Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Primera parte/IX
Como era lógico -aunque ahora quizá no lo parezca-, entré a cursar el primer año del Colegio Nacional, y con este favor empezó el primer calvario de mi vida, quizá el único hasta hoy.
En cuanto supo que «había pasado», Tatita se volvió a Los Sunchos, dejándome en poder de los Zapata, cuyos procedimientos resultaron, ¡ay!, muy otros que los de mis padres, y cuyo seco rigor era la antítesis de la tolerancia cariñosa o servil a que estaba acostumbrado. En un principio, traté de rebelarme contra esta tiranía, sobre todo contra la de misia Gertrudis; pero mis esfuerzos se estrellaron en su carácter inflexible, que pocas veces trataba de disimular bajo una apariencia dulzona.
-¡Es por tu bien! -me decía, después de arrancarme a las más inocentes diversiones-. ¿Qué diría tu padre, si te dejáramos hacer lo que quisieras y perder el tiempo a tu antojo?
-Tatita -replicaba yo airado- no me ha tenido nunca encerrado como un preso, y no me perseguía como usted.
-¡Es por tu bien, te repito! Y, además, seguimos las instrucciones del mismo don Fernando. Acuérdate de que cuando don Néstor le dijo que, si no estudiabas mucho, te quedarías en primer año, tu padre me recomendó: «Átemelo a soga corta, misia Gertrudis. ¡Téngamelo en un puño!» ¡Ni más ni menos! ¡Y... basta de discusión!
Se marchaba y yo me quedaba temblando de cólera y de impotencia. ¿Qué se había hecho de mi indomable voluntad? ¡Ay! Desterrado, en el aislamiento, en un mundo desconocido y hostil, sin los sólidos puntos de apoyo de Mamita, de los sirvientes, de todos cuantos me adulaban para adular a mi padre, sentíame deprimido, incapaz de iniciativa y de rebelión, desde que mis primeros esfuerzos revolucionarios sólo arribaron a hacer mayor la severidad de mis carceleros. Porque los Zapata lo eran: no me dejaban ni a sol ni a sombra, no me permitían salir solo; inspirado por su mujer, don Claudio me llevaba todos los días al Colegio, para hacerme imposible el dulce vagar de la «rabona». Los domingos y fiestas tenía que ir con ellos a misa, al sermón, a la doctrina, y en los intervalos, me hacían acompañarlos a recorrer las calles como un bobo, cuando no a hacer visitas que me daban un tedio mortal y acababan con mi resto de energía. La vigilancia de misia Gertrudis no se adormecía un momento. Me había dado un cuarto contiguo al suyo, para tenerme siempre a la vista o al alcance de la mano y de la voz; limitaba mis relaciones con las chinitas a lo más estrictamente necesario para mi servicio, sin dejarme charlar ni jugar con ellas; registraba todas las noches mi habitación y mis bolsillos para confiscarme los cigarros y cuanto libro de entretenimiento me procurara a hurtadillas; a media noche se levantaba para hacer una ronda por la casa, ver si las criadas dormían y si todo estaba en orden, celosa, hasta la manía, de una moral que, según las malas lenguas, no había sido su culto cuando moza, ni aun en los umbrales de la vejez. «Era de las que daban vuelta a los santos cara a la pared -contábanme sus contemporáneos, años más tarde-, y don Néstor Orozco no fue ni el primero ni el último de sus amigos», y añadían nombres y detalles que no hacen al caso, riéndose unos de don Claudio, denigrándolo otros por su tolerancia según ellos interesada. En mi tiempo, misia Gertrudis trataba probablemente de redimir sus antiguos pecados con la monástica austeridad de los últimos años, ya fríos, sin sol ni flores. Dios la haya perdonado en mérito de lo que hizo gozar y luego sufrir a los demás, si no en gracia de los interminables rosarios que nos hacía rezar todas las noches, de rodillas sobre un rudo enladrillado de la sala semi a obscuras.
Con todo, mi ingenio me permitía burlar de cuando en cuando su espionaje, especialmente para fumar y leer novelas que encuadernaba con las tapas de los libros de texto. Pero aquel sistema depresivo daba aparentemente sus frutos que cualquier observador superficial como misia Gertrudis y don Claudio podía haber juzgado benéficos y duraderos, sin que fueran, en realidad, ni una ni otra cosa: del Mauricio arrebatado, alegre y franco de Los Sunchos, había hecho un muchachón disimulado, avieso y triste, una criatura aislada y arisca, como un perro perseguido. Ocultamente también escribí varias veces a mi madre, quejándome de la horrible sujeción y pidiendo que le pusiese remedio; me contestaba, afligida, diciendo que nada podía contra la voluntad de mi padre, que éste estaba resuelto a «hacerme hombre», y mandándome dulces, tabletas y un poco de dinero, muy poco, porque Tatita se lo había prohibido, por consejo y exigencia de los Zapata. De vez en cuando, agregaba noticias de Teresa Rivas, que siempre le preguntaba con mucho interés por mí... Estas cartas, lejos de consolarme un tanto, hacían mayor mi desaliento y mi depresión, privándome de mis últimas esperanzas.
Acababa de quitarme toda energía mi situación en el Colegio, donde los condiscípulos me demostraban la mayor antipatía, un poco por mi culpa, sea dicho de paso, y sin que la provocara el favoritismo de mi admisión, ni la estupenda ridiculez de mi examen, aunque a veces recordaran burlándose, el famoso «Yo no la he visto nunca». Y es que al principio, falto de experiencia e iniciando una política inhábil y contraproducente, quise imponerles el mismo respeto y el mismo acatamiento de que gozaba en Los Sunchos, donde «era monitor». Esta pretensión, mezclada quizá a un poco de envidia por mi buena figura, y de celos por cierta condescendencia de algunos profesores, desencadenó la enemistad de los muchachos, y el «monitor-pajuerano», como me decían, fue la víctima de sus camaradas, que no vislumbraban siquiera, tras él, la sombra omnipotente y amenazadora del papá. Esta enemistad, que se traducía en agresiones colectivas, manteos, «ronga-catonga» bailadas en torno mío, no sin puñetazos, puntapiés, escupidas y otras amenidades escolares, de que nunca me quejé a los superiores por caballeresco puntillo, cedió un tanto, casi por ejemplo, después de varios combates con «los más guapos», en los que, por fortuna, resulté casi siempre vencedor. Pero la sorda hostilidad no cesó nunca, porque, envalentonado con mi triunfo, me mostré altivo en demasía, y porque mi forzoso aislamiento, fuera de las horas de clase y de los recreos en los claustros sombríos o en el gran patio del Colegio, no me permitía cultivar amistad alguna, ni aun la del mismo Pedro Vázquez, alumno de segundo año ya. ¿Cómo hacerme de camaradas íntimos, si don Claudio ahuyentaba en la calle a mis condiscípulos, que de otro modo quizá se hubieran unido a mí?
El estudio me interesaba muy poco; antes que aprender las largas lecciones de memoria, el musa musae, el bonus, bona, bonum, la nomenclatura interminable de los departamentos de provincia, los cuentos insípidos del Compendio de Historia Sagrada, prefería quedarme horas enteras mirando al aire, evocando las risueñas imágenes de Los Sunchos, o rehaciendo las complicadas intrigas de las novelas. Era el más «burro» de la clase, pero mi insuficiencia no me molestaba en lo más mínimo, ni por mis condiscípulos ni por los profesores, olfateando instintivamente en estos últimos, quizá, una insuficiencia, si no mayor, más perniciosa aún. Salvo raras excepciones eran ignorantes, se limitaban a tomar las lecciones con el texto en la mano, docticum libro, y contestaban rara vez a las preguntas que les hacían, para aclarar una duda, maestros improvisados, en fin, en una época en que las «cátedras» eran el refugio de los amigos del gobierno que no tenían profesión ni aptitudes para ganarse el pan.
Mi vida, pues, no era vida. Moríame de hastío en casa de Zapata, que apenas recibía a dos o tres personas, además del cura Ferreira y de fray Pedro Arosa, franciscano, y que no dio fiesta alguna después de la comida en honor de Tatita; sufría y rabiaba en el Colegio, donde lo que aprendí fue de oírlo repetir a los demás; cada día me era más difícil procurarme novelas, porque el dinero escaseaba mucho, pues, como repetía misia Gertrudis:
-Aquí tienes todo cuanto necesitas, y la plata es la perdición de los muchachos, sobre todo en una ciudad como ésta-, considerando que la dormida capital provinciana era una Babilonia, si no un París.
¿Qué hacer, entonces? ¡Volverme a Los Sunchos! Esta idea llegó a convertirse en obsesión. Pero ¿cómo realizarla, sin medios, sin recursos? En último extremo, cansado de quejarme inútilmente a mi madre, había escrito a Tatita, pintándole mis padecimientos con los más negros colores, y pidiéndole que me llevara a su lado o por lo menos me hiciera tratar de un modo más humano; pero él, convencido de que yo exageraba, alentado por los consejos de don Higinio, engañado por las cartas de don Claudio, me contestó diciéndome que aguantara, porque en la vida todo no eran rosas, y que mayores pellejerías había pasado él cuando muchacho para «hacerse hombre». Todavía no me doy cuenta de lo que se proponían doña Gertrudis y su marido tratándome así, y a lo más que puedo llegar es a decirme quedaban libre curso a su carácter con los que estaban bajo su dependencia -las chinas y yo-, y que era más sabroso para ellos dominarme, engañando a Tatita, so color de rigidez de principios. No cejé, sin embargo, y volví al asalto por la parte más débil, escribiendo una y otra carta a Mamá, con tantas jeremiadas, revueltas entre repeticiones y faltas de ortografía, que la buena señora se resolvió, por fin, a desobedecer de lleno, y quizá por primera vez, a su marido, enviándome algunos pesos bolivianos que yo le pedía con el pretexto de suavizar un tanto mis amarguras y comprar libros y otras cosas necesarias.
Una vez dueño de este capital maduré mi proyecto de fuga, no tan fácil como a primera vista podría creerse: me costó días enteros de meditación, pero el plan resultó de una pieza.
La galera para Los Sunchos salía los lunes, miércoles y viernes muy temprano, de una posada céntrica, el Hotel de la Bola de Oro, y después de atravesar la ciudad se detenía en una pulpería de las afueras -la Esquina del Poste Blanco-, especie de sub-agencia para encomiendas y pasajeros, antes de emprender seriamente el galope, camino real adelante. Allí había que tomarla, no cabe duda, pues atravesando la ciudad alguien entre los acostumbrados espectadores del paso de la galera había de verme, necesariamente.
Los hábitos recién adquiridos de disimulo me sirvieron en la circunstancia como si sólo para ella me los hubieran inculcado; después tuve ocasión de utilizarlos muchas veces con éxito, probando que los frutos de la buena educación no se pierden nunca. Bueno, pues; con gran sorpresa y mucho gusto de misia Gertrudis, que hasta entonces tenía que despertarme tres o cuatro veces cada mañana, comencé a madrugar por iniciativa propia, y a dar cortos paseos, con el libro en la mano, como quien estudia, primero en la huerta, después en la acera de la calle, casi siempre a la vista de la vigilante centinela, pero cuidando de desaparecer a veces un momento, para que fueran adormeciéndose sus sospechas. Cuidé también de hablar mucho, por aquellos días, de un paraje pintoresco, a una legua o poco más de la ciudad, al otro extremo del Poste Blanco, que habíamos visitado en una excursión con los Zapata, y donde el río, que más cerca era apenas un hilo de agua tendido sobre un inmenso lecho de cantos rodados, ofrecía entonces, gracias a una especie de dique natural, un buen bañadero y un excelente sitio para pescar bagres y dientudos. El «Mojarral» con sus cauces, sus peces y su bañadero no se me caía de la boca, y cualquiera hubiese jurado que yo no pensaba en otro paraíso.
-¡Así me gusta! ¡Estás estudioso! -decía misia Gertrudis, no sin sorna, al verme salir de mi cuarto, con el libro en la mano, casi de madrugada-. Si seguís así, un día de estos te vamos a llevar al «Mojarral».
-¡Sí! Pero que sea pronto... ¡Tengo tantísimas ganas!
En fin, un martes por la noche deposité una maletita con parte de mi ropa en el fondo de la huerta, que daba a una calle excusada, y en un rincón de donde podría sacarla fácilmente sin ser visto. Me acosté, en seguida, pero no me fue posible dormir: la fiebre me devoraba, considerábame libre ya, y renacía en mí el muchacho inventivo y resuelto de Los Sunchos, aparentemente domado por el freno horrible de los Zapata, hasta el punto de buscar en mi imaginación cómo vengarme de misia Gertrudis. No encontré, por el momento, castigo alguno digno de su perversidad, y dejé que la ocasión me ofreciera la venganza, jurándome, sin embargo, no abandonar jamás este santo propósito. Como, apenas me amodorraba, despertaba sobresaltado, soñando que me habían descubierto, resolví levantarme, de noche aún. Debí hacer ruido, porque misia Gertrudis gritó de pronto:
-¿Quién anda ahí?
Volví a meterme en la cama, medio vestido, y oí que la vieja se levantaba a su vez precipitadamente, encendía luz, se asomaba a mi cuarto y luego salía al patio a hacer una ronda extraordinaria.
-¡Ésta es la mía! -Me dije, sin reflexionar, inspirado por mi grande amiga, la oportunidad.
Y precipitándome al dormitorio de misia Gertrudis -don Claudio tenía cuarto aparte-, tomé de sobre la cómoda, donde las ponía siempre, sus magníficas trenzas castañas, que sólo se ataba a la cabeza una vez terminadas las faenas matinales. ¿Qué iba a hacer con ellas? No lo sabía ni me importaba por el momento.
Amaneció poco después, sin que misia Gertrudis volviera de su inspección, y yo salí, como de costumbre, con el libro en la mano. La vieja estaba haciendo fuego en la cocina. Corrí a la huerta, tiré en el lodo infecto del comedero de los cerdos las hermosas trenzas que los «cuchis» se encargarían de devorar o destrozar, por lo menos, como un plato exquisito, saqué la maleta de su escondite, y, por las calles solitarias aún, envueltas en húmeda neblina, me fui al boliche del Poste Blanco, a esperar la galera de Los Sunchos, que ya estaría por llegar. En efecto, la aguardaba hacía dos minutos, cuando se detuvo en la puerta, con gran ruido de hierros y de maderas entrechocados. El mayoral, Isabel Contreras, y los postillones, entraron a tomar su segunda «mañanita», de caña pura, caña con limonada o ginebra, sorbida ya la primera en la Bola de Oro, y a recoger encomiendas, correspondencia y pasajeros, si los había. Y había uno: yo.
Contreras, que como miembro conspicuo de la población flotante de Los Sunchos, me conocía como a sus manos, y respetaba a Tatita, a quien, según ya dije, servía de correo especial y de informante celoso, me hizo la mejor acogida, no se metió en indiscretas averiguaciones a propósito de mi presencia allí, y me dispensó el señalado honor de invitarme a que lo acompañara en el pescante, mientras ponía él mismo mi valija en el imperial. Cuando hice mención de pagar el pasaje, rechazó el dinero.
-Ya me pagará don Fernando.
¡Si yo hubiese sabido! ¡Cuántas semanas antes hubiera desertado de la zapatil mazmorra!
Charlando durante el viaje, y animado por alguna libación en las postas, con la falta de reserva que caracteriza a la petulancia infantil, y que no había corregido del todo, todavía, pese a la inquisitorial fiscalización de misia Gertrudis, conté por lo largo a Contreras mis padecimientos y mi escapatoria, cuando «ya no podía aguantar más». Sobresaltose el buen paisano en un principio, pensando en sus responsabilidades, y ya iba a arrepentirme de mi desmedida confianza, cuando reaccionó, echose a reír a carcajadas, y haciendo restallar su largo látigo exclamó:
-¡Hijo 'e tigre, overo has de ser! ¡Éste no desmiente la casta!
Se rió mucho más de la jugarreta del pelo postizo, diciendo que bien se la merecía la «perra vieja» aquélla, y después, como hombre ducho, me aconsejó que no me dejase ver por Tatita antes de hablar con mi madre, porque las madres son siempre las «mejores tapaderas» para los hijos, y porque «hay que tener mucho ojo con el mal genio de don Fernando». Y, para hacerlo mejor, detuvo la galera en una callecita solitaria, a corta distancia de casa, guardó la maleta para enviármela más tarde, y me estrechó campechanamente la mano con la suya, como papel de lija, diciéndome:
-Y ahora, compadre, bájese y vaya corriendo a su mamá, que es la única que tendrá lástima de sus penurias... Dígale que aquí como en cualquiera otra parte puede «hacerse hombre».
¡Hacerse hombre!... Rodó la galera, siguiendo su camino, y yo me quedé inmóvil, alelado, entre alegre y temeroso. Allá, muy lejos, quedaban la ciudad, el Colegio, doña Gertrudis, don Claudio, el latín, el infierno, como una horrible pesadilla. Estaba en Los Sunchos, en «mi» pueblo, en mi teatro, y aunque receloso de lo que iba a ocurrir, me sentía con más valor, con más fuerzas, dueño de mí mismo, en fin.