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Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Primera parte/XV

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Teresa me contó aquella noche que la casa era una romería desde que don Higinio se había encargado de arreglar aquel asunto. Sabiéndolo con una diputación en la mano, chicos y grandes iban a pedírsela, y lo colmaban de ofrecimientos, de promesas, de manifestaciones entusiastas. El viejo no soltó prenda. Todos se marchaban creyendo en la posibilidad de resultar agraciados, pero sin ninguna palabra decisiva; enumeraba los méritos de cada uno, en su presencia, alababa los servicios prestados a la causa, decía con aire protector «veremos lo que piensan en la ciudad», y daba sendos apretones de mano. Los pechos de todos los ambiciosos de Los Sunchos palpitaban como el de un solo hombre en vísperas de un gran acontecimiento feliz, y algunos me hicieron confidente de sus esperanzas, y hasta solicitaron mi apoyo, suponiendo que tenía cierta influencia con don Higinio. Este período de satisfacción, de beatitud, pasó pronto, sin embargo, dando lugar a otro de irritabilidad e inquina. Despertáronse de pronto los recelos, y Los Sunchos se convirtió en un semillero de intrigas. Medio pueblo habló pestes del otro medio, porque cada cual quería despejar de competidores el campo de la acción. Sólo yo resultaba indemne en aquella lucha a dentellada limpia, porque nadie me creía con la menor probabilidad de llevarme la presa.

La Época, inspirada por don Higinio, dijo que los aspirantes, por muy legítimas que fueran sus ambiciones, eran demasiado numerosos, que la ardiente competencia iniciada ponía en peligro la disciplina del partido, dando un pésimo ejemplo de discordia, y que se imponía a todos los pretendientes en general, como una prueba de generosos sentimientos y altas ideas, deponer sus pretensiones en el sagrado altar de la patria. Agregaba que el nuevo candidato sería designado por los jefes del partido, es decir, en la capital de la provincia, porque, dada la disconformidad de las opiniones, algunas egoístas, fuerza es decirlo, las circunstancias imponían una decisión completamente imparcial, que sólo allí podría obtenerse. Y así, nadie tendría, luego, motivo de queja.

En el número siguiente el editorial de de la Espada apareció doctrinario, sin alusiones a persona alguna, según creyeron los lectores. Era indudable que, en la perplejidad de la designación, el diario oficial se daba un compás de espera. Sin embargo, el diario decía, nada menos, que había llegado el instante histórico de dar paso a las nuevas generaciones, de llevar al gobierno del país a los hombres nuevos que habían demostrado amplitud de espíritu, respeto a las instituciones, aptitudes de iniciativa, amor al progreso. Cuando los altos puestos públicos, desde la presidencia abajo, estén refrescados por sangre juvenil, será como si la nación entera recobrase una nueva y vigorosa juventud. En épocas de revueltas y trastornos, la experiencia de los ancianos es el mejor instrumento de gobierno; en épocas de paz y de prosperidad, el entusiasmo de los jóvenes es lo que conduce a mayor felicidad y a más riqueza. Nadie supuso que aquel articulejo preparaba el lanzamiento de mi candidatura, aunque en Los Sunchos se hilara muy delgado, y fue porque estas generalizaciones no son para sintetizarlas gente primitiva y en el fondo candorosa.

Don Higinio se había marchado a la ciudad y me escribía casi diariamente, enviándome las cartas con el mayoral Contreras, su hombre de confianza, como lo había sido de Tatita. En sus cartas me señalaba, punto por punto, lo que debía hacer para complementar sus propios trabajos.

Por indicación suya, los miembros del comité local (vale decir las autoridades del pueblo) organizaron un mitin para determinar públicamente cuál iba a ser la actitud del partido. En él se rechazaría sin apelación la candidatura de Cirilo Gómez, pero, para demostrar que esto no era una rebelión, sino una desobediencia forzosa, que en nada menoscababa la disciplina, se declararía solemnemente, bajo juramento, si se consideraba necesario, que el partido votaría en masa, como un solo hombre, el nuevo candidato -quienquiera que fuese-, designado por el comité central. «Sólo así -escribía don Higinio-, se sustituiría fácilmente a Gómez y seguiremos gozando del favor del gobierno».

Aquella mañana, en el vasto corralón de Varela, se reunieron unos cuantos centenares de personas -gente del campo y peones municipales, en su mayoría-, capitaneados por Casajuana, Guerra y Suárez, a quienes servíamos de tenientes Miró, Valdés, Martirena, Antonio Casajuana, el doctor Merino, de la Espada, yo y otros. Se había preparado un asado con cuero -una vaquillona carneada probablemente en la estancia de algún opositor-, y las damajuanas de vino y las «frasqueras» de ginebra prometían un gran entusiasmo popular. En este animado escenario me estrené como orador, repitiendo, palabra más, palabra menos, algunos editoriales de de la Espada.

«Hay que sacrificarlo todo generosamente por el bien del país. Las ambiciones desmedidas de algunos ciudadanos suelen poner en peligro la marcha de nuestro partido, el más noble, el más puro, el más progresista, el único que se ha mostrado capaz de gobernar... Esas ambiciones deben ser arrancadas de raíz, como la mala hierba. Si los ambiciosos no renuncian voluntariamente a ellas, los verdaderos patriotas deben quebrar sus apetitos en sus propias manos como un arma funesta (frase original, calurosísimamente aplaudida). Además, ya es hora de que se abra paso a los hombres nuevos. En la política, como en la milicia, hay una edad para el retiro, y el gobierno, como el ejército, debe completarse con sangre joven. Y por último, a nada aspiro personalmente, nada deseo, pero mi mismo desinterés me autoriza a recomendar a mis correligionarios la más severa disciplina y la más estricta obediencia a los mandatos de nuestros jefes. Señores: ¡Viva el partido provincial! ¡Viva el Gobernador de la provincia!»

No insistiré en la ovación que se me hizo ni en las escenas que siguieron, dignas del mismo Pago Chico, no ya de Los Sunchos. Pero necesito decir que al otro día La Época proclamó que me había revelado orador brillantísimo, pensador profundo y uno de los cerebros mejor dotados del país, que de mí debía esperar maravillas. Los demás «discursantes», que los hubo en gran número y a cuál más ardoroso, se eclipsaron ante el astro nuevo, y en la «alta sociedad», así como en los modestos corrillos, alguien comenzó a hablar de Mauricio Gómez Herrera como de un muchacho de gran porvenir, que se estaba malgastando en aquel rincón. Como con esto se tiraba a matar a los «prohombres» de que todo el mundo estaba harto, la apreciación cundió, especialmente desde que los diarios de la ciudad, a instancias del viejo Rivas, transcribieron los artículos y sueltos de La Época, poniéndome por su cuenta en los cuernos de la luna.

Tomé con esto, involuntariamente, un aire misterioso, y de la noche a la mañana me hice un hombre grave, más grave quizá de lo que conviniera para no dejar traslucir mi secreto. Había adquirido enorme importancia, y una de las manifestaciones exteriores de ello era que las principales familias hallaban modo de invitarme a sus tertulias, a almorzar, a comer, cosa que antes ocurría muy de vez en cuando. Yo no paraba un momento en casa, con gran pena de Mamita que, si hasta entonces sólo me veía a las horas de comer, desde entonces ya no me vio a ninguna hora, si no es por las mañanas, mientras dormía... Aprendí con esto los rudimentos de la vida social (¡en Los Sunchos!) que tanto debía cultivar más tarde. Había sido un oso; pero las mujeres son tan amables, cuando quieren, que me sorprendí de no haber frecuentado más la sociedad... No; aventuras no tuve. Me faltaba atrevimiento, y, por otra parte, la bendita chismografía y el santo espionaje de los pueblos pequeños, como una especie de cinturón de honestidad, hacen a las mujeres recatadas y hasta virtuosas, mientras no interviene la verdadera pasión.

En fin, cuando se lanzó mi candidatura, ungida por el mismo gobierno, pocos días antes de las elecciones, mi designación sorprendió a muy poca gente: estaba en el aire, sembrada esporádicamente por don Higinio, de la Espada y los demás amigos. La única persona que se sorprendió y se asustó fue Mamita. En cuanto supo mi proclamación aceptada sin objeciones, con la mayor disciplina, impulsada por su misticismo iconólatra, empezó a encender velas ante una imagen de Nuestra Señora de los Dolores, pero nunca quiso decirme si lo hacía para que saliera o no saliera diputado... Sospecho lo último.

La elección fue canónica, porque en Los Sunchos como en todas partes, estaban vedadas a los opositores, que desde tiempo inmemorial se limitaban a protestar las elecciones ante escribano público, sin más resultado que dejar un documento para la historia, que probablemente no lo utilizará jamás. Mauricio Gómez Herrera resultó diputado, como se proclamó aquella misma noche, calurosa y clara, de un domingo de marzo, entre los estampidos de las bombas de estruendo y los pasodobles de la charanga municipal. En el comité hubo fiesta que se continuó en el club, donde se destaparon algunas botellas de champaña e innumerables de cerveza. Yo tuve que brindar con todo el mundo y con todos los líquidos.

Muy tarde, casi a la madrugada, me vi por fin libre de las amables impertinencias del triunfo. Muchos me acompañaron hasta la puerta de la casa, pero, adentro ya, no sé por qué se me ocurrió que Teresa estaría en la huerta, pese a la hora intempestiva, como una esposa abnegada que aguarda al marido calavera. Y, en la satisfacción de la victoria, que ablanda los corazones, quise que, en tal caso, la tonta fuera feliz. Esperé a que mis acompañantes, que cantaban entusiasmados, estuvieran lejos, atravesé la calle y entré en la huerta, casi seguro de no encontrar a nadie, aunque esto hubiera lastimado mi amor propio... Pero allí estaba la muchacha, agitada y nerviosa.

-Ya creí que no vendríaz -me dijo con su voz cantante-. El zeñor diputado ze hace decear... Tenéz razón... Lo único que ziento ez que ahora te me iráz...

-Me iré... Me iré; pero volveré a cada rato. ¡Estamos tan cerca de la ciudad!

Me había echado los brazos al cuello y se empinaba para, en medio de la oscuridad, ver y hacerme ver, en mis ojos y en los suyos, el reflejo de las estrellas que poblaban el cielo, titilantes e innumerables.

-¿Vendráz a menudo? -preguntó mimosa.

-Cuantas veces pueda.

-¡Sí! Ez precizo que vengaz -y recalcó exageradamente el «es preciso»-. No zé todavía... Pero me parece que tengo que decirte... una coza...

Me dio un calofrío, tanto temor y tanta alegría vibraban a la vez en sus palabras. ¿Sería?

Pero la insólita entrevista no se prolongó, ni era posible que se prolongara, porque ya comenzaba a amanecer.

Como si se hubiera puesto de acuerdo con Teresa para darme mala espina, de la Espada, en medio de las embriagadoras congratulaciones del día siguiente, en un momento en que nos quedamos solos, me dijo con una cómica solemnidad que era exclusivamente suya:

-Mira, chico, yo no quiero meterme en danza; pero debo decirte una cosa. Se está hablando demasiado de tus relaciones con Teresita. Ya te han visto entrar muchas veces en su casa, entre otras anoche mismo, y el «comadreo» es tremendo y va a ser terrible. Yo no sé, tanto se habla, cómo don Higinio no ha caído en cuenta todavía... será porque es el más interesado. Pero no te fíes. Mira de quién se trata y ándate con tiento, si es que no te propones lo mejor, que sería... santificar las fiestas. Don Higinio no es de los que se llevan de las narices y puede darte qué sentir.

La misma perplejidad en que me hallaba me permitió contestar en broma al «galleguito», negando toda importancia al problema que, sin embargo, era trascendental y me preocupaba hondamente, hasta imponerme la obsesión de esta preguntita: «¿Será?»...

Era. Noches después, Teresa me reveló el, para ella, terrible y encantador secreto.

-Tenemos que casarnos pronto, muy pronto, queridito -me dijo, acariciándome las mejillas con las palmas de las manos-. Ya no es posible esperar más de veras... Después, sería un bochorno... ¡Y Tatita! ¡Qué diría Tatita! Sería capaz de matarme... Y yo... yo me moriría de vergüenza...

Rehuí toda respuesta comprometedora, puse de relieve, como dificultades, precisamente todas las facilidades del momento -tan propicio-, pero sin mala intención, aunque nadie lo crea, sin segunda intención ¡lo juro! Sólo por instinto, como un ademán subconsciente que me defendiera de un peligro imprevisto, atávicamente revelado a no sé qué parte de mi ser. Y, dominada o atontada por mi elocuencia, Teresa se tranquilizó, me abrazó, me besó, me hizo mil caricias, y, en la decisión completa de su cuerpo y de su alma, hasta prometió no decir nada a don Higinio mientras yo no se lo mandase.

Una vez a solas, me di cuenta del atolladero en que me había metido. ¡Qué a punto venían las insinuaciones de de la Espada! Si hubiera hablado meses atrás... Pero, como dicen las comadres: «Después del niño ahogado... ¡María, tapa el pozo!» ¡Bah! Todavía nadie se ha muerto de eso. En el peor de los casos, no tendré de qué quejarme. Pero...

La verdad, la verdad es que prefería no casarme porque aquella muchacha carecía de atractivos, o si los tenía eran menores cada vez. Teresa no me interesaba, o me interesaba poco, ya sin prestigio ni misterio, con sus grandes ojos de ternera conmovida, su cutis de magnolia, su ceceo infantil, su candor de paisanita.

Eso está bueno para pasar un rato ¡pero toda la vida!...



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