarse, no hay ningún fin humano que no sea una gran necedad.

Hay que advertir que un entusiasmo semejante, aunque no tan vivo, al que había sabido inspirar a su antiguo señor, despertaba Leré en la comunidad, pues todas las hermanas veían en ella una mujer excepcional. Las cautivaba precisamente con su modestia y su deseo de anularse; con querer ser siempre la primera en la faena, la última en el descanso; con no aventurar jamás un deseo dentro de las prácticas de la Congregación, como no fuera el de la absoluta obediencia; con ser la enfermera más valerosa, la más diligente ama de gobierno, la más callada, la más sufrida, la más serena de espíritu; y en fin, concluía, de ganar los corazones con su entendimiento soberano, pues si rompía el silencio, porque se solicitaba su opinión sobre algún punto espiritual o de la vida -173- ordinaria, siempre salían de sus labios palabras de deslumbrador sentido, conceptos sobre cuya exactitud y verdad no podía caber ninguna duda.

Algunas tardes volvía Guerra a Guadalupe en ese estado que los místicos llaman de edificación: bullían en su mente planes y proyectos que no era más que las ideas de una mujer queriendo tomar en la mente del varón forma activa y plasmante. Lo que Leré pensaba, debía llevarlo él al terreno de la acción. La iniciativa o el germen de esta acción partía de su amiga, encarnándose luego en la mente de él y revistiéndose de la substancia de cosa práctica y real. Trocados los organismos, a Leré correspondía la obra paterna, y a Guerra la gestación pasiva y laboriosa. El proyecto de fundación sería Leré reproducida en la realidad, idea de la cual apenas se daba cuenta Ángel, mientras fue nebulosa, pero que a medida que se condensaba, íbale absorbiendo y ocupándole todo. Fundar, sí, fundar; ¿pero qué, cómo, en qué forma? Sólo sabía que era forzosa la fundación; mas no acertaba con los términos precisos del ser que se estaba formando en su caletre.

¡Qué noches aquellas del cigarral, dignas de que las pintase quien supiese hacerlo! Cornejo encendía con el ramaje de la poda una gran lumbre, junto a la cual se congregaban el amo, el guarda, Jusepa, don Pito y el pastor, de quien no se ha dicho nada todavía. Llamábase Tirso, y era un hombre enteramente primitivo, de una tosquedad casi salvaje, hirsuto y mal barbado, vestido con calzón de correal, abarcas de cuero, un chaquetón de raja parda sin forma ni color y que parecía compuesto de pedazos de yesca, montera de pellejo rapada ya por el uso. Su cara era un revoltijo de arrugas y polvo, en medio del cual lucían los ojos sagaces, despiertos, como dos ascuas chiquitinas que habían caído por casualidad en aquella masa reseca, y la iban a incendiar cuando menos se pensase.

Tirso no tenía edad, es decir, no era fácil echarle la filiación. No sabía cómo se llamaba. «¿Tirso qué?» le preguntaba su amo, y él se encogía de hombros. Pasaba por tonto en aquellas tierras, y también por gracioso; excelente guardador de cabras, pues res que se le confiaba, no era fácil que se perdiese. No había estado en Toledo más que dos o tres veces en su vida, ni conocía más mundo que el que se extiende desde el puente de San Martín hasta la sierra de Nambroca, entre los ríos Guadajaroz y Algodor. Hablaba un lenguaje corto y de escasísimo vocabulario, lleno de desusados idiotismos, que sonaban a lengua fenecida. No se había lavado nunca ni siquiera la cara. No entendía la hora en la muestra de un reloj; pero en cambio la leía con exactitud en el curso del sol, y por la noche la deletreaba en el libro de las estrellas. No sabía lo que es café, y el chocolate lo había probado una sola vez en su vida. Llamaba de tú o de vos a todo el mundo, menos al amo, a quien se dirigía siempre en tercera persona, pues el usted no acababa de articularse en sus torpes labios. Desde las alturas donde pastoreaba había visto pasar el tren; pero nunca se dio cuenta clara de lo que aquello era. El sentido moral parecía muy embrionario en él; en cambio no le faltaba el sentido jurídico, y las ideas de tuyo y mío brillaban claras en su mente. Tan pronto se hacía notar por su barbarie como por su agudeza, y era algo médico, algo astrónomo y también algo poeta.

A D. Pito le cayó muy en gracia; y se partía de risa oyéndole hablar, entendiérale o no, pues comúnmente el marino se quedaba en ayunas de las expresiones de aquel solitario de tierra adentro, y tenía que recurrir a Cornejo para que le tradujera frases como ésta: «si fuerdes al monte topardes lliebres, magüer que en cría», que sonaban a castellano en cría. Poco a poco se fue haciendo el oído del navegante a la fabla del rústico, y no tardaron en amigarse. Por las noches, al amor de los tizones, se enredaban en graciosas parlamentas, no teniendo poca parte en la intimidad el uso del alcohol, pues D. Pito, que por la generosidad del amo disfrutaba ración bastante de sus brebajes favoritos, convidaba al pastor a catarlos, y el bruto aquel se relamía de gusto cada vez que empinaba el codo. Esto y salir a tirar algunos tiros era su mayor delicia, en lo cual se confirmaba la observación de que lo primero que el salvaje acepta de las razas civilizadas es la pólvora y el aguardiente.

Acompañábale D. Pito en sus excursiones pastoriles, y no le llamaba por su nombre, sino que desde el primer día le aplicó otro muy enrevesado, que los demás rara vez acertaban a pronunciar al derecho. «Este demonio de zagal -decía el marino a Guerra- es el vivo retrato, fuera del color, de un cacique de negros que conocí en la costa de África, el cual nos traía la esclavitud en cuerdas de veinte, veinticinco hombres. A pesar de la diferencia de razas, aquel bárbaro y éste se parecen como dos gotas de agua, en la manera de mirar y en el aire del cuerpo, y siempre que hablo con Tirso, me parece que tengo delante al amigo Tatabuquenque.

A poco de tratarse y de vagar juntos por sendas y barrancas, seguidos de Cachopo, el perro del cigarral, Tirso respondía al endiablado nombre de Tatabuquenque. Por cierto que cuando D. Pito aparecía entre las rocas o por entre las ramas de un matorral, con el collarín de pelo amarillo, el hongo aplastado, la cara de corcho, debía de parecer fiera que en la aspereza de aquellos montes tenía su caverna, y que salía en busca de alguna res para echarle la zarpa y comérsela, y lo mismo pensarían de él sin duda los conejos y las aves que desde lejos le miraban, poniéndose en salvo con más miedo del hombre que de la escopeta. Porque se ha de decir que era tan mal tirador D. Pito, que de cada cinco disparos no acertaba ninguno, y como no saliera Cornejo en su ayuda, la caza concluiría por perderle todo respeto.

A Guerra le entretenía oírles charlar por las noches, junto a los tizones encendidos. Contaba D. Pito sus aventuras de mar, que escuchaban con la boca abierta Tatabuquenque, Cornejo, Jusepa y el mismo Ángel. Oiríais allí cómo afronta un vapor las mares hinchadas, poniéndoles la proa y cortándolas sin miedo; cómo barren las furiosas olas la cubierta, entrando por la amura y llevándose botes, jaulas de ganado, hombres si puede, y reventando algún mamparo, o la lucerna de la cámara; cómo en noches de espesa niebla se arruga el corazón de todo mareante, que ignorando dónde se halla, teme por momentos estrellarse contra invisibles rocas, o darse de trompadas con otro buque; cómo se avisan con el triste sonido de silbatos y sirenas que llenan el aire denso de tristeza y pavor; cómo impensadamente sobreviene el temido choque, y en un punto las dos naves dan el topetazo una contra otra, rompiéndose cual si fueran de vidrio; cómo en fin, el agua se precipita en las cámaras y bodegas en catarata hirviente, y salen todos despavoridos, buscando la salvación sin encontrarla, hasta que se hunden por aquellas aguas abajo, y perecen comidos de peces voraces que se los meriendan en un decir Jesús. Oiríais también relatos asombrosos de países lejanos y ardientes, donde todas las personas son negras y andan en cueros vivos, buscando algún cristiano que aparezca por allí para asarlo y comérselo; o de pueblos de refinada civilización, donde andan los trenes por las calles como aquí los perros, y hay los más soberbios establecimientos de bebida que se pueden imaginar; escucharíais, en fin, ¡me caso con San Bolondrón! la nunca oída fábula de un Túnel por debajo de ríos mayores que el Tajo, de un canal por donde saltan los barcos de una mar a otra, de vapores tan grandes como la Catedral que van llenos de gente, de ganados, de azúcar, de arroz o de aguardiente, por aquellas aguas adelante, pim pam, dale que le das a la hélice, la cual viene a ser lo mismo que el molinillo de la chocolatera; y todo se mueve con una máquina grandona, donde está el vapor dando resoplidos, metiéndose y sacándose por unos tubos que... (No sabiendo cómo explicarlo.) Vamos, que se calienta el agua, y se forma el vapor, que viene a ser... ¿Veis las nubes? Pues como las nubes, un humito blanco, blanco, que tiene más fuerza que miles de caballerías, y se mete por el tubo y va al cilindro, y, pues... empuja, vamos... sale, se condensa, vuelve a entrar... y...

TIRSO. - (Comprendiendo.) Jo, como el muérgano de la Egregia Mayor de Toledo, que va el viento y ansopla por los caños, y ansina como sale el son en el muérgano, en aquesas mánicas descampa un golpe de adre que arrempuja...

JUSEPA. - ¡Válgame Dios, que trenes los de la mar! Uyí que en no sé qué mar se fue al jondo un barco cargao de dinero, y bajaron a sacarlo unos aqueles de hombres con la cabeza metía en un botellón de vridio.

TIRSO. - Jo, abajaradéis vos a buscallo con san fin de dimoños; que yo ni por tu el sagrario bendito me abajaba.

CORNEJO. - (Dándose importancia.) Animales, esos que bajan son los buzos, que tién vestimenta de fierro como la que sacan los guerreros en la procesión del Viernes Santo, y un dispejo por delante de la cara, pa ver mismamente dentro de la mósfera del agua.

DON PITO. - Exactamente, así es.

TIRSO. - Y no uyísteis lo que mos contó el estordiante D. Pelayo, fijo de nuestramo de antes D. Juárez? Pos contó que hubían unos barcos grandes, grandes, con jierro por alante, y dencima cañones del gordo como de cuatro güeyes, y en ca tiro, jo que te estriego, medio mundo patas arriba.

DON PITO. - Esos son los acorazados, sí, tremenda artillería. (Enfática descripción de la marina militar.)

JUSEPA. - Anda, ¿y busté hay estado con su barca en tantísimas ciudades y puebros?

DON PITO. - No acertaré a contarlos. Liverpool, Hamburgo y Amberes en el Norte; Nápoles, Trieste y Marsella en el Mediterráneo; Singapore, Macao y Manila en Oriente; toda América desde Montreal a Buenos Aires por Occidente; la Mar Caribe de punta a punta muchas veces, y en África hasta cerca del Cabo.

TIRSO. - ¡Jó, qué correríos tié el hi de pucha!

JUSEPA. - Diga, ¿y no allegó a Roma?

CORNEJO. - (Ganoso de contar sus empresas militares.) No seas bestia. Si Roma no es puerto de mar. Allí estuvimos con el general Córdoba, cuando Pío IX nos echó la bendición.

TIRSO. - Roma es onde mora el crergo mayor de tos los crergos, que le llaman Su Santísimo Papa.

La conversación se animaba hasta el entusiasmo cuando recaía en asunto de toros. Cornejo, que había vivido algún tiempo en las dehesas del Duque, se las echaba de inteligente, narrando mil peripecias dramáticas y lances tremebundos. A Jusepa se le encandilaban los ojos, y aunque sólo había visto dos medias corridas en la plaza de Toledo, su imaginación se inflamaba con el relato de las lides taurómacas, cual montón de hojarasca reseca en la cual arrojan una tea encendida. El montaraz Tirso, que jamás presenció corrida en forma, y apenas conocía los toros más que de verlos sueltos y libres en la ganadería, contó que una vez, hallándose en medio de las fieras, vio dos que reñían, y el vaquero les tiraba piedras, y él tuvo tal miedo que le entró una correncia, única enfermedad que tuvo en su vida. El capitán refirió las diversas funciones que en Cádiz, en la Habana y en Madrid había visto, y entre las verdades colaba de matute mentiras muy gordas, verbigracia, que en cierta corrida a que asistió en Jerez, viendo que nadie se atrevía con un Miura muy voluntarioso y de mucho sentido, bajó al redondel y lo remató con un mete y saca, que fue la admiración de los maestros. En volandas le llevaron a su casa. No hay que decir que los tertuliantes se lo creían, pues cuando aquel tema de los toros, legendario y castizo, tan grato a españoles de raza, se introducía en la conversación, todos perdían la chaveta, lo mismo el bárbaro Tirso que la zafia Jusepa y el veterano Cornejo.



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Ángel Guerra (Tercera parte)