Ángel Guerra/051

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Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo I – Parentela. – Vagancia​
 de Benito Pérez Galdós


III[editar]

Faltábale la visita a Leré, objeto principal de su viaje; mas un sentimiento de delicadeza dictábale la idea de aplazarla, porque habiéndole precedido la joven toledana tan sólo dos días, parecería que le acosaba. Determinó, pues, esperar, saboreando en tanto el gustillo de considerarse próximo a ella, de suponerla tras este o el otro muro, o de creer que momentos antes, había pasado por las calles que él recorría. Porque su ocupación única, en los días primeros, fue vagar y dar vueltas, recreándose en el olor de santidad artística, religiosa y nobiliaria que de aquellos vetustos ladrillos se desprende; su placer mayor perderse sin guía ni plano, jugando con el ovillo revuelto de las calles. De noche, el misterio y la poesía resaltaban más que a la luz del sol. Las puertas erizadas de clavos, la desigualdad infinita de planos, rasantes y huecos, las fachadas con innumerables dobleces, las rejas, las imágenes dentro de alambrera y con lamparilla, los desfiladeros angostos, entre muros que se quieren juntar, los cobertizos y travesías empinadas, la soledad, la sombra distribuida en masas caprichosas, avivaban más en el espíritu del vagabundo la impresión de leyenda dramática o de histórico lirismo. En sus primeras caminatas, la planimetría de la ciudad érale desconocida; pero pasando y revolviéndose de Norte a Sur y de Levante a Poniente, empezó a orientarse, fijó los grupos de edificios más visibles, las torres y cúpulas, y de este modo pudo dominar el sentido de las calles, y entenderlas como signos de endiablada escritura, que se va comprendiendo después de pasar por ella los ojos una y otra vez. Sale ahora este vocablo, después aquel; se despeja parte de una cláusula, luego se trasluce una frase íntegra, hasta que interpretados con cálculo y paciencia los espacios intermedios, llégase a leer de corrido todo el conjunto de garabatos.

Las excursiones nocturnas dejábanle con ganas de ver a la luz del día lo traslucido entre las sombras de la noche. «¿Qué serán estos muros altísimos? -se preguntaba-. Esta vertiente espantosa ¿a qué abismos conduce?». Y levantándose muy temprano, se lanzaba de nuevo a su exploración vagabunda. Las campanas de los conventos y parroquias llamando a misas tempranas producíanle una emoción suave que no lograba definir. No era que a él le entrasen ganas de oír misa, pero le encantaba la impresión fresca y estimulante del madrugar, y miraba con simpatía a las pobres mujeres que arrebujadas y carraspeando se metían en las iglesias. Allá se colaba también él, movido del dilettantismo artístico y de cierta curiosidad religiosa, ligeramente estimulada por pruritos de vida espiritual. Las iglesias de los conventos de monjas le ofrecían singular encanto, y siempre que abiertas las hallaba, a primera hora, se metía dentro. De este modo multitud de misas pasaban por delante de sus ojos todas las mañanas. Comúnmente, una sola persona o dos cuando más, fuera del cura y monaguillo, se veían en el templo, alguna vieja que entraba rezando entre dientes, algún anciano catarroso con trazas de mendigo. Lo que más le enamoraba era el sentimiento de reposo, de convalecencia, de tranquilidad interior que aquellos recintos monjiles tenían en sí. El fresco matinal resultaba placentero en aquella cavidad hospitalaria, en la dureza del banco lustrado por el tiempo, o de rodillas sobre el ruedo de esparto. Y de tal modo le iban gustando las iglesias de monjas, que vista una quiso verlas todas, y poco a poco, esta quiero, esta no quiero, visitó Santo Domingo el Antiguo, las Capuchinas, Santo Domingo el Real, las Claras, San Clemente, San Pablo, etc., y allí permanecía hasta que le echaba el sacristán, entre siete y ocho. Si el cura no estaba en el altar, recorría la iglesia con estudiada compostura buscando Grecos, que eran su delicia, examinando altares barrocos, Cristos con melena y Vírgenes de cerquillo, investigando siempre lo raro, lo artístico, lo sentido, que en medio de mil vulgaridades suele encontrarse allí dónde un poderoso sentimiento ha engendrado tantas y tan diversas formas. Durante la Misa se sentaba o se arrodillaba con fingida devoción, echando miradas furtivas a la verja del coro, por la cual se traslucían, bañadas en luz azulada y misteriosa, las siluetas blanquinegras de las esposas del Señor.

Allí dejaba correr el pensamiento por el campo sin fin de la Historia, de la Filosofía, y aun por el secano de la Economía política, encontrándose en su propia mente con mil ideas contradictorias. Mirando las cosas desde cierta altura, envidiaba la existencia apacible, sublimemente egoísta de aquellas buenas señoras desligadas del mundo, sin familia, pensando sólo en su salvación y cultivándola con una vida de sobriedad, abstinencias y privaciones, en cuyo fondo, al liquidar la cuenta de afanes y goces, resulta quizás un regalo y bienestar profundísimos. Cuando la misa concluía, acercábase a la reja y de cerca las contemplaba, admirándose de que ellas no se asustaran ni parecieran hacerle caso. «Esta monja que aquí cerca veo -decía-, ¿quién será? ¿Cómo se llamaría en el mundo? ¿Por qué entró aquí?» Oíalas rezar, y aquel murmuro dulce que, en el conjunto de veinte o más voces, sonaba con ondulaciones perezosas como si el aire a desgana lo transmitiera, le penetraba hasta el alma dándole cierto escalofrío placentero.

Al fin de la visita, se entretenía viendo al sacristán apagar las luces, recoger las velas, los vasos sagrados, las ropas del cura, y pasarlo todo al coro por medio de un cajón como los de las cómodas, que una monja recibía por la parte interior de la verja. Veía cómo las señoras se retiraban hacia dentro, dejando vacío el coro, lo mismo que la iglesia, pues el único individuo que había oído misa se marchaba, persignándose, envuelto en su capa. Guerra salía también, no sin dar propina al sacristán, el cual le tomaba por extranjero que iba a la husma de algún brocado antiguo para el comercio de bric-à-brac.

Pero nunca le había dado por coleccionar trapos ni cachivaches. Lo que hacía era recrearse en la inmensa riqueza artística, que obscuramente y sin que nadie lo eche de ver atesoran aquellas casas de recogimiento. En unas observaba la fábrica hermosa, del severo estilo del Greco, en otras las enmiendas y superfetaciones de los siglos, empeñados en desmentirse unos a otros; aquí la insulsez de la piel académica dejando ver por intersticios la oreja mudéjar, el plateresco que lleno de savia se abre paso entre restos góticos.

Un día de fiesta, encontrose en San Clemente con misa cantada y solemne función. Mayor encanto que los demás monasterios de señoras tenía para él el de monjas Bernardas de San Clemente, porque allí se había educado Leré, allí pasó parte de su infancia, y allí le inspiró el Cielo la divina ciencia con que había trastornado el seso de su amo. La aristocrática iglesia resplandecía con enorme profusión de cera encendida, colgadas las paredes de soberbios damascos, los altares vestidos de gala. La concurrencia escasísima, pues apenas constaba de tres o cuatro mujeres y un viejo, hacía más interesante el acto. Oficiaba un solo cura, y las monjas respondían a su canto, acompañadas del órgano, con plañidero sonsonete, que a Guerra le hacía muchísima gracia. En la iglesia y en lo que del coro se veía notábase lo que en el mundo se llama distinción, un no sé qué de nobleza no afectada y de esplendor mate, como el de los metales de ley, cuando el tiempo les hace perder el antipático brillo de fábrica. Ángel se acercó a la reja del coro, y vio en la sillería lateral de la izquierda una figura gallardísima, descollando entre el grupo de monjas. Era la abadesa, que empuñaba báculo como el de un obispo, adornado, para que resultase femenino, con magnífico lazo de ancha cinta de seda blanca como la nieve. Imposible pintar lo guapa que estaba aquella señora con su hábito blanco y negro de pliegues amplísimos, y lo bien que le caía la toca con el pico en la frente. Era dama hermosa; ya algo madura, de airoso continente, sin que su hermosura y gracia quitaran nada al tono episcopal que le daban su colocación en la silla mayor, el báculo y el aspecto de subordinación de sus compañeras.

Embebecido Guerra ante semejante espectáculo, consideraba cuánto más bonito era aquello que una función de gala en el Real o que una recepción palatina. No quitaba los ojos de la abadesa, y ésta no parecía enojada de su mirar impertinente. Por el contrario, notó Ángel que, al levantarse después de humillar su frente sobre el libro de rezos, se arreglaba el borde de la toca con mano de mujer, mano delicada y flexible que parece que tiene ojos. La señora aquella pareciole a Guerra tan digna como elegante, toda majestad, y no se cansaba de contemplarla, atisbando también a las otras monjas entre las cuales las había de variados tipos, viejas y jóvenes, pálidas todas, de mirar indiferente. La idea de que todas ellas debían de conocer a Leré se las hacía más interesantes. Cuando por guardar las conveniencias miraba al altar, sus ojos se deslumbraban con la custodia que parecía un sol, oro puro, brillo de piedras preciosas, destellos vívidos, en los cuales algo había de lenguaje misterioso, como el de las estrellas que chispean en el fondo del cielo obscuro. Prefería mirar hacia el interior del coro, porque la custodia le encandilaba, imponiéndole cierto respeto que él creía supersticioso, y el cura oficiante le resultaba bastante antipático, con su rostro de salvaje y su vozarrón destemplado y becerril.

Al introducir de nuevo su investigadora mirada en el coro, vio una cosa que antes, fijándose sólo en la elegante abadesa, no había visto. Era una Virgen de tamaño casi natural, con estupenda corona de las llamadas imperiales, pectoral y broches guarnecidos de pedrería, vestido riquísimo de tisú de oro y seda carmesí, recamado de aljófar. Alzábase la hermosa imagen en un trono portátil frontero a la silla de la abadesa, con andas de chapa de plata, y flores magníficas de plata y tul rosa. Cirios de transparente cera labrada con picos mil la alumbraban, reflejándose en la pintura del rostro, el cual era de lo más agraciado, de lo más simpático (si tal calificativo cabe) que es posible imaginar. ¡Aquella Virgen hermosísima era sin duda la que hablaba con Leré en éxtasis, diciéndole las cosas que ésta refería con tanta ingenuidad! Los ojos de la efigie brillantes como luceros miraban a la abadesa, y la abadesa, atenta a su libro, leía y releía murmurando las cláusulas con ritmo de canto llano. Después cantaron alternando las voces: la abadesa decía un versículo y respondían las otras. Terminada la misa, los cantos y rezos siguieron largo espacio dentro del coro, hasta que vio Guerra que unas monjas que parecían acólitas incensaban a la Virgen... Entonces reparó que ésta tenía Niño, y que el Niño ostentaba escarpines de oro acabados en punta. Por fin las monjas cargaron la imagen, arrimando el hombro a los plateados palos de las andas, y se la llevaron en lenta procesión, en dos filas, la abadesa detrás marcando el paso con su báculo, asistida de media docena de ellas, que debían de ser las más ancianas, y la comunidad se filtró cantando por una puerta que al claustro sin duda conducía.

Sacó a Guerra de su abstracción una desentonada voz, que le dijo casi al oído estas palabras: «Caballero, quiere usted ver dos bandejitas de plata repujada y un porta-paz cincelado, del siglo XVII, legítimo, obra preciosa?... Se dan baratos».

Quien le hablaba era un hombre no muy viejo, pero sin dientes, mal vestido, con andrajosa capa, el cual poco antes se había sentado en el banco junto a él.

-Gracias -replicó Ángel-. No soy anticuario.

Y se marchó, porque el sacristán repicaba con el manojo de llaves. Todo el resto del día estuvo saboreando la impresión de lo que había visto y oído, la elegante abadesa, la custodia como un sol, la Virgen bonita, amiga de Leré, los artísticos ornatos de la iglesia, tapices y cornucopias, el misterioso ámbito del coro, el canto desmayado y nasal de las monjas, y por la tarde no pudo resistir a la tentación de volver allá. Pero la iglesia estaba cerrada, y su puerta vieja, roñosa y musgosa, era como la de un panteón donde hace mucho tiempo que no se entierra a nadie. Recorrió la calle mirando la tapia inmensa, llana, desesperante, en la cual se pierde el gracioso pórtico de Berruguete, como joya engarzada en infinita capa de paño pardo. Ni un alma pasaba por allí, ni gato ni perro ni mosca, ni ser viviente alguno. Embebecido en aquella soledad, miraba la tapia y se decía: «¿Qué estará haciendo ahora la abadesa guapa? Y las demás monjas, ¿qué harán? Estarán comiendo. ¿Y qué comen?... ¿qué dicen, qué piensan? Cuando duermen, ¿qué soñarán?»


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Ángel Guerra (Tercera parte)