Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Tercera parte/IV
Esto me dio mucho que pensar, confirmándome en mis primitivos temores de ver mi personalidad anulada en Buenos Aires. Y la naciente experiencia me planteaba este dilema de hierro:
O eres un hombre de verdadero valor, tienes que conducirte como tal, y entonces verte probablemente condenado al desdén si no a la persecución, pues renunciarías a tus amigos actuales sin conquistarte antes otros que te defendieran, o eres un hombre mediano que debe contentarse con la medianía y aprovechar las migajas sin provocar los grandes golpes de fortuna, aguardándolos, por si llegan un día, y conservando, entretanto, todos sus puntos de apoyo.
Tengo de lo uno y de lo otro, y caben en mi cabeza las grandes ideas, aunque no me dé por los grandes sacrificios, y yo, como el héroe de Stendhal, capaz de disimular mi superioridad en beneficio propio, opté por esto último.
Un gran orador, secundado por algunos opositores de pelo en pecho, comenzó por aquel entonces una terrible campaña contra el gobierno, tratando de demostrar que éste procedía ilegalmente en no quiero recordar qué combinaciones financieras importantes, sobre todo para las provincias. Al propio tiempo, como movimiento convergente, formábase un gran partido con todos los elementos heterogéneos que no comulgaban con la política oficial. Vi el abismo abierto a nuestros pies, cuando todo el mundo quería negarlo, pero me dije que el lado de los dirigentes era y sería siempre... el lado de los dirigentes. Los hombres de gobierno pueden verse alejados pero no suprimidos de la escena -porque forman una verdadera casta, una institución-, y los gobiernos se renuevan con hombres que han gobernado ya, nunca, sino en muy pequeña dosis, con hombres nuevos, que no saben el mecanismo del poder. Comprendí, pues, que para no caer definitivamente, sin remedio, debía caer con los míos, y me aferré a la defensa del Presidente y su política. Grité contra aquel orador de cara de Nazareno, que hablaba con voz aflautada de mujer, armoniosa a veces, retumbante otras, y creo que, parodiando a misia Gertrudis hasta insinué que era mulato y mal nacido... Esto no lo hacía en discursos -voluntaria y radicalmente suprimidos-, sino en simples interrupciones. Los correligionarios me estimulaban, me agasajaban para sacar las castañas del fuego con la mano del gato, pero yo sentía el gran vacío de una posición falsa, y de pronto cesé hasta en mis invectivas, buscando también el silencio y el olvido. Poco antes, algunos diarios me atacaban, tomándome como pretexto para mesar las barbas del Presidente en persona, y presentándome como su vocero, como su alma condenada. Esto me afligía y me torturaba, aunque en las calles, en los clubs, en el Congreso y en el teatro me diera aires de Matamoros, y... al buen callar llaman Sancho. El grande hombre de Los Sunchos, el árbitro de la capital provinciana, era, cada vez más, uno de tantos en la capital de la República...
Coen, el banquero, cuya mujer me hacía ojitos en casa de Rozsahegy, y con quien había hecho varias jugadas de Bolsa, me dijo un día:
-Yo le aconsejaría, don Mauricio, que realizara. Usted tiene algunos negocios, como el de sus tierras, que pueden darle todavía magnífico resultado. Si espera un tiempo más es muy posible que se vaya «al bombo». Realice y compre oro para dentro de tres meses; pero compre oro efectivo, no se contente con las diferencias, porque si no se embromará. Esté cierto de que va a quebrar medio mundo el día menos pensado.
-¡No embrome! -le dije, sonriendo-. Ésos son cuentos para asustar a las viejas.
Sin embargo, fui a ver al Presidente y le hice comprender en forma velada lo que había en la atmósfera.
-¡Bah! Ésos son excesos de la oposición -me dijo-. Y usted, ¿qué piensa hacer?
-¿Yo? No mover un dedo. Sabiendo lo vinculado que estoy a la situación, y por más insignificante que sea, una maniobra temerosa mía podría acelerar un pánico que nuestros adversarios se esfuerzan en producir. Yo soy muy amigo de mis amigos... y de mis protectores -agregué, al ver que arrugaba el vanidoso entrecejo.
-Haga lo que se le antoje. Y no se crea que puede comprometer todavía la marcha del país -dijo con sorna.
-La oposición sabe exagerar, cuando le conviene. Estoy seguro de que se fija en todo... hasta en mí... Yo estoy a la baja...
-Sí, es lo mejor. Pero no se preocupe. Son «alharacas» de los opositores, nada más.
Pepe Serna, el secretario particular del Presidente, me dijo más tarde en el club, que mi actitud había complacido mucho al Presidente.
-¡Poco me importa! -contesté-. Lo único que quiero es demostrar carácter. Podría comprar oro, realizar ahora mi fortunita y ser muy rico; pero prefiero mirar al futuro y no hacer pavadas que lo echen a perder. ¿Y «vos»?
-Yo -contestó Pepe- se lo debo todo al «doctor»; soy consecuente y tengo miedo de dejar de serlo, porque entonces dejaría de estimarme a mí mismo. ¡Como que si me estimo un poco todavía es sólo por eso!...
Nos fuimos a comer juntos sin hablar más de la cuestión, aunque ambos siguiéramos pensando en ella. Alguien que comía en el mismo Café de París, con otros amigos, un comprovinciano muy al corriente de todos los chismes de nuestra ciudad, me mandó con el maître d'hotel un diario de mi provincia, al margen del cual había escrito con lápiz: «Hay noticias interesantes para usted».
Busqué la noticia interesante, y fuera de la habitual palabrería política no encontré nada. Miré al comprovinciano, mostrándole el periódico y encogiéndome de hombros, para indicarle que aquello me importaba un bledo. Él sonrió, me hizo con la mano señas de que esperase y escribió en una tarjeta: «En la Crónica Social». La noticia era ésta:
«El doctor Pedro Vázquez ha pedido la mano de la distinguida señorita María Blanco, hija de don Evaristo Blanco, uno de los hombres que en nuestra provincia, etc., etc...»
¿Me puse pálido? Creo que sí, aunque no puedo afirmarlo. Sé solamente que aquello, tan previsto, sin embargo, me produjo una honda sacudida, un profundo desgarramiento de mi amor propio. El plazo no había vencido, María no me había dicho nada, yo no había retirado mi palabra, antes bien insistía aparentemente en mi solicitud...
-¿Qué tienes? -me preguntó Pepe Serna, advirtiendo mi turbación.
-¡Nada! Me acabo de acordar de que esta misma noche debo ir a casa de Rozsahegy, y me fastidia pensar que he estado a punto de cometer una gran grosería. No puedo dejar de...
-¿De ver a Eulalita, no?
-¡Como lo dices! Precisamente, de ver a Eulalita.
Una vez más era juguete de las circunstancias que, en lugar de perjudicarme, han sido siempre mis abnegadas servidoras. Algunos, a quienes suelo estorbar todavía, dicen que soy un «oportunista». ¡Bah! Ése es un rótulo como cualquier otro. La verdad es que siempre he sabido amoldarme a la vida, aunque en mi interior ardan todas las pasiones, convencido de que la pasión sólo sirve para hacer disparates. Y siempre he sido el hombre de las resoluciones rápidas.
-Pero algo te pasa -insistió Pepe-. El simple propósito de hacer una visita no puede turbarte así...
-Mañana... o pasado lo sabrás... Tengo un proyecto que ha de influir en todo el resto de mi vida...
-¿Ésas tenemos? -murmuró, adivinando.
-Sí.
Pagué la cuenta y salimos.
Eran las diez cuando entré en el palacio de Rozsahegy, la casa solariega de una vieja familia de próceres, que el advenedizo había comprado a fuerza de dinero para darse cierto barniz «ladrillesco» de aristocracia.
Había en el salón unas diez personas de clase muy mezclada: los dos jóvenes «conocidos» -Ferrando y otro-, un político secundario, muy mercachifle, con ínfulas de influyente; el banquero Coen, con su mujer, rubia, miope y tierna, figulina de Sajonia medio resquebrajada ya pero siempre de colores chillones y como infantiles, que me hacía una corte asidua e incondicional; una señorita extranjera, con aires de demoiselle de compagnie en reemplazo de su señora; un sabio europeo venido a estudiar no sé qué epizootia y a llevarse no sé cuántos pesos; el dueño de la casa, don Estanislao Rozsahegy, su esposa Irma, con su idioma tan semejante al alemán como al castellano, y la linda Eulalia, que reunía en torno suyo a los dos elegantes, la muñequita de porcelana barnizada y la demoiselle de compagnie, mientras que el gran Rozsahegy acaparaba al político, al banquero y a la germano-criolla, es decir, la parte más seria de la sociedad.
-¡Por fin sale usted del bosque! -exclamó Eulalia con la libertad de ideas de las niñas «de sociedad», acudiendo presurosa a recibirme, con gran disgusto de los dos gomosos.
-¿Del bosque, Eulalia, en pleno Buenos Aires?
-¿No dicen que los osos, insociables, viven en los bosques? Y usted es un poquito oso, ¿no es verdad? ¡Vaya! Deje a los viejos que hablan de negocios y especulaciones sin ocuparse de los muchachos, y véngase con nosotros...
La alusión a la señora de la Selva había sido clara, pero ni me di por entendido, ni ella insistió, por buen gusto innato, aunque criada en un medio que no era cultivador de semejantes matices.
En el grupo juvenil, bullicioso, superficial, y entrometido, me encontré molesto, porque no iba a mantener conversaciones generales: iba en busca de algo decisivo, y necesitaba hablar aparte con Eulalia. Buscaba el medio de alejarla del grupo, cuando Rozsahegy me hizo muy indirectamente el juego, llamándome.
-La situación sólida, ¿usted cree? -preguntó con aire de inocencia y de perplejidad, aunque fuera un zorro viejo.
-Sí, don Estanislao. Todo va bien. No hay que hacer caso a la oposición. Su misma fiebre lo demuestra. Son perros que ladran a la luna...
-Muchos perros... Ese mitin del Frontón.
-¿Ha viajado por el campo? En las estancias, en cuanto ladra un cuzco, todos los perros desocupados se ponen a ladrar también, sin saber por qué, y no muerden, porque no tienen qué morder...
-¡Oh! -dijo Coen, con aire misterioso-. La Bolsa está tranquila...
-¡Bah! Contra los que juegan al alza están los que juegan a la baja. Es una partida reñida, pero jugarreta al fin.
-La apuesta es la fortuna del país, no unos cuantos pesos de los jugadores...
-El país es demasiado rico para que eso pueda comprometer su fortuna.
-¡Hum! Usted está muy confiado, muy confiado, lo mismo que el gobierno. ¿Qué hace el gobierno?
-¡Pues, nada! ¡Provocar la baja! Y lo conseguirá. ¿Quién lucha, don Estanislao, contra el poder y el dinero, el poder total, el dinero inagotable?...
-Sí, eso es muy importante -murmuró Rozsahegy, sin convicción.
-Papelitos impresos -murmuró Coen.
-¡Oro! ¡El oro caerá en la Bolsa como el maná en el desierto! El ministro lo ha prometido. ¡Será el maná, y los israelitas no se morirán de hambre!...
-Eso no dudo -insistió Coen, burlón.
-Y... eso, ¿usted tiene confianza, entonces? -preguntó Rozsahegy con aire extremadamente candoroso.
-¡Absoluta!
-Yo también -apoyó don Estanislao, entre sonrisas indescifrables-. Yo también... por ahora.
Y llamó a Eulalia para decirla que hiciera servir el té, poniéndola así a mi alcance fuera de oídos indiscretos.
Me acerqué a ella y entablé el coloquio proyectado.
-¿Conque soy un oso, no?
-«Silvestre», sí, según se dice.
-¡Vamos, Eulalia! Dejemos los árboles, y yo le demostraré que soy, por el contrario, una fiera domesticada. ¿No me cree usted capaz de abandonar la arboricultura para dedicarme al cultivo de las flores?
-¿De qué flores?
-De las más hermosas, las más gallardas, las más perfumadas... Usted, por ejemplo.
-¡Oh! -y el rubor le invadió las mejillas, mientras que un ligero calofrío le corría de los pies a la cabeza.
-Ni el momento ni el sitio parecen oportunos Eulalia; pero, sin embargo, son favorables para quien no puede aguardar más. Hace mucho que tengo que decírselo: La quiero... Y usted, ¿me quiere?
Le clavé los ojos; ella no desvió los suyos, humedecidos y vagos. Buscó el botón de la campanilla, tras de su espalda, con la mano izquierda, como para disimular su turbación, y no pudo menos que tenderme la derecha, que sentí trémula de emoción en la mía, seca y febril.
-¿Está dicho?
-Sí.
Un lacayo apareció.
-El té -dijo Eulalia, con voz temblorosa-. El té en el comedor.
-¿Por qué en el comedor? -preguntó Rozsahegy-. Aquí estamos muy bien.
-En el comedor, papá... -insistió Eulalia, con ese acento profundamente persuasivo que sólo saben encontrar las mujeres, y sobre todo las muy jóvenes, mezcla de orden y de súplica.
Rozsahegy no insistió, ni hubiera insistido aun tratándose de cosas de mayor importancia; en el trato social se dejaba guiar ciegamente por su hija, confiando en su discreción y en su cultura, él que no tenía el menor roce, y que sólo sabía tratar con los hombres de negocios, y sus empleados y peones.
Entretanto, los dos grupos, interesados por nuestro aparte, hacían converger sus miradas hacia nosotros, lo que me demostró que nuestra actitud no había sido tan disimulada como lo esperábamos. Supongo que Eulalia haría la misma observación, pero siguió a mi lado sin dar importancia a la curiosidad que nos rodeaba.
-¿Es cierto, Herrera? ¿Es cierto... Mauricio?
-¡Sí, Eulalia!
-¡Oh! Si usted supiera cómo temía...
-¡Y yo, Eulalia! ¡Cuánto desearía que estuviéramos solos para decirle!... -Ahora... cuando entren a tomar el té.
Mentira; no deseaba que estuviéramos solos. Me sonreía, por el contrario, aquella declaración en plena sociedad; ésta justificaba la falta de arrebatos románticos y me permitía no buscar frases y actitudes artificiales y dramáticas. Me gustaba Eulalia, me había prendado desde el primer momento, pero me era imposible encontrar para ella frases arrebatadoras, explosiones de pasión. Tras de la princesa de cuento de hadas veía los dos ogros que entibiaban mi ardor, como una amenaza.
Cuando los invitados pasaron al comedor, nos quedamos un momento en la sala, desierta y rutilante de luz. Muy ruborizada, con las manos caídas, torturando el abanico de nácar, la niña esperó.
-¡Está usted deslumbradora esta noche!
-No quisiera...
-¿Por qué, mi Eulalia?
-Porque lo deslumbrante no se ve.
-¡Ah, coqueta! Y usted quiere ser vista...
-Sí. Con todos mis defectos y todas mis fealdades... para que después no venga el arrepentimiento.
-Usted no tiene defectos ni fealdades...
-Quizá sea que no se ven ahora...
-Para mí no existen... No existirán nunca, Eulalia.
-¿De veras? -murmuró, casi burlona.
-¡No se ría!... ¡La quiero con el alma!
Se puso seria, muy seria, de una gravedad insólita para decirme:
-Yo también a usted... Pero me aflige pensar... en la arboricultura y otras cosas.
-¿Y usted puede creer?... Habladurías, malevolencias.
Me miró sonriente esta vez, tranquila, vencedora, y preguntó con intención:
-No, pero... ¿Qué cree usted que pensaría la mujer de César?
-No colijo...
-Pues... que César no debería ser sospechado, él tampoco.
La miré como haciéndola un montón de promesas y juramentos, y, por fin, murmuré, decisivo:
-Es preciso que me autorice...
-¿A qué, Mauricio?
-A pedirla a sus padres.
Fijó en mí los ojos, tan vagos, tan empañados que temí verla desmayarse.
-Sí, Mauricio -murmuró apenas.
Y el «Mauricio» sonaba en su boca como una caricia de sus labios, porque ese nombre, mi nombre, debía haber sido besado mil veces al pasar por sus labios, aunque su estructura parezca no prestarse al beso tanto como otros, Pepe, por ejemplo, que son dos besos seguidos.
-¡Pues, esta misma noche! -dije-. Mañana... a más tardar...
El grupo de los jóvenes, viendo que la montaña no se acercaba a ellos, se acercó a la montaña, saliendo del comedor. Fui buen príncipe, ayudando a formar la rueda y reanudando la conversación general, de modo que Eulalia pudo recobrar su sangre fría. La señora de Coen me lanzó una indirecta como un mazazo:
-¡No hay como la soledad para los idilios!
-Oh, señora, cuando yo tenga un idilio, le aseguro que estaré más y menos solo que hoy.
-No entiendo...
-¡Eh! Así son los idilios... nadie los entiende, sino el que los hace o el que goza de ellos... Los demás cuando mucho, aciertan a echarlos a perder, por indiscreción o por... competencia.
Se mordió los labios, y oí que se juraba en silencio vengarse de mi impertinencia.
Al despedirme, pedí a Rozsahegy una entrevista para el día siguiente.
-Vaya a mi escritorio, a cualquier hora.
-No es cosa de negocios.
-Entonces, aquí, de nueve a diez de la noche. ¿Le conviene?